martes, 2 de abril de 2019

Sobre otros duendes domésticos

Lo que da mujer es viento:
tesoros de duendes son,
¡no se nos vuelva carbón!,
¡abre la caja con tiento!
TIRSO DE MOLINA:
Cautela contra cautela

Los duendes, considerados como tal y dentro del tronco genérico de «duendes
domésticos», ya no pertenecen a la misma rama genealógica o familia de los
trasgos o los follets. Ya lo hemos dicho antes: los denominados «duendes» a secas,
tanto física como genéticamente, tienen rasgos distintivos de sus congéneres. A saber:
Son más urbanos y aristocráticos. Se dejan sentir en casonas, palacios o aposentos regios y les gusta
actuar en grupo.
Su piel es más clara y adoptan preferentemente la forma humana.
No tienen cuernos, ni rabos, ni son cojos, ni tienen agujeros en las palmas de las manos.
Son más propensos a seguir a un ser humano o a toda una familia allí donde vayan.
Se suelen disfrazar de frailes o, a veces, con ropajes mucho más vistosos y más adecuados al lugar y
época que los trasgos.
Dicho esto, seguimos con las clasificaciones, pues existen tres tipos diferenciados
de duendes:
1. Los que visten de frailes o capuchinos, que suelen ser muy serviciales, rechazando toda recompensa que
consista en ropa.
2. Los que son protectores de niños, de aspecto regordete, infantil y, a veces, de simpático animal.
3. Los que prefieren las grandes urbes para hacer de las suyas —lo que no deja de ser insólito—, cuyas
bromas son muy aparatosas, simulando muchas veces el aspecto de fantasmas y divirtiéndose con los
que practican la «vasografía» o «ouija», así como provocando la casuística típica de los actuales
«poltergeist».
Por todo ello, y por más, hemos separado a los duendes del resto de sus
congéneres, pero esto no significa que donde hay trasgos no haya duendes, y donde
están éstos no se encuentren los follets. En Asturias, por ejemplo, abundan las
leyendas sobre trasgos, pero también las hay sobre duendes, y curiosamente se les
llama así cuando se manifiestan en ciudades, como los dos casos que se ubican en
Oviedo, a los que ya hemos hecho referencia.
LOS DUENDES EXTREMEÑOS
El duende, por estas latitudes, suele adquirir una apariencia monacal, con una
tendencia desmedida a vestirse de fraile capuchino, con lucecitas verdes o violáceas
para alumbrarse y, como es de esperar, dedicados a hacer fechorías caseras. Antaño,
las madres asustaban a sus niños diciéndoles que estos diminutos seres les
pellizcarían en los ojos y les cortarían las orejas o las narices con navajillas de afeitar
y hasta les podían coser el culo con una aguja de zapatero… y en fin, barbaridades
similares, con el único objetivo de que el niño hiciera o dejara de hacer algo,
desposeyendo al duende extremeño de sus cualidades simpáticas, convirtiéndole, en
cambio, en una especie de bruja o de coco de poca monta.
El historiador y folclorista Publio Hurtado, en un estilo muy campechano, escribe,
en sus Supersticiones extremeñas (1902), que la raza de los duendes «estaba tan
propagada en nuestro suelo que eran contados los colegios, ermitas y monasterios en
que no se hiciese memoria de alguno de estos mequetrefes», y relata el caso de cierta
neurasténica de Aldeanueva del Camino (Cáceres), en cuya casa «moraba uno de
estos seres maravillosos, que le desparramaba el trigo, le colgaba del revés los
cuadros, le ponía patas arriba trébedes, platos y sartenes, le vertía el agua de las
tinajas y le hacía a diario otras cien extorsiones, lo había visto más de una docena de
veces, y afirmaba que se parecía mucho a un San Antón, de fachada sobrado barroca,
que existe en la iglesia de aquel pueblo».
Duendes hurdanos y pacenses
En Las Hurdes, posiblemente el lugar extremeño donde más arraigadas están las
costumbres supersticiosas y donde aún hoy en día perduran con mayor fuerza, no
pueden faltar sus historias de duendes.
El escritor aragonés Ramón J. Sender, en Las criaturas saturnianas (1968), habla
de duendes extremeños, y pone en boca de su protagonista, el enigmático conde de
Cagliostro, su particular teoría sobre los duendes, afirmando que «eran gente real y
viva aunque se les llame elfos y gnomos y otros nombres míticos. Existían y, como
eran tan pequeños y débiles, tenían que defenderse con habilidades mágicas».
Afirma, asimismo, que fueron ellos los primeros que se dedicaron a las prácticas
ocultistas en su afán de defenderse para infundir miedo a los hombres sabios y
grandes del norte. Continúa diciendo que una casta de aquellos hombrecitos estaba en
España en la parte de Extremadura que se conoce como Las Hurdes, nombre
prelatino y luciferino. Cagliostro da a éstos tal importancia que asegura que «los
hombrecitos de España fueron los que difundieron la idea de un Lucifer cornado y
dijeron (para asustar a los grandes) que recibían de él su poder nocturno. Porque los
hombrecitos actuaban de noche».
En la misma obra aparece una frase sorprendente y llena de un significado oculto:
que Las Hurdes «están cerca de la entrada del infierno. No lejos de la laguna de
Acherón».
Los duendes extremeños, aparte de estas elucubraciones de Cagliostro, suelen ser
considerados en estas tierras como seres que no tienen apariencia definida y que
pueden presentarse ante los humanos en forma de niños, de viejecitos, de frailes o de
mano fría que de noche recorre y cuenta uno a uno los huesos de la espina dorsal del
durmiente, produciendo los consabidos escalofríos y sobresaltos. Asimismo, se
pueden aparecer en la forma de un caballo alado que, cargado de cadenas, recorre
callejuelas con gran estrépito. Para luchar contra estos enemigos invisibles y contra
las brujas, los hurdanos han fabricado una serie de amuletos, a base de piedras, como
«la sarta de la leche» o «la sarta de las calenturas», pero sin duda el de más eficacia
probada de entre todos ellos era el de los testículos de zorro introducidos en una bolsa
de lienzo.
Lo cierto es que, en lo referente a su descripción física, hay gente que asegura que
tienen orejas tan grandes como abanicos y brazos tan largos que le llegan hasta el
suelo, con jorobas y cara de viejos… en fin, un auténtico y verdadero galán
hollywoodiense. Aunque no falta también quien los describe con un aspecto infantil,
como el que —sin salir de la provincia de Cáceres— asaltaba a una moza del pueblo
de Calzadilla de Caria, llamada Cipriana Manzano, al ir por agua a un manantial
extramuros de la villa, denominado «Fuente del Pozo». Cerca de aquí se le aparecía a
la joven un duende, brincando de acá para allá, con visibles muestras de jolgorio y sin
poder ser alcanzado ni aun con pedradas. Este duende-niño llegó a ser una molestia
bastante preocupante para las aguadoras, no por lo que les hiciera, pues,
afortunadamente, no era un Diablo Burlón o un Tentirujo, sino por su condición de
sobrenatural y, sobre todo, porque no había manera humana de deshacerse de él, hasta
que de motu proprio ya no fue visto más.
También en Extremadura el duende sigue a los dueños de la casa cuando éstos,
desesperados, deciden irse lejos, pronunciando al final su frasecita favorita: «¿Así
que nos mudamos, eh?». Esto se dice que ocurrió, por citar tan sólo un lugar, junto al
pueblo cacereño de la Madroñera, en una zona que se conoce con el nombre de
«Lagar del miedo», debido a lo que el duende infundió a sus habitantes, así como a
las gentes de los lugares cercanos.

Igualmente, y pasando a la provincia más grande de España —Badajoz—, se
denominó «Casa del miedo» a una ubicada en el número 24 de la plaza de San
Vicente de la propia capital. Aquí, un día de mayo de 1901, se produjeron unos
extraños ruidos y destrozos de ropas provocados, según decían, por los duendes que
de ella se habían posesionado, siendo noticia de alcance en los periódicos locales.
Por otro lado, existe constancia, no documental pero sí de absoluta creencia, de
un duende pacense que daba la lata en las cercanías de un molino existente a orillas
del río Guadalefra, en las proximidades de la localidad de Esparragosa de Lares
(Badajoz), en el camino de Zalamea, el cual salía al encuentro de las personas y, en su
afán de provocar y asustar, en vez de dirigirles la palabra, le daba por balar como un
cordero (le podía haber dado por tirar piedras o morder esquinas). En ocasiones
cambiaba de táctica y se aparecía a los transeúntes en forma de ovillo de hilo negro,
que iba rodando delante de ellos por el camino y desaparecía cuando le echaban
mano. No tendría otra cosa que hacer el «angelito».
La manía por confundir a los duendes con almas en pena, no es sólo patrimonio
del País Vasco, las Canarias, Andalucía, Levante o Galicia, sino que también se
produce en Extremadura, dándose el caso que en la localidad de Alburquerque
(Badajoz) tanto al duende como al fantasma se le llama «Pantaruja».
Como era de suponer, duende y demonio van de la mano, siendo sus límites muy
difusos, hasta el punto que en algunas zonas se confunden las dos figuras. Así, en
Alía (Cáceres), todavía es costumbre que una madre esparza alrededor de la cuna del
niño un puñado de granos de trigo con la intención de que, si llegase a entrar el
«malihnu» en ese hogar, en lugar de hacerle daño al niño se entretenga en coger y
contar los granos de dicho cereal.
En otros lugares cacereños, la cuna destinada a recoger al recién nacido es
previamente rociada con agua bendita, sobre todo en los últimos días del embarazo,
para evitar así que «loh judiuh», equiparados aquí como malos espíritus infernales, la
infecten con sus impregnaciones. Esta modalidad de conjuro, según José Manuel
Domínguez Moreno, la hacían en el pueblo de Granadilla, manteniéndose vigente
hasta bien entrados los años cincuenta. En Almaraz, en cambio, lavaban la cuna con
agua de romero para eliminar la «pulienta» y las posibles impregnaciones que un
anterior usuario dejara adheridas, ritos éstos muy relacionados con las posesiones de
los «malignos», de los que hablaremos más adelante.
El Frailecillo
También conocidos como «duendes frailes» por su vestimenta, consistente en un
hábito largo y oscuro, no son personajes exclusivos de tal o cual zona, pues han sido
vistos, en general, desde Andalucía hasta Euskadi, pasando por Extremadura y
Aragón, con hábitos tanto de capuchinos como de franciscanos.

Frailecillo

De algunos duendes se comentan sus acciones malévolas o sus juegos, de otros del ruido que arman o de lo mucho
que rompen en las casas, establos o cuadras, pero del pobre frailecillo solamente se comenta su aspecto; lo
rematadamente feo que es, su aire cansino, sus enormes orejotas, sus largos y huesudos brazos y su antiestética
chepa.
Como ya hemos dicho, son feos con avaricia y tienen las orejas como abanicos,
los brazos muy largos, cara arrugada de viejo y, para colmo, una aparatosa chepa. Por
las noches es posible oír cómo andan arrastrando sus descomunales pies, de tamaño
desproporcionado con respecto al de su cuerpo, siendo un rasgo característico de su
fisonomía. Este dato no deja de ser curioso, pues los ocasionales testigos que ven a
duendes suelen retratarlos con todo tipo de detalles, pero cuando hablan de los pies
son incapaces de determinar si realmente los tenían o cómo iban calzados, así al
menos ocurre con el trasgu asturiano.
Calderón de la Barca, en su obra teatral La dama duende, en la jornada segunda,
escena XIII, describe así al supuesto duende que dice haber visto el miedoso Cosme:
«Era un fraile tamañito y tenía puesto un cucurucho tamaño; que por estas señas creo
que era un duende capuchino».
En la escena XIX se da el siguiente diálogo, donde se remarca lo sorprendente de
sus extremidades inferiores:
Don Manuel: ¡No vi más rara hermosura!
Cosme: No dijeras eso a fe si el pie le vieras, porque éstos son malditos por el pie.
Don Manuel: ¡Un asombro de belleza, un ángel hermoso es!
Cosme: Es verdad, pero patudo.
En el entremés El celoso extremeño, Cervantes utiliza la figura del frailecillo
como coartada en los devaneos amorosos:
Cristina: Señora Ortigosa, hágame merced de traerme a mí un frailecillo pequeñito con quien yo me
huelgue.
Señora Ortigosa: Yo se lo traeré a la niña pintado.
Cristina: Que no lo quiero pintado, sino vivo, chiquitito como unas perlas.
Doña Lorenza: ¿Y si lo ve tío?
Cristina: Diré yo que es un duende y tendrá de él miedo y holgaréme yo.
En el sur de la península Ibérica se oye hablar con cierta frecuencia de un frailecillo
benévolo y listo. Posee un hábito tan grande que lo arrastra por el suelo con aire
desgarbado. Sus manos se ven muy poco porque también las mangas le vienen
grandes. Es muy despistado y te gusta mucho dormir por el día, ya que por las noches
procura hacer favores y ayudar a las gentes trabajadoras.
Fernán Caballero —que a mediados del siglo XIX se lamentaba de que en España
aún no se apreciara y conservara las consejas, leyendas y tradiciones populares, como
ya ocurría en el resto de Europa—, nos ha dejado el cuento más famoso que sobre
«duendecillos frailes» existe y que, por su brevedad, así como por describir una de
sus características (la de que los duendes buenos no quieren que se remuneren sus
servicios), reproducimos textualmente:
Había una vez tres hermanitas que se mantenían amasando de noche una faneguita de harina. Un día se
levantaron de madrugada para hacer su faena, y se la hallaron hecha y los panes pronto para meterlos en el
horno, y así sucedió por muchos días. Queriendo averiguar quién era el que tal favor les hacía, se
escondieron una noche, y vieron venir a un duende muy chiquito, vestido de fraile, con unos hábitos muy
viejos y rotos. Agradecidas, le hicieron unos nuevos, que colgaron en la cocina.
Vino el duende y se los puso, y enseguida se fue diciendo: «Frailecito con hábitos nuevos no quiere
amasar, ni ser panadero»…
Con lo que se equiparan a los follets alicantinos de Almudaina, y con otros
duendes europeos, como los Witchel alemanes, los Pixies ingleses, los Brownies
escoceses o los Fenoderees de la Isla de Man, a los cuales se les puede ofrecer como
agradecimiento pan, queso o agua, pero nunca ropa y, por supuesto, son tan
susceptibles que tampoco les gusta ser espiados.
Los hermanos Grimm recogen en el cuento titulado Los duendes y el zapatero la
misma historia: duendes pequeños y desnudos que por las noches hábilmente
confeccionan los mejores zapatos. Cuando los dueños les regalan unas ropas, éstos se
van, aunque en la versión de Grimm éstos se marchan contentos y satisfechos.
LOS DUENDES VASCO-NAVARROS
No deja de extrañamos que en la zona vasco-navarra, tan abundante en todo tipo de
fauna mitológica (como los dragones, toros de fuego, lamias, Mari…), el duende, por
el contrario, tenga tan poca importancia y sean muy escasas sus referencias. No
obstante, hemos conseguido recuperar del olvido a varios de estos seres del folclore
vasco que consideramos dignos de interés por las peculiaridades que presentan.
En algunos relatos, se confunde al Basajaun —el hombre salvaje de la mitología
euskaldún— con un duendecillo que, a menudo, y tal como nos recuerda el reverendo
Webster, recibe el mote de «Ancho», seguramente del español Sancho, y bajo esta
forma el Basajaun encanta las cabañas de los pastores de las montañas, se calienta en
sus fuegos, prueba su leche cuajada y sus quesos, conversa con ellos y es tratado con
familiaridad no exenta de cierto temor oculto y razonable. Pero lo habitual es
considerar al Basajaun, junto con su mujer Basandere, como seres gigantescos y
mitológicos pertenecientes a razas ancestrales, muy alejados del mundo de los
elementales.
En general, los que podemos clasificar como duendes suelen ser más silvestres y
menos hogareños que los del resto de la Península y, además, la población vasca
suele confundir a sus duendes con fantasmas o con las almas de sus ancestros.
En el pueblo de Larrabezua (Vizcaya) existe la creencia de que las almas de los
antepasados vuelven a sus casas durante la Nochebuena y dejan las huellas de sus
pies en las cenizas de los hogares. Por eso dicen que en esa noche hay que apilar la
ceniza del hogar, antes de retirarse a dormir, y a la mañana siguiente observarla
atentamente para poder comprobar, con júbilo, que los antepasados han visitado la
casa donde habitaron.
Duendes vascos
Los duendes vasco-navarros actúan tan sólo por la noche. Reciben multitud de
denominaciones, la mayoría acompañadas de la palabra «etxe», en vasco «casa», lo
que recuerda su hábitat. Algunos, como Maide, están vinculados a la construcción de
dólmenes.
También aquí suelen ser proclives a transformarse en animales; así, por ejemplo,
en Garay (Vizcaya) dicen que los «izeltsuak» son como burros, y en Murelaga
(Vizcaya) que son como cerdos. En la localidad de Amezqueta (Guipúzcoa) es fama
que un duende arrojó unas piedrecitas desde un tejado al párroco y éste mandó a un
criado a ver quién era el bromista, el cual le contestó que era un duende con forma de
carnero negro.

Etxajaun
Los Etxajaunak son seres de carácter doméstico que se
manifiestan por la noche, después de que sus moradores se
hayan acostado. Son guardianes de la casa y bienhechores,
pero, al igual que ocurre con los follets, se disgustan
mucho si hallan apagado el fuego del hogar o sucia la
vajilla utilizada en la cena; en alguna casa, también se
enfadan si no se les hace alguna ofrenda.
La palabra «etxe», en vasco, significa casa y, por
consiguiente, su nombre significa «el señor de la casa», en
alusión clara a sus costumbres. Solamente aparecen al
anochecer y actúan en la invisibilidad, razón por la cual no
conocemos su aspecto, pero no es difícil imaginario, ya que
son los duendes por excelencia del País Vasco, similares a los del resto de la
Península, recibiendo distintos nombres según quien los haya estudiado.
La denominación por nosotros elegida es la que les otorga Barandiarán en su
Diccionario de mitología vasca, pero autores como Larramendi utilizan otros
nombres vascos: «naspecha», «icecha», y los diminutivos «duendechoa» y
«naspechoa». Humbolt los llamaba «ireltxum». No es infrecuente que se le conozca
con los nombres de «iretxo», «irelsuzko» e «irelu», aunque todos ellos de poca
categoría, según Caro Baroja.
En la obra Refranes y sentencias, de 1596, a los etxajaun se les cita de esta
manera: «Esajaunen saria ezta ayn coyacari ceyn dirudi» (La dádiva del duende no es
tan sobrada como parece), en clara alusión a que esperan como recompensa alguna
ofrenda a cambio de dejarles en paz, siempre y cuando ésta no consista en ropa. Lo
ideal, desde luego, es ofrecerles comida (queso, leche, pasteles, tortas…), y si esto no
funciona, habría que intentar echarlos utilizando algunos de los métodos ya descritos.
Los Arantziliak
Son éstos unos extraños duendes navarros, cuya única referencia y mención la hemos
encontrado en el folclorista José María Satrústegui, en la conferencia que pronunció
en el Congreso de Zaragoza sobre «Etnología y Tradiciones Populares», celebrado en
el año 1969.
Traemos a colación a estos raros duendes —muy locales, al estilo de los cuines—
por el hecho de mostrar un nuevo sistema para conjurarlos y echarlos de la casa, muy
distinto a los habituales que hemos visto hasta ahora.
Dicho autor recogió este caso en 1963, de un suceso que aconteció
aproximadamente por los años 30. Nos dice que estos personajillos se hacen sentir de
noche con ruidos molestos, sobre todo en los desvanes. En el caserío de Azoleta
(Valcados, Navarra), después de recurrir sus moradores a varios conjuros para
expulsados, utilizaron la sal y el agua.
La protagonista, que fue una de sus comunicantes, se dirigió con su hermana a un
puente próximo y allí pusieron un puñado de sal en el cedazo y la fueron cribando
sobre las aguas del riachuelo. Acaba diciendo Satrústegui que, después de este ritual,
le aseguraron que ya no volvió a sentirse molestada.
Explica esta circunstancia diciendo que la sal simboliza el maleficio, el cual
queda neutralizado en la misma proporción en que la sal se derrite en el agua. Por
nuestra parte, creemos que se trata de una consecuencia del llamado «tabú de la sal»,
que hemos comentado al principio de la obra.
Gorri - Txiki
Estos pequeños seres, mitad duendes, mitad elementales de los bosques, vivían al
parecer en las comarcas guipuzcoanas de ario y Aya —zonas en las que también se
dejó sentir hace muchos siglos la mítica raza de los «Gentiles»—, donde se les veía
correr veloces por las montañas. Su nombre en vasco significa «rojillo», y se cuenta
que el último de ellos fue capturado por los habitantes del caserío de Leoia, quienes
lo quemaron en un caldero. Antes de morir, el geniecillo lanzó una terrible maldición:
«Mientras el mundo sea mundo, en Leoia no faltará ningún inválido».
Aseguran que dicha maldición no ha dejado de tener efecto hasta el momento
presente.
Aunque parece que están extinguidos y no disponemos de ningún testimonio
claro sobre su apariencia, se decía que eran de color rojo y muy pequeños, motivo por
el cual los hemos incluido, y por la sencilla razón de que no deja de ser una
interesante variante de duendes muy poco domésticos. Serían un paso intermedio
entre aquellos que prefieren vivir siempre alejados de los humanos y los duendes
hogareños.

¿Duendes constructores de dólmenes?
Otro de esos genios nocturnos que bajan por las chimeneas de las cocinas para recibir
las ofrendas que hayan dejado los moradores de la casa antes de irse a dormir es el
llamado «Maide» de algunas zonas vascas.
En Mendive se le llama, sin embargo, Saindi-Maindi, el «Santo Maide», y se le
atribuye, sin el menor recato, la construcción de los dólmenes de la región, aunque es
más frecuente decir, según Barandiarán, que tales construcciones se deben a su
compañía femenina: las Lamias (las hadas vascas), y no sólo los dólmenes, sino que
también incorporan en su haber la construcción de crómlechs en Soule. En la región
de San Juan Pie de Puerto existe un dolmen llamado «Mairi-Etxe», es decir, casa de
Mairi, que es otra de las variantes que puede adoptar el nombre de Maide, igualmente
relacionado con Mari, la reina de los genios, lamias y hadas vascas. En Oyarzun, al
constructor de sus crómlechs, no le llaman Maide, sino Intxitxu, con lo cual, decimos
nosotros, no es que ya se confundan a los duendes con los fantasimas, que sería lo de
menos, sino que —caso insólito— se les adjudica la construcción de enormes
megalitos a ellos que son aparentemente tan débiles y renacuajos.
En cierto modo, sus hábitats están relacionados con estas grandes piedras, y es
casi seguro que, al igual que los follets catalanes, aprovecharon su poder miles de
años atrás hasta que poco a poco, al ir perdiendo estos lugares su energía, se
desplazaron a las zonas rurales habitadas por seres humanos. Pero el que se hayan
beneficiado de las energías emanadas de estas construcciones megalíticas no quiere
decir que hayan sido ellos sus artífices, sino que pensamos que su construcción se ha
debido a los Mairuk, una raza ancestral de gigantes que, según las leyendas vascas,
pobló estas tierras como sucesores de los Baxajaun. Estos Mairuk serían el
equivalente de los Gentiles, Moros y Mouros de otras zonas de España, que nada
tienen que ver con los agarenos. Esto explicaría en parte esa similitud de nombres
como Maide, Maindi o Mairi y, por tanto, ese confusionismo de dos mitos
perfectamente diferenciados. Tal vez el que se les adjudique a los duendes este tipo
de esfuerzos sobrehumanos, aparte de cruzarse varias leyendas, se debe al tópico
carácter aguerrido y fortachón de todo vasco…
LOS DUENDES CASTELLANO-MANCHEGOS
El duende Martinico
La casuística de duendes en esta zona no es muy abundante, aunque no por ello
inexistente, encontrándose varios pueblos que aún guardan recuerdo de su presencia,
como ocurre con el «duende de Cazalegas», en la provincia de Toledo, famoso a fines
del siglo pasado, pero, la verdad sea dicha, siempre fue considerado como una
patraña por los vecinos y nunca se le prestó más atención que el simple comentario.
González Casarrubios y Sánchez Moreno dicen que en esta provincia los duendes son
muy poco abundantes, siendo probablemente el más famoso el llamado «Martinito»
de La Guardia, del que aseguraban que, debido a su invisivilidad, pocas veces se
había materializado como un hombrecillo. Relacionados con ellos es la creencia que
existía en el toledano pueblo de Las Ventas con Peña Aguilera, de que ciertas
personas tenían la obligación de vestirse de fantasmas durante las noches de
Cuaresma: unos por herencia tradicional y otros por promesa al curarse de una grave
enfermedad. Si por alguna razón no lo hacían, los cacharros de la cocina empezaban a
entrechocarse y a bailar, así como a producirse otros extraños ruidos por toda la casa.
Pero en Castilla-La Mancha hubo un duende que hizo correr ríos de tinta, allá por
el siglo XVIII. En el año 1759, una mujer llamada María Medel contó a su ama, doña
María Teresa Murillo, una historia que le ocurrió cuando era niña en su pueblo natal,
Mondéjar (Guadalajara). María y otras niñas acudían a la mansión del marqués de los
Palacios donde, en sus aposentos, se oían extraños ruidos, unas veces como lamentos
y otras como arrastrar de cadenas. Jugando en su interior, se les presentó, un buen
día, un estrafalario personaje que pronto fue denominado como el «duende
Martinico», representando unos 10 años de edad, muy feo y vestido de capuchino.
María y él se hicieron muy buenos amigos, tanto que en cierta ocasión, para
demostrarle sus alardes, se transformó delante de ella en culebrón. También
enseñaba, a modo de improvisado cicerone, las polvorientas habitaciones de la
mansión que sobrecogían a los niños.
El ama, una vez oída la historia, se creyó en la obligación de dar parte de la
misma a la Santa Inquisición, relatando todos sus pormenores, aunque, en esta
ocasión, tan temida institución no dio ninguna importancia al suceso y dejó en paz a
María Medel.
El duende Martinico se siguió apareciendo en años posteriores en otros lugares.
Hay una referencia de él, a finales del siglo XIX, en un pueblo conquense llamado
Villarejo de Periesteban, atormentando a la propietaria de la casa donde habitaba.
Y algo parecido ocurrió en Berninches (Guadalajara) y en el ya citado pueblo de
La Guardia (Toledo), aunque aquí tuvieron que ser varios «Martinicos», pues varias
eran las casas donde simultáneamente ocurrieron fenómenos extraños como ruidos y
movimientos de objetos; incluso cuando las familias cambiaban de domicilio las
seguía como a su sombra.
En Andalucía no es infrecuente este nombre, y ahí está el famoso duende
«Martín» de Córdoba o el «Martinico» de Granada, amigo, este último, de prestar
favores a quien se lo mereciese.


Los duendes del doctor de las Moralejas
En 1495 vivía en El Viso de San Juan (Toledo), casi en el límite con la provincia de
Madrid, un fraile conocido como el «doctor de las Moralejas» que, sin ser médico,
curaba todo tipo de enfermedades y ahuyentaba los malos espíritus que se dedicaban
a hacer ruido en las casas enduendadas, manteniendo duras batallas con ellos. Estaba
versado en brujería y, según las malas lenguas, poseía un espíritu familiar que le
ayudaba en sus quehaceres domésticos y sanitarios. Una de sus más famosas
aventuras es la que se refiere al castillo del cerro del Águila, cerca del pueblo
toledano, de Villaluenga de la Sagra, al sur de El Viso, donde ocurrieron fenómenos
tan extraños, protagonizados por supuestos duendecillos, que llegaron a asustar a los
soldados de la guarnición. Se oían ruidos no identificables y caían piedras de lugares
inverosímiles. Llamaron al doctor de las Moralejas que, acompañado de sus dos
criados, su demonio familiar y montado en su mula, acudió al lugar poniendo en
marcha todos los conjuros y exorcismos adecuados para la ocasión, sin que
consiguiera ningún resultado positivo; así que, apesadumbrado, regresó a su pueblo,
siendo, según dice, molestado por el camino por los duendes del castillo, a quienes no
les gustaron en absoluto los conjuros proferidos contra ellos por tan singular doctor.
Este fraile era amigo personal del cura de El Viso, llamado Remando Alonso,
conocido también en el lugar por sus prácticas nigromantes y por ser un buscatesoros
redomado, con la ayuda inseperable, asimismo, de un duendencillo o espíritu familiar.
Y, sin salir de esta zona, conviene mencionar que la creencia en estos
extraordinarios «hombrecillos» estaba aún vigente en el siglo XVIII, pues se cuenta
que en el vecino pueblo de Cabañas de la Sagra vivía un tal José. Navarro, con fama
igualmente de hechicero, quien cierta noche le propuso a su esposa que, si él quisiera,
podría llevarla volando a Villaluenga, donde los sábados se reunían las brujas del
lugar en aquelarre, y ésa es una facultad característica que conceden a sus dueños los
espíritus familiares o «enemiguillos», de los que hablaremos más adelante.
LOS DUENDES CANARIOS
Realmente, cuando se evoca a las siete islas Canarias hay algo de misterioso y de
mítico en casi todo lo que las rodea, tal vez por sus continuas referencias a la
Atlántida, tal vez por su octava isla fantasma —la de San Barandán—, tal vez por
situarse allí el jardín de las Hespérides e incluso los Campos Elíseos, tal vez por la
raza extinguida de los guanches…
Lo cierto es que pocos datos hemos podido encontrar sobre el mundo de los
elementales, y en concreto de los duendes, en estas islas, debido, sobre todo, a que el
sustrato mitológico descansa sobre un pueblo —los guanches— sus aborígenes más
antiguos, de los que se conocen muy pocos datos, pues apenas se sabe algo de sus
costumbres, lengua, creencias o enterramientos megalíticos. Con la llegada masiva de
los continentales en el siglo XVI (a los que los canarios aún llaman «godos») se perdió
una cultura de la que sin duda hubiéramos aprendido grandes cosas.
Ésta es la razón de que muchas de las supersticiones recientes que hoy existen
entre los canarios hayan sido importadas, en su gran mayoría, desde la Península,
aunque, eso sí, conservando siempre un sello personal e inconfundible a la hora de
tratarlas. Si los guanches creyeron en duendes y otra gente menuda es algo que
desconocemos; sí sabemos, en cambio, que creían y veneraban a otros seres
mitológicos como los Verdines, Tibicenas, Maxios… de los que hablaremos en algún
futuro libro, por tal razón las referencias sobre duendes y espíritus familiares son
necesariamente actuales, escasas y muy influidas, a veces, por creencias foráneas.
No obstante, el concepto de duende en el archipiélago canario difiere algo del que
existe en la Península, ya que en las islas no se trata de seres con aspecto de
hombrecito o niño que hacen travesuras desde su invisibilidad, sino que creen, como
lo creían los antiguos romanos, que se trata más bien de espíritus de recién nacidos o
menores de siete años que han muerto, los cuales recorren los campos y los montes
tomando la forma de perros o gatos blancos, guiando a los rebaños, persiguiendo a
personas, entrando en las casas, provocando estrépitos, insuflando súbitos escalofríos,
etc., pero sin dejarse ver en su aspecto real.
Suelen anunciar su presencia en la casa produciendo un ruido equivalente a la
caída de grandes gotas de agua, y a partir de esa señal inequívoca comienzan a gastar
bromas y ocultar objetos, comportándose como cualquier duende de la Península, por
lo que estimamos que son perfectamente asimilables al grupo de duendes domésticos.
El hecho de que se les considere espíritus de difuntos se debe a una asociación
deformada de las supersticiones, sin negar por ello que mucha de la parafernalia se
puede deber realmente a almas en pena —y no tan en pena— que buscan su descanso
eterno impidiendo que los humanos puedan descansar ante su presencia.
La creencia en las apariciones fantasmales para justificar las acechanzas de estos
seres juguetones, se debe, entre otros factores, al aislamiento propio de las islas, ya
que este hecho se produce asimismo en ciertas islas del Pacífico, donde también se
achacan estos fenómenos a los muertos.
Para José A. Sánchez Pérez, el procedimiento utilizado en estas islas para
deshacerse de su molesta presencia, aunque sean siempre inofensivos, sería decir
«vete a la “tal” de tu madre», sin que dicho autor nos especifique qué quiere decir
realmente con la «tal».
LOS DUENDES DE ARAGÓN
¿Duendes organistas?
El padre Fuentelapeña, en El ente dilucidado (1676), cita al licenciado médico
aragonés Salvador Ardevines Isla y su obra Fábrica universal del mundo mayor y
menor, del que copia varios fragmentos, tres en concreto, generalmente para refutarle
con su singular estilo, que no tiene desperdicio. Cuenta cosas como que los «duendes
caseros hacen mil visiones, y que una señora de Aragón, persona de crédito, le oyó
contar los engaños que uno de dichos duendes le hacía, entre los cuales tuvo uno que
una vez le puso a esta señora un palo empañado (o sea, con pañales), como una
criatura muerta dentro de un arca cerrada con llave». Veamos cómo «dilucida» este
párrafo de Ardevines el padre Fuentelapeña: «Respondo… que lo del palo empañado,
que se puso en el arca estando con llave, pudo hacerlo el duende de nuestra
controversia: porque como éste sea invisible (excepto, respecto de aquellos que
tienen una agudísima vista) pudo el tal coger la llave sin que le viesen, y meter dicho
trasto en dicha arca, y volverla a cerrar, y a su lugar la llave, juguetones, serviciales y
un poco golosos, amigos de pegar chascos, pero muy hombrecitos de bien».


Es conocida la afición de los duendes por la música, como lo demuestra la bonita historia del duende organista.
Esto es como cuando alguien te cuenta un chiste facilón y al final acaba
explicándotelo.
Asimismo, relata que en la ciudad de Huesca, en el año de 1601, hubo otro
duende famoso, esta vez en el convento de San Agustín, que «hacía música con las
flautas del órgano y otras invenciones», al tiempo que los bancos eran golpeados con
gran estruendo, y llegándose el tal Ardevines a reconocer el banquillo no halló cosa
alguna en él, ni en la parte en que estaba, ni en toda la pieza había cosa que pudiese
hacer dicho ruido.
Más adelante sigue contando cómo dichos duendes caseros o del aire «hacen
aparecer ejércitos y peleas, como las que se cuentan por tradición de la torre y castillo
de Marcuello, lugar al pie de las montañas de Aragón (ahora inhabitable por los
grandes y espantables ruidos que en él se oyen), donde se retrajo el conde Don Julián,
causa de la perdición de España». Sobre el castillo dice que se ven el aire ciertas
visiones como de soldados, que el vulgo asegura ser de los caballeros y gente que le
favorecían. Pero lo cierto es que el médico aragonés atribuye a los duendes (que
llama demonios) todo tipo de tragedias que no son propias de ellos, y además se
equivoca en cuanto a la ubicación del castillo ya que, según los historiadores, la
traición del conde Don Julián fue en el castillo de Loarre.
En el siglo XIX se siguen manifestando estos seres traviesos y juguetones, que
adoptan preferentemente forma humana y suelen ir vestidos con calzones y gorros
rojos o con hábitos de fraile. Francisco de Gaya, en uno de sus Caprichos, pone al pie
esta leyenda:
Los duendecitos son la gente más hacendosa y servicial que puede hallarse: como la criada les tenga
contentos, espuman la olla, cuecen las verduras, friegan, barren y acallan al niño.
En el manuscrito de los Caprichos, que se halla en el Museo del Prado, escribe
comentarios como éste: «Luego que amanece huyen, cada cual por su lado, brujas,
duendes, visiones y fantasmas»; o éste: «Alegres, juguetones, serviciales y un poco
golosos, amigos de pegar chascos, pero muy hombrecitos de bien».
Los duendes de Zaragoza
La hoy desaparecida Torre Nueva o Torre Inclinada de la ciudad de Zaragoza
tiene una larga tradición de sucesos inexplicables, que se remontan a la primera mitad
del siglo XVII. El reloj de la Torre tan pronto se paraba como daba más horas de las
que le correspondían y, según la crónica, cuando esto sucedía había en Palacio gran
revolución y turbación entre los ministros de su majestad. Se dijo que la Torre Nueva
estaba habitada por un fantasma burlón, amigo de engranajes de relojería, y pronto se
le relacionó con una secta de iluminados que por esa época existía en la ciudad: la
secta de Pedro de Isábal. Así quedó el tema hasta que el folclorista José A. Sánchez
Pérez nos cuenta que, en 1880, pasó varias noches sin dormir la población de
Zaragoza con motivo de los pretendidos duendes que habitaban la Torre Nueva o
Torre Inclinada. Así de escueto y así de enigmático. Ya no se podía atribuir su autoría
a los fantasmas de la secta, desaparecida en estas fechas.
En la propia ciudad de Zaragoza hay catalogados dos casos de presencia duendil
en pleno siglo XX, con las características propias de los duendes de ciudad (medio
burgueses, medio aristocráticos).
El primero de ellos eligió como lugar de correrías la noble casona del marqués del
Palacio de Huarte, en el barrio de la Seo, y la tomó especialmente con el señor
marqués hasta el punto que le arrojaba tiestos (sin darle), arrastraba cadenas en horas
intempestivas para desvelarle, cerraba y abría puertas con chirrido incluido, rompía
cacharros y hasta le propinaba bofetadas al menor descuido.
El asunto, al parecer, empezaba a ser demasiado molesto no ya sólo para el pobre
marqués, sino incluso para una institutriz inglesa que, recién llegada a la casa, volvió
a hacer sus maletas para poner los pies en polvorosa ante el primer síntoma
sospechoso de anormalidad en la casa. Corrió la voz y era difícil conseguir criadas o
institutrices con la cofia bien puesta para aguantar el chaparrón, pues hasta el mismo
San Bruno, cuya imagen tenían colocada en el oratorio, movía los ojos, o eso al
menos les parecía a los marqueses, que buscaron consuelo en la Iglesia. Al final, un
experto jesuita puso en práctica varios exorcismos y el supuesto duende dejó en paz
el Palacio de Huarte, transformado ahora en Archivo Histórico Provincial.
Mucho más recientemente ha tenido lugar el famoso suceso que la prensa local
rápidamente denominó con el nombre de el «Duende de Zaragoza» o el «Duende de
la Hornilla», que en 1934 hizo sus travesuras en una casa de la calle Gastón y Gotor,
número 2, segundo derecha, para más señas, hoy ya derribada. Para quien crea en
premoniciones, decir que, justamente dos siglos antes, en 1734, se publicó una
desatinada comedia, según Caro Baroja, titulada El duende de Zaragoza cuyo autor
fue el castellano Tomás Añorbe y Corregel, capellán del Real Monasterio de la
Encarnación de Madrid, con argumento tan enrevesado que si se representara
posiblemente aburriría a las piedras, a juzgar por este pequeño párrafo:
En horribles formas varias
en un instante se muda;
ya es el duende, ya fantasma;
ya don Lope, ya don Carlos;
ya es ave, ya pez, ya cabra…
Ya… está bien.
En la casa de autos vivía un matrimonio joven, con un niño y la joven sirvienta,
Pascuala Alcober. Cuando ésta introducía un gancho para el carbón dentro de la
cocina de hierro u hornillo, se escuchaba una vocecilla que decía: «¡Que me haces
daño!».
Se llamó a la policía y, cuando entraron en la cocina, la voz exclamó: «¡Hola,
señor inspector!».
Los agentes procedieron a desalojar la vivienda y a vigilar estrechamente las
diversas plantas del edificio, pero el fenómeno se siguió produciendo. Cuando un
arquitecto procedió a tomar medidas de las dimensiones correspondientes al registro
de la chimenea, la vocecilla observó:
—No se molesten: ¡tiene 15 centímetros!
Otras veces, con tono malhumorado, exclamaba:
—¡Cuánta gente y cuántos guardas, que cobardía!
O bien:
—¡Cobardes, voy a matar a todos los vecinos de esta maldita casa!
El 6 de diciembre de 1934 se precintó la cocina y los propietarios se trasladaron
de casa.
A juzgar por sus actividades, podría tratarse de un auténtico duendecillo, pues
nadie lo vio (invisibilidad), se quejaba cuando la sirvienta hurgaba en las cenizas
(lugar de especial predilección), saludaba con ademanes muy finos a los policías que
entraban en la cocina con una vocecilla que salía del hornillo… y así hasta que el
duende se fue de la casa sin que hasta hoy se haya explicado convincentemente tal
fenómeno o descubierto al supuesto bromista. Los parapsicólogos, ante la perplejidad
de este caso y de similares, los bautizan como «fenómenos de parafonolalia», y
asunto archivado. Incluso el, por entonces, director del manicomio de Zaragoza,
doctor Gimeno Riera, se atrevió a definir el suceso como un caso de «criptolalia»,
neologismo, de propio cuño, que no sirvió para mucho…
Lo cierto es que, a falta de sesudas explicaciones, al año siguiente este tema sirvió
para que una de las cofradías carnavalescas de Cádiz se lo tomara a «chirigota»,
componiendo y cantando, al compás de un «matasuegras», estos ripios:
Suplicamos al fantasma
se deje de espiritismo.
El duende de Zaragoza
en España fracasó
porque es un caso corriente
y de mucha frecuencia
en el pueblo español
donde hay millones de duendes
que tienen de cabeza a la Nación.
Tal resonancia tuvo el fenómeno, que el mismísimo periódico londinense The
Times le dedicó algunas primeras páginas, y el humorista gallego Fernández Flórez
propuso en uno de sus artículos que el «duende de Zaragoza», comprobada su
locuacidad, pronunciara un discurso en Las Cortes. Cosas de España.
Los duendes de Zaidín
Debemos acudir a Ramón J. Sender para enteramos de más datos sobre estos
duendes de Zaidín (Huesca), famosos en toda la ribera del Cinca, desde el Monte
Perdido hasta Velilla. Nos dice, en su obra Solanar y lucernario aragonés, que todos
los que habían estado en aquel lugar del Bajo Cinca habían visto cosas notables por
parte de estas «buenas personas», pero de gustos un poco estrafalarios e
incomprensibles, como tejer por las noches en los telares de algunas casas, y lo
hacían porque sí, sin esperar nada a cambio, incluso aunque hubiera muerto el tejedor
de la casa.
Sin embargo, las gentes del pueblo pronto los empezó a conjurar y exorcizar,
trasladándolos a las ruinas del castillo, alejados de las casas de los tejedores. Sea
como fuere, lo cierto es que en la actualidad la industria de los tejidos ha
desaparecido definitivamente de Zaidín.
Sender nos transmite los chismorreas que se contaban de estos duendes por parte
de los aldeanos de aquellos contornos, atribuyéndoles todo tipo de rarezas que
ocurrían en la casa, muchas de ellas de índole parasicológica:
Uno decía que en casa de su tía —comadrona del pueblo— se alzaba y bajaba el picaporte sin que
nadie lo tocara, y que de noche aquello «daba que pensar». No sé por qué de noche más que de día.
En otra casa de tres pisos se oía rodar por las escaleras grandes cantidades de grava menuda sin que
nadie la arrojara ni se vieran las piedrecillas por parte alguna.
Lo más curioso era que de cada uno de esos hechos había siempre varios testigos. Otros decían que
dentro de los armarios de una casa se oían ruidos como si alguien estuviera encerrado y diera patadas
contra la puerta. Precisamente en armarios donde no cabía un ser humano de pie ni sentado.
Un anciano digno de crédito contaba que, en Zaidín, tenía una hija casada y que, cuando fue a verla, a
medianoche llamaron a su puerta, fue a abrir y no había nadie, pero cayó «una cuchara de madera» a sus
pies. Un sacerdote me dijo que había ido a Zaidín a exorcizar a un endemoniado y que cada vez que iba a
decir una frase en latín se adelantaba a decirla el poseso (que era analfabeto) correctamente. Al mismo
tiempo se oía en la escalera que conducía al segundo piso el ruido de alguien que golpeaba en la barandilla
con una caña. Aunque no se veía a nadie.
Los Menos
Existe una curiosa carta escrita por el jesuita aragonés Baltasar Gracián y dirigida
a su amigo y mecenas don Vicencio de Lastanosa, fechada en Zaragoza el 21 de
marzo de 1652, donde le cuenta un extraño suceso, intercalado entre otras noticias,
como la peste que asolaba por esa época a la ciudad o la proliferación de ladrones. En
párrafo en cuestión es el siguiente:
Mejor anda la Inquisición en la visita de Calatayud, donde está don Antonio de Castro. El otro día,
dicen, le fue llevada una arquilla o cofrecillo de una gran hechura; y así como la abrieron en su presencia,
y a la vista de muchos, cosa rara y la escriben hombres verídicos, saltaron encima del bufete muchas
figurillas bailando, y entre ellas tres frailecillos de tres religiones que no las nombran; pero se sabrá, y de
éstas cuentan grandes cosas.
Desgraciadamente, ya nunca más se volvió a saber de este asunto, como si
alguien hubiera tenido interés en que no trascendiera. Lo cierto es que esta noticia
podemos relacionarla con dos hechos: el primero, la presencia de «frailecillos»,
vestimenta que gustan de ponerse algunos duendecillos, y así fueron dibujados por
Gaya; el segundo, que en estas tierras ha perdurado la tradición de que existen unos
seres minúsculos, divulgados recientemente por el escritor Ramón J. Sender en su
poco conocida novela Las criaturas saturnianas, aparentemente más vinculados a los
«familiares» que a los duendes propiamente dichos.
Al señalar su aspecto físico, dice que son «más pequeños que ninguno de los
seres vivos que se podían imaginar; tan pequeños que no se les veía; podían oírlos,
pero no verlas». Los llama así, los «menos», y nos imaginamos que sería porque eran
considerados, en cuanto a tamaño, menos o menor que cualquier otro ser vivo, con
rasgos antropomórficos, por supuesto.
Veamos lo que cuenta de ellos el escritor aragonés al comienzo del capítulo XVI
de la citada obra, advirtiendo al lector que ha cargado un poco las tintas por lo que a
la genealogía de estos seres se refiere, supliendo lagunas con su riqueza literaria y
cometiendo alguna que otra contradicción:
Los campesinos llamaban a los animales pequeños y a los hombres enanos los «menos». Ese nombre
se daba especialmente a los terneros. Había entre los «menos» tradiciones y leyendas, y no sólo en Torre
Cebrera y en Boltaña (Huesca), sino en toda la España campesina.
También las había en Francia y, sobre todo, en Inglaterra y Escocia. De aquellas leyendas vino más
tarde la de los gnomos guardadores de tesoros.
Los hombres pequeñitos eran de una raza especial como los pigmeos actuales de África, pero más
cortos aún de estatura. Eran hombres razonables, justicieros, y nunca devolvían mal por bien. Antes de la
era cristiana les enseñaron a los grandes su magia negra que prosperó con el tiempo, sobre todo en Francia
y en España.
Hubo casas ilustres en Inglaterra, Francia y España que llegaron a tener «menos» (meninos en
Portugal) como empleados permanentes. Así y todo, los pobres fueron acabándose y llegaron a
desaparecer del todo en Francia. En otras partes les obligaban a refugiarse en los secarrales y desiertos
improductivos. En España, en Las Hurdes.
Lo mismo hoy que entonces no sólo eran risibles los «menos», sino que podían ser también peligrosos.
Y los hijos actuales de aquellos «menos» eran los duendes, juguetones, bromistas y tal vez terribles (…). A
medianoche, en el silencio de Torre Cebrera, comenzaba a oírse encima del techo abovedado de los
dormitorios un ruido misterioso: el que podía producir un carrito de mano lleno de cuchillos de mesa
rodando despacio de un lado a otro. Se oía unas veces más cerca y otras más lejos (…). En la noche, los
duendes seguían produciendo una masa de sonidos ligeros y cristalinos. Una masa de ruiditos cuya
necesidad o utilidad era imposible imaginar. Éstas solían ser las especialidades de los duendes: rumores sin
sentido.
A veces, en el silencio, se oía un suspiro, es decir, un pequeño gemido descendente, como si el que
arrastraba el carrito se hubiese fatigado. Y entonces había un largo silencio que más tarde —algunos
minutos más tarde— era interrumpido por otro ruido no menos raro: el de los pies de alguien cayendo
sobre la bóveda. Alguien que hubiera saltado, quizá el que suspiró, había dado un brinquito. En todo caso
de que suspiró brincaba y volvía a brincar esta vez más abajo, es decir en otra dirección…
Más adelante comenta que los saltos no parecían de una persona normal, porque
cubrían distancias de cuatro o cinco varas, e incluso nos da una fórmula o frase
mágica en sánscrito, tomada del conde de Cagliostro, el protagonista de la novela,
para conjurar a los duendes o elfos: «Tat tvan así», aunque advierte que sólo era
eficaz en los labios del Gran Copto (Cagliostro).
LOS DUENDES ANDALUCES
Somos conscientes de que cuando se menciona la palabra duende en Andalucía, la
mayoría de su gente no lo identifica con los seres que aquí estamos tratando, sino con
un arte —que no se pue explicá— del cante jondo. Tener «duende», para gran parte
de ellos, no es tener un duende en la casa. No obstante, también aquí se manifiestan
estas aviesas criaturillas de Dios, realizando sus consabidas triquiñuelas y travesuras.
No en balde, existe un refrán andaluz que, referido a los niños de corta edad muy
avispados, se les dice que «tienen un duende en la barriga».


Para otros, los «duendes» no están relacionados ni con el flamenco ni con los
elementales, sino con una especie de cardos secos que se colocan en las albardillas de
las tapias para dificultar la escalada que, en todo caso, también hacen la puñeta.
No es infrecuente atribuir los ruidos extraños o desapariciones misteriosas de
objetos dentro de las casas a los malos espíritus en general, hasta el extremo de
identificar a éstos con el diablo (no confundir con Satán o Lucifer, sino en el sentido
mencionado en la primera parte del libro, es decir, como demonio de poca monta al
que se puede burlar y vencer). En algunos pueblos andaluces existe aún una atávica
costumbre cual es que el día de San Marcos se procede a «atar al diablo» o «atar la
cola del diablo», consistente en ir al campo y hacer un nudo en una planta de retama
sin que ésta se rompa; de esta singular manera se dejará atado al diablo para que no
pueda hacer ninguna clase de daño hasta el año siguiente. Esta tradición se mantiene
hoy en día en Loja (Granada) y en Cuevas de San Marcos (Málaga) y esto mismo,
pero el día de San Sebastián, se realiza en la localidad de Casa Bermeja (Málaga).
El miedo a los fantasmas o aparecidos no está tan arraigado en Andalucía como
en otras Comunidades Autónomas, y ello se puede deber principalmente a que en
estas tierras existe una luminosidad y un clima que es enemigo de espectros y
elucubraciones, y porque en los primeros años del siglo XX era muy frecuente que los
denominados «matuteros», que introducían de Contrabando vino, jamones o gallinas
sin pagar el impuesto municipal de «consumo», se echaran una sábana por encima
para tener una apariencia fantasmal y así pretender asustar a los vigilantes
municipales, por lo que se fue perdiendo poco a poco el miedo —y lo que es peor, el
respeto— por los fantasmas en general, siendo habitual escuchar, cuando alguien se
refería a algún aparecido, que de fantasmas nada, que «ese sería un matutero».

Martín, el cordobés
Don Teodomiro Ramírez de Arellano, historiador de Córdoba, nos cuenta, en
1873, una interesante leyenda sobre un suceso que acaeció en la llamada «casa del
duende», situada en el número 55 de la calle de Almonas (barrio de San Andrés) y
que recoge Julio Caro Baroja en su obra Algunos mitos españoles.
Según el citado autor, hacía muchos años, en aquella casa había vivido una dama
muy rica y bella, que era envidiada por su hermano, al haber sido la única
beneficiaría en el testamento de su padre. No pudiéndola engañar para que repartiera
la fortuna con él, decidió asesinarla. Pero en esa casa también habitaba un duende
que, para don Teodomiro, no era sino un alma o un ser humano castigado a vivir
siempre en pena por haber abofeteado a su padre. Este duende, llamado Martín
«nombre obligado de todos los de su gremio» (recordemos al duende Martinico de
Castilla y de Granada), se enamoró perdidamente de la dama, a la que seguía,
atosigaba y defendía, salvándola varias veces de los intentos de asesinato de su
hermano. Pero ésta, harta a pesar de todo de la solicitud de un ser tan feo, que apenas
tenía más de media vara, determinó mudarse de casa y alquilar la suya. Se enteró el
duende y le rogó que no lo abandonase, indicándole el gran peligro que sobre ella se
cernía. No le hizo caso y se mudó. La casa de la calle de Almonas, cuya fama no era
buena, quedó deshabitada. Poco después, el hermano asesinaba a la hermana, de
manera tal que nadie pudo averiguar quién había sido el autor. Se presentó dando
muestras de gran dolor y pasó a ser el dueño de las riquezas que siempre había
codiciado. Dos o tres años más tarde volvió a vivir en la casa de la calle de Almonas,
a pesar de las habladurías que sobre el supuesto duende se decían, en el que, por
supuesto, no creía.
Pasó algún tiempo tranquilo en ella; pero una noche se despertó sobresaltado y,
cuando quiso darse cuenta, sintió una cuerda al cuello, falleciendo poco después
ahorcado de una viga. Durante tres días quedó la casa cerrada, ante la extrañeza de
los vecinos, que, al fin, dieron parte al corregidor. Se presentó éste y mandó forzar la
puerta. Hallaron el cadáver colgando y a su lado un hombrecillo horrible, que
manifestó ser el autor de la muerte y recomendó que le dieran sepultura sagrada,
contando toda la historia, cuya memoria —dice Arellano— se conservaba todavía
hace setenta años, y suponemos que seguirá conservándose.
También en Córdoba existe la «calle del Horno del duende», donde nos refiere
Sánchez Pérez que, en época anterior al año 1850, una familia se mudó de su hogar
por causa de un duende, y cuando llevaron el último mueble a la casa dijo el
duendecillo desde el interior del mueble: «¡Aquí estamos ya todos!», frase que ha
pasado el acervo popular, diciéndola aquel que llega a una reunión donde no se
contaba con él.
Este mismo folclorista nos transmite una idea diferente de los duendes de
Andalucía de la que hemos visto hasta ahora. Dice que en algunos casos son chiquitos
e inofensivos y que se nota perfectamente cuando entran en el dormitorio y se suben a
la cama de matrimonio acurrucándose, por cierto, siempre al lado de la mujer.
Bastián, el granadino
El escritor granadino Pedro Antonio de Alarcón, en sus Viajes por España, obra
escrita entre los años 1858 y 1878, aseguraba haber visto en Granada gran número de
casas cerradas o inhabitadas por causa directa de los duendes.
Y es que Granada tiene su duende, en los dos o tres sentidos de la palabra que le
queramos dar, algo que muy pocos ponen en duda. Respecto a los duendes que aquí
nos interesan, hay varios que son conocidos por el pueblo, a pesar de que el carácter
del granadino sea poco propenso a divulgar estas pequeñas historias familiares que se
salen de lo natural para entrar de lleno en el inquietante campo de lo sobrenatural,
algo que, desde luego, infunde un cierto temor reverencial.
Pero si logramos quitar un poco de hierro al asunto, nos encontramos que aquí los
duendes tienen nombres propios: «Martinico», si hace favores y habita en los lugares
húmedos, prefiriendo aquellos sitios donde abunde el agua, como las tinajas, odres,
garrafas… o «el padre Piñote», si se pasea a deshoras por el Albaicín no dejando
reposar tranquilos a sus vecinos, sobre todo en la madrugada, golpeando fuertemente
las puertas con las aldabas o cometiendo pequeños hurtos gastronómicos, o Bastián,
si se le ve cojear y se le oye filosofar.
Precisamente de Bastián hablaremos un poco más, porque —como nos recuerda
Antonio Díaz Lafuente— nadie sabía a ciencia cierta cuándo llegó a Granada, pero
todos le habían oído contar que convivió con los túrdulos, los cartagineses y los
romanos… así que calculen su edad. Fue visto en varias ocasiones, y le gustaba
conversar con aquellos humanos que se prestaban a ello sobre temas de lo más
variados, pero siempre en tono conciliador y tolerante, hasta el punto de que en el
siglo XII, cuando corrían unos años agitados por culpa de una leyenda que afirmaba
que si transcurridos 500 años desde la Hégira (fecha en que Mahoma huye de La
Meca a Medina en el año 622) no llegaba su Mesías esperado, los judíos deberían
renunciar a su fe y convertirse. El Mesías no llegó, y el ambiente se fue crispando
tanto que una noche profanaron la sinagoga, arrasaron la judería y provocaron una
matanza en la que murieron más de cuatro mil judíos. Bastián, atónito ante tanta
barbarie; se dirigió a las masas y les dijo que sólo había un Dios, que entendía tanto
el árabe como el romance como el hebreo, y que la violencia es el último recurso que
deben utilizar los seres humanos para dirimir sus controversias. Para qué diría esas
palabras. No sentó muy bien que esto lo pronunciara alguien ajeno a la raza humana,
y además tan feo… lo cogieron y lo tiraron por el aljibe de la mezquita dejándolo

cojo. Esa mezquita, si nos metemos en una máquina del tiempo y la proyectamos hacia
el futuro, se convirtió en la iglesia de la Magdalena y posteriormente en el convento
de las Hermanas Agustinas y luego en unos almacenes —cuyo dueño acabó
suicidándose—, hasta que en los años sesenta de nuestro siglo se derribó todo lo que
quedaba del antiguo edificio para construir el primer gran almacén de Granada
llamado «Woolwort», surgiendo de los muros huesos humanos de épocas pretéritas.
Por último, en la calle Mesones se ubica hoy en día la Diputación Provincial, edificio
administrativo aparentemente ajeno a magias pero en el cual, durante el año 1982,
ocurrió un famoso suceso de poltergeist recogido por varias revistas especializadas y
por el periódico granadino Ideal que el 10 de diciembre publicó lo siguiente: «El
fantasma de la Diputación, el espíritu de la calle Mesones, vaga penando… y uno de
los investigadores mostró su brazo mordido por el duende». ¿Acaso reminiscencias
del olvidado Bastián?
Como guinda, señalar que en una bocacalle de la Gran Vía granadina, llamada
Postigo de Velutti, también existe una casa encantada que fue propiedad de los
genoveses señores de Velutti, con 22 habitaciones y capilla incluida, la cual tenía
hace algunos años sus «espantos». Los vecinos aseguraban que por las noches se oían
extrañas voces y arrastre de cadenas.
LOS DUENDES DE LA VILLA Y CORTE DE MADRID
Los duendes de Fuencarral
En el siglo XVIII, el siglo de la Razón, vive y escribe el insigne Diego de Torres
Villarroel, el cual, en su obra autobiográfica Vida de un alquimista, bailarín, torero,
astrólogo, poeta, músico, clérigo, matemático, cazador de duendes y truhán, relata
que «las brujas, las hechiceras, los duendes, los espíritus y sus relaciones, historias y
chistes me arrullan, me entretienen y me sacan al semblante una burlona risa, en vez
de introducirme el miedo y el espanto».
Solía decir a sus amigos que tenía en el bolsillo un doblón de a ocho, equivalente
a más de 300 reales, para quien le quisiese meter en una casa donde habitase un
duende. En esta época Torres Villarroel aún no ha cumplido 30 años y es una especie
de Juan Sin Miedo dispuesto a demostrar a quien fuere que esos zarandajos de
espíritus y duendecillos no eran más que supercherías. Encontró un buen día de 1723,
en la calle de Atocha de Madrid, a don Julián Casquero, capellán de la condesa de los
Arcos que «venía éste en busca mía, sin color en el rostro, poseído por el espanto y
lleno de una horrorosa cobardía». Le cuenta que en casa de dicha condesa, sita en la
calle Fuencarral, ocurrían unos tremendos y extraños ruidos nocturnos.
Acude, por lo tanto, a la residencia, recorriendo todos sus rincones, en busca de
una posible causa que explicara tales fenómenos que cada noche se repetían, los
cuales empezaban a la una, terminando a las tres y media de la mañana. Así durante
once noches en vela, hasta que «al prolijo llamamiento y burlona repetición de unos
pequeños y alternados golpecillos, que sonaban sobre el techo del salón, subí yo,
como lo hacía siempre, ya sin la espada, porque me desengañó la porfía de mis
inquisiciones que no podía ser viviente racional el artífice de aquella espantosa
inquietud», cuando se le apagaron súbitamente las cuatro mechas que le alumbraban,
retumbando cuatro golpes «tan tremendos que me dejó sordo, asombrado y fuera de
mí lo irregular y desentonado del ruido», al tiempo que en el piso de abajo se
desprendieron seis enormes cuadros. «Inmóvil y sin uso en la lengua, me tiré al suelo
y ganando en cuatro pies las distancias, después de largos rodeos, pude atinar con la
escalera». Tan pálido y acongojado quedó que sigue diciendo: «supliqué a la
excelentísima que no me mandase volver a la solicitud necia de tan escondido
portento; que ya no era buscar desengaños, sino desesperaciones. Así que me lo
concedió su excelencia y al día siguiente nos mudamos a una casa de la calle del Pez,
desde la de Fuencarral, en donde sucedió esta rara, inaveriguable y verdadera
historia».
Torres Villarroel, en una obra póstuma, Anatomía de todo lo visible e invisible
(1794), vuelve a tratar el tema de los duendes, que, sin duda, le obsesionaban,
mencionando de nuevo su experiencia con ellos: «Apenas hay aldea en donde no nos
cuenten enredos de duendes, bien es verdad que los más son mentiras de viejas o
aprensiones de miedosos y de hombres de poco valor y espíritu» (…). «Puedo
asegurar que quince noches me tuvo en vela y desasosegado un ruido horroroso que
oí en una casa en Madrid por el año 1724 tan fuera del orden natural, como derribarse
los cuadros, sin caer el clavo ni la argolla, abrirse las puertas estando cerradas con
llaves y cerrojos, rodar la plata sin romperse… De esto son testigos la Excma. Señora
Condesa de los Arcos, moradora que fue de tal casa, y veinte criados que se quedaban
acompañando a su Excelencia, y no nombro la casa por que no pierda el dueño sus
alquileres».


La casa de la calle Mártires de Alcalá representa uno de los ejemplos más claros de actuación de duendes;
además, el fenómeno se dio durante un espacio de tiempo muy amplio, lo que permitió que el asunto adquiriese
una cierta importancia en la mentalidad popular.
La Casa del duende
Es éste un caso curioso pues, por lo general, son los duendes los que arman todo tipo
de jaleos y estrépitos, molestando a todo bicho viviente, pero en esta casa madrileña
ocurre al revés: los duendes son los molestados por los ruidos excesivos que hacen
los humanos.
En Madrid fue famosa la llamada «Casa del duende», situada al comienzo de la
calle de los Mártires de Alcalá, a media distancia entre el Palacio del conde-duque de
Olivares y el Seminario Jesuita de Nobles, y cuyo primer propietario fue, allá por el
siglo XVI, don Nicolás María de Guzmán, que a su muerte se mantuvo desalquilada.
A mediados del siglo XIX fue derribada, cargada de extraños acontecimientos y
cuya leyenda decía, ya en ese siglo, que «hace mucho tiempo» se hallaban en su
aposento superior unos caballeros jugando su peculio a las cartas, mientras bebían,
juraban, reían y, en fin, armaban gran algazara, cuando se les apareció sin más ni más
un pequeño hombrecillo exigiéndoles que guardaran silencio, con expresivos
ademanes, pues él y la mujer no podían descansar en paz. Ni que decir tiene que los
aguerridos y fortachones caballeros, repuestos del asombro inicial, no le hicieron caso
y siguieron con su algarabía y bromas, con mayor estrépito aún. Al poco, se abrió de
nuevo la puerta y se presentó en la sala otro duende con la misma intención de que
guardaran silencio, pero los tahúres más envalentonados que antes, intentaron atrapar
al hombrecillo inútilmente pues éste era más ágil que todos ellos. Los caballeros, a
pesar de todo, se tranquilizaron pensando que tal vez se trataba de unos extraños y
malformados habitantes de la casa que, por su aspecto, estaban apartados del mundo,
así que decidieron proseguir sus juegos de cartas. Entonces, de repente, se apagaron
todas las luces —las de las candelas y las de las antorchas— y un número
indeterminado de duendes (más de 20 según algunas versiones) se liaron a dar
pellizcas, coscorrones y vergajos a los inoportunos huéspedes hasta que salieron de la
casa echando chispas y alguna que otra maldición.
El caserón, más tarde, fue alquilado por doña Rosario de Venegas, marquesa de
las Hormazas, que también aseguró haber visto al duende acompañado de sus
misteriosos hermanos, aunque sin repetirse tan estrambótico, desenlace final. Ella,
deseosa de tranquilidad, alquiló aquella mansión solitaria, la amuebló y un día echó
en falta una imagen del Niño Jesús, así como el cortinaje. Tan pronto se lo dijo a su
sirviente vio aparecer por la puerta a un duendecillo que venía cargado con las
cortinas y la imagen sagrada, en ademán de entregárselas, pero a la noble dama le dio
un soponcio y decidió aquel mismo día abandonar la casa.
Sucesivamente pasaron a residir allí un canónigo, llamado Melchor de
Avellaneda, y una mujer, lavandera de profesión, que también huyeron del edificio
después de dejarse ver los diminutos ocupantes, aunque invariablemente, como le
ocurriera a la marquesa, con el fin de entregar objetos que creían desaparecidos: un
libro al canónigo y ropa a la lavandera. En todos los casos, la actitud de los duendes
evidenciaba dos cosas: que primeramente les gustaba quitar o guardar algún que otro
objeto (típico de ellos) y que, más tarde, los devolvían, siempre en una actitud
amistosa.
Al final intervino el Santo Oficio, que decidió exorcizar la casa, ya deshabitada,
con obispo a la cabeza. El caserón estaba precintado pero, no obstante, un vecino hizo
observar que de la chimenea salían volutas de humo. Descerrajaron la cancela y, por
más que miraron, no se encontró nada en su interior. Cuando, años más tarde, el rey
Fernando VI adquirió aquel edificio, los serviciales duendecillos ya no estaban en sus
aposentos.
Hemos dicho que esta casa se encontraba muy cerca del palacio del conde-duque
de Olivares, y no está de más recordar que de este insigne personaje se decía en su
época que guardaba un «diablillo» o «duendecillo familiar» en la empuñadura de su
muletilla.
LOS DUENDES PROTECTORES DE LOS NIÑOS
Se sabe que ciertos niños, en una edad comprendida aproximadamente entre los
cuatro y siete años pueden ver a este tipo de seres, sobre todo cuando concurren estas
dos circunstancias:
1. Que el niño o niña sea especialmente sensible, pues es conocido que a esas edades suelen ver cosas que
a los adultos les pasan desapercibidas, lo que, sumado a otros factores como la educación recibida y una
especial receptividad mediúmnica a todo lo que ve y siente, hace que luego vayan contando a sus padres
que juegan con un «amiguito invisible», que incluso les hace regalos.
2. Que el niño o niña viva en el ambiente adecuado, es decir, en contacto con la Naturaleza, en lugares
idóneos para que estos pequeños duendecillos se presenten.
También se sabe que no sólo los más tiernos infantes pueden verlos, sino también
algunos animales domésticos, como los perros y los gatos, pues tanto unos como
otros son mucho más sensibles a las interferencias producidas con esa dimensión
paralela, psíquica e invisible. A la mayoría de los duendes domésticos les gusta la
cercanía de los niños, y, una vez que ganan su confianza, y se hacen sus cómplices,
les empiezan a sugerir juegos, bailes, canciones, lugares donde esconder sus juguetes,
y un sinfín de actividades veladas para los adultos que, sencillamente, ignoran su
existencia, y mucho menos que su hijo esté en tratos con alguno de ellos.
A este respecto se pueden citar varios casos, tanto en España como fuera de ella,
pero pensamos que como muestra sirve un botón, sea éste de ancla o sea del pijama
de niño de Fernando Sánchez Dragó (o a su alter ego Dionisio), pues a él y a su
duende particular nos referimos, cuya experiencia relata en su novela autobiográfica
Las fuentes del Nilo (1986):
El sarampión empezaba a ceder. Dionisio pasó el resto de la enfermedad, convalecencia incluida,
platicando y discutiendo una hora tras otra, y un día tras otro, con su mejor amigo, que se llamaba Jay y
era persona —o duende— notable por muchos motivos: por su edad indefinida e indefinible, por lo
diminuto de su tamaño o de su falta de tamaño (residía habitualmente debajo de la lengua de Dionisio), por
su invisibilidad o transparencia (que lo era —tajante— para todo el mundo menos para el niño, capaz de
verlo a veces —sólo a veces— en forma de chiribitas o burbujas de colores), por su sabiduría
prácticamente universal y algo socrática (otro paso en el camino), por su voz inextinguible e inaudible
(que sólo Dionisio percibía)…
Algunas veces los niños no sólo ven a uno, sino a varios insólitos e invisibles
compañeros de juego, como le ocurrió a la que más tarde sería la médium inglesa
Eileen Garret, quien contaba que veía a dos niñas y un niño muy pequeños. Jugaban,
se contaban secretos, se reían… La médium dijo que esos amiguitos «estaban hechos
de luz» y además se entendía con ellos sin necesidad de palabras, de pensamiento a
pensamiento.
El investigador toledano Fernando Ruiz de la Puerta dice que el 70 por 100 de los
niños con los que ha charlado terminan hablando de manera natural y voluntaria de
sus amigos los duendes, y cuenta, en una entrevista,[*] que el hijo de unos amigos
suyos tenía un duende que llegaba por las noches y jugaba con él. Sus padres oyeron
las risas del niño y le preguntaron qué era lo que pasaba, a lo que el niño respondió
que era Meyeye, un amigo suyo muy bajito, con gorro verde, que entraba por la
ventana y jugaba con él. Dejó de verlo cuando la familia se trasladó a Madrid, pues,
como ya hemos dicho, las grandes ciudades, con sus ruidos estridentes, su gentío, su
falta de espacios verdes y su contaminación, son enemigos de estos simpáticos,
curiosos y singulares especímenes de nuestra fauna fantástica.
Lo cierto es que los niños dejan de verlas sencillamente porque van creciendo, y a
partir de una determinada edad, alrededor de los siete años, se pierde esa capacidad
de percepción del mundo de lo invisible y de lo ultrasensible, para entrar de lleno, de
golpe y de sopetón, en el mundo encorsetado de los mayores.
Vamos a referirnos a tres tipos de duendes domésticos, en tres zonas concretas de
España, que han demostrado una especial querencia con los más pequeños de la casa,
incluso bebés, pues este comportamiento, que en un principio se podría pensar que es
lógico, no lo es tanto debido a su naturaleza traviesa y porque sabemos que hay
duendes que se encargan de hacerles llorar para molestar y castigar así a sus padres, o
que incluso les pueden raptar (sobre todo algunos elfos y hadas).
Los Cuines (Cantabria)
Estos enanillos, de carácter legendario, aparecen mencionados por Adriano García-
Lomas, quien, a su vez, recogió la historia de su existencia del doctor Elías Saínz
Martínez, el cual contaba que una paisana suya, natural del pueblo de Silió
(Cantabria), daba el nombre de Cuines a sus duendecillos familiares. Decía que en su
niñez le hablaban de ellos, y los describía como pequeños de tamaño, de gran edad y
dedicados a la bonita tarea de servir de custodios de los niños de la casa.
Además eran bondadosos, simpáticos, fácilmente domesticables y muy
cuidadosos. Jugaban con los niños, que podían verlas sin dificultad, y por su aspecto
eran de minúsculo tamaño, regordetes y vestidos con capucha rojiza y botas blancas.
Como consecuencia de esta actitud hacia los humanos, García-Lomas entiende
que son una excepción entre los enanos, gnomos o genios de la tierra de Cantabria,
grupo en el que los clasifica, a nuestro juicio erróneamente. La razón del equívoco
está quizás en el hecho de que fueran de reducido tamaño, si bien en modo alguno
pueden ser asimilados a los enanos o a los gnomos, los cuales jamás han sido vistos
conviviendo con los humanos en su hogar. Se trata sin duda de un grupo aislado de
duendes domésticos vinculados a una familia de una sola localidad, similares a los
Meniñeiros de Orense.


Cuines
Si existen duendes buenos y pacíficos, éstos son los Cuines, que comparten con los Meniñeiros el honor de ser los
más agradables y bondadosos de todos los de su especie. Es una lástima que sólo los hayamos encontrado en una
localidad, y además sin referencias en la actualidad.
La descripción que tenemos de ellos es suficiente como para saber que actuaban
generalmente por parejas y que, a veces, cariñosamente, asustaban a los niños que se
portaban mal mencionándoles a las Ojáncanas y al Coco, seres éstos muy alejados del
mundo de los elementales.
En cuanto a su denominación, la palabra Cuines no está relacionada con ningún
vocablo usual en Cantabria; no obstante, en Extremadura, cuin significa
popularmente persona o animal pequeño y endeble.
Los Meniñeiros (Galicia)
Duende simpático donde los haya, nada molesto, y que tiene una muy especial
predilección por los niños, tal y como sucede con sus parientes cántabros, los Cuines.
Manifiestan de forma ostentosa su cariño hacia los humanos de su mismo tamaño
y seguramente a ellos se refiere el padre Fuentelapeña cuando, recogiendo datos de
distintas fuentes del siglo XVII, escribió lo siguiente:
Los duendes, por una parte se alegran con los niños y no con los grandes, pues
aunque éstos los han visto algunas veces, no los han visto con aquel semblante
regocijado y alegre con que lo suelen ver los niños, según ellos lo refieren.
Nos cuenta José A. Sánchez Pérez, en su libro Supersticiones Españolas (1948),
que en Orense es general creencia que el Meniñeiro es el duende familiar que hace
sonreír a los niños recién nacidos. Por esa razón, si el pequeño está triste y no se ríe
es señal inequívoca, para ellos, de que el duendecillo no está en la casa. Por
extensión, se aplica esta palabra para describir a una persona muy amiga de los niños
que goza viéndolos retozar y divertirse.
Los ratones coloraos (Murcia)

Al parecer, son especialmente listos, lo que no deja de ser una rareza dentro de la
familia de los duendes, gustándoles sobremanera la música y la danza. Prácticamente
no hay noticias sobre ellos, y su propio nombre indica que les gusta manifestarse a
los hombres en forma de ratones, vistiendo probablemente una blusa o bayeta de
color rojo, a semejanza de los Trasgos.
De las pocas cosas que se sabe de ellos es su cariño hacia los tiernos infantes,
haciendo con sus juegos y movimientos las delicias de los mismos, entreteniéndolos
cuando éstos están llorosos y cuando no hay presencia de mayores por los alrededores
de la cuna, aunque, de todas formas, sólo los ojos de los niños pueden ver sus
piruetas.
Creemos que son duendes genuinos que por estas latitudes gustan de
transformarse en ratones para pasar más desapercibidos y, tal vez, para adecuarse más
a un medio que de otra manera no les sería tan propicio. Algo similar ocurre, por
ejemplo, con las transformaciones en animales que efectúan los duendes vasconavarros,
más acordes a la fauna doméstica del lugar y siempre buscando ese factor
mimético que tanto les divierte.

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