Una mañana, como era habitual, se marchó a trabajar y, al encontrar una buena zona, se puso a talar el bambú. De repente, el verde bosquecillo se vio inundado por una suave y brillante luz, como si la luna llena alumbrara el lugar. Sorprendido, miró por todas partes, hasta descubrir que el brillo partía de un bambú. El anciano, maravillado, dejó el hacha y corrió hacia la luz. Conforme se acercaba, descubrió que el suave resplandor provenía de un hueco en la verde raíz, y se maravilló aún más al observar cómo dormía, en mitad de la luz, un diminuto ser humano, de solo cinco centímetros de altura y de una belleza exquisita.
—Te han debido enviar para que seas mi hija, pues te he encontrado entre los bambúes donde trabajo día tras día —dijo el anciano, y se llevó a la pequeña criatura hasta su casa en la mano, para mostrársela a su esposa. La diminuta niña era tan asombrosamente hermosa y pequeña que la anciana la puso en una cesta para salvaguardarla de cualquier posibilidad de que la hirieran.
Tomó a la pequeña criatura entre sus manos.
El matrimonio encontró repentinamente la felicidad. Siempre habían deseado tener hijos propios, y ahora se les presentaba la oportunidad de entregar todo su amor a aquella pequeña niña que había llegado hasta ellos de forma tan asombrosa. Además, desde que tal milagro había tenido lugar, el anciano había empezado a encontrar a menudo oro en los nudos de los bambúes cuando los talaba. Y no solo eso, sino también piedras preciosas. El anciano construyó una hermosa casa y ya nunca más se le consideró un pobre cortador de bambú, sino un hombre rico.
El tiempo pasó volando y, tres meses después, la niña del bambú se convirtió, para maravilla de todos, en una joven en edad casadera, así que sus padres adoptivos la peinaron y la vistieron con hermosos kimonos. Tal era su asombrosa belleza, que la colocaron detrás de pantallas como si fuera una princesa, y no permitieron que nadie la viera. Tan solo ellos tenían ese privilegio y seguían cuidándola y protegiéndola. Parecía hecha de luz, pues la casa estaba llena de un suave brillo que hacía que incluso la noche más oscura pareciera el día más brillante. Su presencia era una benigna influencia sobre aquellos que se acercaban. Cuando el anciano se sentía triste, solo tenía que mirar a su hija adoptiva y todas sus penas desaparecían, retornando la felicidad de la juventud.
Por fin, llegó el día en que nombrarían a su recién hallada niña, así que la anciana pareja visitó a un famoso nominador. Fue ahí donde decidieron llamarla Princesa Luz de Luna, debido a que su cuerpo desprendía esa suave y brillante luz que la hacía parecer hija del Dios Lunar.
Tres días duró el festival de canciones, bailes y música, donde todos los presentes —amigos y familiares— se llenaron de gozo al ver a tan adorable joven. Decían que la belleza del resto de mujeres de la Tierra palidecía a su lado. Después de eso, su fama se extendió a lo largo y ancho del país, y muchos fueron los pretendientes que desearon ganarse su mano, o, cuando menos, la posibilidad de verla, aunque fuera un segundo.
Estos, que venían de todas partes, se apostaron fuera de la casa e hicieron pequeños agujeros en la valla, con la esperanza de captar un atisbo de la Princesa mientras esta pasaba de habitación en habitación por la veranda. Allí permanecieron, día y noche, sacrificando incluso su sueño con la esperanza de verla, pero todo fue en vano. Entonces, se acercaron a la casa e intentaron hablar con el anciano, con su esposa o con algunos sirvientes, pero ni siquiera esto consiguieron.
A pesar de las decepciones, allí continuaron, día tras día, noche tras noche, como si no fuera nada, pues tan grande era su deseo de ver a la Princesa.
Al final, sin embargo, la mayoría, al ver cuán desesperada era su misión, perdieron el alma y la esperanza y regresaron a sus hogares. Todos menos cinco caballeros, cuyo ardor y decisión, en vez de desvanecerse, parecía acrecentarse con los obstáculos. Estos cinco hombres incluso comenzaron un ayuno, tomando solo lo poco que podían llevar consigo, para poder permanecer en todo momento cerca de las vallas. Allí soportaron las inclemencias del tiempo, ya lloviera, ya los atosigara un sol de justicia.
A veces, escribían cartas a la Princesa, pero no les llegó ninguna respuesta. Al ver que era en vano, empezaron a escribir poemas, hablándole del amor desesperado que los mantenía despiertos, en ayunas, insomnes y alejados de sus hogares. Pero la Princesa siguió sin contestarles.
Sin esperanza alguna, pasó el invierno. La nieve, el hielo y los fríos vientos dieron paso gradualmente al gentil calor de la primavera. Después llegó el verano, y el sol brilló con fuerza lanzando su inmisericorde calor hacia la tierra. Los leales caballeros continuaron de guardia, a la espera de cualquier señal. Cuando pasaron todos esos largos meses, llamaron al anciano cortador de bambú y le suplicaron que tuviera misericordia de ellos y les permitiera ver a la Princesa, pero él solo respondió que, como no era su verdadero padre, no podía obligarla a obedecerlo contra sus deseos.
Los cinco caballeros, al recibir esta dura respuesta, volvieron a sus hogares y se preguntaron cuál sería la mejor manera de alcanzar el corazón de la orgullosa Princesa, aunque solo fuera para que les permitiera tener una audiencia con ella. Llevaron sus rosarios en las manos y se arrodillaron ante los altares de sus hogares, quemaron delicado incienso y rezaron a Buda para que les concediera el deseo de sus corazones. Así pasaron varios días, pero ni siquiera de ese modo podían descansar en sus hogares.
Así que, de nuevo, partieron hacia la casa del cortador de bambú. Esta vez, el anciano salió a verlos, y ellos le pidieron que les hiciera saber si la Princesa había decidido no ver a ningún hombre en ningún caso. Le imploraron que le hablara de ellos y de la profundidad de su amor, de cómo habían soportado el frío del invierno y el calor del verano, insomnes, pasando las noches al raso hiciera el tiempo que hiciera, sin comida y sin descanso, con la ardiente esperanza de ganársela, y que todos considerarían esa larga vigilia un placer si ella les concedía, aunque fuera, una posibilidad de convencerla de la pureza del amor que le profesaban.
El anciano escuchó con atención su historia de amor, pues en su corazón se compadecía de estos leales pretendientes y sintió el deseo de ver a su amada hija adoptiva casada con uno de ellos. Así que se acercó a la Princesa Luz de Luna y le dijo:
—Aunque siempre te he considerado un ser celestial, he tenido que criarte como si fueras hija mía y te he otorgado la protección de mi techo. ¿Acaso no me harás caso alguno?
Entonces, la Princesa Luz de Luna respondió que no había nada que no hiciera por él, y que ella se sentía honrada de llamarlo padre y lo amaba como tal, y que ella misma no recordaba un tiempo anterior a su llegada a la Tierra.
El anciano escuchó con gran alegría sus palabras solícitas. Entonces él le dijo lo ansioso que estaba de verla casada felizmente antes de su muerte.
—Soy un anciano de más de setenta años, y mi final podría llegar cualquier día. Es justo y necesario que veas a estos cinco pretendientes y elijas entre ellos.
—Oh, ¿por qué he de hacerlo? —respondió la Princesa, preocupada—. No siento ningún deseo de casarme.
—Te encontré hace muchos años, cuando no eras más que una diminuta criatura de cinco centímetros, en mitad de una gran luz blanca. Esta partía del bambú en el que estabas escondida y me guio hasta ti. Así que siempre he pensado que eras más que una mera mortal. Mientras viva, puedes permanecer así, si es lo que deseas, pero, cuando muera, ¿quién cuidará de ti? ¡Por eso te suplico que hables con estos cinco valientes uno por uno y te decidas a casarte con uno de ellos!
—No soy tan hermosa como dicen de mí las historias. Si me casara con alguno de ellos, al no conocernos, su corazón se llenaría de arrepentimiento. Así pues, aunque me digas que son valerosos caballeros, no sería sabio darles esperanza alguna de verme.
—Todo lo que dices es muy razonable —dijo el anciano—. ¿Qué tipo de hombre aceptarías ver? No creo que estos cinco, que han esperado meses para verte, sean frágiles de corazón. Han permanecido al otro lado de la valla el invierno y el verano, a veces sin comer ni dormir, para poder conseguirte. ¿Qué más puedes pedirles?
—Han de probar el amor que dicen profesarme si quieren que les conceda una audiencia —dijo la Princesa Luz de Luna—. Todos ellos, procedentes de lejanos países, tendrán que traerme aquello que les solicite para demostrar la pureza de su corazón.
Esa misma noche, los pretendientes llegaron y empezaron a tocar sus flautas por turnos, y cantaban sus canciones, que hablaban del gran amor imperecedero que sentían por ella. El cortador de bambú salió y les ofreció su compasión por todo lo que habían soportado y la paciencia que habían mostrado en su deseo de conseguir la mano de su hija adoptiva. Entonces, les transmitió su mensaje: aceptaría casarse con quienquiera que consiguiera traerle lo que ella deseaba. Esa era su prueba.
Los cinco la aceptaron, y pensaron que era un excelente plan, pues evitaba los celos entre ellos.
La Princesa de la Luna dijo al primer caballero que le pedía que le trajera el cuenco de piedra que había pertenecido a Buda en la India.
Al segundo caballero le pidió que fuera a la montaña de Horai, que se decía se encontraba en el mar del Este y le trajera una rama del maravilloso árbol que crecía en su cima. Las raíces del árbol eran de plata, el tronco de oro y las ramas tenían joyas blancas como frutos.
Al tercer caballero lo mandó a China, para que buscara a la rata de fuego y le trajera su piel.
El cuarto caballero tenía que buscar al dragón que llevaba en la frente una piedra que emitía los cinco colores y traérsela.
El quinto tenía que encontrar a la golondrina que tenía un caparazón en el estómago y llevárselo.
El anciano creía que se trataba de tareas muy complicadas y dudó al llevar los mensajes, pero la Princesa no aceptaría ninguna otra condición. Así que sus órdenes llegaron palabra por palabra a los cinco hombres que, cuando escucharon lo que se les pedía, perdieron la esperanza y se sintieron heridos por la imposibilidad de realizar las tareas que les asignaron. Volvieron a sus casas, pues nada podían hacer.
Pero, a pesar de todo, y del tiempo que había pasado, no podían olvidar a la Princesa. Cada vez que pensaban en ella, sintieron que su amor por ella revivía en sus corazones y fue cuando decidieron que, al menos, debían intentar cumplir la misión y obtener aquello que deseaba.
El primer caballero mandó decir a la Princesa que había partido de viaje en busca del cuenco de Buda y esperaba llevárselo pronto. Pero no tuvo el valor de ir hasta la India, pues en aquellos días viajar era muy difícil y peligroso, así que fue a uno de los templos de Kyōto y se llevó uno que había en el altar de allí. Pagó al sacerdote una gran cantidad de dinero por él. Después, lo envolvió en una tela dorada y, tras esperar sin llamar la atención durante tres años, volvió y se lo llevó al anciano.
La Princesa Luz de Luna se preguntó cómo habría vuelto tan pronto. Cogió el cuenco de su envoltura dorada. Esperaba que llenara la habitación de luz, pero no brilló para nada, así que supo que era un engaño y no el verdadero cuenco de Buda. Se lo devolvió al momento y se negó a verlo. El caballero tiró el cuenco y volvió a su hogar desesperanzado. Se rindió y aceptó que nunca conseguiría casarse con la Princesa.
El segundo caballero les dijo a sus padres que necesitaba un cambio de aires por razones de salud, pues le daba vergüenza decirles que el amor que sentía por la Princesa Luz de Luna era el verdadero motivo por el que les dejaba. Entonces, se marchó de casa y mandó un mensaje a la Princesa en el que la informaba de que marchaba hacia la montaña Horai con la esperanza de conseguirle la rama del árbol de oro y plata que tanto deseaba tener. Solo permitió a sus sirvientes que lo acompañaran a mitad de camino, y después los envió de vuelta. Llegó a la costa y se embarcó en un pequeño barco. Después de navegar durante tres días, llegó a un puerto en el que empleó a varios carpinteros para construirle una casa a la que nadie podría llegar. Después, se encerró con seis habilidosos joyeros y les encargó hacer una rama de oro y plata que fuera todo lo que la Princesa pudiera desear. Tenía que ser como las del maravilloso árbol que crecía en la montaña Horai, pues todos aquellos a quienes había preguntado le habían dicho que aquel lugar solo pertenecía a las fábulas y no al mundo real.
Cuando terminaron la rama, volvió a su casa e intentó que pareciera que estaba cansado y desastrado del viaje. Puso la rama enjoyada en una caja lacada y se la llevó al cortador de bambú, suplicándole que se la entregara a la Princesa.
El anciano cayó en la trampa del aspecto sudoroso del caballero y pensó que acababa de retornar de su largo viaje en pos de la rama. Así que intentó persuadir a la Princesa de ver a ese hombre. Pero ella permaneció en silencio y parecía muy triste. El anciano sacó la rama y la alabó como un tesoro que no se podría encontrar en ningún lugar del país. Después habló del caballero, cuán valiente y bien parecido era, cómo había viajado hasta un lugar tan remoto como la montaña Horai.
La Princesa Luz de Luna cogió la rama entre sus manos y la examinó con cuidado. Después le dijo a su padre adoptivo que ella sabía que era imposible que ese hombre hubiera conseguido la rama del árbol de oro y plata que crecía en la montaña Horai tan rápido y con tanta facilidad, y que le apenaba creer que todo era un engaño fabricado por el impostor.
El anciano salió a buscar al esperanzado caballero, que se había acercado a la casa, y le preguntó dónde había encontrado la rama. El hombre no tuvo ningún escrúpulo a la hora de inventarse una larga historia.
—Hace dos años, tomé un barco y zarpé en busca de la montaña Horai. Después de ir en pos del viento algún tiempo, llegué al lejano Mar Oriental. Entonces, se alzó una gran tormenta y perdí el rumbo muchos días, desorientándome por completo. Al final, llegamos a tierra en una isla desconocida. Allí descubrí que el lugar estaba habitado por demonios que me amenazaron con matarme y devorarme. Sin embargo, conseguí la amistad de esas horribles criaturas, y nos ayudaron a mis marineros y a mí a reparar el barco y partir de nuevo. Se agotaron nuestras provisiones y sufrimos muchas enfermedades a bordo. Por fin, quinientos días después, atisbé en el horizonte lo que parecía ser una cumbre. Al acercarnos, pudimos ver que se trataba de una isla, en el centro de la cual se alzaba una gran montaña. Llegué a tierra y después de vagar dos o tres días, vi algo brillante aproximarse a mí en la playa, sosteniendo en sus manos un cuenco dorado. Me acerqué y le pregunté si, por buena ventura, había encontrado la isla de la montaña Horai. Él respondió: «Así es. ¡Esta es la montaña Horai!». Con muchas dificultades, escalé hasta la cima, donde pude ver el árbol dorado creciendo desde sus raíces plateadas en el suelo. Las maravillas de aquel extraño y lejano lugar eran muchas, y si comenzara a contárselas podría no detenerme nunca. A pesar de mi deseo de permanecer allí más tiempo, en cuanto conseguí romper la rama vine de vuelta. A toda velocidad, me llevó cuatrocientos días volver, y, como puede ver, mis ropas aún están húmedas debido al largo viaje por mar. Ni siquiera he aguardado a cambiarme de vestimenta, con la necesidad que tenía de traer la rama a la Princesa.
En ese momento, los seis joyeros, que se habían encargado de realizar la rama, pero a quienes no había pagado, llegaron a la casa y mandaron una nota a la Princesa para que les pagaran por su labor. Dijeron que habían trabajado más de mil días para hacer la rama de oro con sus ramitas de plata y su fruta enjoyada, que le había entregado el caballero, pero que aún no habían recibido pago alguno. Así se descubrió el engaño del caballero, y la Princesa, feliz por haberse librado una vez más de un molesto pretendiente, se alegró de devolver la rama. Llamó a los trabajadores y les pagó con generosidad. Ellos se marcharon felices. Pero de camino a casa les atrapó el decepcionado caballero, que los golpeó hasta que quedaron a las puertas de la muerte por contar su secreto. El caballero volvió a casa, con el corazón lleno de ira, y al no poder conseguir a la Princesa rehuyó a la gente y se retiró a una solitaria vida entre las montañas.
El tercer caballero tenía un amigo en China, así que le escribió pidiéndole la piel de una rata de fuego, que tenía la habilidad de ser inmune a dicho elemento. Prometió a su amigo cuanto dinero quisiera si se la conseguía. En cuanto recibió el mensaje de reunirse con él, cabalgó durante siete días para ver qué le traía. A cambio de una gran suma de dinero, su amigo le entregó la piel de una rata de fuego. Cuando llegó a casa, la colocó cuidadosamente en una caja y se la llevó a la Princesa mientras esperaba fuera la respuesta.
El cortador de bambú recibió la caja del caballero y, como de costumbre, se la llevó a la Princesa e intentó convencerla para que lo viera, pero la Princesa Luz de Luna se negó, diciendo que primero debía probar la piel sometiéndola al fuego. Si era real, no ardería. Así que la sacó de su envoltura y abrió la caja, después, lanzó la piel al fuego. Esta se agrietó y ardió al instante, y la Princesa supo así que ese hombre tampoco había cumplido su palabra. Al igual que los dos anteriores, el tercero también había fallado la prueba.
El cuarto caballero no tenía más intención de llevar a cabo su cometido que el resto. En vez de ir a buscar al dragón que llevara en su cabeza la joya de cinco colores, llamó a todos sus sirvientes y les ordenó que lo buscaran a lo largo y ancho de Japón y China, y les prohibió volver hasta que la hubieran encontrado.
Sus numerosos vasallos y sirvientes partieron en diferentes direcciones sin la intención, sin embargo, de obedecer lo que consideraban una orden imposible. Simplemente se lo tomaron como unas vacaciones, fueron a agradables lugares del país juntos y gruñeron por la obstinación de su señor.
El caballero, mientras tanto, al pensar que sus vasallos no le fallarían para encontrar la joya, reparó su casa y la adornó hasta hacerla lo más hermosa posible para recibir a la Princesa, tan seguro estaba de ganar su mano.
Un año pasó esperando y sus hombres no volvieron con la joya draconiana. El caballero se desesperó. No podía esperar más, así que llevó consigo dos hombres y subió a un barco donde ordenó al capitán que partiera en busca del dragón. El capitán y los marineros se negaron a llevar a cabo lo que consideraban una búsqueda absurda, pero el caballero les convenció de zarpar.
Cuando apenas llevaban unos días, se encontraron con una gran tormenta que duró tanto que, para cuando su furia se abatió, el caballero había decidido dejar la caza del dragón. Por fin, llegaron a tierra, pues la navegación era primitiva en aquellos días. Agotado de sus viajes y de la ansiedad, el cuarto pretendiente se rindió al cansancio. Había cogido un fortísimo resfriado y se fue a la cama con el rostro hinchado.
El gobernador del lugar, al escuchar su historia, mandó mensajeros para invitarle a su hogar. Mientras estaba allí, pensando en todos sus problemas, el amor que sentía por la Princesa se convirtió en ira, y la culpó por todas las dificultades que había superado. Pensó que era muy posible que hubiera querido matarlo para librarse de él, y para ello lo había mandado a una misión imposible.
En ese momento, volvieron los sirvientes que habían partido en busca de la joya y se sorprendieron porque donde esperaban ira encontraron halagos. Su señor les dijo que estaba harto de aventuras y que no pensaba volver a acercarse a la casa de la Princesa nunca más.
Como el resto, el quinto caballero también falló en su aventura, no pudo encontrar la concha de la golondrina.
Para entonces, la fama de la belleza de la Princesa Luz de Luna había alcanzado los oídos del Emperador, y mandó a una de sus cortesanas para ver si era tan hermosa como se decía. Entonces, la invitaría al palacio para convertirla en una de sus damas.
Cuando la cortesana llegó, a pesar de las súplicas de su padre, la Princesa Luz de Luna se negó a verla. La mensajera imperial insistió, diciendo que eran órdenes del Emperador. Entonces, la Princesa Luz de Luna dijo al anciano que, si se la obligaba a ir al palacio, desaparecería de la Tierra.
Cuando el Emperador se enteró de su obstinación en desobedecer sus órdenes, y que si la obligaban a comparecer se desvanecería, se decidió a ir él mismo a verla. Así que planeó ir de caza cerca de la casa del cortador de bambú. Mandó un mensaje al anciano anunciándole sus intenciones, y recibió el visto bueno a su plan. Al día siguiente, el Emperador partió con su séquito, a quienes dejó atrás pronto. Encontró la casa del cortador de bambú y desmontó. Entró en ella y se dirigió directamente donde la Princesa estaba con sus doncellas.
Nunca había visto una belleza semejante, y no podía sino quedarse mirándola, pues era más hermosa que ningún ser humano y brillaba suavemente. Cuando la Princesa Luz de Luna se percató de que un extraño la miraba, intentó escapar de la habitación, pero el Emperador la atrapó y suplicó que lo escuchara. Su única respuesta fue esconder su rostro entre sus mangas.
El Emperador se había enamorado profundamente de ella, y le suplicó que fuera con él a la corte, donde le daría una posición de honor y todo lo que ella deseara sería suyo. Estaba a punto de pedir un palanquín imperial para llevársela con él, diciendo que su gracia y su belleza deberían adornar un palacio, no estar ocultas en la cabaña de un cortador de bambú.
Pero la Princesa lo detuvo. Dijo que si la obligaba a ir al palacio se convertiría en una sombra, y empezó a perder su cuerpo incluso mientras lo decía. Desapareció de su vista mientras él miraba.
El Emperador prometió dejarla libre solo si retomaba su forma anterior, lo que hizo al instante.
Él debía volver ya, pues su séquito debía estar preguntándose qué podía haberle ocurrido a su señor imperial al no verlo en tan largo tiempo. Así que se despidió de ella y partió de la casa con el corazón entristecido. La Princesa Luz de Luna era la mujer más hermosa del mundo, en su opinión, y todas las demás no eran sino meras sombras a su alrededor. No dejaba de pensar en ella. El Emperador pasaba entonces mucho tiempo escribiendo poemas, en los que hablaba de su amor y devoción, y se los enviaba. Y, aunque se negó a volver a verlo, le respondió con muchos versos de su propia mano, que le decían gentil y amablemente que nunca podría casarse con nadie de la Tierra. Esas pequeñas canciones le alegraban el día.
Sobre esas fechas, sus padres adoptivos se percataron de que, noche tras noche, la Princesa se sentaba en el balcón y miraba durante horas a la luna, con una mirada de profundo abatimiento que siempre acababa en lágrimas. Una noche, el anciano la descubrió llorando como si se le hubiera roto el corazón, y le pidió que le contara la razón de sus penas.
Entre lágrimas, ella le dijo que había acertado al pensar que no pertenecía a este mundo, que en verdad venía de la luna y que su tiempo en la Tierra se agotaba. En el decimoquinto día de ese mismo mes de agosto, sus amigos de la Luna vendrían a buscarla y ella tendría que volver. Sus padres estaban allí, pero, al haber pasado una vida en la Tierra, ella les había olvidado, como le había pasado con el mundo lunar al que pertenecía. Lloraba, le dijo, al pensar en dejar a sus amados padres adoptivos y el hogar donde durante tanto tiempo había sido feliz.
Cuando sus doncellas lo escucharon, se pusieron muy tristes, y no pudieron comer ni beber por los sentimientos que les causaba la idea de que la Princesa partiera pronto.
En cuanto las nuevas alcanzaron al Emperador, este envió mensajeros para descubrir si eran ciertas o no.
El anciano cortador de bambú salió de la casa para recibir a los mensajeros imperiales. La pena de esos días le había afectado: había envejecido mucho. Llorando amargamente, les dijo no solo que el informe era completamente cierto, sino que también pretendía aprisionar a los enviados de la Luna y hacer todo lo que estuviera en sus manos para evitar que se llevaran a la Princesa.
Los hombres volvieron a palacio, donde contaron al Emperador lo que sucedía. En el decimoquinto día de aquel mes, este envió un ejército de dos mil guerreros a vigilar la casa. Mil de ellos se apostaron en el techo, el resto protegía las entradas. Todos eran arqueros sin igual. El cortador de bambú y su esposa escondieron a la Princesa en una habitación interior.
El anciano ordenó que nadie durmiera aquella noche, todos los habitantes de la casa debían guardar una estricta vigilia y estar listos para proteger a la Princesa. Con estas precauciones y la ayuda de los guerreros del Emperador, esperaba resistir a los mensajeros lunares, pero la Princesa le dijo que todas esas medidas para conservarla serían inútiles, y que, cuando su gente llegara, nada podría evitar que llevaran a cabo sus planes. Ni siquiera los hombres del Emperador. Entonces añadió entre lágrimas que le daba mucha pena dejarlos a él y a su esposa, a quienes había aprendido a amar como si fueran sus padres; que, si pudiera, se quedaría con ellos durante su vejez; y que intentaría devolverles todo el amor y la bondad que le habían mostrado durante su vida en la Tierra.
¡Llegó la noche! La amarillenta luna de la cosecha se alzó en el cielo, llenando al adormilado mundo de su luz dorada. El silencio reinaba entre los bosques de pino y bambú, y en el techo, mil hombres esperaban con las flechas prestas.
Entonces la noche se volvió gris conforme se acercaba el alba, y todos confiaron en que el peligro hubiera pasado, en que la Princesa Luz de Luna no tendría que dejarles al final. Entonces, de repente, los vigilantes vieron una nube rodear la Luna, y pudieron ver cómo la nube empezaba a descender hacia la Tierra. Se acercaba cada vez más, y todos vieron con consternación que se dirigía directamente hacia la casa.
En poco tiempo, el cielo se cubrió por completo, hasta que la nube se aposentó, a solo veinte centímetros del suelo. En el centro, flotaba un carro volador, y allí se podía ver a un grupo de seres luminosos. Entre ellos, uno se alzaba con dignidad real, quien bajó del carro. Erguido en el cielo, llamó al anciano para que saliera de la casa.
—Ha llegado el momento de que la Princesa Luz de Luna vuelva a la luna de donde vino. Cometió un grave delito y como castigo se la envió a vivir aquí durante un tiempo. Sabemos el buen cuidado que le habéis dispensado y, para recompensaros, os hemos enviado riqueza y prosperidad en el oro que encontrasteis en los bambúes.
—He criado a la Princesa durante veinte años y nunca ha hecho ninguna maldad, por tanto esta no puede ser la dama que buscáis —respondió el anciano—. Os suplico que busquéis en otra parte.
Entonces el mensajero la llamó con fuerza en la voz:
—Princesa Luz de Luna, salid de este humilde lugar. No permanezcáis aquí ni un momento más.
Ante estas palabras, las pantallas de la habitación de la Princesa se abrieron por sí mismas, revelando su presencia. El resplandor que la rodeaba la mostraba maravillosa y hermosa más allá de todo lo imaginable.
El mensajero se acercó y la llevó hasta el carromato. Ella volvió la mirada y vio con compasión la profunda tristeza del anciano. Le dijo muchas palabras reconfortantes y que no deseaba dejarle y que siempre podría pensar en ella cuando mirase a la Luna.
El cortador de bambú suplicó que le permitieran acompañarla, pero eso no era posible. La Princesa se quitó el recargado kimono exterior y se lo dio como recuerdo.
Uno de los seres lunares poseía una maravillosa armadura con alas, otro, un vial lleno de Elixir de la Vida. Este se lo dio a beber a la Princesa, quien dio un pequeño sorbo con la intención de darle el resto al anciano. Sin embargo, se lo impidieron.
—Esperad un momento —repuso la Princesa mientras intentaban colocarle una túnica con alas—. No debo olvidarme de mi buen amigo el Emperador. Debo al menos escribirle una última vez para despedirme de él mientras conservo la forma humana.
A pesar de la impaciencia de los mensajeros y conductores, les tuvo esperando mientras terminaba la carta. Colocó el vial de Elixir de la Vida junto a la carta y se lo dio al anciano para que se lo llevara al Emperador.
Las pantallas de la habitación de la Princesa se abrieron.Entonces el carro empezó a ascender hacia la luna, y mientras todos observaban con ojos llenos de lágrimas a la Princesa que se alejaba, llegó finalmente el alba. En su rosada luz, el carro lunar y todo lo que había en él desaparecieron entre las nubes juguetonas que ahora cruzaban el cielo arrulladas por el viento de la mañana.
Llevaron la carta de la Princesa Luz de Luna al palacio. El Emperador temía tocar el Elixir de la Vida, así que lo envió junto a la carta a lo alto de la montaña más sagrada de la Tierra, el monte Fuji, y, allí, los emisarios reales lo quemaron al amanecer. Por eso, todavía hoy, se dice que se puede ver humo partiendo de la cima del monte Fuji hacia las nubes.
Cuanto más miraba el rostro de su hija, más crecía su amor.
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