Cuando sólo tenía siete días de edad, Meleagro, príncipe de Calidón, enfermó a
causa de unas fiebres. En aquel momento, regresando de su lucha contra los gigantes,
aparecieron por casualidad en el palacio las tres parcas. Átropos dijo:
—La vida del niño durará tanto tiempo como ese tronco de acebo que arde en el
hogar.
Así que la madre de Meleagro sacó el tronco del fuego, echó agua sobre el
extremo que ardía y lo escondió en un cofre. El niño se curó y llegó a ser el mejor
lancero de Grecia.
Tiempo después, el padre de Meleagro, rey de Calidón, olvidó mencionar a
Artemisa durante un sacrificio a los dioses del Olimpo. Así que esta diosa lo castigó,
enviando un enorme jabalí para que matara a sus granjeros y arrasara sus campos de
trigo. El rey, entonces, envió heraldos, invitando a todos los héroes de Grecia a que
vinieran a su reino, para cazar al jabalí. Quien matara al animal podría quedarse con su
piel. La mayoría de los héroes que vinieron para la cacería habían sido argonautas.
Participaron Jasón; Anfiarao de Argos (que más tarde caería muerto en Tebas); los
gemelos celestiales, y sus rivales Idas y Linceo; Anceo, el timonel del Argos, y el
mismo Meleagro.
Entre el resto de los cazadores, estaba el hermano gemelo de Heracles, Ificles;
Teseo, famoso por haber matado a Minotauro; Peleo, esposo de la diosa del mar Tetis;
dos tíos de Meleagro, y una chica alta y delgada, llamada Atalanta, así como también
dos centauros.
El padre de Atalanta, el rey de Arcadia, deseaba un heredero para su trono y
tuvo tal desilusión cuando nació una niña, que ordenó a su criado que la llevara a la
cima de una montaña y la dejara morir allí. Pero Artemisa envió una osa para
amamantar a Atalanta, la cual se convertiría en una célebre cazadora y en la corredora
más rápida del mundo. Como hija adoptiva de Artemisa, Atalanta juró que nunca se
casaría.
Cuando Atalanta llegó a Calidón, Anceo bramó:
—¡Me niego a cazar con una mujer! Las mujeres siempre pierden la cabeza
cuando un jabalí ataca. Se equivocan y disparan sobre sí mismas o sobre sus amigos.
¡Echad a Atalanta!
Meleagro respondió:
—¡Por supuesto que no! Yo asumo la responsabilidad de esta cacería. Si no te
gusta Atalanta, márchate tú. Ella sabe más de caza de lo que tú nunca aprenderás.
Venga, bebamos vino juntos y seamos buenos amigos.
Anceo refunfuñó, pero al final se quedó. Tenía muchas ganas de matar al jabalí.
Ebrios a causa del vino, los dos centauros empezaron a tirar muebles por todas
partes y uno le apostó al otro que, en cuanto empezara la cacería, sería el primero en
conseguir un beso de Atalanta.
Los cuernos sonaron y los cazadores se adentraron entre los árboles. Cuando los
centauros intentaron besar a Atalanta, ella los mató a los dos con sus flechas y siguió
caminando con toda tranquilidad. Linceo vio al jabalí escondido cerca de un antiguo arroyo y dio la voz de alarma. El jabalí salió entonces corriendo y mató a tres de los
cazadores. Un cuarto cazador, el joven Néstor, que más tarde lucharía en Troya, dio un
grito de aviso y se subió a un árbol. Jasón y los gemelos celestiales lanzaron jabalinas
contra la bestia, pero todos fallaron. Sólo Ificles logró rozarle un costado. Poco después,
mientras Peleo corría para ayudar a un cazador que había tropezado con una raíz,
Atalanta disparó una flecha, que atravesó la cabeza del jabalí por detrás de la oreja y
que hizo que el animal huyera chillando. De no ser por aquel disparo, el cazador habría
muerto, pero Anceo gritó:
—¡Mujer tenía que ser! ¿Y si hubiera fallado el tiro? Esa flecha podría haberme
herido a mí. ¡Ahora, vedme luchar a mí!
Cuando el jabalí embistió, Anceo intentó herirle con su hacha de combate, pero
sólo cortó el aire: el jabalí lo despedazó con sus colmillos. Luego, Peleo le lanzó una
jabalina con furia, pero la lanza rebotó en un árbol y mató a otro de los cazadores, el
séptimo de aquella fatídica mañana. Por fin, Anfiarao dejó ciega a la bestia,
atravesándole el ojo derecho con una flecha. El jabalí arremetió entonces contra Teseo y
hubiera acabado enseguida con el héroe, si Meleagro no se hubiera abalanzado sobre el
animal por el lado en que éste no podía ver. Meleagro hundió la lanza por debajo del
omoplato de la bestia y se la clavó en el corazón.
El monstruo cayó muerto. Meleagro lo despellejó enseguida y le entregó la piel
a Atalanta.
—Te la mereces, mi señora —le dijo—. Tu flecha le hubiera causado la muerte
muy pronto.
Los tíos de Meleagro protestaron inmediatamente:
—¡No, Meleagro! ¡Quédatela tú! Tú la has conseguido con absoluta justicia —
repuso uno.
—Atalanta sólo provocó la primera sangre —continuó el otro.
—¡No es verdad! Ificles hirió a la bestia mucho antes que ella. Si no quieres la
piel, dásela a Ificles —siguió el primero.
—¡Cerrad la boca los dos! He otorgado la piel del jabalí a Atalanta —exclamó
Meleagro.
—Estás enamorado de la chica —observó el más joven de sus tíos, con una
sonrisa de desprecio—. ¿Qué dirá tu esposa?
—¡Pide disculpas por ese comentario o te mataré! —gritó Meleagro.
—¿Por qué debería pedir disculpas? —preguntó el tío de más edad—.
Cualquiera puede ver que ha dicho la verdad.
Meleagro, colérico, agarró su lanza y atravesó a sus dos tíos.
Poco después, la madre de Meleagro se enteró de que su hijo había matado a sus
dos hermanos favoritos, así que sacó el tronco de acebo del cofre y lo arrojó al fuego.
Meleagro sintió un repentino dolor ardiente por dentro y murió lentamente,
cumpliéndose así la profecía de las parcas.
El padre de Atalanta, el rey de Arcadia, al saber que su hija había ganado la piel
del jabalí, le envió un mensaje:
—Estoy orgulloso de ti, hija mía. Ven a visitarme.
Cuando Atalanta llegó al palacio de Arcadia, su padre le dijo:
—¡Bienvenida a casa! Deja que busque un esposo digno de ti.
—¡Pero, padre! He jurado no casarme nunca. ¡Odio a los hombres!
—La reina Afrodita te castigará con severidad por decir esas palabras. En
cualquier caso, soy tu padre y te ordeno que te cases con quien yo elija como heredero.
—Primero deberá alcanzarme.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que primero deberá ganarme en una carrera de noventa
metros y también he de advertir que mataré a todo aquel que no consiga ganar la carrera.
El rey aceptó, refunfuñando. Durante uno o dos años, Atalanta mató a varios
príncipes pretendientes que, aunque veloces, perdieron la carrera. Por fin, un príncipe
llamado Melanión ofreció un sacrificio a Afrodita y le rogó:
—¡Ayúdame, oh, diosa!
Afrodita le prestó a Melanión las tres manzanas de oro que Heracles había
conseguido en el jardín de las hespérides y que Euristeo, más tarde, le había regalado.
La diosa le dijo a Melanión que las tirara al suelo, una tras otra, durante la carrera.
Melanión así lo hizo y Atalanta aminoró su velocidad para recogerlas, por lo que perdió.
Melanión se convirtió así en esposo de Atalanta.
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