domingo, 31 de marzo de 2019

LA HABITACIÓN DE LA TORRE[23]

ES frecuente que todos aquellos que suelen soñar asiduamente mientras duermen
vean materializado más tarde, al menos en una ocasión, el acontecimiento o la serie
de circunstancias que han soñado. Pero, en mi opinión, esto no tiene nada de extraño;
lo sorprendente sería que no sucediera de vez en cuando, ya que nuestros sueños, por
regla general, están relacionados con gente a la que conocemos y con lugares que nos
son familiares, tal y como suelen presentarse a la luz del día en el mundo vigil. Es
cierto que en esos sueños se introduce a menudo algún incidente absurdo y de índole
fantástica, que descarta la posibilidad de que posteriormente puedan verse realizados.
Pero, por simple cálculo de probabilidades, no parece en absoluto improbable que un
sueño imaginado por alguien que sueñe constantemente pueda verse realizado de vez
en cuando. No hace mucho, por ejemplo, pude ver realizado uno de esos sueños al
que no había concedido la menor importancia y que carecía de cualquier tipo de
significado para mí. Ocurrió de la manera siguiente:
Cierto amigo mío, que vive en el extranjero, tiene la amabilidad de escribirme una
vez cada quince días. Así que, cuando han transcurrido catorce días más o menos
desde que he tenido noticias suyas por última vez, mi mente, consciente o
inconscientemente, suele esperar una carta de él. Una noche de la semana pasada
soñé que, cuando subía a mi habitación a vestirme para la cena, oí, como suele
ocurrirme a menudo, llamar al cartero a la puerta de mi casa, lo que me hizo volver a
bajar las escaleras. Entre toda la correspondencia, había una carta de mi amigo.
Entonces hizo su aparición el elemento fantástico. Al abrirla, descubrí en su interior
un as de diamantes en el que mi amigo había garabateado, con su propia letra, que yo
tan bien conocía, lo siguiente: «Te envío esto para que lo pongas a buen recaudo,
pues como sabes en Italia resulta bastante arriesgado quedarse con ases».
Al atardecer del día siguiente, cuando me disponía a subir a mi habitación a
vestirme para la cena, oí la llamada del cartero e hizo exactamente lo mismo que
había hecho en mi sueño. Entre otras cartas, había una de mi amigo. Sólo que no
contenía ningún as de diamantes. De haberlo contenido, le habría concedido mayor
importancia al asunto, que, ni que decir tiene, me parecía una coincidencia
completamente normal. Sin duda, consciente o inconscientemente, yo esperaba una
carta de él y eso me sugirió el sueño. Del mismo modo, el hecho de que mi amigo no
me hubiera escrito en dos semanas, le sugirió a él que debía hacerlo. Pero a veces no
resulta tan fácil encontrar una explicación semejante. Al menos yo no logro encontrar
ninguna para la historia que voy a contarles. Estuvo envuelta en tinieblas desde el
comienzo y así permanece todavía.
Toda mi vida he sido un soñador inveterado: es decir, son pocas las veces en que
al despertar por la mañana no compruebo que he tenido algún tipo de experiencia
mental. Y en ocasiones, a lo largo de toda la noche, aparentemente me acontecen las
más deslumbrantes aventuras. Casi sin excepción dichas aventuras son agradables, y
a menudo simplemente insignificantes. La que voy a relatar es una de esas
excepciones.
Contaría yo con unos dieciséis años cuando tuve por vez primera cierto sueño. He
aquí su desarrollo: al comienzo del sueño me encontraba yo ante la puerta de una
gran mansión de ladrillo rojo, en la cual sabía que iba a alojarme. El criado que me
abrió la puerta me anunció que el té estaba servido en el jardín, y me condujo a través
de una oscura sala de techo bajo, revestida de paneles de madera oscura, con una
enorme chimenea encendida, hasta un césped sumamente verde rodeado de macizos
de flores. Allí se hallaban reunidos, en torno a la mesita de té, un pequeño grupo de
personas, pero todas ellas excepto una me eran desconocidas. Se trataba de un
compañero de colegio llamado Jack Stone, visiblemente el hijo de la casa, el cual me
presentó a sus padres y a sus dos hermanas. Recuerdo que, de alguna manera, me
asombró el encontrarme allí, pues apenas conocía al muchacho en cuestión, y no me
gustaba nada lo poco que sabía de él. Además, hacía casi un año que había
abandonado el colegio.
La tarde era muy calurosa, y en el ambiente reinaba una insoportable opresión. En
el extremo más apartado del jardín se alzaba una tapia de ladrillo rojo, con una verja
de hierro en el centro, al otro lado de la cual había un nogal. Nos sentamos a la
sombra de la casa, frente a una hilera de grandes ventanales a través de los cuales
podía ver una mesa con el mantel puesto, en la que centelleaba el cristal y la plata. La
fachada que daba al jardín era muy larga, y estaba flanqueada en uno de sus extremos
por una torre de tres plantas, que me pareció mucho más antigua que el resto del
edificio.
Poco después, la señora Stone, que había permanecido en silencio, como el resto
del grupo, me dijo: «Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la
torre».
Inexplicablemente, al escuchar sus palabras se me cayó el alma a los pies. Tuve la
impresión de que ya sabía que me darían la habitación de la torre, y que en su interior
había algo espantoso y significativo. Jack se levantó inmediatamente, y comprendí
que debía seguirle. Atravesamos en silencio la sala, y ascendimos por una gran
escalera de roble con muchos recovecos, hasta llegar a un pequeño descansillo con
dos puertas. Mi amigo abrió una de esas puertas, empujándola para que yo entrara, y
sin acompañarme al interior, la cerró detrás de mí. En aquel mismo momento supe
que mi conjetura había sido correcta: en aquella habitación había algo espantoso, y
rápidamente una terrorífica pesadilla comenzó a tomar cuerpo y a apoderarse de mí,
provocando que me despertara con un sobresalto de pavor.
Durante quince años ese sueño, con más o menos variantes, me ha visitado de
manera intermitente. La mayoría de las veces, empezaba exactamente de la misma
forma: la llegada a la casa, el té servido en el jardín, el silencio mortal de los
concurrentes seguido de aquella frase fatídica de la señora Stone, la ascensión por la
escalera en compañía de Jack Stone hasta la habitación de la torre donde moraba el
horror… Y siempre terminaba con una pesadilla terrorífica provocada por algo que
había en la habitación, aunque nunca supe exactamente lo que era.
Otras veces, el sueño presentaba ligeras variantes. De vez en cuando, por
ejemplo, estábamos sentados cenando en la mesa del comedor, el mismo que yo había
visto a través de los ventanales la primera noche que me visitó el sueño. Mas
dondequiera que estuviésemos, siempre había el mismo silencio, la misma sensación
de opresión y de malos presagios. Y ese silencio, lo presentía, siempre lo rompía la
señora Stone diciéndome: «Jack le mostrará su habitación; le he asignado la
habitación de la torre». Después de lo cual (eso era invariable) tenía que seguirle por
la escalera de roble con muchos recovecos, y entrar en el lugar que yo cada vez más
temía cuando lo visitaba en sueños.
O bien, me encontraba de nuevo jugando a las cartas, siempre en silencio, en un
salón iluminado por enormes candelabros, que proporcionaban una luz cegadora. No
tengo ni idea de cuál pudiera ser el juego. Lo único que recuerdo, con una sensación
de deplorable expectación, es que en seguida se levantaba la señora Stone y me decía:
«Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la torre».
El salón en donde jugábamos a las cartas se encontraba al lado del comedor y,
como ya he dicho, siempre estaba brillantemente iluminado, mientras que el resto de
la casa se hallaba sumido en la penumbra y habitado por sombras. Y sin embargo, a
pesar de toda aquella luz, a menudo me era casi imposible distinguir, por alguna
razón, las cartas que me repartían. Sólo veía que tenían unos dibujos extraños: no
había ningún palo de color rojo, sino que todos eran negros, y en algunas ese color
negro cubría toda la superficie del naipe. Estas últimas las detestaba y temía.
Como el sueño continuaba repitiéndose, llegué a conocer la mayor parte de la
casa. Pasado el salón, al final de un pasillo con una puerta de bayeta verde, había un
saloncito para fumadores. Siempre estaba a oscuras, y cada vez que me aproximaba a
él me cruzaba en el umbral con alguien, a quien no podía ver, que salía de su interior.
Igualmente, los personajes que aparecían en mi sueño sufrían curiosas
transformaciones, como si fueran personas vivas. El cabello de la señora Stone, por
ejemplo, que era negro la primera vez que la vi, se había vuelto gris. Y en lugar de
incorporarse con agilidad, como solía hacer cuando me decía: «Jack le mostrará su
habitación; le he asignado la habitación de la torre», se levantaba trabajosamente,
como si sus miembros hubieran perdido toda su fuerza. Jack también creció, y se
convirtió en un joven de aspecto algo enfermizo, con bigote de color castaño;
mientras que una de sus hermanas dejó de aparecer en el sueño, por lo que comprendí
que se había casado.
Transcurrieron seis meses o más sin que el sueño me visitara de nuevo, y empecé
a pensar, tal era el inexplicable temor que me poseía, que me había abandonado
definitivamente. Pero, pasado ese tiempo, una noche me encontré de nuevo en el
jardín delante de la mesita de té. En esta ocasión la señora Stone no se hallaba
presente, y los demás iban vestidos de negro. Inmediatamente adiviné la causa, y el
corazón me dio un vuelco al pensar que entonces tal vez no me vería obligado a
dormir en la habitación de la torre. Aunque habitualmente permanecíamos todos
sentados y en silencio, esta vez la sensación de alivio que me embargaba me impulsó
a hablar y a reír como jamás lo había hecho antes. Mas incluso entonces la situación
no fue del todo agradable, pues nadie me respondió, sino que cruzaron entre sí
miradas encubiertas de oscuro significado. Pronto se agotó el necio torrente de
palabras de mi charla, y mientras la luz se desvanecía lentamente, poco a poco se fue
apoderando de mí un temor mucho más intenso que el que con anterioridad había
sentido.
De pronto, rompió el silencio una voz que yo conocía bien, la voz de la señora
Stone, diciendo: «Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la
torre».
Parecía venir del otro lado de la verja que había en la tapia de ladrillo rojo que
lindaba con el jardín, y al alzar la vista vi que el césped estaba salpicado de tumbas.
Del tupido sembrado de lápidas emanaba una curiosa luz grisácea, y pude leer la
inscripción grabada en la que se encontraba más cerca de mí: «En funesta memoria
de la señora Stone». Y, como de costumbre, Jack se levantó y de nuevo le seguí a
través de la sala y subí con él la escalera con muchos recovecos. En esta ocasión la
oscuridad era mayor que de costumbre, y cuando entré en la habitación de la torre
sólo pude ver los muebles, cuya posición me era ya familiar. También había en la
habitación un horrible olor a putrefacción, y me desperté gritando.
El sueño, con los cambios y variaciones que ya he mencionado, siguió
visitándome, a intervalos, durante quince años. A veces lo soñaba dos o tres noches
seguidas. En una ocasión, como ya he dicho, se produjo una interrupción de seis
meses. Pero, calculando un promedio razonable, yo diría que lo soñé con una
frecuencia aproximada de una vez al mes. Tenía manifiestamente algo de pesadilla,
pues terminaba siempre con la misma sensación de terror espantoso, que en lugar de
ir a menos, me parecía que aumentaba con el paso de los años. Presentaba, además,
una extraña y horrible consistencia. Los personajes que aparecían en el sueño, como
ya he mencionado, envejecían con regularidad. La muerte y el matrimonio visitaban a
aquella familia silenciosa, y, después de que hubiera muerto, jamás volví a ver a la
señora Stone. Mas siempre era su voz la que me decía que la habitación de la torre
estaba preparada para mí. Y, lo mismo si tomábamos el té fuera en el jardín, que si la
escena se situaba en una de las habitaciones que daban a él, siempre podía ver su
tumba al otro lado de la verja de hierro.
Lo mismo ocurría con la hija casada: normalmente no estaba presente, mas una o
dos veces apareció allí de nuevo, acompañada por un hombre, a quien tomé por su
marido. Como el resto, él también permanecía siempre en silencio. Mas, debido a la
constante repetición del sueño, cuando estaba despierto había terminado por no
atribuir significado alguno a esa circunstancia. Jamás volví a ver a Jack Stone en
todos aquellos años, ni tampoco ninguna casa que se pareciera a la oscura mansión de
mi sueño. Cuando de pronto sucedió algo…
Ese año me había quedado en Londres hasta finales de julio, y durante la primera
semana de agosto fui a Ashdown Forest, en el condado de Sussex, donde pensaba
alojarme en una casa que un amigo mío había alquilado para pasar el verano. Salí de
Londres temprano, pues John Clinton iba a esperarme a la estación de Forest Row.
Pensábamos pasar el día jugando al golf y al atardecer iríamos a su casa. Mi amigo se
había presentado con su automóvil, y hacia las cinco de la tarde, después de pasar un
día delicioso, nos pusimos en camino, ya que el trayecto hasta la casa era de unas
diez millas. Como era todavía muy temprano para tomar el té en el club, esperamos a
llegar a casa de Clinton.
Durante el recorrido, el tiempo, que hasta entonces había sido agradablemente
fresco a pesar del sol, pareció estropearse. La atmósfera se volvió estancada y
opresiva, y sentí esa indefinible y ominosa sensación de ahogo que me suele invadir
cuando se aproxima una tormenta. Sin embargo, John no compartía mis opiniones y
atribuyó mi recelo al hecho de haber perdido los dos partidos. Los acontecimientos
probaron, sin embargo, que yo no estaba equivocado, aunque no creo que la tormenta
que descargó aquella noche fuera la única causa de mi depresión.
Nuestro trayecto discurría por angostos caminos bordeados de altos setos, y al
poco de partir me quedé dormido, no despertándome hasta que el automóvil se
detuvo. Con un escalofrío súbito, debido en parte al miedo pero sobre todo a la
curiosidad, me encontré frente al portal de la casa de mi sueño. Mientras me
preguntaba si no estaría todavía soñando, atravesamos una sala de techo bajo
revestida con paneles de roble y salimos al jardín, en donde estaba servido el té a la
sombra de la casa. El jardín estaba rodeado de macizos de flores, y cerrado en uno de
sus extremos por una tapia de ladrillo rojo, con una verja, que daba a un terreno de
hierba alta y descuidada en medio del cual crecía un nogal. La fachada de la casa era
muy larga y en uno de sus extremos se elevaba una torre de tres plantas, visiblemente
más antigua que el resto del edificio.
Aquí terminaba, de momento, cualquier otro parecido con el sueño tantas veces
repetido. No me encontraba en presencia de una familia silenciosa y algo terrible
como la del sueño, sino ante un grupo numeroso de personas sumamente alegres,
todas las cuales me eran conocidas. Y a pesar del horror que siempre me había
producido aquel sueño, ahora que veía reproducida la escena ante mis ojos no
experimentaba nada. Sentía únicamente una enorme curiosidad por lo que fuera a
suceder.
El té prosiguió con gran animación, y al poco rato se levantó la señora Clinton.
En aquel momento creí saber lo que iba a decir. Se dirigió a mí, y esto fue lo que dijo:
—Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la torre.
Por espacio de medio segundo, el horror del sueño volvió a apoderarse de mí.
Mas desapareció rápidamente, y de nuevo sentí únicamente una acuciante curiosidad.
No tuvo que transcurrir mucho tiempo sin que quedara ampliamente saciada.
John se volvió hacia mí.
—Se encuentra en lo más alto de la casa —dijo—, pero creo que estarás cómodo
en ella. Lo tenemos todo completamente lleno. ¿Quieres que vayamos a verla ahora?
¡Vaya por Dios!, creo que estabas en lo cierto: vamos a tener una tormenta. ¡Cómo ha
oscurecido!
Me levanté y le seguí. Atravesamos la sala y ascendimos por la escalera que me
era tan familiar. Luego, mi amigo abrió la puerta y entré en la habitación. En aquel
mismo instante volvió a dominarme un terror absoluto e irracional. No sabía a ciencia
cierta de qué tenía miedo: simplemente lo tenía. Entonces tuve una repentina
revelación, como cuando uno recuerda un nombre que hace mucho tiempo se le ha
ido de la memoria. Sabía de qué tenía miedo. Tenía miedo de la señora Stone, cuya
tumba con la siniestra inscripción «En funesta memoria…» había visto tan a menudo
en mi sueño, al otro lado del jardín al que daba la ventana de mi habitación. Y en
seguida, una vez más, el miedo se desvaneció por completo, de manera que pensé que
allí no había nada que temer. Y noté que había recuperado la sensatez, la cordura y el
sosiego en aquella habitación de la torre, cuyo nombre tan a menudo había oído
mencionar en mis sueños y cuyo aspecto me era tan familiar.
Miré a mi alrededor con un cierto sentimiento de posesión y descubrí que nada
había cambiado en aquella habitación que tan bien conocía en mis sueños. A la
izquierda de la puerta, arrimada a la pared, estaba la cama, cuya cabecera ocupaba
una esquina de la habitación. A continuación de ella estaba la chimenea y una
pequeña librería; enfrente de la puerta, en el muro exterior, se abrían dos ventanas
con celosía, en medio de las cuales se hallaba el tocador, mientras que bordeando la
cuarta pared había un lavabo y un armario grande.
Mi equipaje ya había sido deshecho, pues mis útiles de aseo aparecían ordenados
sobre el lavabo y el tocador, mientras que mi ropa de vestir estaba extendida sobre la
colcha que cubría la cama. Entonces noté, con una repentina e inexplicable sensación
de desaliento, que en la habitación había dos objetos bastante llamativos que no había
visto antes en mis sueños: un retrato al óleo, de tamaño natural, de la señora Stone y
un dibujo a plumilla de Jack Stone, tal y como se me había aparecido apenas hacía
una semana en mi sueño más reciente, o sea, como un hombre de unos treinta años,
más bien reservado y de aspecto siniestro. Este retrato suyo estaba colgado entre las
dos ventanas, casi enfrente del otro cuadro, que colgaba al lado de la cama. Al mirar
con detenimiento este último cuadro, sentí una vez más que se apoderaba de mí un
horror de pesadilla.
Representaba a la señora Stone, tal como yo la había visto por última vez en mis
sueños: anciana, marchita y con el pelo blanco. Mas, a pesar de la evidente debilidad
de su cuerpo, aquella envoltura de carne dejaba traslucir una horrible exuberancia,
completamente maligna, y una espantosa vitalidad de la que rezumaba el más
inimaginable de los males. Sus impúdicos ojos entornados irradiaban el mal, el cual
asomaba, así mismo, en la sonrisa de su diabólica boca. Una misteriosa y horrible
hilaridad se extendía por todo su rostro. Las manos, cruzadas sobre las rodillas,
parecían estremecerse con un júbilo contenido e indecible. Entonces observé también
que el cuadro estaba firmado en el ángulo inferior izquierdo. Y preguntándome quién
podría ser el artista que lo pintó, me acerqué más y pude leer la siguiente inscripción:
«Julia Stone, por Julia Stone».
En aquel preciso momento llamaron a la puerta, y poco después entró John
Clinton.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —me preguntó.
—Más de lo que preciso —dije yo, señalando el cuadro.
Mi amigo se echó a reír.
—Una anciana de facciones bastante duras —dijo—. Además, es un autorretrato,
si mal no recuerdo. De cualquier manera, no habría podido sacarse mucho más
favorecida.
—Pero, ¿es que no te das cuenta? —le dije—. Ese rostro es apenas humano. Es
más bien diabólico, como el de una bruja.
Mi amigo miró el cuadro con más atención.
—Sí, no es demasiado agradable —convino—. Sobre todo para tenerlo al lado de
la cama. Sí, me imagino que tendría espantosas pesadillas si tuviera que dormir con
ese retrato junto a mi cama. Si quieres, haré que lo quiten de ahí.
—Verdaderamente, nada me gustaría más —dije yo.
Mi amigo hizo sonar la campanilla y, con la ayuda de un criado, descolgamos el
cuadro y lo sacamos al rellano, donde lo colocamos de cara a la pared.
—¡Demonios, cómo pesa esta anciana dama! —dijo John, enjugándose la frente
—. A saber si no está preocupada por algo.
El extraordinario peso del cuadro también me había sorprendido. Estaba a punto
de responderle, cuando advertí que la palma de mi mano estaba cubierta de sangre.
—He debido cortarme de algún modo —dije yo.
John dejó escapar una ligera exclamación de sorpresa.
—¡Vaya, yo también! —dijo.
Al mismo tiempo el criado sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la mano con
él. Vi que también había sangre en su pañuelo.
John y yo regresamos a la habitación de la torre y nos lavamos las manos. Mas ni
en su mano ni en la mía había el más ligero rastro de corte o rasguño. Hecha la
constatación, me pareció como si ambos, por una especie de acuerdo tácito,
evitáramos cualquier alusión a aquella anomalía. Algo raro debió de ocurrirme para
que no quisiera volver a pensar en ello. No era más que una conjetura, pero supuse
que lo mismo le había ocurrido a él.
Como la tormenta que habíamos esperado seguía todavía sin descargar, el calor y
la opresión de la atmósfera aumentaron considerablemente después de la cena, y
durante algún tiempo la mayor parte de los allí reunidos, incluyendo a John Clinton y
a mí mismo, nos sentamos fuera junto al sendero que bordea el jardín, en el mismo
sitio en donde habíamos tomado el té. La noche estaba completamente oscura; ningún
rayo de luna o parpadeo de estrella podía atravesar el manto de nubes que cubría el
cielo. Poco a poco fue disolviéndose la reunión: las mujeres subieron a acostarse, y
los hombres se dispersaron para ir a fumar o a jugar al billar. A las once en punto los
únicos que quedamos éramos mi anfitrión y yo. Durante toda la velada me había
parecido que a mi amigo le preocupaba algo, y tan pronto como nos quedamos a solas
se dirigió a mí.
—El hombre que nos ayudó a trasladar el cuadro también tenía las manos
manchadas de sangre, ¿te diste cuenta? —dijo—. Hace un momento le he preguntado
si se había cortado, y me ha respondido que suponía que sí, aunque no había
encontrado ninguna señal. ¿De dónde procederá, entonces, esa sangre?
A fuerza de repetirme a mí mismo que no iba a pensar más en ello, había logrado
no hacerlo. Y no deseaba que me lo recordaran, sobre todo a la hora de irme a la
cama. —Lo ignoro —dije—. Y en realidad no me importa, con tal que el cuadro de la
señora Stone no esté junto a mi cama.
Mi amigo se levantó.
—No obstante, es muy extraño —dijo—. ¡Caramba!, ahora verás otra cosa no
menos sorprendente.
Uno de sus perros, de raza terrier irlandés, había salido de la casa mientras
conversábamos. Detrás de nosotros, la puerta que comunicaba con la sala estaba
abierta, y un rectángulo brillante de luz se extendía sobre el césped, hasta la verja de
hierro que conducía al terreno inculto en donde se alzaba el nogal. A través de ella
pude ver que el perro, congestionado de rabia y de pavor, tenía el pelo completamente
erizado. Su hocico estaba entreabierto, mostrando los colmillos, como si se dispusiera
a saltar sobre alguien, y gruñía amenazadoramente. Sin prestar la menor atención a su
amo o a mí, tenso y agarrotado, atravesó el césped en dirección a la verja de hierro.
Se detuvo ante ella un momento y miró a través de los barrotes sin dejar de gruñir. De
pronto, su valor pareció abandonarle: profirió un prolongado aullido y regresó a la
casa atemorizado, con el rabo entre las piernas.
—Hace eso mismo media docena de veces al día —dijo John—. Como si viera
algo que le inspirase a la vez odio y temor.
Me acerqué a la verja y eché un vistazo. Algo se movía afuera entre la hierba. Y
de pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego
comprendí de qué se trataba: era el ronroneo de un gato. Encendí una cerilla y vi al
animal que ronroneaba, un enorme gato persa azul que daba vueltas en torno a un
pequeño círculo situado fuera de la verja, en actitud altanera y extasiada, con el rabo
en alto como si fuera una bandera. Sus despiertos ojos relucían, y de vez en cuando
bajaba la cabeza y husmeaba la hierba.
Me eché a reír.
—Se acabó el misterio, me temo —dije—. Ahí fuera hay un gato enorme
celebrando la noche de Walpurgis completamente solo.
—Sí, es Darius —dijo John—. Pasa ahí la mayor parte del día y toda la noche.
Pero eso no explica el misterio del perro, pues Toby y él son los mejores amigos del
mundo, sino que plantea un nuevo misterio: el del gato. ¿Qué hace ahí el gato? ¿Por
qué está contento Darius, mientras Toby está aterrorizado?
En aquel momento recordé los pormenores bastante horribles de mis sueños,
cuando veía a través de la verja la lápida blanca con la siniestra inscripción, justo
donde el gato estaba ahora. Mas antes de que pudiera responder a las preguntas de mi
amigo empezó a llover, tan repentinamente y con tanta intensidad como si hubieran
abierto un grifo, y simultáneamente el enorme gato se abrió paso por entre los
barrotes de la verja y atravesó el césped dando brincos para resguardarse en la casa.
Luego el animal se sentó en el umbral, escrutando la oscuridad con impaciencia. Y
cuando John lo metió a empujones, para cerrar la puerta, le soltó un bufido y le dio un
zarpazo.
Por alguna razón, ahora que el retrato de Julia Stone estaba fuera en el corredor,
la habitación de la torre ya no me asustaba lo más mínimo, de modo que cuando me
fui a acostar, cayéndome de sueño y agotado, apenas presté atención al curioso
incidente de las manchas de sangre en nuestras manos, ni a la extraña conducta del
perro y el gato. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío en la
pared, junto a mi cama, que antes había ocupado el retrato. Allí, el empapelado
conservaba íntegramente su tono original rojo oscuro, mientras que en el resto de las
paredes se había descolorido. Luego apagué la vela e inmediatamente me dormí.
Mi despertar fue también instantáneo. Me incorporé en la cama con la impresión
de que alguna luz brillante había cruzado por delante de mi rostro, aunque la
habitación estaba completamente a oscuras. Sabía con exactitud dónde me
encontraba: en la habitación en la que tanto miedo había pasado en mis sueños. Mas
ninguno de los horrores que había experimentado estando dormido se aproximaba al
miedo que ahora me invadía, que paralizaba mi cerebro. Inmediatamente después,
retumbó un trueno encima mismo de la casa; mas la posibilidad de que fuera
únicamente un relámpago el causante de mi despertar no tranquilizó mi agitado
corazón. Sabía que había alguien conmigo en la habitación, e instintivamente alargué
la mano derecha, que era la que se encontraba más próxima a la pared, para alejarlo
de mí. Y mis dedos rozaron el marco de un cuadro colgado junto a mí.
Salté de la cama, derribando la mesilla de noche, y oí caer al suelo con gran
estrépito mi reloj, la vela y las cerillas. Mas de momento no necesité ninguna luz,
pues un deslumbrante relámpago rasgó las nubes, y pude ver que el cuadro de la
señora Stone volvía a estar colgado de nuevo junto a mi cama. Inmediatamente, la
habitación quedó otra vez a oscuras. Mas tuve tiempo de ver otra cosa también: una
figura inclinada a los pies de mi cama, que me observaba. Llevaba una especie de
vestido blanco muy ceñido, manchado de barro, y su rostro era idéntico al del retrato.
El trueno estalló y retumbó por encima de mi cabeza. Y cuando cesó y siguió un
silencio de muerte, oí como un susurro que se aproximaba a mí; y, lo que es más
horrible todavía, percibí un olor a putrefacción. Luego una mano se posó en mi cuello
y sentí muy cerca de mis oídos una respiración agitada y anhelante. Sin embargo, yo
sabía que aquel ser, aunque podía ser percibido mediante el tacto, el olfato, la vista y
el oído, no pertenecía ya a este mundo, sino que era algo que había franqueado los
límites de la vida material, y que tenía poder para manifestarse. Entonces sonó una
voz que ya me resultaba familiar.
—Sabría que vendrías a la habitación de la torre —dijo—. Te he estado esperando
durante mucho tiempo. Al fin has venido. Esta noche será mi festín; dentro de poco
compartiremos el mismo festín.
Y la jadeante respiración se acercó más a mí; podía sentirla en mi cuello.
El terror, que por un momento me había paralizado según creo, dejó paso
entonces al salvaje instinto de conservación. Golpeé salvajemente con ambos brazos
a la figura que me rozaba, al tiempo que le daba puntapiés. Y escuché una especie de
chillido de animal, a la vez que algo blando caía al suelo con un ruido sordo. Di un
par de pasos adelante, tropezando casi con lo que había tendido en el suelo, y por
pura suerte hallé el tirador de la puerta. Un segundo después abandonaba el rellano y
cerraba la puerta de golpe detrás de mí. Casi en el mismo instante oí abrirse una
puerta en alguna parte de la planta baja, y John Clinton, vela en mano, subió las
escaleras corriendo.
—¿Qué pasa? —dijo—. Dormía justo debajo de ti y oí un ruido como si… ¡Dios
mío!, tienes sangre en el hombro.
Me quedé inmóvil, según mi amigo me contó más tarde, tambaleándome de un
lado a otro, blanco como el papel. Sobre mi hombro había una marca, como si
alguien hubiera apoyado en él una mano cubierta de sangre.
—Está ahí —dije, señalando la puerta de mi habitación—. Sí, ella… ya sabes a
quién me refiero. El retrato también está ahí, colgado en el mismo sitio de donde lo
retiramos.
Mi amigo se echó a reír.
—Mi querido camarada, debe tratarse de una pesadilla —dijo.
Me apartó a un lado y abrió la puerta, mientras yo permanecía inerte por el terror,
incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
—¡Uf, qué olor más espantoso! —dijo.
A continuación se produjo un gran silencio. Clinton había desaparecido de mi
vista después de cruzar el umbral de la puerta, que permanecía abierta. Unos
segundos más tarde salió de nuevo, tan blanco como yo, e inmediatamente cerró la
puerta.
—Es verdad, el retrato está ahí —dijo—. Y en el suelo hay algo… una cosa
manchada de tierra, como esas cajas en donde entierran a los muertos. ¡Vámonos de
aquí, deprisa, vámonos!
Ignoro cómo logré bajar las escaleras. Una náusea y un escalofrío espantosos,
más del espíritu que de la carne, se habían apoderado de mí. En más de una ocasión
Clinton tuvo que guiar mis pasos durante el descenso, mientras de vez en cuando
lanzaba inquietas miradas de pánico hacia lo alto de la escalera. Al fin llegamos a su
vestidor, en el piso de abajo, y allí le conté lo que acabo de describir en estas páginas.
El resto puede contarse brevemente. En efecto, algunos de mis lectores tal vez
hayan adivinado ya de qué se trata, si recuerdan aquel inexplicable asunto ocurrido en
el cementerio de West Fawley, hará unos ocho años, cuando por tres veces se intentó
enterrar el cadáver de cierta mujer que se había suicidado. En cada tentativa, el ataúd
aparecía al cabo de unos cuantos días emergiendo del suelo. Después del tercer
intento, con el objeto de que no se continuara hablando del asunto, el cadáver fue
enterrado en otra parte, en tierra no consagrada. El lugar en donde se enterró estaba
justo al otro lado de la verja de hierro del jardín de la casa donde había vivido aquella
mujer. Se había suicidado en una habitación que había en lo alto de la torre de esa
misma casa. Su nombre era Julia Stone.
Posteriormente, el cadáver fue desenterrado de nuevo en secreto, y se encontró
que el ataúd estaba lleno de sangre.

[23] Traducción de Juan Antonio Molina Foix. <<

PUES LA SANGRE ES VIDA[22]

HABÍAMOS cenado al atardecer en la amplia azotea de la vieja torre, porque allá
arriba se estaba más fresco durante los grandes calores del verano. Además, la
pequeña cocina ocupaba una de las esquinas de la gran plataforma cuadrada, por lo
que era más cómodo comer allí, evitando bajar los platos por la empinada escalera de
piedra, rota aquí y allá y totalmente desgastada por el paso de los años. La torre era
una de las que, a comienzos del siglo XVI, edificó el emperador Carlos V a lo largo de
la costa occidental de Calabria para cerrar el paso a los piratas de Berbería, cuando
los infieles se aliaron con Francisco I en contra del Emperador y de la Iglesia. Casi
todas se han venido abajo; de las pocas que todavía permanecen intactas, la mía es
una de las más grandes.
Cómo llegó a mis manos hace diez años, y por qué paso en ella algunos meses al
año, son cuestiones que no atañen a este relato. La torre se alza en uno de los parajes
más solitarios del sur de Italia, en la cima de un promontorio rocoso, que se curva
formando un puerto natural, pequeño pero seguro, en la extremidad meridional del
golfo de Policastro, justo al norte del cabo Scalea, donde, según la antigua leyenda
local, nació Judas Iscariote. La torre se alza en solitario sobre aquel recodo de la
estribación rocosa, y no se ve una sola casa en tres millas a la redonda. Cuando voy
allí, me llevo una pareja de marinos, uno de los cuales es un cocinero excelente. Y
cuando me marcho, la dejo al cuidado de un diminuto ser parecido a un gnomo, que
en otros tiempos fue minero y que lleva mucho tiempo a mi servicio.
Mi amigo, que a veces me visita en mi soledad veraniega, es artista de profesión,
escandinavo de nacimiento, y cosmopolita debido a las circunstancias.
Habíamos cenado al atardecer. El resplandor del ocaso había enrojecido hasta
desvanecerse, y la púrpura vespertina teñía la vasta cadena de montañas que ciñen el
profundo golfo al este y se elevan cada vez más altas hacia el sur. Hacía mucho calor,
y nos sentamos en la esquina de la plataforma que se encuentra más cerca de la tierra,
esperando que la brisa nocturna descendiera de las colinas más bajas. El aire perdió
color, hubo un corto intervalo de crepúsculo gris oscuro, y una lámpara arrojó un rayo
de luz amarilla desde la puerta abierta de la cocina, donde los sirvientes estaban
cenando.
Luego, la luna se alzó de improviso por encima de la cresta del promontorio,
inundando la plataforma e iluminando cada pequeña estribación rocosa y cada
montículo de hierba que teníamos a nuestros pies, hasta la orilla del agua inmóvil. Mi
amigo encendió su pipa y se sentó a contemplar cierto lugar en la ladera de la colina.
Yo sabía que la estaba mirando, y desde hacía mucho tiempo me estaba preguntando
si no habría visto algo en ella que le hubiera llamado la atención. Yo conocía bien
aquel lugar. Estaba claro que algo le interesaba al fin, aunque tardase bastante en
hablar. Como muchos pintores, confiaba en su propia vista, al igual que un león
confía en su fuerza y un venado en su velocidad. Y siempre le preocupa no poder
reconciliar lo que ve con lo que cree que debería ver.
—Es extraño —dijo—. ¿Ves aquel montículo de tierra a este lado de la roca?
—Sí —dije yo, adivinando adónde quería ir a parar.
—Parece una tumba —observó Holger.
—Muy cierto. Parece una tumba.
—Sí —prosiguió mi amigo, con los ojos clavados todavía en aquel lugar—. Pero
lo extraño es que veo un cuerpo tendido encima de ella. Naturalmente —continuó
Holger, ladeando la cabeza como suelen hacer los artistas—, debe de ser un efecto de
luz. En primer lugar, no se trata ni mucho menos de una tumba. Y en segundo lugar,
si lo fuese, el cuerpo estaría dentro y no fuera. Por consiguiente, es un efecto
producido por el claro de luna. ¿No lo ves?
—Perfectamente. Siempre lo veo en las noches de luna.
—No parece interesarte mucho —comentó Holger.
—Al contrario, sí que me interesa, aunque ya estoy acostumbrado a verlo.
Además, no estás tan lejos de la verdad. El montículo es realmente una tumba.
—¡Tonterías! —gritó Holger, con incredulidad—. ¡Supongo que ahora me dirás
que eso que veo tendido encima es realmente un cadáver!
—No —respondí—, no lo es. Lo sé, porque me he tomado la molestia de ir hasta
allá abajo y comprobarlo.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó Holger.
—No es nada.
—¿Quieres decir que se trata sólo de un efecto de luz?
—Tal vez lo sea. Pero lo que no acierto a comprender es que da igual que la luna
salga o se ponga, que esté en fase creciente o menguante. Basta que haya luna, por el
este o el oeste o por encima: en tanto ilumine la tumba, se puede ver sobre ella la
silueta de un cuerpo.
Holger atizó su pipa con la punta del cuchillo, y luego apretó el tabaco con el
dedo. Cuando hubo prendido bien, se levantó de la silla.
—Si no te importa —dijo—, iré allá abajo y echaré una ojeada.
Se marchó, atravesó la azotea, y desapareció por la oscura escalera. No me moví,
sino que me quedé allí sentado mirando hacia abajo, hasta verle salir de la torre. Le oí
canturrear una vieja canción danesa, mientras atravesaba el descampado bajo la
radiante luz de la luna, dirigiéndose en línea recta al misterioso montículo. Al llegar a
unos diez pasos de distancia, se detuvo en seco, dio dos pasos hacia adelante, luego
tres o cuatro hacia atrás, y finalmente se detuvo de nuevo. Yo sabía bien por qué.
Había llegado al lugar en donde la Cosa dejaba de ser visible… en donde, como él
habría dicho, el efecto de luz cambiaba.
Después prosiguió hasta llegar al montículo, sobre el que se detuvo. Yo podía ver
todavía la Cosa, pero ya no estaba tendida. Ahora estaba de rodillas, rodeando el
cuerpo de Holger con sus brazos blancos y mirándole al rostro. En aquel momento,
un soplo de brisa gélida agitó mis cabellos, mientras el viento de la noche comenzaba
a descender de las colinas. Pero más bien me pareció un aliento procedente de otro
mundo.
Parecía que la Cosa estaba intentando ponerse de pie, con la ayuda del cuerpo de
Holger, mientras éste se mantenía en posición vertical, sin darse cuenta de nada y
aparentemente mirando hacia la torre, muy pintoresca cuando la luz de la luna le cae
de ese lado.
—¡Regresa! —le grité—. ¡No te quedes ahí toda la noche!
Al alejarse del montículo, me pareció que lo hacía de mala gana, o bien con
ciertas dificultades. Sí, era eso. Los brazos de la Cosa se aferraban todavía a la
cintura de Holger, pero sus pies no podían abandonar la tumba. De suerte que, cuando
mi amigo avanzó lentamente y tiró de ella, se alargó como si se tratara de una espiral
de bruma, tenue y blancuzca, hasta que vi claramente a Holger agitarse, como si se
estremeciera. En ese mismo instante la brisa trajo hasta mí un leve gemido de dolor…
tal vez el grito de la pequeña lechuza que vive entre las rocas. Y la presencia brumosa
se desprendió rápidamente de la figura en progresión de Holger, tendiéndose una vez
más cuán larga era sobre el montículo.
De nuevo sentí en mis cabellos la gélida brisa, y esta vez un glacial
estremecimiento de terror me corrió por la espina dorsal. Recordé muy bien que en
una ocasión había ido allí solo, a la luz de la luna, y que, a pesar de encontrarme
cerca, no había visto nada; al igual que Holger había llegado hasta el montículo y me
había detenido encima de él. Y cuando regresé, convencido de que allí no había
nadie, de repente tuve la convicción de que había algo, después de todo, y que lo
habría visto si hubiera mirado detrás de mí. También recordé la intensa tentación que
sentí de volverme atrás, tentación a la que me había resistido por considerarla indigna
de una persona sensata, hasta que, para librarme de ella, me sacudí, exactamente
como hiciera Holger.
Ahora sabía que aquellos brumosos brazos blancos también me habían rodeado a
mí. Me di cuenta de ello en una especie de iluminación repentina. Y me estremecí al
recordar que entonces también había oído al ave nocturna. Pero seguramente no había
sido ella. Fue, sin duda, el grito de la Cosa.
Volví a llenar mi pipa y me serví un vaso de vino fuerte del sur. En menos de un
minuto, Holger había vuelto a sentarse a mi lado.
—No hay nada allí, desde luego —dijo—, pero lo mismo se le pone a uno la
carne de gallina. ¿Sabes que mientras regresaba estaba tan seguro de que había algo
detrás de mí, que sentí deseos de volverme a mirar? Me costó muchos esfuerzos no
hacerlo.
Soltó una risita, golpeó la pipa para hacerle caer la ceniza, y se sirvió un poco de
vino. Durante un buen rato ninguno de los dos hablamos. La luna se elevó más en el
cielo y ambos miramos a la Cosa tendida sobre el montículo.
—Podrías inventarte una historia a partir de eso —dijo Holger al cabo de un rato.
—Existe una —respondí—. Si no tienes sueño, te la contaré.
—Adelante —dijo Holger, a quien le gustaban mucho las historias.
—El viejo Alario se estaba muriendo en la aldea que hay al pie de la colina. Sin
duda, le recordarás. Se decía que había hecho fortuna vendiendo joyas falsas en
América del Sur, escapándose con sus ganancias antes de que lo descubrieran. Como
toda esa gente cuando logra regresar con algo de dinero, inmediatamente se puso a
trabajar para agrandar su casa; y como aquí no hay albañiles, mandó buscar dos de
ellos a Paola. Eran un par de sinvergüenzas de aspecto brutal: un napolitano que
había perdido un ojo, y un siciliano con una vieja cicatriz de media pulgada de
profundidad que le atravesaba la mejilla izquierda. Les veía a menudo, pues los
domingos solían venir aquí abajo a pescar en los escollos. Cuando Alario contrajo las
fiebres que le mataron, los albañiles todavía seguían trabajando. Como habían
convenido con Alario en que parte de la paga consistiría en proporcionarles
alojamiento y comida, ambos dormían en la casa.
»La mujer del anciano había muerto, y sólo tenían un hijo llamado Angelo, que
era mucho mejor persona que él. Angelo iba a casarse con la hija del hombre más rico
del pueblo, y, aunque parezca extraño, si bien el matrimonio lo planearon sus padres,
se decía que los dos jóvenes estaban realmente enamorados el uno del otro.
»La verdad es que todas las aldeanas estaban enamoradas de Angelo, y entre las
restantes una criatura salvaje y bien parecida llamada Cristina, la muchacha más
parecida a una gitana que yo jamás haya visto por estos lugares. Tenía los labios muy
rojos y los ojos muy negros, era bien proporcionada como un galgo, y poseía una
lengua diabólica. Pero a Angelo no le importaba un comino. Era un chico más bien
candoroso, completamente distinto a ese viejo bribón de su padre, y en circunstancias
que yo calificaría de normales, creo de verdad que nunca habría mirado a una
muchacha que no fuera la simpática y regordeta criatura, de rica dote, que su padre
quería hacerle desposar. Mas ocurrieron cosas que no fueron normales ni naturales.
»Por otra parte, un pastor joven y muy guapo, que vivía en las colinas que hay
encima de Maratea, estaba enamorado de Cristina, aunque ella, al parecer, no quería
saber nada de él. Cristina no disponía de recursos económicos normales, pero era una
buena chica siempre dispuesta a hacer cualquier trabajo o a desplazarse a cualquier
distancia a llevar un recado a cambio de una barra de pan o de un plato de
habichuelas, y el permiso para dormir bajo techado. Sobre todo era feliz cuando
encontraba algo que hacer en la casa del padre de Angelo.
»Como no hay médico en la aldea, cuando los vecinos advirtieron que el anciano
Alario se estaba muriendo, enviaron a Cristina a Stalea a buscar uno. Era tarde
avanzada. Habían esperado tanto porque el moribundo, que era avaro, mientras
estuvo en condiciones de hablar no quiso permitir semejante extravagancia. Pero
mientras Cristina estaba de camino, las cosas empeoraron rápidamente. Llamaron al
sacerdote y lo llevaron junto a la cabecera del moribundo, y cuando hubo hecho lo
que pudo, comunicó a los presentes que, en su opinión, el anciano había muerto. Y
abandonó la casa.
»Ya conoces a esa gente. Sienten un horror físico a la muerte. Hasta que no habló
el sacerdote, la habitación había estado llena de gente. Mas antes de que salieran de
su boca las últimas palabras ya estaba vacía. Bajaron todos corriendo por la escalera
oscura y salieron a la calle. Era ya noche cerrada.
»Angelo, como ya he dicho, estaba ausente y Cristina no había regresado todavía.
La sirvienta simplona que había cuidado al enfermo huyó con los demás, y dejó solo
el cadáver a la luz vacilante de la lámpara de aceite.
»Cinco minutos después, dos hombres miraron al interior con cautela y avanzaron
de puntillas en dirección a la cama. Eran el albañil napolitano tuerto y su compañero
siciliano. Sabían muy bien lo que buscaban. En un momento sacaron de debajo de la
cama un cofre pequeño y pesado con zunchos de hierro, y mucho antes de que nadie
pensara en volver a donde estaba el muerto, habían abandonado la casa y la aldea,
protegidos por la oscuridad de la noche. Les resultó bastante fácil, ya que la casa de
Alario es la última antes de llegar al desfiladero que conduce hasta aquí abajo, y los
ladrones no tuvieron más que salir por la puerta trasera y salvar el muro de piedra. No
corrían ningún riesgo, salvo el de encontrar algún campesino retrasado, posibilidad
muy remota en efecto, porque muy pocos utilizan ese sendero. Llevaban un pico y
una pala, y se abrieron paso sin ningún contratiempo.
»Te estoy contando esta parte de la historia tal como imagino que debe de haber
sucedido, pues, por supuesto, no hubo ningún testigo. Los hombres bajaron el cofre al
desfiladero, con la intención de enterrarlo hasta que pudieran regresar a llevárselo en
un bote. Debieron de ser lo bastante astutos para imaginar que parte del dinero estaría
en billetes de banco, pues si no lo habrían enterrado en la arena húmeda de la playa,
donde hubiera estado mucho más seguro. Pero el papel se habría podrido en caso de
haberse visto obligados a dejarlo allí mucho tiempo, así es que cavaron un agujero
allá abajo, cerca de esa roca. Sí, exactamente donde ahora está el montículo.
»Cristina no encontró al doctor en Scalea, porque le habían llamado de una aldea
en lo alto del valle, a mitad de camino a San Doménico. Si lo hubiera encontrado,
habría venido en su mulo por el camino alto, que es más llano si bien mucho más
largo. Pero Cristina tomó el atajo entre las rocas, que pasa a unos cincuenta pies por
encima del montículo y rodea aquel rincón. Cuando ella pasó, los hombres estaban
cavando y los oyó. Habría sido muy improbable que la joven siguiera su camino sin
tratar de descubrir qué significaba aquel ruido, pues jamás en toda su vida tuvo miedo
de nada. Además, los pescadores desembarcaban allí de noche a coger piedras para
fondear o leña para encender una pequeña fogata.
»La noche estaba oscura y probablemente Cristina se acercó bastante a los dos
hombres antes de que pudiera ver lo que estaban haciendo. Les conocía,
naturalmente, y ellos la conocían a ella, por lo que de inmediato comprendieron que
estaban en sus manos. Sólo podían hacer una cosa para salvarse, y la hicieron. La
golpearon en la cabeza, cavaron más hondo el agujero, y la enterraron rápidamente
junto con el cofre zunchado de hierro. Debieron comprender que el único modo de
evitar las sospechas consistía en estar de vuelta en la aldea antes de que advirtieran su
ausencia, pues regresaron de inmediato, y media hora después los encontraron
charlando tranquilamente con el hombre encargado de fabricar el ataúd de Alario. Era
un amigote suyo, y también él había trabajado en las obras de reparación de la casa
del viejo. Por lo que he podido saber, se suponía que las únicas personas que
conocían dónde guardaba Alario su tesoro eran Angelo y la sirvienta que ya he
mencionado. Angelo estaba ausente, y fue la mujer quien descubrió el robo.
»Se explica fácilmente que ninguna otra persona supiera dónde estaba el dinero.
El anciano cerraba la puerta con llave cuando se marchaba, llevándosela en el
bolsillo, y no permitía que la mujer entrara a hacer la limpieza a menos que estuviera
él presente. Todo el pueblo sabía, no obstante, que el anciano tenía dinero en alguna
parte, y seguramente los albañiles habían descubierto el sitio en donde ocultaba el
cofre, encaramándose a la ventana en su ausencia. Si el viejo no hubiera estado
delirando hasta perder el conocimiento, sin duda alguna habría sufrido
espantosamente pensando en sus riquezas.
»La fiel sirvienta se olvidó de su existencia sólo un rato, cuando huyó con los
demás abrumada por el horror de la muerte. No habían pasado diez minutos todavía
cuando regresó con dos brujas viejas y espantosas, de esas que siempre se suelen
llamar para preparar a los muertos para la sepultura. Aun entonces, la sirvienta no
tuvo, al principio, el coraje de acercarse con ellas a la cama, sino que fingió haber
dejado caer algo, se arrodilló como si lo buscara, y miró debajo del armazón de
aquella. Las paredes de la habitación habían sido encaladas recientemente hasta el
suelo, y le bastó una ojeada para darse cuenta de que el cofre había desaparecido.
Había estado allí por la tarde, por consiguiente debían haberlo robado en el breve
intervalo después de que ella abandonara la habitación.
»En la aldea no hay ningún puesto de carabineros; ni siquiera tienen un guardia
municipal, ya que no se trata de un municipio. Creo que jamás ha existido un sitio
como éste. Scalea tiene que ocuparse de él, no se sabe bien cómo, y se necesita un par
de horas para traer a alguien de allí. Como la vieja había vivido toda su vida en la
aldea, ni siquiera se le ocurrió pedir ayuda a alguna autoridad civil. Simplemente
lanzó un aullido y atravesó la aldea corriendo, en medio de la oscuridad, clamando
que en la casa de su difunto amo se había producido un robo. Se asomó mucha gente
a las ventanas, pero al principio nadie parecía dispuesto a ayudarla. Poniéndose en su
lugar, la mayor parte de los aldeanos se susurraron el uno al otro que probablemente
era ella la ladrona.
»El primero en actuar fue el padre de la chica que Angelo iba a desposar. Reunió
a los suyos, todos ellos interesados personalmente en la riqueza que iba a heredar la
familia, y declaró que en su opinión el cofre lo habían robado los dos albañiles que se
alojaban en la casa. Él mismo se encargó de encabezar su búsqueda, comenzando
naturalmente por la casa de Alario para terminar en la carpintería, donde encontraron
a los presuntos ladrones compartiendo una medida de vino con el carpintero, sobre el
ataúd casi terminado, a la luz de una lámpara de barro llena de aceite y sebo. Los
delincuentes fueron inmediatamente acusados del crimen, y amenazados con ser
encerrados en el sótano hasta que los carabineros llegaran de Scalea. Los dos
hombres se miraron el uno al otro y luego, sin la menor vacilación, apagaron la única
luz, cogieron entre ambos el ataúd sin terminar, y sirviéndose de él a modo de ariete,
se lanzaron contra los asaltantes amparados en la oscuridad. En pocos minutos
estaban muy lejos para ser alcanzados.
»Así concluye la primera parte de la historia. El tesoro había desaparecido, y no
habiéndose encontrado ningún rastro de él, la gente naturalmente pensó que los
ladrones habían logrado llevárselo. El anciano fue enterrado y cuando Angelo al fin
regresó, tuvo que pedir un préstamo para pagar el mísero funeral, y no le fue fácil
conseguirlo.
»No hubo necesidad de decirle que al perder la herencia había perdido también la
novia. En esta parte del mundo los matrimonios se hacen en base a principios
estrictamente comerciales, y si el dinero convenido no llega el día señalado, la novia
o el novio cuyos padres no cumplieron lo prometido ya pueden irse con viento fresco,
pues ya no habrá boda. El pobre Angelo lo sabía muy bien. Su padre apenas tenía
tierras, y una vez desaparecido el dinero que con tantas dificultades había traído de
América del Sur, no quedaban más que deudas por los materiales de construcción que
iban a ser utilizados para agrandar y mejorar la vieja casa. Angelo estaba arruinado, y
la simpática y regordeta criatura que iba a ser suya, conforme a todas las reglas, le
despreció.
»En cuanto a Cristina, pasaron varios días antes de que notaran su ausencia, pues
nadie recordaba que la habían enviado a Scalea en busca del doctor, el cual nunca
llegó. Ella solía desaparecer a menudo del mismo modo durante varios días seguidos,
cuando lograba encontrar algún trabajo aquí o allá en las lejanas alquerías que había
en las colinas. Pero cuando vieron que no regresaba, la gente empezó a extrañarse,
convenciéndose finalmente de que estaba confabulada con los albañiles y había huido
con ellos.
Hice una pausa y vacié mi vaso.
—Sólo aquí pueden suceder semejantes cosas —observó Holger, llenando de
nuevo su sempiterna pipa—. Es asombroso el atractivo natural que tienen el asesinato
y la muerte repentina en un país romántico como éste. Hechos que en cualquier otro
lugar serían simplemente brutales y repugnantes, se tornan dramáticos y misteriosos
porque estamos en Italia y vivimos en una auténtica torre construida por Carlos V
para defenderse de los auténticos piratas berberiscos.
—Sí, algo hay de eso —admití. En el fondo, Holger es el hombre más romántico
del mundo, pero siempre considera necesario explicar el porqué de sus sentimientos.
—Supongo que encontraron el cadáver de la infeliz chica junto con el cofre —
dijo poco después.
—Como parece que te interesa —respondí—, te contaré el resto de la historia.
Para entonces la luna estaba ya muy alta, y podíamos ver con mayor claridad que
antes la silueta de la Cosa sobre el montículo.
—La aldea volvió muy pronto a la monotonía de su vida insignificante. Nadie
echó de menos al viejo Alario. Había estado tanto tiempo lejos en sus viajes a
América del Sur que jamás logró convertirse en un personaje popular en su tierra
natal. Angelo vivía en la casa a medio terminar. Y como ya no tenía dinero para
pagarla, la vieja sirvienta no seguía con él, sino que muy de vez en cuando iba a
lavarle una camisa porque le conocía desde hacía mucho. Además de la casa, Angelo
había heredado una pequeña parcela de terreno algo distante de la aldea. Intentó
cultivarla, pero no se tomaba a pecho el trabajo, porque sabía que nunca podría pagar
los impuestos sobre el terreno y la casa, y que seguramente el Gobierno los
confiscaría, o los subastaría para saldar la deuda por los materiales de construcción,
cuya devolución se negaba a aceptar el proveedor.
»Angelo se sentía muy desdichado. Mientras su padre vivió y fue rico, todas las
chicas de la aldea habían estado enamoradas de él. Pero ahora todo había cambiado.
Había sido muy agradable que le admiraran y cortejaran, y que todos los padres que
tenían hijas casaderas le invitaran a beber vino. Ahora era bastante duro que le
miraran con frialdad, y que algunas veces se burlaran de él porque le habían robado la
herencia. Él mismo cocinaba sus míseras comidas, y pasó de estar triste a convertirse
en una persona melancólica y taciturna.
»Al crepúsculo, cuando el trabajo del día estaba concluido, en lugar de
haraganear con los jóvenes de su edad en el descampado que había frente a la iglesia,
se aficionó a vagar por parajes solitarios en las afueras de la aldea, hasta que
oscurecía del todo. Luego entraba en su casa furtivamente y se metía en la cama para
ahorrar gastos de luz.
»Mas en aquellas horas solitarias del crepúsculo empezó a tener extraños sueños,
pese a estar despierto. No siempre estaba solo. A menudo, cuando se sentaba en el
tocón de algún árbol, allí donde el angosto sendero bordea el desfiladero, estaba
seguro de ver una mujer saliendo de entre las piedras, silenciosamente, como si
llevara los pies descalzos; luego se detenía bajo un grupo de castaños, a tan sólo
media docena de yardas de distancia del sendero, y le hacía señas en silencio. Aunque
la mujer estaba a la sombra, Angelo sabía que sus labios eran rojos, y que cuando se
separaban un poco y le sonreían, mostraban dos pequeños dientes puntiagudos. Al
principio más que verlo lo adivinaba. Y también presentía que se trataba de Cristina,
y que estaba muerta. Sin embargo no sentía miedo; únicamente se preguntaba si no
sería un sueño, porque suponía que de haber estado despierto se habría asustado.
»Además, la mujer muerta tenía los labios rojos, y eso únicamente puede suceder
en un sueño. Cada vez que se acercaba al desfiladero después de la puesta del sol, ella
estaba allí esperándole, o bien aparecía en seguida. Y Angelo comenzó a abrigar la
seguridad de que cada día la joven se le acercaba más. Al principio sólo estaba seguro
de su boca roja como la sangre, pero ahora distinguía con mayor claridad cada uno de
sus rasgos, y el pálido rostro le miraba con ojos hundidos y famélicos.
»Debía de ser la vista, que se le nublaba. Poco a poco llegó a convencerse de que
algún día el sueño no se terminaría cuando volviera el rostro para irse a casa, sino que
le llevaría hasta el desfiladero en donde surgía la visión. Cuando en esta ocasión le
hizo señas, la joven estaba más cerca. Sus mejillas no estaban lívidas como las de un
muerto, sino pálidas por la inanición. Y sus ojos parecían devorarlo con insaciable y
frenética avidez, deleitándose con su alma y hechizándole, hasta adueñarse de él
finalmente cuando se aproximaron a los suyos. No habría sabido decir si el aliento de
ella era cálido como el fuego, o gélido como el hielo; si sus labios rojos abrasaron a
los suyos o los dejaron helados; si sus cinco dedos laceraron sus muñecas dejando un
rastro de cicatrices o mordieron su carne como hace la escarcha; si él estaba despierto
o dormido; si ella estaba viva o muerta… Lo único que sabía es que, entre todas las
demás criaturas terrenas o sobrenaturales, ella era la única que le amaba, y que su
encanto tenía poder sobre él.
»Aquella noche, cuando la luna se elevó, la sombra de aquella Cosa ya no estaba
sola encima del montículo.
»Angelo se despertó al alba, empapado por el rocío y tiritando de frío. Abrió sus
ojos a la tenue luz grisácea y vio que las estrellas brillaban todavía por encima de su
cabeza. Estaba muy débil, y su corazón latía tan despacio que casi se sentía mareado.
Lentamente volvió la cabeza hacia el otro lado del montículo, que hacía las veces de
almohada, pero el otro rostro ya no estaba a su lado. Súbitamente se apoderó de él un
miedo indecible y desconocido; se levantó de un salto y huyó del desfiladero, sin
mirar hacia atrás hasta llegar a la puerta de su casa en las afueras del pueblo. Aquel
día acudió con desgana a su trabajo cotidiano, y las horas se arrastraron cansinas en
pos del sol, hasta que por fin éste alcanzó el mar y se ocultó, y las colmas empinadas
más allá de Maratea se tornaron púrpura contra el cielo oriental de color gris paloma.
»Angelo se echó al hombro el pesado azadón y abandonó el campo. Se sentía
menos cansado que por la mañana, cuando se había puesto a trabajar. Pero se
prometió a sí mismo que iría a casa sin demorarse en el desfiladero, se comería la
mejor cena que pudiera procurarse, y dormiría toda la noche en su cama como un
cristiano. Nunca más se dejaría seducir en aquel sendero angosto por ninguna sombra
de labios rojos y aliento helado. Nunca más soñaría aquel sueño delicioso y
terrorífico. Se aproximaba ya a la aldea; hacía media hora que el sol se había puesto,
y las suaves notas disonantes de la campana desafinada de la iglesia resonaban entre
las peñas y los barrancos, anunciando a todas las personas de bien que la jornada
había terminado.
»Angelo se detuvo un momento en el lugar en donde el sendero se bifurcaba,
conduciendo por la izquierda a la aldea, y descendiendo por la derecha hasta el
desfiladero, en donde un grupo de castaños extendía sus ramas sobre aquel angosto
paso. Se detuvo un minuto todavía, alzando su sombrero estropeado y contemplando
el mar que desaparecía progresivamente hacia el oeste. Sus labios se movieron
mientras repetía en silencio la acostumbrada plegaria vespertina. Mas las palabras
que siguieron a ese movimiento, al llegar a su cerebro perdieron su significado hasta
convertirse en otras, y terminó por pronunciar un nombre en voz alta: ¡Cristina!
Apenas pronunciar el nombre, se relajó súbitamente la tensión de su voluntad, la
realidad se borró, y de nuevo le embargó el sueño, conduciéndole hacia allá bajo, con
la rapidez y seguridad de un sonámbulo, por el empinado camino cada vez más
oscuro.
»Mientras se deslizaba a su lado, Cristina le susurró al oído dulces y extrañas
palabras, que por alguna razón él sabía que de haber estado despierto no las habría
comprendido del todo. Mas ahora le parecían las palabras más maravillosas que
jamás escuchara en toda su vida. Y ella también le besó, aunque no en la boca. Sintió
el beso intenso de la joven en su blanca garganta, y vio que sus labios eran rojos. Así
que vivió otra vez aquel sueño delirante durante el crepúsculo, el anochecer y la
salida de la luna, y a lo largo de toda aquella espléndida noche de verano. Mas
cuando llegó el frío amanecer Angelo yacía sobre el montículo, como medio muerto,
recordando y a la vez olvidándose de todo, vacío de sangre, pero con el extraño
anhelo de ofrecer todavía más a aquellos labios rojos.
»Entonces hizo su aparición el miedo, el atroz pánico sin nombre, el horror mortal
que custodia los confines del mundo que no vemos, ni conocemos como las demás
cosas, pero cuya presencia sentimos en cuanto su gélido estremecimiento nos hiela
los huesos y el tacto de una mano espectral nos revuelve los cabellos. Una vez más
Angelo se levantó de un salto del montículo y huyó del desfiladero al despuntar el
día, pero su andar era menos firme y jadeaba al correr. Y cuando llegó al límpido
manantial que brota a medio camino subiendo la colma, se dejó caer de rodillas,
hundió el rostro en el agua y bebió como nunca bebiera antes, pues su sed era como
la de un herido que hubiera yacido toda la noche sobre el campo de batalla
desangrándose.
»Lo tenía firmemente atrapado, y ya no podía escaparse de ella; al contrario,
volvería a ella todas las tardes a la puesta del sol hasta que se bebiera la última gota
de su sangre. En vano trataba él, al acabar el día, de tomar otro camino de vuelta a
casa que no pasara cerca del desfiladero. En vano, cada mañana cuando despuntaba el
día, prometíase a sí mismo no volver allí, mientras ascendía el solitario sendero que
conduce de la costa a la aldea. Todo era inútil, porque cuando el abrasador sol se
hundía en el mar, y el frescor de la noche salía a hurtadillas de su escondite para
hacer más divertido este mundo fastidioso, sus pies se dirigían al camino conocido,
donde ella le esperaba a la sombra de los castaños. Y todo sucedía del mismo modo:
ella comenzaba a besarle su garganta blanca, mientras revoloteaba a su alrededor por
el camino y le abrazaba.
»Mientras a él empezaba a escasearle la sangre, ella estaba cada día más ansiosa y
sedienta. Y cuando se despertaba todas las mañanas al alba, cada vez le era más
difícil y fatigoso levantarse y ascender la empinada senda que llevaba a la aldea. Y
cuando iba a su trabajo arrastraba los pies penosamente, y apenas tenía fuerza en los
brazos para manejar el pesado azadón. Ya casi no hablaba con nadie, pero la gente
decía que se estaba “consumiendo” por el amor de la chica que iba a desposar cuando
perdió la herencia; y se reían de buena gana al pensar en ello, pues este país no es
nada romántico.
»A esas alturas, Antonio, el hombre que cuida la torre, regresó de una visita a sus
familiares, que viven cerca de Salerno. Había estado ausente desde antes de la muerte
de Alario y nada sabía de lo ocurrido. Me contó que regresó ya avanzada la tarde, y
que se encerró en lo alto de la torre para comer y dormir, pues estaba muy fatigado. A
medianoche se despertó, y, cuando miró afuera, la luna menguante se elevaba por
encima de la cresta de la colina. Luego miró en dirección al montículo y vio algo que
ya no le dejó dormir en toda la noche. Cuando salió de nuevo por la mañana era ya
pleno día y sobre el montículo no se veía más que un montón de piedras y arena. Sin
embargo no se acercó a él; subió derecho a la aldea y fue inmediatamente a la casa
del viejo sacerdote.
»—Esta noche he visto algo horrible —dijo—. He visto a un muerto beber la
sangre de un vivo. Y la sangre es vida.
»—Cuéntame lo que has visto —replicó el sacerdote.
»Antonio le contó todo lo que había visto.
»—Esta noche debe traer su misal y el agua bendita —añadió—. Estaré aquí antes
de la puesta de sol para ir allá abajo con usted, y si a su reverencia le place cenar
conmigo mientras esperamos, me encargaré de prepararlo todo.
»—Aquí estaré —contestó el sacerdote—. Yo también he leído en libros antiguos
sobre estos seres extraños que no están ni vivos ni muertos, y que yacen en sus
tumbas bien conservados siempre, saliendo furtivamente de ellas en la oscuridad para
saborear la vida y la sangre.
»Antonio no sabía leer, pero se alegró al ver que el sacerdote era un entendido en
la materia. Porque, sin duda, los libros debían haberle enseñado los medios de
proporcionar la paz eterna a esa Cosa que estaba viva a medias.
»Así pues, Antonio se marchó a su trabajo, que consiste principalmente en estar
sentado a la sombra de la torre, cuando no está encaramado en una roca con un sedal
en la mano para no pescar nada. Mas aquel día fue un par de veces a examinar el
montículo bajo el sol resplandeciente, y buscó a su alrededor algún agujero por el que
aquel ser pudiera entrar y salir. Mas no halló ninguno. Cuando el sol comenzó a
ocultarse y el aire era más fresco con las primeras sombras, fue a buscar al anciano
sacerdote, llevando consigo un pequeño cesto de mimbre, en el que había puesto una
botella de agua bendita, y la palangana, el hisopo y la estola que aquél necesitaría.
Juntos bajaron hasta aquí y aguardaron ante la puerta de la torre hasta que oscureciera
del todo. Pero mientras todavía quedaba algo de luz, vieron, allí mismo, dos figuras
en movimiento: un hombre que avanzaba, y una mujer que iba a su lado, con la
cabeza inclinada sobre su hombro, besándole en la garganta.
»El sacerdote me lo confirmó todo, y también que le castañeteaban los dientes,
por lo que se aferró al brazo de Antonio. La visión cruzó por delante de ellos y
desapareció en la oscuridad. Entonces Antonio cogió el frasco de cuero lleno de
aguardiente, que guardaba para las grandes ocasiones, y bebió tal trago que casi creyó
haber rejuvenecido de nuevo. Después le entregó al sacerdote su estola para que se la
pusiera y el agua bendita para que la llevara consigo, y ambos salieron juntos hacia el
lugar en donde iban a hacer su trabajo. Antonio confiesa que a pesar del aguardiente
le temblaban las rodillas, y que el sacerdote balbuceaba su latín.
»Cuando todavía estaban a unas pocas yardas del montículo, la vacilante luz del
farol cayó sobre el rostro pálido de Angelo, que parecía dormido, y sobre su garganta
vuelta hacia arriba, de la que goteaba un finísimo reguero de sangre que le corría por
el cuello. La vacilante luz del farol alumbró también otro rostro que alzaba la vista de
su festín: dos ojos hundidos y apagados, que veían pese a estar muertos; dos labios
entreabiertos, más rojos que la vida misma; dos dientes relucientes en los que brillaba
una gota rosada. Entonces el bueno del sacerdote cerró los ojos y roció agua bendita
delante de él, alzando su voz cascada hasta casi proferir un grito. Y Antonio, que
después de todo no es cobarde, levantó el pico en una mano y el farol en la otra,
mientras seguía avanzando, sin saber cómo terminaría todo. Luego jura que oyó el
grito de una mujer, y la Cosa desapareció. Y Angelo yacía solo sobre el montículo,
inconsciente, con un reguero rojo en la garganta y la helada frente perlada de gotas de
sudor mortal. Le levantaron, medio muerto como estaba, y lo recostaron en el suelo
muy cerca de ellos. Antonio se puso a trabajar y el sacerdote le ayudó, aunque era
viejo y poco podía hacer. Cavaron hondo y al fin Antonio, que permanecía de pie en
la tumba, se agachó con el farol en la mano para ver lo mejor posible.
»Sus cabellos eran de color castaño oscuro, con algunos mechones entrecanos en
las sienes; en menos de un mes se le habían puesto tan grises como un tejón. De
joven había sido minero, y la mayor parte de esta gente ha contemplado de vez en
cuando cosas desagradables. Mas jamás había visto nada semejante a lo que vio
aquella noche: aquella Cosa que no estaba ni viva ni muerta, aquella Cosa que no
podía morar ni en la tumba ni sobre la tierra.
»Antonio se había llevado consigo algo que el sacerdote no había advertido: una
estaca puntiaguda que se había fabricado aquella misma tarde con un antiguo trozo de
madera dura arrojada por el mar. La llevaba consigo, así como su pesado pico, y con
ellos y un farol en la mano había bajado a la tumba. Creo que nada en el mundo
podría inducirle a referir lo que entonces sucedió. Y el anciano sacerdote estaba
demasiado aterrorizado para mirar. Según dice, oyó a Antonio resoplar como una
fiera salvaje, y menearse como si luchara con algo casi tan fuerte como él mismo. Y
escuchó también un ruido horrible, una sucesión de golpes, como si algo penetrara
violentamente a través de la carne y los huesos. Luego, el ruido más espantoso de
todos: un alarido de mujer, el grito sobrenatural de una mujer ni viva ni muerta, que,
no obstante, había estado enterrada a bastante profundidad durante muchos días. Y él,
pobre y anciano sacerdote, únicamente podía temblar, arrodillado en la arena,
gritando en voz alta sus plegarias y exorcismos para tratar de ahogar aquellos
espantosos ruidos.
»Luego, de repente, fue lanzado al exterior un pequeño cofre zunchado de hierro,
que rodó hasta chocar con la rodilla del anciano. Y un momento después Antonio se
encontraba a su lado, con el rostro tan pálido como el sebo a la vacilante luz del farol,
echando paletadas de arena y guijarros al interior de la tumba a toda prisa, y mirando
por encima del borde hasta que el hoyo estuvo medio lleno. Y el sacerdote refirió que
en las manos de Antonio y sobre sus ropas había mucha sangre fresca.
Había llegado al final de mi historia. Holger apuró su vaso de vino y se reclinó en
el sillón.
—Así es que Angelo recuperó otra vez lo suyo —dijo—. ¿Se casó con la joven
remilgada y regordeta a la que había estado prometido?
—No. Había recibido un susto excesivo. Se marchó a América del Sur y desde
entonces nada se supo de él.
—Y supongo que el cuerpo de aquella infeliz todavía sigue allí —dijo Holger—.
Me pregunto si estará ya completamente muerta.
También yo me pregunto lo mismo. Pero, muerta o viva, no siento deseo alguno
de verla, ni siquiera a pleno día. Antonio tiene ahora el cabello totalmente gris, como
un tejón, y nunca ha vuelto a ser el mismo desde aquella noche.

[22] Traducción de Juan Antonio Molina Foix. <<

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!
         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

LA TUMBA DE SARAH[21]

HACE unos sesenta años mi padre era director de una afamada firma de
restauradores y decoradores de iglesias. Como le gustaba mucho su trabajo, realizó
un estudio a fondo de algunas viejas leyendas o historias familiares que llegaron a

conocimiento suyo. Se había visto obligado a leer mucho y estaba muy al tanto de
todas las cuestiones relativas al folklore y las leyendas medievales. Como guardó una
cuidadosa relación de todos los casos que investigó, los manuscritos que dejó a su
muerte ofrecen un interés especial. De entre todos ellos he seleccionado el que sigue,
que constituye una experiencia extraordinaria y particularmente extraña. Al
exponerlo al público tengo la impresión de que resulta superfluo que me disculpe por
su carácter sobrenatural.
DIARIO DE MI PADRE
17 de junio de 1841. Recibí un encargo de mi viejo amigo Peter Grant para
ampliar y restaurar el presbiterio de su iglesia de Hagarstone, en las tierras agrestes
de la región occidental.
5 de julio. Fui a Hagarstone con mi capataz Somers. Un viaje muy largo y
cansado.
7 de julio. Encontré las obras ya empezadas. La vieja iglesia ofrece un interés
especial a cualquier anticuario, y al restaurarla me esforzaré por alterar lo menos
posible los arreglos existentes. Sin embargo, hay que trasladar en pleno una tumba
grande, por lo menos unos diez pies hacia el sur. Aunque parezca extraño hay en ella
una inscripción en latín algo impresionante; siento mucho que esta tumba en
particular tenga que ser trasladada. Está situada entre las sepulturas de los Kenyon,
una antigua familia ya extinguida en estas regiones desde hace siglos. La inscripción
reza así:
SARAH
1630
POR RESPETO A LOS MUERTOS Y POR EL BIENESTAR DE EOS VIVOS,
QUE ESTE SEPULCRO PERMANEZCA INTACTO
Y NADIE MOLESTE A SU OCUPANTE HASTA
LA VENIDA DE CRISTO.
EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO
Y DEL ESPÍRITU SANTO.
8 de julio. Pido consejo a Grant acerca de la «Tumba de Sarah». Los dos somos
muy reacios a tocarla, pero el terreno se ha hundido tanto por debajo de ella que está
en peligro la seguridad de la capilla. Así que no tenemos opción. Sin embargo, nos
encargaremos personalmente de que las obras se realicen con el mayor respeto
posible.
Grant dice que existe una leyenda en la vecindad según la cual se trataría de la
tumba del último descendiente de los Kenyon, la malvada condesa Sarah, que fue
asesinada en 1630. La condesa vivió completamente sola en el viejo castillo, cuyas
ruinas todavía se conservan a tres millas de aquí en el camino a Bristol. Su reputación
fue funesta incluso para aquellos tiempos. Fue una especie de bruja o virago, que
vivía sola con la única compañía de un demonio familiar en forma de descomunal
lobo asiático. Esta criatura, según decían, se apoderaba de niños, o, a falta de ellos,
ovejas y otros animales pequeños, y los llevaba al castillo, donde la condesa solía
sorberles la sangre. Era creencia generalizada que nadie podía matarla. Sin embargo,
resultó ser una falacia, ya que un día fue estrangulada por una campesina furiosa que
había perdido dos niños, y acusaba al demonio familiar de la condesa de haberse
apoderado de ellos y haberlos matado. Se trata de una historia muy interesante, ya
que indica una superstición local muy similar a la del vampiro, que existe en la
Europa eslava y húngara.
El sepulcro está construido con mármol negro, coronado por una losa enorme del
mismo material. Sobre la losa hay un grupo magnífico de esculturas. Una mujer joven
y bien parecida está reclinada en su lecho; alrededor de su cuello pende un trozo de
soga, cuyo extremo sujeta ella en su mano. Junto a ella aparece un perro gigantesco
con los colmillos al descubierto y la lengua colgando. La figura inclinada tiene un
rostro cruel; las comisuras de sus labios están curiosamente alzadas, mostrando las
puntas afiladas de unos caninos o largos dientes de perro. Aunque todo el grupo está
magníficamente ejecutado, produce una sensación de lo más desagradable.
Para trasladar la tumba tendremos que desmontarla en dos piezas: la losa que la
cubre y el sepulcro propiamente dicho. Hemos decidido trasladar mañana la losa que
la cubre.
9 de julio. 6 p. m. Un día muy extraño.
Al mediodía todo estaba listo para elevar la piedra que cubre la tumba, y tras el
almuerzo de los operarios hicimos funcionar los gatos y las poleas. La losa fue
elevada con bastante facilidad, aunque encajaba perfectamente en sus asientos y
estaba además protegida por una especie de mortero masilla, que debe haber
mantenido el interior perfectamente hermético.
Ninguno de nosotros había previsto la horrorosa avalancha de aire viciado y
enmohecido que salió de su interior cuando la tapa se levantó limpiamente de su
asiento. Y más sorprendente todavía fue el contenido que gradualmente apareció ante
nuestra vista. Yacía allí el cuerpo de una mujer completamente vestida, arrugada,
encogida y con la palidez cadavérica propia de la inanición. Alrededor de su cuello
había una cuerda aflojada: a juzgar por las cicatrices todavía visibles, la historia de la
muerte por estrangulamiento era bastante cierta.
Lo más terrible de todo, sin embargo, era la extraordinaria lozanía del cuerpo.
Exceptuando el aspecto de inanición, la vida parecía haberse extinguido en él
recientemente. La carne era blanca y suave, los ojos estaban completamente abiertos
y parecían mirarnos fijamente mostrando una comprensión tremenda. El cuerpo
reposaba directamente sobre el fondo, sin ninguna apariencia de féretro o caja.
Durante un buen rato contemplamos todo con una curiosidad terrible. Luego la
visión se hizo insoportable para los operarios, los cuales nos imploraron que
repusiéramos la losa que cubría la tumba. Cosa que, naturalmente, no hicimos. En su
lugar puse inmediatamente a trabajar a los carpinteros a fin de que construyeran una
tapa provisional mientras trasladábamos la tumba a su nueva posición. Es un trabajo
largo, y nos llevará dos o tres días por lo menos.
9 p. m. Justo a la puesta del sol nos sobresaltaron los aullidos de, por lo visto,
todos los perros de la aldea. Duraron unos diez minutos o un cuarto de hora, y
después cesaron tan súbitamente como habían empezado. Este hecho, y una curiosa
neblina que se levantó alrededor de la iglesia, hizo que me sintiera bastante inquieto
por la «Tumba de Sarah». Según las tradiciones más arraigadas en los países
frecuentados por vampiros, el alboroto de perros o lobos a la puesta del sol se cree
que indica la presencia de uno de estos demonios, y la niebla localizada siempre se ha
considerado como una señal segura. El vampiro tiene el poder de producirla con el
objeto de ocultar en todo momento sus movimientos de aproximación a su escondite.
No me atreví a mencionar, o siquiera insinuar, mis temores al párroco, pues él,
quizás de manera natural, no cree en absoluto en muchas cosas que yo sé, por
experiencia, que no solamente son posibles sino incluso probables. Primero debo
resolver esto yo solo, y he de obtener su colaboración sin que sepa nunca de qué
modo me está ayudando. Vigilaré hasta la medianoche por lo menos.
10.15 p. m. Como me temía, y en parte esperaba, justo antes de las diez se
produjo otro estallido de aullidos espantosos. Comenzó muy claramente con un
lamento particularmente horrible y espeluznante cerca del cementerio. El coro duró
solamente unos pocos minutos, sin embargo, y cuando terminó vi una figura grande y
oscura, como un perro enorme, que emergió de la niebla y se alejó con un rápido
galope hacia el descampado. Suponiendo que se trate de lo que yo me temo, le veré
regresar poco después de la medianoche.
12.30 p. m. Llevaba yo razón. Próxima ya la medianoche vi regresar a la bestia.
Se detuvo en el lugar en donde parecía comenzar la niebla y, levantando la cabeza,
empezó a ladrar con ese mismo tipo de gemido particularmente prolongado que,
según había advertido, precedió al primer estallido de esta tarde.
Mañana le contaré al párroco lo que he visto; y si, como espero, me entero de que
algún aprisco de la vecindad ha sido asaltado, le llevaré conmigo a vigilar en este
merodeo nocturno. También examinaré la «Tumba de Sarah» por si puede advertir
algo sin que yo le dé antes ninguna pista.
10 de julio. Esta mañana encontré a los trabajadores muy trastornados a causa de
los aullidos de los perros.
—No nos gusta esto, señor —me dijo uno de ellos—; no nos gusta nada, algo
terrible pasó anoche.
Todavía estaban muy inquietos cuando llegaron noticias de que un perro grande
había atacado a un rebaño de ovejas, dispersándolas por todas partes y dejando
muertas en el campo a tres de ellas, con el cuello desgarrado.
Cuando le conté al párroco lo que había visto y lo que sucedía en la aldea decidió
inmediatamente que debíamos intentar capturar, o al menos identificar, a la bestia que
yo había visto.
—Por supuesto —me dijo él—, debe de ser algún perro recién introducido en el
vecindario, pues no sé de nadie de por aquí que tenga un animal tan grande como el
que me ha descrito, aunque su tamaño puede achacarse al engañoso claro de luna.
Esta tarde le pedí al párroco, como un favor, que me ayudara a levantar la tapa
provisional que cubría la tumba, dándole como excusa que el motivo que me
impulsaba a ello era mi deso de obtener una porción del curioso mortero con el que
había sido sellada. Tras una ligera vacilación, consintió y levantamos la tapa. La
visión con la que nuestros ojos se toparon me produjo una conmoción, si bien es
cierto que al menos horrorizó a Grant.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡La mujer está viva!
Y así lo parecía de momento. El cadáver había perdido en gran medida su
apariencia de inanición y parecía espantosamente bien conservado y vivo. Todavía
estaba arrugado y encogido, pero los labios eran turgentes y conservaban el vivo tinte
rojizo que proporciona la salud. Los ojos, aunque fijos y desorbitados, eran más
horribles que nunca, si eso es posible. En una de las comisuras de su boca creí
advertir un espumarajo oscuro, mas no hablé de ello en aquel momento.
—Harry, coja su muestra de mortero —jadeó Grant—, y cerremos la tumba otra
vez. ¡Que Dios nos asista! Por muy sacerdote que sea, ¡esos rostros muertos me
asustan!
Tampoco yo lamentaba que volviéramos a ocultar aquel rostro espantoso. Pero
cogí un poco de mortero, y con ello he dado un paso adelante en la resolución del
misterio.
Esta tarde la tumba fue trasladada a su nuevo emplazamiento a unos cuantos pies
de distancia del actual, pero todavía faltan dos o tres días antes de que estemos listos
para reemplazar la losa.
10.15 p. m. De nuevo los mismos aullidos a la puesta del sol, la misma niebla
envolviendo la iglesia, y a las diez en punto la misma bestia enorme saliendo
silenciosamente a campo abierto. Tengo que conseguir la ayuda del párroco y esperar
su regreso. Pero debemos tomar precauciones, porque si las cosas son como yo
supongo, nos jugamos la vida al aventurarnos en la noche para acechar al… vampiro.
¿Por qué no admitirlo de una vez? Pues no tengo la menor duda de que la bestia que
he visto es el vampiro de esa cosa maligna que hay en la tumba.
Todavía sin recobrar todas sus fuerzas, ¡gracias a Dios!, tras la inanición de casi
dos siglos, pues en estos momentos aparentemente sólo puede merodear en forma de
lobo. Pero en un día o dos, cuando recupere todas sus facultades, esa espantosa mujer
podrá abandonar su refugio con renovadas fuerzas y belleza. Entonces su repugnante
apetito de sangre no se aplacará meramente con ovejas, sino que buscará víctimas que
entregarán su sangre vital, sin una sola queja, con el solo contacto acariciador de ella;
víctimas que, al morir por su espantoso abrazo, se convertirán ellas mismas en
vampiros a su vez y atacarán a otros.
Gracias a Dios mis conocimientos me ofrecen una garantía. Pues esa pequeña
muestra de mortero que hoy he rescatado de la tumba contiene una porción de hostia
sagrada, y quien la posea, creyendo humilde y firmemente en sus virtudes, puede
pasar sin peligro por una prueba tan dura como la que yo intento proponer esta noche
al párroco, e imponerme a mí mismo.
12.30 p. m. De momento nuestra aventura se acabó, y hemos vuelto sanos y
salvos.
Después de escribir la última anotación consignada anteriormente, salí a buscar a
Grant para decirle que el merodeador estaba de nuevo al acecho.
—Pero antes de ponernos esta noche en camino —le dije—, debo insistir en que
me deje llevar este asunto a mi manera. Debe usted prometerme que se pondrá
completamente a mis órdenes, y que no me hará ninguna pregunta sobre el cómo y el
porqué.
Tras una ligera vacilación, y una disculpable chanza por su parte a causa de la
importancia que yo otorgaba a lo que él llamaba «caza del perro», me dio su palabra.
Entonces le conté que esta noche íbamos a vigilar y trataríamos de seguir la pista a la
misteriosa bestia, pero de ninguna manera la estorbaríamos. Creo que, a pesar de sus
bromas, le convencí del hecho de que, después de todo, había buenas razones para
mis precauciones.
Justo después de las once nos adentramos en la quietud de la noche.
Lo primero que hicimos fue intentar penetrar en la densa niebla que rodeaba la
iglesia, pero había en ella algo tan frío, y un olor casi imperceptible tan
asquerosamente fétido y repugnante, al que no eran insensibles ni nuestros nervios ni
nuestros estómagos. En su lugar, nos apostamos a la sombra de un tejo desde donde
se dominaba una excelente vista del portillo que servía de entrada al cementerio.
A medianoche los perros comenzaron a aullar de nuevo, y al cabo de unos pocos
minutos vimos una gran figura gris, cuyos ojos verdes brillaban como faroles, que se
acercaba velozmente a nosotros por el sendero arrastrando las patas.
El párroco se puso en marcha primero, pero yo le retuve el brazo firmemente con
la mano y le susurré una advertencia: «¡Recuerde!». Luego permanecimos ambos en
silencio y vigilantes mientras la enorme bestia galopaba velozmente. Era bastante
real, ya que podíamos oír el chasquido de sus garras sobre el enlosado. Pasó a muy
pocas yardas de nosotros, y parecía ni más ni menos un gran lobo gris, delgado y
demacrado, con el pelo erizado y la quijada goteante. Se detuvo donde comenzaba la
niebla y se dio la vuelta. Verdaderamente se trataba de una visión horrible, que le
helaba a uno la sangre. Sus ojos ardían como brasas y levantaba el belfo superior para
gruñir, mostrando sus descomunales caninos, mientras de su hocico colgaban,
chorreantes, espumarajos oscuros.
La bestia levantó la cabeza y empezó a ladrar una retahila de prolongados
gemidos y aullidos, que fueron contestados desde lejos por los perros de la aldea.
Tras permanecer así durante algunos instantes, se volvió y desapareció en lo más
denso de la niebla.
Muy poco después la atmósfera empezó a despejarse, y al cabo de diez minutos la
niebla desapareció por completo, los perros de la aldea se callaron, y la noche pareció
reasumir su aspecto normal. Examinamos el lugar en donde la bestia se había
detenido y encontramos en las losas de piedra manchas bastante evidentes de espuma
y saliva.
—Bueno, párroco —dije yo—, considerando las cosas que hoy ha visto, y
teniendo en cuenta la leyenda, la mujer en la tumba, la niebla, los perros aullando, y,
por último, la misteriosa bestia que tan cerca ha estado de nosotros, ¿admitirá ahora
que en todo esto hay algo que no es del todo normal? ¿Se pondrá en mis manos sin
reservas y me ayudará, no importa lo que yo haga, primero a lograr la máxima
seguridad nuestra, y luego a dar los pasos necesarios para poner fin al horror de esta
noche?
Noté que la extraña influencia de la noche le afectaba, y quise impresionarle lo
más posible.
—No queda más remedio —replicó Grant—, cuando el Diablo anda de por
medio. Por lo que he visto debo suponer que está en juego alguna fuerza infernal. Sin
embargo, ¿cómo podrá actuar en los recintos sagrados de una iglesia? ¿No podríamos
más bien invocar al Cielo para que nos preste su ayuda?
—Admita —dije yo solemnemente— que es preciso que hagamos algo, cada uno
a su manera. Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos, y con Su ayuda y mis
conocimientos debemos librar esta batalla por Él y por la infeliz alma en pena que
llevamos en nuestro interior.
Después regresamos a la rectoría y a nuestros aposentos, aunque me he quedado
levantado para escribir este informe mientras la escena está fresca todavía en mi
memoria.
11de julio. Encontramos otra vez a los obreros muy trastornados, y preocupados
con el extraño perro que varias personas habían visto durante la noche, y habían
perseguido. El granjero Stotman, que había estado cuidando a sus ovejas (el mismo
rebaño que había sido atacado la noche anterior), lo había sorprendido encima de una
res recién muerta y trató de alejarlo de allí, pero su tamaño y su ferocidad le
alarmaron tanto que se había batido en retirada apresuradamente en busca de una
escopeta. Cuando regresó el animal se había ido, aunque comprobó que otras tres
ovejas de su rebaño estaban muertas y despedazadas.
Hoy trasladamos la «Tumba de Sarah» a su nuevo emplazamiento. Pero el
traslado fue muy pesado y tardamos mucho, por lo que no tuvimos tiempo para
reemplazar la losa que la cubre. Eso me alegró, pues a la prosaica luz del día el
párroco casi no da crédito a los sucesos de la noche, y está dispuesto a creer que
nuestra imaginación lo ha magnificado y distorsionado todo.
Sin embargo, como quizá no me sea posible proseguir sin ayuda mi guerra de
exterminio contra esa cosa espantosa, y dado que no puedo contar con nadie más,
recurrí a él una noche más, tratando de convencerle de que no fue una alucinación,
sino una espantosa y horrible realidad, que debemos combatir y vencer por nuestro
propio bien, así como por el de todos los que viven en el vecindario.
—Póngase en mis manos, párroco —dije—, por lo menos esta noche. Tomemos
las precauciones que mi investigación sobre este asunto me dicta como más
apropiadas. Esta noche debemos vigilar la iglesia. Estoy seguro de que mañana estará
usted tan convencido como yo de que notaremos en el cuerpo que yace en la tumba
un cambio más sorprendente todavía que el que usted advirtió ayer.
Mis palabras se cumplieron. Al levantar la tapa de madera surgió una vez más el
fétido hedor como de matadero, haciendo que nos sintiéramos realmente mareados.
Allí estaba tendida la mujer vampiro, pero ¡qué cambio había experimentado el
cadáver exánime y encogido que vimos por vez primera hace dos días! Las arrugas
casi habían desaparecido, la carne estaba intacta y repleta, los labios carmesí
mostraban unos horribles dientes largos y puntiagudos, y una evidente mancha de
sangre goteaba de una de las comisuras de su boca. Apretamos los dientes, no
obstante, y templamos nuestros corazones. Luego reemplazamos la tapa y guardamos
las cosas que habíamos traído en un lugar seguro dentro de la sacristía. Sin embargo,
ni siquiera entonces podía creerse Grant que en aquella espantosa tumba se ocultara
algún peligro real o acuciante, pues puso grandes objeciones a que profanáramos
manifiestamente el cadáver sin disponer de más pruebas. Esta noche las tendrá. ¡Dios
no quiera que me tenga que hacer cargo de demasiadas! Si hay alguna verdad en las
viejas leyendas ahora sería bastante fácil destruir a la mujer vampiro. Pero Grant no
lo permitirá.
Espero sacar el mejor partido posible del trabajo de esta noche, pero el peligro
que nos aguarda es muy grande.
6 p. m. Lo he dispuesto todo: cuchillos afilados, estaca puntiaguda, ajos frescos y
rosal silvestre. He llevado todo eso y lo he escondido en la sacristía, donde podamos
cogerlo cuando comience nuestra solemne vigilancia.
Si alguno de nosotros, o ambos, muere sin haber llevado a cabo nuestra tremenda
misión, que aquellos que lean mi informe vean lo que ya está hecho y obren en
consecuencia. Lo dejo en sus manos como una solemne obligación. «Hay que
atravesar el corazón del vampiro con una estaca, y después leer el servicio fúnebre
sobre ese pobre trozo de barro liberado por fin de su funesto destino. Así dejará de ser
un vampiro, y quedará solamente un alma en pena.»
12 de julio. Todo acabó. Después de una horrorosa y terrible noche de vela, al
menos un vampiro ya no molestará más al mundo. Pero ¡cómo debemos agradecer a
la compasiva Providencia que no moviera esa espantosa tumba nadie que no poseyera
los conocimientos necesarios para enfrentarse a su horrible ocupante! Escribo esto sin
ningún engreimiento, simplemente con una enorme gratitud a los años de estudio que
he podido dedicar a este asunto.
Y ahora vuelvo a mi historia.
La noche pasada, justo antes de que se pusiera el sol, el párroco y yo nos
encerramos en la iglesia, y tomamos posiciones en el púlpito. Era uno de esos
púlpitos, que se encuentran en algunas iglesias, a los que se entra desde la sacristía, y
en los que el sacerdote, accediendo a través de una abertura arqueada en el muro,
aparece subido a gran altura. Eso nos proporcionaba una sensación de seguridad (que
nos parecía necesaria), una excelente vista del interior, y un acceso directo a los
utensilios que habíamos escondido en la sacristía.
El sol se puso y el crepúsculo se intensificó gradualmente hasta apagarse. No
había ningún indicio de la habitual niebla, ni ningún aullido de perro. A las nueve en
punto salió la luna y su pálida luz inundó las naves laterales de la iglesia, mas no se
advertía todavía ninguna señal procedente de la «Tumba de Sarah». El párroco me
había preguntado varias veces qué era lo que debía esperar, pero yo había resuelto
que ninguna palabra u opinión mía debería influir en él, que tendría que convencerse
él solo mediante su propio sentido común.
A las diez y media estábamos los dos muy cansados, y empecé a pensar que
después de todo tal vez no veríamos nada aquella noche. Sin embargo, poco después
de las once observamos que una ligera neblina se elevaba de la «Tumba de Sarah».
Conforme ascendía, parecía centellear y brillar, formando una especie de espiral o
poste.
No dije nada, pero oí que el párroco profería una especie de grito de asombro al
tiempo que me agarraba el brazo febrilmente.
—¡Dios mío! —susurró—, está tomando forma.
Y verdaderamente al cabo de unos instantes vimos la siniestra figura de la
condesa Sarah, erguida junto a su tumba.
Parecía flaca y macilenta todavía, y su rostro estaba mortalmente blanco. Mas sus
labios carmesí semejaban una espantosa cuchillada en sus pálidas mejillas, y sus ojos
brillaban en la penumbra de la iglesia como dos ascuas.
Fue horrible observarla mientras recorría la nave lateral con paso tembloroso,
tambaleándose un poco como si estuviera débil y exhausta. Posiblemente eso era
normal, ya que su cuerpo, pese a los extraños poderes que la habían mantenido
intacta y en buen estado, debe de haber sido bastante dañado físicamente por su
prolongado encarcelamiento.
La seguimos con la mirada hasta la puerta, preguntándonos qué sucedería. Pero al
parecer no surgió ninguna dificultad, pues la traspasó y desapareció.
—¿Me cree ahora, Grant? —dije.
—Sí —replicó—. No tengo más remedio. Lo dejo todo en sus manos: obedeceré
sus órdenes al pie de la letra; basta con que usted me dé instrucciones sobre cómo
librar a mi pobre gente de este horror innombrable.
—Lo haré con la ayuda de Dios —dije—. Pero tiene usted que estar más
convencido todavía, pues antes de abandonar de nuevo la iglesia por la mañana, aún
nos queda por hacer un arduo trabajo, y en el futuro muchas cosas a las que dar
respuesta. Y ahora pongamos manos a la obra, pues en su actual estado de debilidad
la mujer vampiro no irá muy lejos, aunque puede regresar en cualquier momento, y
no debe encontrarnos desprevenidos.
Bajamos del púlpito y, después de coger las rosas silvestres y los ajos,
continuamos hasta la tumba. Yo llegué primero y, tras retirar la tapa de madera, grité:
—¡Mire! ¡Está vacía!
¡No había nada en ella! ¡Nada en la tierra húmeda y suelta a excepción de la
huella de un cuerpo!
Cogí las flores y las deposité alrededor de la tumba formando un círculo, pues las
leyendas nos enseñan que los vampiros no pasan por encima de estas flores concretas
si pueden evitarlo.
Luego, a unos ocho o diez pies de distancia, tracé un círculo en el pavimento de
piedra, lo bastante grande como para caber en él el párroco y yo, y en su interior
coloqué los utensilios que había llevado conmigo a la iglesia.
—Ahora —dije—, desde este círculo, que ningún poder infernal puede atravesar,
verá usted a la mujer vampiro cara a cara, y comprobará también su miedo a cruzar
aquel otro círculo de ajos y rosas silvestres para regresar a su infernal refugio. Mas
bajo ningún concepto dé un paso más allá del lugar sagrado en donde se encuentra,
pues los vampiros tienen una fuerza tremenda que no es propiamente suya y, cual
serpiente, pueden arrastrar a sus víctimas, de buena gana, a su propia destrucción.
Una vez realizado mi cometido, llamé al párroco y nos metimos en el círculo
sagrado a esperar el regreso de la mujer vampiro.
Tampoco se retrasó mucho. Al poco tiempo pareció difundirse por le iglesia un
olor húmedo y helado, que hizo que nuestro cabello se erizara y se nos pusiera la
carne de gallina. Y a continuación, atravesando la nave lateral con pasos silenciosos,
llegó Eso que estábamos esperando.
Le oí murmurar una plegaria al párroco, y le agarré el brazo con fuerza, pues
estaba temblando violentamente.
Mucho antes de que pudiéramos distinguir sus facciones, vimos sus ojos
relucientes y su sensual boca carmesí. Iba derecha a la tumba, pero se detuvo en seco
cuando tropezó con mis flores. Rodeó directamente la tumba buscando un lugar por
donde entrar, y mientras lo hacía nos vio. Un arrebato de furor y odio diabólicos
cruzó por su rostro; mas pronto desapareció y una sonrisa amorosa, todavía más
diabólica, la sustituyó. A continuación extendió sus brazos hacia nosotros. Entonces
vimos que alrededor de su boca se acumulaba una especie de espuma sangrienta y por
debajo de sus labios brillaban unos dientes largos y puntiagudos prestos a morder.
Nos habló con voz dulce y tranquila, una voz que entrañaba un hechizo, y que nos
afectó de un modo extraño a los dos, especialmente al párroco. Quise poner a prueba
el poder de la mujer vampiro en la medida de lo posible, sin que nuestras vidas
peligraran.
Su voz tenía un efecto soporífero, al que yo me resistí con bastante facilidad, pero
que puso al párroco en una especie de trance. Más que eso: pareció dominarle a pesar
de los esfuerzos que hizo por resistirse a ella.
—¡Vamos! —dijo ella—. Yo concedo sueño y paz… sueño y paz… sueño y paz.
Avanzó un poco hacia nosotros; pero no mucho, pues me di cuenta de que el
círculo sagrado parecía mantenerla a distancia como si se tratara de un severo control.
Mi compañero parecía desmoralizado y hechizado. Intentó dar un paso adelante y,
al comprobar que yo lo retenía, murmuró:
—¡Vámonos Harry! ¡Ella me está llamando! ¡Tengo que irme! ¡Debo hacerlo!
¡Ayúdeme, ayúdeme!
Y empezó a forcejear.
Iba siendo ya hora de terminar.
—¡Grant! —grité, en voz alta pero con firmeza—. ¡En nombre de todo lo que
considera sagrado, actúe como un hombre!
Se estremeció terriblemente y dijo con voz entrecortada:
—¿Dónde estoy?
Luego recordó, y de momento se aferró a mí convulsivamente.
En esto, una detestable mirada de odio cambió el rostro sonriente que teníamos
delante, y dando una especie de chillido la mujer vampiro se tambaleó hacia atrás.
—¡Atrás! —grité—. ¡Vuelve a tu tumba infernal! ¡Ya no molestarás más a estos
sufridos mortales! ¡Tu fin está próximo!
Ahora su hermoso rostro mostraba miedo al retroceder, por encima del anillo de
flores, mientras temblaba. Por fin, profiriendo un grito débil y lúgubre, pareció
desaparecer de nuevo en su tumba.
Mientras lo hacía, los primeros rayos del sol naciente iluminaron la tierra, y yo
sabía que durante el día no existía el menor peligro.
Cogiendo a Grant por el brazo, lo arrastré conmigo fuera del círculo y lo llevé a la
tumba. Allí estaba una vez más la mujer vampiro, todavía muerta en vida como un
momento antes la habíamos visto en su encarnación diabólica. Mas permanecía en
sus ojos esa atroz expresión de odio, y de miedo espantoso, abyecto.
Grant se estaba tranquilizando.
—Ahora —le dije— ¿se atreverá a llevar a cabo el último acto de esta terrible
función, librando para siempre al mundo de semejante horror?
—¡Dios mío! —dijo solemnemente—. Lo haré. Dígame lo que tengo que hacer.
—Ayúdeme a sacarla de su tumba. Ya no nos puede hacer daño —repliqué.
Volviendo el rostro para no verla, emprendimos nuestra terrible tarea; la sacamos
de la tumba y la depositamos sobre las baldosas.
—Ahora —dije— lea el responso sobre el cuerpo de la infeliz, y a continuación la
liberaremos de este infierno viviente que se ha apoderado de ella.
El párroco leyó con reverencia las hermosas palabras, y yo recité igualmente las
imprescindibles réplicas. Cuando terminamos, cogí la estaca y, sin darme tiempo a
pensar, la hundí en su corazón con todas mis fuerzas.
Por un momento el cuerpo se retorció y pataleó convulsivamente, como si
estuviera realmente vivo, y un espantoso grito desgarrador rompió el silencio de la
iglesia. Luego todo quedó tranquilo.
Más tarde volvimos a levantar el cuerpo de la infeliz, y ¡gracias a Dios! nos llegó
finalmente el consuelo que, según la leyenda, jamás le es negado a todos cuantos se
ven obligados a llevar a cabo una misión tan atroz como la nuestra. En su rostro se
fue haciendo visible poco a poco una gran paz; los labios perdieron su tinte carmesí,
los dientes afilados antes salientes volvieron a introducirse en la boca, y por un
instante pudimos ver ante nosotros el rostro pálido y sosegado de una mujer
bellísima, que sonreía mientras dormía. Unos cuantos minutos más tarde, se convirtió
en polvo delante de nuestros ojos mientras la observábamos. En seguida nos pusimos
manos a la obra y limpiamos a fondo cualquier vestigio de nuestro trabajo,
marchándonos después a la rectoría. Agradecimos mucho el poder salir de aquella
iglesia, llena de terribles asociaciones, para introducirnos en la prometedora tibieza
de aquella mañana de verano.
Con lo citado anteriormente terminan las notas del diario de mi padre, aunque
algunos días más tarde se produjo esta otra anotación:
15 de julio. A partir del día 12 todo ha estado en calma como antes. Esta mañana
repusimos y sellamos la «Tumba de Sarah». A los obreros les sorprendió comprobar
que el cuerpo había desaparecido, pero supusieron que era la consecuencia lógica de
haber estado expuesto al aire.
Hoy ha llegado a mis oídos una extraña noticia. Al parecer el hijo de uno de los
aldeanos desapareció de su casa la noche del 11 del corriente, y fue encontrado
dormido en un soto próximo a la iglesia, muy pálido y totalmente exhausto.
Presentaba en su garganta dos pequeñas marcas, que ahora han desaparecido.
¿Qué significa esto? Me he negado a divulgar el significado. Pues ahora que la
mujer vampiro ha desaparecido, no existe ya ningún peligro de que aquel niño o
cualquier otro caiga en su poder. Solamente los que mueren víctimas del abrazo de
algún vampiro se convierten a su vez en vampiros al morir.

[21] Traducción de Juan Antonio Molina Foix. <<