Un vendedor
ambulante de tabaco fue abordado en la calle por un anciano que llevaba una
larga barba blanca.
-Anda,
jovencito, llena mi pipa con tabaco del más fino.
El hombre
examinó al cliente. Parecía muy pobre. Su cuerpo enjuto estaba cubierto de una
túnica harapienta.
-No creo-dijo,
mirando con suspicacia al viejo- que estés en condiciones de pagar lo que me
pides.
El anciano se
encolerizó. Sus ojuelos, hundidos en el lívido abismo de las orbitas, relampaguearon
de desdén.
Dame el
tabaco, calabacín. Y no te preocupes por la recompensa.
El vendedor
llenó entonces de tabaco la pipa que el viejo le tendía.
-Bueno- dijo.
Tu edad y tu abandono me dan lastima. Y
me gusta hacerte un regalito.
-No quiero
regalitos; no necesito limosna.
El anciano,
con ademan orgulloso, arrojo en uno de los cestos que el hombre llevaba, tres
monedas de cobre y se alejó sin mirar
atrás.
“Mi tabaco
vale más pensó el joven.” Anochecía; el vendedor había agotado casi su
mercancía y se encamino hacia su cabaña.
“Si, el tabaco
vale realmente más” Pero no importa. Estoy contento de haber hecho una buena
obra. Buda, que ve todas las cosas y lee en el corazón de los hombres, sabrá
ciertamente recompensarme de algún modo”.
Mientras
recorría a buen paso una larga calle desierta, el vendedor se dio cuenta de que
el cesto en que el viejo arrojara las tres míseras monedas de cobre pesaba
mucho. Se detuvo un instante y vio, con enorme asombro, que las moneditas se
habían multiplicado. Lucían de forma extraordinaria y formaban un pesado montón
e iban aumentando misteriosamente por momentos.
El joven, para
poder transportar sin excesiva fatiga, puso una parte de ellas en el cesto que
llevaba en la otra mano, pero el dinero no cesaba de multiplicarse
milagrosamente. Cuando medio muerto de cansancio, llego a su cabaña, los cestos
eran insuficientes para contener las monedas, que comenzaron a derramarse, y a
amontonarse en el pavimento. Para
guardarlas y esconderlas, el hombre cavó detrás de su pequeña cabaña un hoyo
ancho y profundo. Hasta que lucio el alba no ceso el maravilloso chorro de
monedas. Pero ahora el joven vendedor de tabaco poseía una suma considerable.
Decidió
abandonar su humilde comercio. Aunque procuro disimular con tierra y maleza la
abertura del hoyo que contenía el tesoro; al alejarse, no quería correr el
riesgo de ser robado. Volviese suspicaz, desconfiado. La avaricia empezó a
corroerle. De noche, en lugar de dormir, contaba las monedas. Le asaltó el deseo loco de poseer más dinero. La
codicia de ganancias sugiriole la idea de explotar a la gente pobre, prestando
dinero con usura. Quitaba a los miserables lo poco que poseían, pagándoles poco
o nada.
Un día se presentó
un anciano. Parecía muy pobre; estaba enfermo y cansado. Sacó de su bolsa
mugrienta dos medallas de oro macizo.
Hace cinco días
que no cómo- dijo. Quiero comprar un poco de arroz para no morir de hambre.
El usurero examinó
las medallas.
-¿Las vendes?
Si, las vendo.
¿Cuánto ofreces por ellas?
Puedo darte
tres monedas de cobre. No más, te lo aseguro.
Los ojos del
anciano brillaron misteriosamente.
-¿Te parece
justo?
-Es justo. Te
digo que es justísimo. Si mi propuesta no te satisface, vete. Y el arroz, conténtate
en comerlo con la imaginación.
-No
discutamos. El hambre no tiene espera. Dame las tres monedas de cobre,
pues, y toma las medallas.
El usurero fue
a buscar la miserable cantidad y la entregó al viejo.
-Los tiempos
son difíciles. Hoy en día nadie compra trastos inútiles. Pero tengo buen corazón
y la pobre gente me da lástima.
-Mira-dijo el
anciano-; ya anochece. Tú debes contar tus monedas. Nunca podrás contarlas todas.
El hoyo está lleno.
-¿Qué sabes tú
de mis monedas?- preguntó, alarmado, el usurero. ¿Eres un ladrón, tal vez? ¿Un espía?
El hombre no podía
sufrir que alguien conociera su secreto.
-¿Quién te ha
hablado del hoyo? No existe tal hoyo. Yo no soy rico.
El anciano había
desaparecido. Cuando el usurero se dio cuento de ello, le entró una terrible
inquietud. Y no paraba de gritar, como un loco:
-El hoyo no
existe. Yo soy pobre, pobre y desnudo como un gusano. Buda lo sabe.
Oyó una voz
que le helo la sangre en las venas:
-Sí, Buda lo
sabe. Buda sabe que eres pobre. Más pobre que los mendigos, más pobre que las pobrísimas
personas que explotas. Buda sabe que el hoyo no existe.
El usurero salió
de la cabaña y arrojose sobre la tierra y la maleza que disimulaba la abertura
del hoyo. Las apartó. Y encontró más tierra sobrepuesta y más maleza. Cavó
aullando como una fiera herida, desesperadamente. Nada. No halló rastro de su
tesoro. Volvió a la cabaña, trastornado. Comprendió entonces que su riqueza le había
venido de Buda. No había sabido administrarla noblemente. Y Buda había vuelto para llevársela. Y todavía comprendió
otra cosa: que la fortuna es un don del cielo, que comporta deberes y
responsabilidades. Quien no tiene alma limpia y el corazón caritativo, se hunde
bajo su propio peso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario