miércoles, 6 de marzo de 2019

La historia de la princesa Hase

Hace muchos años, vivía en Nara, la antigua capital de Japón, un sabio ministro del Estado, el príncipe Toyonari Fujiwara. Su esposa era una noble, bondadosa y bella mujer, la princesa Murasaki. Sus familias habían acordado el matrimonio según la costumbre japonesa, cuando eran muy jóvenes, y habían vivido juntos felizmente desde entonces. Tenían, sin embargo, una causa de gran tristeza, pues no habían tenido ningún hijo. Esto los hacía muy infelices, pues ambos deseaban ver crecer a un hijo propio que los alegrara durante su vejez, llevara el nombre familiar y observara los ritos ancestrales cuando murieran. El príncipe y su adorable esposa, después de muchas consultas y mucho pensarlo, decidieron hacer una peregrinación al templo de Hase no Kwannon, el templo de la diosa de la misericordia en Hase, pues creían, según la bella tradición de su religión, que la Madre de la Misericordia, Kwannon, respondía a las plegarias de los creyentes de la forma en que necesitaban. Sin duda, después de todos esos años, ella les daría un adorable hijo como respuesta de su peregrinaje especial, pues era la mayor necesidad que tenían en sus vidas. Todo lo demás lo poseían, pero de nada les servía mientras el lamento de sus corazones no se viera satisfecho.

    Entonces, el príncipe Toyonari y su esposa fueron al templo de Kwannon a Hase y se quedaron allí durante un largo tiempo. Ambos ofrecían diariamente incienso y plegarias a Kwannon, la Madre del Cielo, para que les otorgara el deseo que llenaría sus vidas. Y sus oraciones fueron respondidas.

    Por fin, la princesa Murasaki tuvo una hija, y grande fue la felicidad de su corazón. Al presentar la niña a su marido, ambos decidieron llamarla Hase-hime («princesa Hase»), pues era el regalo que Kwannon les dio en aquel lugar. Ambos la criaron con mucho cuidado y amabilidad, y la niña creció en fuerza y belleza.

    Cuando la pequeña cumplió los cinco años, su madre enfermó de gravedad y ningún doctor, por muchos conocimientos que tuviera, pudo salvarla. Un poco antes de expirar, la llamó y, acariciándole gentilmente la cabeza, dijo:

    —Hase-hime, ¿sabes que no me queda mucho de vida? Aunque muera, tú debes convertirte en una joven bondadosa. Esfuérzate para no dar problemas a tu niñera ni a cualquier otro miembro de la familia. Tal vez tu padre se case de nuevo, y alguien ocupará mi lugar como tu madre. En tal caso, no te apenes por mí, sino que debes tratar a la segunda esposa como si fuera tu verdadera madre, y ser obediente y cariñosa con ella y con tu padre. Recuerda que cuando crezcas debes ser sumisa ante aquellos superiores a ti, y amable con aquellos inferiores. No lo olvides. Muero con la esperanza de que crezcas para convertirte en una mujer modélica.

    Hase-hime escuchó con respeto mientras su madre hablaba, y prometió hacer todo lo que le decía. Hay un proverbio que dice «El alma de los tres años dura hasta los cien»1, y así Hase-hime creció como su madre había deseado: se convirtió en una buena y obediente princesita, aunque era demasiado joven como para comprender cuán importante sería la pérdida de su madre para su vida.

    Poco después de la muerte de su primera esposa, el príncipe Toyonari volvió a casarse con una dama de noble cuna llamada princesa Terute. ¡Cuán diferente en carácter era! Todo lo buena y sabia que había sido la princesa Murasaki, esta mujer lo tenía de cruel y malvada. No amaba para nada a su hijastra, y muchas veces era desagradable con la pequeña huérfana.

Hase-hime soportó todos los agravios con paciencia.

   

    —¡Esta no es mi hija! ¡Esta no es mi hija! —se decía.

    Pero Hase-hime soportó todos los agravios con paciencia e incluso servía a su madrastra amablemente y obedecía todo lo que decía y nunca le daba ningún problema, justo como la había entrenado su buena madre, de forma que la dama Terute no tenía ningún motivo para quejarse.

    La pequeña princesita era muy diligente y sus estudios favoritos eran la música y la poesía. Pasaba horas practicando todos los días, y su padre hizo que los mejores maestros que pudo encontrar le enseñaran el arte de la caligrafía y del verso, así como a tocar el koto2. A los doce años, podía rasguear las cuerdas de una forma tan hermosa que ella y su madrastra fueron convocadas al palacio para interpretar una pieza ante el emperador.

    Era el Festival de las Flores de Cerezo, que se celebraba con alegría en la corte. El emperador disfrutaba de la temporada con todo su corazón y ordenó que Hase-hime tocara el koto ante él, y que su madrastra debía acompañarla con la flauta.

    Ningún súbdito podía ver el sagrado rostro del emperador. Para evitarlo, se sentaba en un pequeño escenario alzado, ante el que se colgaba una cortina de bambú cortado en finas tiras, rodeado de borlas purpúreas. La idea era que Su Majestad pudiera verlo todo y no ser visto.

    Hase-hime era una música habilidosa a pesar de su edad, y a menudo sorprendía a sus maestros con su prodigiosa memoria y su talento. En esa ocasión tan especial lo hizo bien. Pero su madrastra, la princesa Terute, que era una mujer indolente y nunca se tomaba la molestia de practicar diariamente, estropeó su acompañamiento y tuvo que pedir a una de las damas de la corte que ocupara su lugar. Esto fue una gran vergüenza, y estaba muy celosa al pensar que había fallado allí donde su hijastra había triunfado, y para empeorar la situación, el emperador mandó muchos regalos hermosos a la pequeña princesa para recompensarla por su actuación en el palacio.

    Había, además, otra razón para que la princesa Terute odiara a su hijastra, pues había tenido la buena fortuna de dar a luz a un niño, y en lo más profundo de su corazón empezó a pensar:

    —Si Hase-hime no existiera, mi hijo tendría todo el amor de su padre.

    Y al no haber aprendido a controlarse, permitió que este malvado pensamiento creciera hasta convertirse en el odioso deseo de quitar la vida a su hijastra.

    Así, un día, pidió en secreto un veneno y lo puso en un vino dulce. Este lo colocó en una botella. En otra similar vertió uno bueno. Con ocasión del Festival de los Niños del cinco de mayo, Hase-hime estaba jugando con su hermano pequeño. Todos sus juguetes de guerreros y héroes estaban tirados por el suelo y ella le estaba contando maravillosas historias de cada uno de ellos. Estaban divirtiéndose alegremente y riendo con felicidad con sus sirvientes cuando su madre entró con dos botellas de vino y unos pasteles deliciosos.

    —Sois tan buenos y felices —dijo la malvada princesa Terute con una sonrisa— que os he traído un vino dulce como recompensa. Y aquí tenéis unos pasteles bonitos para mis buenos niños.

    Y llenó dos copas de botellas diferentes.

    Hase-hime no podía siquiera imaginarse el malvado plan de su madrastra, cogió una de las copas de vino y dio a su pequeño hermanastro la otra.

    La malvada mujer había marcado con cuidado la botella envenenada, pero al entrar en la habitación se había puesto nerviosa, y al servir el vino, con las prisas, le había dado la copa envenenada a su propio hijo. Se pasó un tiempo observando ansiosa a la pequeña princesa, pero, para su sorpresa, no tuvo lugar ningún cambio en el rostro de la joven. De repente, el pequeño gritó y se tiró al suelo, doblándose por el dolor. Su madre se acercó a toda prisa, con la precaución de tirar las dos pequeñas jarras de vino que había llevado a la habitación, y lo levantó. Los sirvientes corrieron en busca del doctor, pero nada pudo salvar al niño. Murió en menos de una hora en brazos de su madre. Los doctores no sabían tanto en aquellos lejanos tiempos, y pensaron que el vino le había sentado mal al niño y le había causado las convulsiones por las que había muerto.

    Así fue castigada la malvada mujer con perder a su propio hijo por haber intentado librarse de su hijastra, pero en lugar de culparse a sí misma, empezó a odiar aún más a Hase-hime con la amargura y la maldad de su propio corazón, y buscó con ansia cualquier forma de dañarla. No tardaría mucho en encontrar una oportunidad.

    Cuando Hase-hime cumplió los trece años, ya se la consideraba una poetisa importante. Las mujeres del antiguo Japón buscaban ser excelsas en este arte y se tenía en mucha estima a las que lo conseguían.

    Durante la temporada de lluvias de Nara de aquel año, ocurrían inundaciones cada día causando daños en la ciudad. El río Tatsuta, que discurría por los terrenos del palacio imperial, había crecido hasta el borde, y el rugido de los torrentes de agua corriendo por un cauce tan estrecho molestaba el descanso del emperador día y noche, de tal manera que el resultado fue un serio desorden nervioso. Se mandó un edicto imperial a todos los templos budistas ordenando a los sacerdotes que ofrendaran continuas plegarias al Cielo para detener el ruido de las crecidas. Pero no sirvió de nada.

    Entonces se comentaba en los círculos de la corte que Hase-hime, la hija del príncipe Toyonari Fujiwara, el segundo ministro de la corte, era la más dotada de las poetisas de la época, a pesar de su edad, y sus maestros confirmaron lo que se decía. Hacía mucho, una bella y dotada doncella poetisa había conmovido al Cielo al rezar en verso, y había traído la lluvia a una tierra aquejada de una sequía, al menos eso es lo que decían los antiguos biógrafos de la poetisa Ono no Komachi. Si Hase-hime escribiera un poema y lo ofreciera como plegaria, ¿acaso no podría detener el ruido del río embravecido y así aliviaría la causa de la enfermedad imperial? Con el tiempo, lo que se decía por la corte llegó a oídos del emperador y este mandó una orden al ministro, el príncipe Toyonari, con este motivo.

    Grandes fueron el miedo y el asombro de Hase-hime cuando su padre la mandó llamar y le contó lo que se le pedía. Pesada era, sin duda, la carga que recaía sobre sus jóvenes hombros, pues había de salvar la vida del emperador a través de sus versos.

    Llegó el día en que su poema estuvo terminado. Estaba escrito en una hoja de papel llena de polvo de oro. Con su padre y sus sirvientes, y algunos nobles de la corte, fue a la ribera del rugiente torrente y alzó su corazón hacia el Cielo, leyó el poema que había preparado en voz alta, levantándolo además hacia el cielo con las dos manos.

    Entonces, algo extraño sucedió ante los ojos de todos los que la rodeaban. Las aguas cesaron su rugir, y el río quedó en silencio como respuesta directa a su plegaria. Después de esto, el emperador tardó poco en recuperar la salud.

    Su Majestad estaba muy complacido y mandó llamarla a palacio y la recompensó con el rango de Chinjo, equivalente al de teniente general, para mostrar su agradecimiento. Desde entonces, se la llamó Chinjo-hime («princesa teniente general»), y fue respetada y amada por todos.



   

    Había una sola persona que no estaba feliz por el éxito de Hase-hime: su madrastra. Esta seguía lamentándose por la muerte de su hijo, a pesar de que eran sus manos las que estaban manchadas con su sangre. Lo había matado mientras intentaba envenenar a la princesita, lo que incrementaba la mortificación al verla crecer en poder y honor. El favor imperial que había ganado la princesita y la admiración que la corte le dispensaba encendían en el corazón de su madrastra la hoguera de la envidia y los celos. Muchas fueron las mentiras que dijo a su marido sobre Hase-hime, pero de nada le sirvió. Él no escuchaba ninguna de sus mentiras, diciéndole claramente que estaba equivocada.

    Por fin, la madrastra, aprovechando la oportunidad que le dio una ausencia de su marido, ordenó a uno de sus ancianos sirvientes que se llevara a la inocente chica a las montañas Hibari, la parte más salvaje del país, y la matara allí. Inventó una horrible historia acerca de la pequeña princesa, y dijo que la única forma de evitar que el deshonor cayera sobre la familia era matarla.

    Katoda, que así se llamaba el viejo vasallo, estaba obligado a obedecer a su señora. Sin embargo, vio que lo más sabio era fingir obediencia en ausencia del padre de la chica, así que puso a Hase-hime en un palanquín y la acompañó al sitio más solitario que pudo encontrar en ese distrito silvestre. La pobre niña sabía que no serviría de nada protestar ante su desagradable madrastra por sacarla de su casa, así que obedeció sin rechistar.

    Pero el anciano sirviente sabía que la joven princesa era inocente de todo aquello que su madrastra la había acusado para dar motivo a sus indignantes órdenes, y estaba decidido a salvar su vida. A menos que la matara, no podría volver con su cruel señora, así que decidió quedarse en el bosque. Con la ayuda de algunos campesinos, construyó en poco tiempo una pequeña cabaña, y mandó llamar en secreto a su esposa, de tal modo que estos dos buenos ancianos hicieron todo lo que pudieron para cuidar a la desafortunada princesita. Todo el tiempo confió en su padre, sabiendo que en cuanto volviera a casa y viera que no estaba, mandaría a buscarla.

    El príncipe Toyonari llegó unas semanas después, y su esposa le dijo que su hija Hase había hecho una maldad y había huido por temor al castigo. Prácticamente se puso enfermo por la preocupación. Todos los de la casa contaban la misma historia, que Hase-hime había desaparecido repentinamente, ninguno sabía el porqué o a dónde. Por miedo al escándalo, mantuvo el asunto oculto a la sociedad, y buscó en todos los lugares que se le ocurrieron, pero todo fue en vano.

    Un día, intentando olvidar su terrible preocupación, llamó a todos sus hombres y les dijo que se prepararan para una expedición de caza de varios días a las montañas. Pronto estuvieron preparados, montados a caballo, esperando en la puerta a su señor. Galopó sin descanso y con prisas al distrito de las montañas Hibari, con un gran grupo siguiéndolo. Pronto se alejó mucho del resto, y por fin se encontró en un estrecho y pintoresco valle.

    Miró alrededor y admiró el paisaje, vio una diminuta casa en una de las colinas cercanas y escuchó a una hermosa voz leer. Atenazado por la curiosidad sobre quién estaría estudiando tan diligentemente en un lugar tan solitario, se desmontó y dejó su caballo a su escudero, se acercó a la colina y avanzó hacia la cabaña. Conforme llegó, aumentó su sorpresa, pues vio que la lectora era una hermosa joven. La cabaña estaba abierta y estaba sentada de cara al paisaje. Escuchando atentamente, vio que leía con mucha devoción las escrituras budistas. Cada vez más curioso, se apresuró hacia la diminuta puerta y entró en el pequeño jardín, y levantó la mirada para ver a su hija perdida, Hase-hime. Estaba tan entregada a lo que estaba diciendo que ni escuchó ni vio a su padre hasta que este habló
Sorprendida, apenas podía reconocer a su propio padre llamándola.

—¡Hase-hime! —gritó—. ¡Eres tú, mi Hase-hime!

    Sorprendida, apenas pudo reconocer a su padre llamándola, y por un momento se quedó completamente sin palabras.

    —¡Padre, padre! ¡Eres tú, padre! —Fue todo lo que pudo decir antes de correr hacia él, agarrar su gruesa manga y enterrar su rostro en ella, echándose a llorar.

    Su padre acarició su cabello oscuro, le pidió amablemente que le contara todo lo que había sucedido, pero ella solo siguió llorando, y se preguntaba si no estaría soñando en realidad.

    Entonces, el leal sirviente Katoda salió y, echándose al suelo ante su señor, contó la larga historia de maldades, explicándole todo lo que había sucedido, y por qué se encontraba su hija en un lugar tan desolado y agreste con solo dos ancianos sirvientes para cuidarla.

    La sorpresa del príncipe y su indignación no tuvieron límites. Dejó la cacería y se apresuró a casa con su hija. Uno del grupo galopó delante para informar a la servidumbre de las felices noticias, y la madrastra, al escuchar lo que había ocurrido, y temiendo encontrarse con su marido ahora que había descubierto su maldad, huyó de la casa, volvió en desgracia al hogar de su padre y nunca más se oyó hablar de ella.

    El anciano sirviente Katoda se vio recompensado con la mayor promoción posible dentro del servicio de su maestro y vivió feliz hasta el fin de sus días, dedicado a su pequeña princesa, que nunca olvidó que debía la vida a este vasallo fiel. No la volvió a molestar su malvada madrastra y pasó los días feliz y tranquila con su padre.

    Como el príncipe Toyonari no tenía ningún hijo, adoptó al menor de uno de los nobles de la corte para ser su heredero y para que se casara con su hija, y en pocos años el matrimonio tuvo lugar. Hase-hime vivió hasta una buena edad, y siempre se dijo que era la señora más sabia, más devota y más bella que nunca hubo en el antiguo linaje del príncipe Toyonari. Tuvo la alegría de presentar a su hijo, el futuro señor de la familia, a su padre justo antes de que este se retirase de la vida activa.

    En la actualidad, se conserva un trozo de costura en uno de los templos budistas de Kioto. Es un hermoso tapiz con la figura de Buda bordado con hilos de seda de loto. Se dice que esto lo hizo a mano la bondadosa princesa Hase.

   
        1 Proverbio japonés clásico. Sería el equivalente a: «Lo que se aprende en la cuna dura hasta la tumba».
      

      
        2 Instrumento de cuerda japonés

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