sábado, 30 de marzo de 2019

De cómo Rodrigo de Vivar ganó en Sevilla el título de Cid Campeador

El rey Almotamid de Sevilla, era ya amigo de don Alfonso VI de Castilla, al que
cada año pagaba un impuesto o parias, a cambio de que Alfonso no atacase las
fronteras sevillanas y fuera su aliado contra enemigos exteriores. Por esto, cada año el
castellano enviaba sus legados, para hacerse cargo del tributo, consistentes en diez
quintales de plata amonedada, y diez mulas y diez caballos.
Había en Castilla un caballero novel, de apenas dieciocho años que se llamaba
Rodrigo Díaz, hijo de un hidalgo campesino del pueblo de Vivar. El mozo se había
distinguido en la corte de Burgos por su alto sentido del honor, que le llevó, apenas
cumplidos los dieciséis años, a desafiar y dar muerte al temido alférez del rey
llamado el conde Lozano, porque se había atrevido a ofender a su anciano padre.
Desde este sangriento suceso, ganó grande fama el joven Rodrigo, y más aún, cuando
la propia hija del muerto conde, Jimena Lozano, le reclamó como marido, porque al
matar a su padre le había dejado sin hombre que cuidase de ella, y el rey mismo
ordenó las bodas, que fueron sonadas, y anduvieron en romances por toda Castilla.
Así el joven Rodrigo, figuraba ya entre los paladines más destacados de Castilla,
y el rey Alfonso, que acababa de subir al trono, le encargó que viniera a Sevilla a
cobrar las parias de ese año, que sería hacia 1082.
Rodrigo de Vivar, salió de Burgos acompañado de una hueste de cien lanzas, y se
vino para Sevilla donde fue muy bien recibido por Almotamid, quien le alojó en su
Alcázar de verano, palacio situado en la Barqueta y que hoy es el convento de San
Clemente.

El Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, en la glorieta de su nombre a la entrada
del Parque de María Luisa. (Escultura realizada por la artista Mrs. Hungtinton.).
Durante varios días, Rodrigo vivió como huésped de Almotamid siendo muy
agasajado, y sus caballeros disfrutaron las delicias de la que era entonces la ciudad
más populosa y más alegre y rica de España, tan distinta de las ciudades austeras,
pobres, sombrías y tristes —todo el año invierno— de Castilla y León.
Y ocurrió que mientras el joven Rodrigo permanecía en Sevilla, llegaron a la
ciudad noticias de que un ejército musulmán, levantado por el rey de Granada, y al
que se habían unido tropas árabes de Murcia, y algunos caballeros cristianos de
Aragón y Navarra, se habían metido en los territorios del rey Almotamid de Sevilla,
poniendo fuego a las cosechas, destruyendo los «machares» o cortijos, y saqueando
las villas y aldeas.
El rey Almotamid acudió en persona al palacio de la Barqueta y dijo a Rodrigo:
—Cada año pago las parias al rey de Castilla para que sea mi aliado. Ahora,
enemigos míos, han venido a invadir mi reino. El rey Alfonso está obligado por los
pactos a ayudarme a defender mis dominios.
—Ciertamente —contestó Rodrigo—. Esto es lo que yo mismo pensaba decirte,
pues ya he mandado preparar mi hueste, y ya tengo los cien caballeros dispuestos
para salir al encuentro de tus enemigos. Sólo estaba esperando tu licencia para
marchar contra tus enemigos. Ahora que ya la tengo, partiré inmediatamente.
Rodrigo, con sus cien jinetes se dirigió al encuentro del ejército invasor, y al
llegar a su vista, alzó el estandarte de Castilla, y envió un parlamentario a pedirles, en
nombre del rey Alfonso VI cuya representación ostentaba en aquel momento, que se
retirasen de los territorios de Almotamid, a quien él protegía. El conde de Barcelona,
que era el principal de los cristianos que ayudaban al moro de Granada, recibió esta
embajada con muestras de burla, pues le parecía irrisorio que el joven Rodrigo con
cien jinetes se atreviera a pedirle a él que retirase su ejército en el que iban cerca de
mil aragoneses, y más de cinco mil moros de Murcia y Granada. Así despidió el
conde de Barcelona al parlamentario, diciéndole estas palabras:
—Advertid a ese mozo de Vivar que antes de jugar a la guerra debe esperar a que
le acaben de salir las barbas.
Cuando el heraldo repitió estas palabras del conde de Barcelona apretó los dientes
y los hizo rechinar de pura rabia, y dijo a sus caballeros:
—Yo juro que sin que me crezcan las barbas, he de arrancar las suyas a ese conde
de Barcelona.
Demostró Rodrigo que era un genio de la guerra, con talento natural, pues dirigió
aquella batalla tan hábilmente que puso en fuga a los moros granadinos y murcianos,
entró en el centro de la hueste aragonesa, y más rápido que se cuenta con palabras, se
apoderó del conde de Barcelona y de los condes de Aragón y Navarra, y les hizo
prisioneros. Parece ser que en esta batalla fue donde por primera vez se empleó la
nueva táctica, inventada por el genial Rodrigo, que se conoce en la técnica militar con
el nombre de «tornada castellana» y que consiste en penetrar en una haz enemiga,
hiriendo de frente, pero después, con gran rapidez hacer girar la tropa de choque y
regresar al punto de partida, pero ahora hiriendo por las espaldas a los enemigos que
no se han apercibido del cambio de dirección del ataque. Es una maniobra de
caballería, que desde esa fecha se empleó hasta el siglo XIX.
Rodrigo cuando tuvo al enemigo en fuga, y a los condes prisioneros, agarró por
las barbas al conde de Barcelona, y se las arrancó de un tirón, tal como había
prometido. Después las guardó en una bolsita, que se colgó del cuello, y que llevó
durante muchos años como recuerdo de esta batalla, y más tarde en las Cortes las
enseñó para que todos vieran de qué color tenía las barbas el conde de Barcelona.
Terminada la batalla con la victoria total, se planteó Rodrigo un problema
político, religioso y militar que afectaba a su conciencia: ¿qué haría con los
prisioneros? Indudablemente, los prisioneros moros murcianos y granadinos, que
habían saqueado, destruido y matado en tierras del rey de Sevilla, los llevaría consigo
para entregarlos a Almotamid y que éste obtuviera por ellos una indemnización de los
daños causados, o que los castigase para escarmiento de sus vecinos. Pero en cambio,
parecía a Rodrigo repugnar a su calidad de caballero cristiano el entregar al conde de
Barcelona y los condes de Aragón y Navarra, en manos de un rey que, aun siendo
aliado de Castilla, no por eso dejaba de ser un musulmán, enemigo del cristianismo.
Por estas consideraciones, resolvió Rodrigo de Vivar poner en libertad a los
condes cristianos, tras haberles obligado a prometer que no harían armas contra
Castilla ni contra los aliados de Castilla. Y así los dejó marchar a sus tierras.
Rodrigo organizó desde el pueblo de Cabra, que era donde se había dado la
batalla, el regreso triunfal a Sevilla, entrando por la Puerta de Córdoba (hoy iglesia de
San Hermenegildo en la Ronda de Capuchinos), y yendo a caballo, acompañado de
sus cien jinetes castellanos, con pendones en las lanzas, y seguido por todos los
prisioneros moros, y una recua de mulos cargados de todos los bienes que estos
moros habían robado en los pueblos del reino de Sevilla, cuyos bienes traía para que
el rey Almotamid los devolviera a sus legítimos dueños.
Fue entonces, en el trayecto desde la Puerta de Córdoba hasta el Alcázar, cuando
el vecindario de Sevilla, agolpado en las calles, aclamó a Rodrigo de Vivar, con las
palabras «Sidi Rodrigo, Sidi Rodrigo» que significa «Señor Rodrigo» en lengua
árabe, mientras que los numerosos cristianos mozárabes que aquí había le aplaudían
gritando en latín «Campi doctor, Campidoctor» como significando que Rodrigo era
«sabio en batallas campales». El resultado de estas aclamaciones es que desde ese
día, Rodrigo de Vivar asumió como un sobrenombre, o como un título honorífico el
llamarse Cid Campeador.

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