Hace mucho, mucho tiempo, en el antiguo Japón, el Reino del Mar estaba gobernado por un maravilloso rey. Se llamaba Ryūjin («Rey Dragón del Mar»). Su poder era inmenso, pues gobernaba todas las criaturas del mar, grandes y pequeñas, y en su poder estaban las Joyas de la Marea y de la Inundación. La Joya de la Marea, cuando se lanzaba al océano, hacía que el mar se alejara de la tierra, y la Joya de la Inundación hacía crecer olas tan altas como montañas, que llegaban hasta la costa como tsunamis.
Su palacio estaba en el fondo del mar, y era tan hermoso que nadie había visto algo así ni en sueños. Las paredes eran de coral; el techo, de jade y crisoprasa; los suelos, de la mejor madreperla. Pero el Rey Dragón, a pesar de su extenso reino, su hermoso palacio y todas sus maravillas, y su poder que nadie discutía en todo el mar, no era feliz, pues reinaba solo. Al cabo de un tiempo, pensó que si se casaba sería no solo más feliz, sino también más poderoso. Así que decidió conseguir una esposa. Llamó a todos sus vasallos, eligió a varios para que buscaran una joven princesa dragona que fuera su novia.
Cuando regresaron a palacio, traían consigo a una adorable dragona. Sus escamas eran de un verde brillante como las alas de los escarabajos de verano, sus ojos lanzaban fuego y estaba vestida con hermosísimas túnicas. Todas las joyas del mar iban entretejidas en la más fina seda.
El rey se enamoró al momento, y se celebró una boda con toda la pompa posible. Todas las criaturas del mar, desde las grandes ballenas hasta las pequeñas gambas, llegaron en grandes grupos para felicitar a los novios y desearles una larga y próspera vida. Nunca había habido tal reunión ni festividad más alegre en el mundo de los peces hasta ese momento. El grupo de portadores que llevaban las posesiones de la novia hasta su nuevo hogar parecía llegar de un extremo del mar al otro. Cada pez llevaba un farol fosforescente e iba vestido con ropas ceremoniales, y brillaban todas azules, rosas y platas entre las olas. Los faroles, al alzarse y romperse esa noche, parecieron masas de fuego blanco y verde, pues el fósforo brillaba con fuerza para honrar el evento.
Por un tiempo, el Rey Dragón y su amada vivieron muy felices. Se amaban con pasión, y el novio se alegraba de mostrar a la novia día tras día las maravillas y los tesoros de su palacio coralino, y ella nunca se cansaba de caminar con él a través de las vastas salas y los amplios jardines. La vida les parecía un largo día de verano.
Dos meses pasaron de esta manera, y entonces la Reina Dragona enfermó y tuvo que guardar cama. El rey estaba muy preocupado al ver que su amada esposa estaba tan enferma, y al momento mandó llamar al pez doctor para que fuera y le diera una medicina. Dio órdenes especiales a sus sirvientes para que la cuidaran con especial atención y que la atendieran con diligencia, pero, a pesar de los cuidados y de la medicina del doctor, la joven reina no mostró señales de recuperación, sino que empeoraba cada día.
Entonces el Rey Dragón se entrevistó con el médico y lo culpó por no ser capaz de curar a la reina. El doctor se asustó ante el disgusto evidente de Ryūjin, y disculpó su falta de habilidad diciendo que, aunque sabía cuál era la medicina adecuada que dar a la inválida, era imposible encontrarla en el mar.
—¿Quieres decir que no puedes traer la medicina? —le preguntó el rey.
—¡Exactamente! —dijo el médico.
—Dime qué necesitas para la reina —exigió Ryūjin.
—¡Necesito el hígado de un mono vivo!
El Rey Dragón se entrevistó con el médico y lo culpó por no ser capaz de curar a la reina.
—¡El hígado de un mono vivo! Por supuesto, eso será muy difícil de conseguir —dijo el rey.
—Si pudiéramos conseguir eso para la reina, sin duda se recuperaría pronto.
—Muy bien, eso lo deja claro. Tenemos que conseguirlo de alguna manera. Pero ¿dónde podríamos encontrar a un mono? —preguntó el rey.
Entonces el doctor le dijo al Rey Dragón que a cierta distancia al sur había una Isla del Mono donde vivían muchos monos.
—Si pudiera capturar uno de esos monos… —dijo el doctor.
—¿Cómo podría mi gente capturar a un mono? —preguntó, confuso, el Rey Dragón—. Los monos viven en tierra, mientras que nosotros vivimos en el agua, ¡y fuera de nuestro elemento moriríamos! ¡No veo cómo podríamos hacerlo!
—Por eso es difícil —dijo el doctor—. ¡Pero entre sus innumerables sirvientes seguro que alguno podría ir a la playa con ese motivo!
—Debemos hacer algo —dijo el rey, y llamó a su mayordomo jefe para preguntarle sobre el asunto.
El mayordomo jefe pensó un tiempo y entonces, como si tuviera una idea repentina dijo feliz:
—¡Sé lo que debemos hacer! Está la medusa, o kurage. Es un pez horrible, pero está orgulloso de poder caminar por la tierra con sus cuatro patas como una tortuga. Que vaya a la Isla del Mono a capturar uno.
La medusa fue convocada entonces a presencia del rey, y Su Majestad le dio sus órdenes.
La medusa, al ver la inesperada misión que se le confiaba, parecía muy preocupada, y dijo que nunca había estado nunca en la isla en cuestión, y como no tenía ninguna experiencia en capturar monos, temía no ser capaz de capturar uno.
—Bueno —dijo el mayordomo jefe—, si intentas confiar en tu fuerza o tu destreza, nunca lo capturarás. ¡Tienes que engañarlo!
—¿Y cómo hago eso? No sé cómo hacerlo —dijo la perpleja medusa.
—Esto es lo que tienes que hacer —dijo el astuto mayordomo jefe—, cuando te acerques a la Isla del Mono y encuentres alguno, debes intentar hacerte buen amigo suyo. Dile que eres un sirviente del Rey Dragón, e invítalo a venir a visitarte y ver el palacio del Rey Dragón. ¡Intenta describirle tan claramente como puedas la grandeza del palacio y las maravillas del mar para incentivar su curiosidad y hacerle desear verlo!
—¿Y cómo lo traigo hasta aquí? ¿Sabes que los monos no nadan? —dijo la medusa, reticente.
—Debes traerlo sobre tu lomo. ¡De qué sirve tu concha si no!
—¿No será demasiado pesado?
—No debería preocuparte eso, pues estás trabajando por tu Rey Dragón.
—Haré todo lo que pueda —dijo la medusa, y nadó hacia la Isla del Mono. Nadando rápidamente, llegó a su destino en un par de horas y apareció en una playa gracias a una conveniente ola. Al mirar alrededor, no muy lejos vio un gran pino con ramas caídas y en una de ellas, justo lo que estaba buscando: un mono vivo.
«¡Qué suerte he tenido!», pensó la medusa. «Ahora debo halagar a la criatura e intentar tentarla para que venga conmigo al palacio, ¡y habré hecho mi parte!».
Así que la medusa caminó lentamente hacia el pino. En esos antiguos días, la medusa tenía cuatro patas y un caparazón duro como el de una tortuga. Cuando llegó al pino, alzó la voz y dijo:
—¿Qué tal está, señor Mono? ¿A que hace un buen día?
—Un día muy bueno —respondió el mono desde el árbol—. Nunca la he visto en esta parte del mundo antes. ¿De dónde viene? ¿Cómo se llama?
—Me llamo kurage o medusa. Soy uno de los sirvientes del Rey Dragón. He oído hablar tanto de su hermosa isla que he venido a propósito para verla —respondió la medusa.
—Encantado de conocerla —dijo el mono.
—Por cierto —dijo la medusa—. ¿Ha visto alguna vez el palacio del Rey Dragón del Mar donde vivo?
—He oído hablar de él, ¡pero nunca lo he visto! —respondió el mono.
—Entonces debe venir, sin duda. No sabe lo que se pierde al no haberlo visto. La belleza del palacio es indescriptible, para mí, el lugar más hermoso del mundo.
—¿Tan hermoso es? —preguntó asombrado el mono.
Entonces, la medusa vio su oportunidad y empezó a describir lo mejor que pudo la belleza y la grandeza del palacio del Rey del Mar, y las maravillas del jardín con sus curiosos árboles de blanco, rosa y rojo coralino, y las frutas aún más extrañas como grandes joyas colgando de sus ramas. El mono se sintió cada vez más interesado, y conforme escuchaba bajó del árbol paso a paso para no perderse ni una palabra de la maravillosa historia.
«¡Ya lo tengo!», pensó la medusa, pero dijo en voz alta:
—Señor Mono. Ahora debo volver. Como nunca ha visto el palacio del Rey Dragón, ¿no quiere aprovechar esta espléndida oportunidad para venir conmigo? Así podría actuar como guía y enseñarle todas las vistas del mar, que serán incluso más maravillosas para usted, un terrestre.
—Me encantaría ir —dijo el mono—, ¡pero cómo voy a atravesar el agua! ¡No puedo nadar, como seguro que sabe!
—Eso no supone ninguna dificultad. Puedo llevarle en mi lomo.
—Eso sería demasiado molesto para usted —dijo el mono.
—Puedo hacerlo sin dificultad. Soy más fuerte de lo que parezco, así que no se preocupe —dijo la medusa, y llevando al mono en su lomo, entró en el mar—. Quédese muy quieto, señor Mono —dijo la medusa—. No debe caer al mar, soy responsable de su llegada a salvo al palacio del rey.
—Por favor, no vaya tan rápido, o me caeré seguro —dijo el mono.
Por favor, no vaya tan rápido, o me caeré seguro.
Así fueron juntos, con la medusa atravesando las olas con el mono en el lomo. Cuando iban a mitad de camino, la medusa, que sabía muy poco de anatomía, empezó a preguntarse si el mono llevaba el hígado consigo.
—Señor Mono, dígame, ¿lleva consigo el hígado?
El mono estaba muy sorprendido con esta extraña pregunta, y preguntó qué quería la medusa con un hígado.
—Es lo más importante de todo —dijo la estúpida medusa—, así que en cuanto lo recogí, me pregunté si tendría el suyo.
—¿Por qué es tan importante el hígado para usted? —preguntó el mono.
—¡Oh! Ya lo descubrirá —dijo la medusa.
El mono sintió cada vez más curiosidad, que dio paso a la sospecha, y apremió a la medusa para que le dijera para qué quería su hígado, y acabó apelando a sus sentimientos al decir que estaba muy preocupado por lo que había oído.
Entonces, la medusa, al ver cuán preocupado parecía el mono, sintió lástima por él y le contó todo. Cómo había caído enferma la Reina Dragón y cómo el doctor había dicho que solo el hígado de un mono vivo la curaría, y cómo el Rey Dragón lo había enviado a encontrar uno.
—Ahora que he hecho lo que me han dicho, en cuanto lleguemos al palacio, el doctor querrá su hígado, así que me da un poco de lástima.
El pobre mono se horrorizó cuando lo descubrió, y se enfadó mucho con el truco que le habían jugado. Tembló con miedo ante lo que le esperaba.
Pero el mono era un animal inteligente, y pensó que el mejor plan era no mostrar ninguna señal del miedo que sentía, así que intentó calmarse y pensar en alguna forma de poder escapar.
«¡El doctor piensa abrirme y sacarme el hígado! ¡Sin duda, moriré!», pensó el mono. Por fin, una brillante idea se le ocurrió, así que le dijo alegremente a la medusa:
—¡Qué lástima, señora Medusa, que no me dijera nada antes de salir de la isla!
—Si le hubiera dicho por qué quería que me acompañara, sin duda se hubiera negado —respondió la medusa.
—Está muy equivocada —dijo el mono—. Los monos podemos vivir tranquilamente sin un hígado o dos, especialmente si era lo que quería la Reina Dragona del Mar. Si solo hubiera sabido lo que necesitaba… Podría haberle regalado uno con que me lo pidiera. Tengo varios hígados. Pero la mayor lástima es que, como no habló a tiempo, me los he dejado todos colgando de un pino.
—¿Se ha dejado el hígado? —preguntó la medusa.
—Sí —dijo el astuto mono—, durante la mañana suelo dejar mi hígado colgado en una rama del árbol, pues es muy incómodo pasar de árbol en árbol con él. Hoy, al escuchar esa interesante conversación, me olvidé de ello, y me lo dejé detrás cuando vine con usted. Si me lo hubiera dicho antes, podría haberlo recordado, ¡y lo habría traído conmigo!
La medusa se sintió muy decepcionada cuando lo escuchó, pues se creyó todo lo que el mono le dijo. El mono no le servía de nada sin hígado. Por fin, la medusa se detuvo y se lo dijo al mono.
—Bien —dijo el mono—, eso tiene fácil arreglo. Siento mucho ver cuántos problemas se ha tomado; pero si pudiera llevarme de vuelta donde me encontró, podría recogerlo pronto.
A la medusa no le gustaba la idea de volver de nuevo a la isla, pero el mono le aseguró que si fuera tan amable como para llevarlo de vuelta, cogería su mejor hígado y se lo traería. Convencida, la medusa cambió su curso y volvió hacia la Isla del Mono.
En cuanto la medusa alcanzó la playa y el astuto mono pisó tierra, subió al árbol donde la medusa lo había visto por primera vez. Cortó varias alcaparras entre las ramas con la alegría de volver a estar a salvo en casa. Después, miró a la medusa.
—¡Muchas gracias! ¡Lamento todos los problemas que le he causado! ¡Preséntele mis respetos al Rey Dragón cuando vuelva!
La medusa se asombró ante esas palabras y el tono de burla con el que fueron dichas. Entonces, preguntó al mono si no tenía intención de volver con él cuando recuperara su hígado.
El mono respondió, riéndose, que no podía permitirse perder el hígado: era demasiado importante para él.
—¡Pero recuerde su promesa! —le pidió la medusa, ahora muy desalentada.
—¡Esa promesa era falsa, y de todos modos, acabo de romperla! —respondió el mono. Entonces empezó a reírse de la medusa y le dijo que había estado engañándola en todo momento; no tenía intención de perder la vida, lo que le hubiera pasado si hubiera llegado al palacio donde lo esperaba el doctor, en vez de persuadir a la medusa de volver.
—Por supuesto, no pienso darte mi hígado, ¡pero ven a por él si puedes! —añadió el mono, riéndose desde el árbol.
No había nada que pudiera hacer la medusa excepto arrepentirse de su estupidez, y volver donde el Rey Dragón del Mar y confesar sus errores, así que empezó a nadar lentamente y con tristeza. Lo último que escuchó mientras se alejaba, dejando detrás la isla, fue al mono reírse de ella.
Mientras tanto, el Rey Dragón, el médico, el mayordomo jefe y todos los sirvientes esperaban impacientes el regreso de la medusa. Cuando lo vio, se acercó al palacio, la llamaron con alegría. Empezaron a agradecerle sus esfuerzos al ir hacia la Isla del Mono, y luego le preguntaron dónde estaba el mono.
Llegó el momento de la verdad para la medusa. Murmuró todo lo que había sucedido mientras contaba su historia. Cómo había traído al mono la mitad del camino, y después se le había escapado el secreto de su trabajo, cómo el mono la había engañado al hacerle creer que se había dejado el hígado en casa.
La ira del Rey Dragón fue grande, y dio órdenes al momento de que la medusa debía ser severamente castigada. El castigo fue terrible: sacarle todos los huesos del cuerpo y golpearla con palos.
La pobre medusa, humillada y horrorizada más allá de toda descripción, gritó pidiendo perdón. Pero las órdenes del Rey Dragón eran irrevocables. Los sirvientes del palacio sacaron cada uno un palo y rodearon a la medusa, y después de arrancarle los huesos, la golpearon hasta la saciedad, y después la arrastraron fuera del palacio y la lanzaron al agua. Allí la dejaron para que sufriera y se arrepintiera de su estúpida charla, y para que se acostumbrara a su falta de huesos.
Golpearon a la medusa hasta la saciedad.
De esta historia aprendemos que en la Antigüedad la medusa tuvo concha y huesos como los de una tortuga, pero, desde que sus ancestros sufrieron la sentencia del Rey Dragón, sus descendientes han sido suaves y faltos de huesos como los veis hoy en las olas de las playas de Japón.
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