domingo, 14 de julio de 2013

Las tres monedas de cobre

Un vendedor ambulante de tabaco fue abordado en la calle por un anciano que llevaba una larga barba blanca.
-Anda, jovencito, llena mi pipa con tabaco del más fino.
El hombre examinó al cliente. Parecía muy pobre. Su cuerpo enjuto estaba cubierto de una túnica harapienta.
-No creo-dijo, mirando con suspicacia al viejo- que estés en condiciones de pagar lo que me pides.
El anciano se encolerizó. Sus ojuelos, hundidos en el lívido abismo de las orbitas, relampaguearon de desdén.
Dame el tabaco, calabacín. Y no te preocupes por la recompensa.
El vendedor llenó entonces de tabaco la pipa que el viejo le tendía.
-Bueno- dijo. Tu edad y tu abandono  me dan lastima. Y me gusta hacerte un regalito.
-No quiero regalitos; no necesito limosna.
El anciano, con ademan orgulloso, arrojo en uno de los cestos que el hombre llevaba, tres monedas de cobre  y se alejó sin mirar atrás.
“Mi tabaco vale más pensó el joven.” Anochecía; el vendedor había agotado casi su mercancía y se encamino hacia su cabaña.
“Si, el tabaco vale realmente más” Pero no importa. Estoy contento de haber hecho una buena obra. Buda, que ve todas las cosas y lee en el corazón de los hombres, sabrá ciertamente recompensarme de algún modo”.
Mientras recorría a buen paso una larga calle desierta, el vendedor se dio cuenta de que el cesto en que el viejo arrojara las tres míseras monedas de cobre pesaba mucho. Se detuvo un instante y vio, con enorme asombro, que las moneditas se habían multiplicado. Lucían de forma extraordinaria y formaban un pesado montón e iban aumentando misteriosamente por momentos.
El joven, para poder transportar sin excesiva fatiga, puso una parte de ellas en el cesto que llevaba en la otra mano, pero el dinero no cesaba de multiplicarse milagrosamente. Cuando medio muerto de cansancio, llego a su cabaña, los cestos eran insuficientes para contener las monedas, que comenzaron a derramarse, y a amontonarse  en el pavimento. Para guardarlas y esconderlas, el hombre cavó detrás de su pequeña cabaña un hoyo ancho y profundo. Hasta que lucio el alba no ceso el maravilloso chorro de monedas. Pero ahora el joven vendedor de tabaco poseía una suma considerable.
Decidió abandonar su humilde comercio. Aunque procuro disimular con tierra y maleza la abertura del hoyo que contenía el tesoro; al alejarse, no quería correr el riesgo de ser robado. Volviese suspicaz, desconfiado. La avaricia empezó a corroerle. De noche, en lugar de dormir, contaba las monedas. Le asaltó  el deseo loco de poseer más dinero. La codicia de ganancias sugiriole la idea de explotar a la gente pobre, prestando dinero con usura. Quitaba a los miserables lo poco que poseían, pagándoles poco o nada.
Un día se presentó un anciano. Parecía muy pobre; estaba enfermo y cansado. Sacó de su bolsa mugrienta dos medallas de oro macizo.
Hace cinco días que no cómo- dijo. Quiero comprar un poco de arroz para no morir de hambre.
El usurero examinó las medallas.
-¿Las vendes?
Si, las vendo. ¿Cuánto ofreces por ellas?
Puedo darte tres monedas de cobre. No más, te lo aseguro.
Los ojos del anciano brillaron misteriosamente.
-¿Te parece justo?
-Es justo. Te digo que es justísimo. Si mi propuesta no te satisface, vete. Y el arroz, conténtate en comerlo con la imaginación.
-No discutamos. El hambre no tiene espera. Dame las tres monedas de cobre, pues,  y toma las medallas.
El usurero fue a buscar la miserable cantidad y la entregó al viejo.
-Los tiempos son difíciles. Hoy en día nadie compra trastos inútiles. Pero tengo buen corazón y la pobre gente me da lástima.
-Mira-dijo el anciano-; ya anochece. Tú debes contar tus monedas. Nunca podrás contarlas todas. El hoyo está lleno.
-¿Qué sabes tú de mis monedas?- preguntó, alarmado, el usurero. ¿Eres un ladrón, tal vez? ¿Un espía?
El hombre no podía sufrir que alguien conociera su secreto.
-¿Quién te ha hablado del hoyo? No existe tal hoyo. Yo no soy rico.
El anciano había desaparecido. Cuando el usurero se dio cuento de ello, le entró una terrible inquietud. Y no paraba de gritar, como un loco:
-El hoyo no existe. Yo soy pobre, pobre y desnudo como un gusano. Buda lo sabe.
Oyó una voz que le helo la sangre en las venas:
-Sí, Buda lo sabe. Buda sabe que eres pobre. Más pobre que los mendigos, más pobre que las pobrísimas personas que explotas. Buda sabe que el hoyo no existe.

El usurero salió de la cabaña y arrojose sobre la tierra y la maleza que disimulaba la abertura del hoyo. Las apartó. Y encontró más tierra sobrepuesta y más maleza. Cavó aullando como una fiera herida, desesperadamente. Nada. No halló rastro de su tesoro. Volvió a la cabaña, trastornado. Comprendió entonces que su riqueza le había venido de Buda. No había sabido administrarla noblemente. Y Buda  había vuelto para llevársela. Y todavía comprendió otra cosa: que la fortuna es un don del cielo, que comporta deberes y responsabilidades. Quien no tiene alma limpia y el corazón caritativo, se hunde bajo su propio peso.

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