miércoles, 6 de marzo de 2019

El alegre cazador y el hábil pescador

Hace mucho, mucho tiempo, gobernaba Japón Hohodemi, el cuarto Mikado, descendiente directo de la ilustre Amaterasu, la diosa del Sol. No solo rivalizaba en belleza con su antepasada, sino que también era muy fuerte y valiente. Tenía la fama de ser el mejor cazador de la tierra. Debido a su incomparable habilidad como cazador, se le llamaba Yamasachi-hiko («El príncipe afortunado en las montañas»).

    Su hermano mayor era un pescador muy hábil, por ello, como era mucho mejor que sus rivales en la pesca, se le llamaba Umisachi-hiko («El príncipe afortunado en el mar»). Los hermanos llevaban así vidas felices, disfrutando sin reparos en sus respectivos trabajos, y los días pasaron agradablemente mientras cada uno iba por su camino, el uno cazando y el otro pescando.

    Un día, Hohodemi se acercó a su hermano.

    —Bueno, hermano mío, te veo ir al mar todos los días con la caña en la mano, y cuando vuelves, llegas cargado con peces. En cuanto a mí, disfruto yendo a las montañas y a los valles. Durante mucho tiempo, hemos seguido cada uno nuestro trabajo favorito, así que ahora debemos estar cansados, tú de pescar y yo de cazar. ¿No sería adecuado que cambiáramos? ¿Qué tal si te vas tú de caza a la montaña y yo de pesca al mar?

    El hábil pescador escuchó en silencio a su hermano y durante un momento se quedó pensativo.

    —Oh, sí, ¿por qué no? —dijo, finalmente—. No es una mala idea para nada. Dame tu arco y tus flechas y partiré a las montañas de caza.

    Así quedó decidido, y los dos hermanos empezaron a probar el trabajo del otro, sin imaginarse lo que podría suceder. No era inteligente por su parte, pues Hohodemi no sabía nada de la pesca, y Umisachi-hiko, cuyo mal genio era conocido por todos, sabía lo mismo, es decir nada, de la caza.

    El cazador se llevó la caña y el anzuelo más apreciados por su hermano, bajó a la costa y se sentó en las rocas. Puso el cebo en el anzuelo y lo tiró torpemente al mar. Se sentó y miró fijamente el pequeño flotador que subía y bajaba en el agua. Deseaba que un buen pez llegase y cayese en la trampa. Cada vez que se movía ligeramente, tiraba de la caña, pero nunca había ningún pez al final del hilo, solo el anzuelo y el cebo. Si hubiera sabido pescar apropiadamente, hubiera podido capturar muchos pescados, pero, aunque era el mejor cazador en la tierra, no podía evitar ser el peor pescador.

    Pasó todo el día así, sentado en las rocas sosteniendo la caña y esperando en vano tener suerte. Al final, empezó a oscurecer, y llegó la noche, pero todavía no había capturado ni un solo pez. Sacó la caña por última vez antes de irse a casa y descubrió que había perdido el anzuelo sin siquiera saber cuándo había ocurrido.

    Empezó a sentirse extremadamente ansioso, pues sabía que su hermano se enfadaría con él por haber perdido su anzuelo, pues, al ser único, lo valoraba más que ninguna otra cosa. Hohodemi se puso a buscar entre las rocas y en la arena el anzuelo perdido, y mientras iba de un lado a otro buscando, su hermano llegó al lugar. No había conseguido encontrar ninguna presa mientras cazaba ese día, y no solo estaba de mal humor, sino que parecía aterradoramente enfadado. Cuando vio al cazador buscar en la playa supo que algo debía haber ido mal.

    —¿Qué haces, hermano?

    Hohodemi se acercó con timidez, pues temía la ira de su hermano.

El alegre cazador rogó en vano a su hermano que lo perdonase.

   

    —Oh, hermano mío, sin duda he cometido un error.

    —¿Qué sucede? ¿Qué has hecho? —preguntó el hermano mayor con impaciencia.

    —He perdido tu preciado anzuelo…

    Su hermano lo interrumpió, gritando con ira:

    —¡Has perdido mi anzuelo! Justo lo que esperaba. Por esto precisamente, por esto, cuando propusiste al principio tu plan de cambiarnos los papeles estaba en contra, pero parecías desearlo con tantas ganas que cedí y permití que hicieras lo que quisieras. ¡El error de hacer algo que no conocemos es obvio! Y encima tú lo has estropeado todo. No te devolveré tu arco y tus flechas hasta que hayas encontrado mi anzuelo. Búscalo hasta que lo encuentres y me lo puedas devolver.

    El cazador sintió que tenía la culpa de todo lo que había pasado y soportó el enfado de su hermano con humildad y paciencia. Buscó por todas partes el anzuelo, pero no estaba en ningún sitio. Al fin tuvo que aceptar que no iba a encontrarlo. Fue entonces a casa y con desesperación rompió su amada espada en piezas e hizo quinientos anzuelos con ella.

    Llevó estos a su enfadado hermano y se los ofreció, pidiendo su perdón, y suplicando que aceptara estos a cambio del que él había perdido. No sirvió de nada, su hermano no lo escuchó siquiera y menos aún le concedió su petición.

    Hohodemi hizo otros quinientos anzuelos y volvió a llevárselos a su hermano, suplicando su perdón.

    —Aunque hicieras un millón —dijo el pescador, negando con la cabeza—, no me servirían de nada. No puedo perdonarte a menos que me traigas el mío.

    Nada calmaría la ira de Umisachi-hiko, pues tenía un mal temperamento y siempre había odiado a su hermano por sus virtudes. Ahora, con la excusa del anzuelo perdido, pensaba matarlo y usurpar su lugar como gobernante de Japón. Hohodemi lo sabía perfectamente, pero no podía decir nada, pues al ser el menor debía a su hermano mayor obediencia, así que volvió a la costa y volvió a buscar el anzuelo. Estaba deprimido, pues había perdido toda esperanza de encontrar alguna vez el anzuelo de su hermano. Mientras estaba allí, perplejo y preguntándose qué podría hacer ahora, un anciano apareció de repente con un palo en la mano. El feliz cazador recordaría después que no había visto de dónde había salido el anciano, ni sabía cómo había sabido este de su presencia allí, simplemente levantó la mirada y vio al anciano acercarse.

    —¿Eres Hohodemi, el Augusto, al que a veces llaman Yamasachi-hiko? —preguntó el anciano—. ¿Qué haces en un lugar así?

    —Sí, soy yo —respondió el joven infeliz—. Por desgracia, mientras pescaba, perdí el preciado anzuelo de mi hermano. He registrado toda la costa, pero no puedo encontrarlo, y estoy muy preocupado, pues mi hermano no me perdonará hasta que se lo devuelva. Pero ¿quién eres?

    —Me llamo Shiwozuchino Okina y vivo cerca de aquí. Qué desgracia más grande te ha ocurrido, pero no creo que encuentres el anzuelo aquí. No te pongas nervioso, o bien ha llegado al fondo del mar, o algún pez se lo ha tragado. En serio, por más que lo busques no lo vas a encontrar.

    —¿Qué puedo hacer entonces? —preguntó el atribulado hombre.

    —Será mejor que vayas a Ryūgū-jō y le digas a Ryūjin, el Rey Dragón del Mar, cuál es tu problema y le pidas que te encuentre el anzuelo. Creo que esa sería la mejor solución.

    —¡Qué idea más espléndida! —dijo Hohodemi—. Pero me temo que no puedo llegar al reino del Rey del Mar, pues siempre he oído que está en el fondo del mar.

    —Oh, no tendrás ninguna dificultad para llegar allí —dijo el anciano—. Puedo hacerte en poco tiempo algo para que puedas atravesar el mar.

    —Gracias —dijo Hohodemi—. Te estaría eternamente agradecido por ello.

    El anciano se puso a trabajar y pronto terminó una cesta y se la ofreció al Mikado. La recibió con felicidad y la llevó al agua, se montó en ella y se preparó para el viaje. Se despidió del amable anciano que tanto lo había ayudado y le dijo que, sin duda, lo recompensaría en cuanto encontrase su anzuelo y pudiera volver a Japón sin miedo de la ira de su hermano. El anciano señaló la dirección que debía tomar y le dijo cómo llegar al reino de Ryūgū-jō, y lo vio salir hacia el mar en la cesta, que parecía una pequeña barca.

    Hohodemi se apresuró cuanto pudo en la cesta que le había dado su amigo. Su extraño bote parecía atravesar el agua por su propia voluntad, y la distancia era mucho menor de lo que había esperado, pues en pocas horas vio la puerta y el techo del palacio del Rey del Mar. ¡Y qué lugar más grande era, con sus innumerables techos inclinados y frontones, sus enormes puertas y sus paredes de piedra gris! Aterrizó al poco tiempo y, dejando su cesta en la playa, se acercó a la gran entrada. Los pilares de la puerta estaban hechos de hermoso coral rojo, y la propia puerta estaba adornada con gemas brillantes de todo tipo. Grandes árboles katsura le daban sombra. Nuestro héroe había oído hablar muchas veces de las maravillas del palacio del Rey del Mar, pero todas las historias que había escuchado se quedaban cortas ante la realidad, que tenía ante él por vez primera.

    Hohodemi hubiera querido entrar por la puerta en ese mismo momento, pero vio que estaba bien cerrada, y que no había nadie cerca a quien pudiera pedirle que la abriera. Se paró a pensar qué debería hacer. A la sombra de los árboles cerca de la puerta, vio un pozo lleno de agua fresca. «Sin duda, alguien saldrá a sacar agua del pozo en algún momento», pensó. Entonces escaló al árbol que había sobre el pozo, se sentó para descansar en una de las ramas, y esperó a ver qué sucedía. No mucho después, vio cómo la enorme puerta se abría de par en par, y dos hermosas jóvenes salieron. El Mikado había escuchado que Ryūgū-jō («el reino del Rey Dragón del Mar») estaba habitado por dragones y criaturas semejantes, así que, cuando vio a las dos adorables princesas, cuya belleza llamaría la atención incluso en el mundo del que venía, lo sorprendieron por completo y se preguntó qué podía significar.

    No dijo ni una palabra, sin embargo, sino que las observó en silencio a través de las hojas de los árboles, esperando ver qué iban a hacer. Vio que en sus manos llevaban cubos dorados. Lentamente, y con gracia, se acercaron con sus vestidos que llegaban hasta el suelo. Se quedaron bajo la sombra de los árboles katsura y se acercaron al pozo, sin saber nada del extraño que las estaba viendo, pues el feliz cazador se hallaba bien oculto detrás de las ramas del árbol en el que se había situado.

    Cuando las dos damas se inclinaron sobre el lateral del pozo para bajar sus cubos dorados, lo que hacían todos los días del año, vieron reflejado en el agua el rostro de un bello joven observándolas desde las ramas del árbol bajo cuya sombra se cobijaban. Nunca antes habían visto el rostro de un mortal; se asustaron y sacaron con prisas los cubos dorados. Su curiosidad, sin embargo, les dio valor al poco tiempo, miraron con timidez hacia arriba para ver la causa del inusual reflejo, y vieron al feliz cazador sentado en el árbol mirándolas con sorpresa y admiración. Lo miraron fijamente cara a cara, pero sus lenguas estaban paralizadas por la sorpresa y no pudieron encontrar ninguna palabra que decirle.

    Cuando el Mikado se dio cuenta de que lo habían descubierto, bajó de un salto del árbol.

    —Soy un viajero y, como estaba sediento, me acerqué al pozo con la esperanza de calmar mi sed, pero no pude encontrar ningún cubo con el que sacarla. Así que subí al árbol, molesto, y esperé que alguien se acercara. En ese momento, mientras esperaba con sed impaciente, ustedes, nobles damas, aparecieron, como si respondieran a mis plegarias. Por tanto, suplico que se apiaden de mí y me den algo de agua, pues soy un viajero sediento en tierra extraña.

    Su dignidad y su gracia superaron su timidez, y con una reverencia en silencio, ambas volvieron a acercarse al pozo y sacaron agua con sus cubos dorados, la echaron en una copa enjoyada y se la ofrecieron al extraño.

    La recogió con ambas manos, se la llevó a la frente como muestra de su respeto y bebió el agua rápidamente, pues su sed era grande. Cuando terminó su largo trago, puso la copa en el borde del pozo y con su espada cortó una de las extrañas magatama («joyas curvadas»), un collar que colgaba de su cuello y caía sobre su pecho. Puso la joya en la copa y se la devolvió con una profunda reverencia.

    —¡Aquí tienen una muestra de mi agradecimiento!

    Las dos damas cogieron la copa y miraron dentro para ver qué había puesto, pues no sabían de qué se trataba. Dieron un salto de sorpresa, pues encontraron una bella gema al fondo de la copa.

    —Ningún mortal común daría una joya así con tanta tranquilidad. ¿Nos hará el honor de decirnos su nombre? —dijo la dama mayor.

    —Sin duda —dijo el feliz cazador—. Soy Hohodemi, el cuarto Mikado, a quien llaman en Japón Yamasachi-hiko.

    —¿Es usted entonces Hohodemi, el nieto de Amaterasu, la diosa del Sol? —preguntó la dama que había hablado—. Soy la hija mayor de Ryūjin y me llamo Tayotama.

    —Y yo —dijo la doncella menor, que por fin encontró fuerzas para hablar— soy su hermana, la princesa Tamayori.

    —¿Son ustedes las hijas de Ryūjin? No se pueden imaginar la felicidad que me da conocerlas —dijo Hohodemi. Y sin esperar su respuesta continuó—: El otro día fui a pescar con el anzuelo de mi hermano y se me cayó, aunque no sé cómo pudo pasar. Como mi hermano aprecia su anzuelo por encima de todo lo demás, esta es la mayor calamidad que podía haberme ocurrido. A menos que lo encuentre de nuevo, no puedo ganarme su perdón. Lo he buscado muchas veces, pero no lo he podido hallar, por eso estoy muy preocupado. Mientras buscaba el anzuelo, muy triste, di con un sabio anciano que me dijo que lo mejor que podía hacer era venir a Ryūgū-jō y pedir a Ryūjin que me ayudara. El amable anciano también me enseñó cómo llegar hasta aquí. Quiero preguntarle si sabe dónde está el anzuelo perdido. ¿Serían tan amables como para llevarme hasta su padre? ¿Creen que querrá verme?

    La princesa Tayotama escuchó la larga historia y luego habló.

    —No solo es fácil que vea a mi padre, pues estará encantado de conocerle. Estoy segura de que dirá cuán buena fortuna le ha llegado, que un hombre tan grande y noble como usted, el nieto de Amaterasu, baje hasta el fondo del mar. —Después se giró hacia su hermana menor, y dijo—: ¿No crees, Tamayori?

    —Por supuesto —respondió la princesa Tamayori, con su dulce voz—. Como dices, no podremos tener un honor mayor que recibir al Mikado en nuestra casa.

    —Entonces, por favor, llevadme hasta él.

    —Entre con nosotras, Mikado —dijeron ambas hermanas, y, con una reverencia lo guiaron hacia el interior.

    La joven princesa dejó a su hermana encargarse de Hohodemi, se adelantó a ellos y llegó la primera al palacio. Corrió hasta la habitación de su padre, le contó todo lo que había ocurrido en la puerta y le avisó de que su hermana estaba acompañando al Mikado. El Rey Dragón del Mar estaba completamente sorprendido por la noticia, pues hacía mucho, tal vez un centenar de años, que el palacio del Rey del Mar no recibía mortales.

    Ryūjin dio una palmada y convocó a todos sus cortesanos y sirvientes. Al jefe de todos los peces del mar le dijo solemnemente que el nieto de la diosa del Sol, Amaterasu, iba al palacio. Ordenó que siguieran todas las ceremonias y que fueran corteses al servir a tan augusto visitante. Después conminó a todos a que fueran a la entrada del palacio a dar la bienvenida al Mikado.

    Ryūjin se vistió con sus túnicas de ceremonia y salió a recibirlo. En pocos momentos, la princesa Tayotama y Hohodemi llegaron a la entrada, y el Rey del Mar y su esposa hicieron una reverencia profunda y le agradecieron el honor que les hacía al venir a verlos. Después, el rey guio al Mikado hasta la habitación de invitados, y le puso en el mejor asiento.

    —Soy Ryūjin, el Rey Dragón del Mar, y esta es mi esposa. Acuérdese siempre de nosotros.

    —¿Es usted entonces Ryūjin de quien tanto he oído hablar? —respondió Hohodemi, saludando ceremoniosamente a su anfitrión—. Debo disculparme por todos los problemas que le estoy ocasionando con mi inesperada visita.

    —No tiene que agradecérmelo —dijo Ryūjin—. Soy yo quien debe agradecerle que venga. Aunque el palacio del Rey del Mar es un lugar sencillo, como puede ver, me sentiré muy honrado si nos hace una larga visita.

    Había mucha alegría entre el Rey del Mar y el Mikado, se sentaron y hablaron mucho tiempo. Al cabo de un rato, el Rey del Mar dio una palmada y un gran cortejo de peces apareció, todos vestidos con túnicas ceremoniales, que cargaban en sus aletas varias bandejas en las que estaban preparados distintos tipos de delicias del mar. Pusieron un gran festín ante el Rey y su invitado real. Todos los peces que les servían fueron elegidos entre los mejores peces del mar, así que podéis imaginaros el maravilloso grupo de criaturas del mar que atendía a Hohodemi ese día. Todos en el palacio se esforzaron para agradarlo y mostrarle cuán honrados se sentían de tenerlo como invitado. Durante la larga sobremesa, que duró horas, Ryūjin ordenó a sus hijas que tocaran algo de música, y las dos princesas entraron y tocaron el koto, y cantaron y bailaron por turnos. El tiempo pasó de forma tan agradable, que el Mikado parecía haber olvidado el problema que lo había llevado hasta allí. Se rindió a la diversión de tan maravilloso lugar, ¡la tierra de los peces hada! ¿Quién ha oído hablar de un lugar tan maravilloso? Pero el Mikado recordó de repente lo que le había traído hasta allí y dijo a su anfitrión:

    —Tal vez sus hijas le hayan dicho, Ryūjin, que he venido a intentar recuperar el anzuelo de mi hermano, que perdí mientras pescaba el otro día. ¿Puedo pedirle si sería tan amable como para preguntar a sus súbditos si alguno lo ha visto?

    —Por supuesto —dijo el amable rey—, ahora mismo los llamo y se lo pregunto.

    En cuando dio la orden, el pulpo, el atún, la sepia, la anguila, el pez globo, la gamba y la platija, y muchos otros peces de todo tipo llegaron, se sentaron ante su rey y se colocaron en fila.

    —Nuestro visitante, que está sentado ante vosotros, es el augusto nieto de Amaterasu. Se llama Hohodemi, es el cuarto Mikado, y también se le conoce como Yamasachi-hiko. Mientras estaba pescando en la costa de Japón, alguien le quitó el anzuelo de su hermano. Ha venido hasta aquí, a nuestro Reino, porque ha pensado que uno de vosotros podía haber cogido el anzuelo como travesura. Si alguno lo ha hecho, que lo devuelva inmediatamente, o si alguno de vosotros sabe quién es el ladrón debe decirme al momento su nombre y dónde se encuentra.

    Todos los peces se sorprendieron cuando escucharon estas palabras y se quedaron sin palabras. Se sentaron mirando al Rey Dragón. La sepia se acercó y dijo:

    —¡Creo que el ladrón fue el besugo!

    —¿Qué prueba tienes? —preguntó el rey.

    —Desde ayer por la noche, el besugo no ha podido comer nada, ¡y parece estar sufriendo dolor de garganta! Por esta razón creo que el anzuelo puede estar en su garganta. ¡Será mejor que lo mande llamar al momento!

    Todos los peces mostraron su acuerdo.

    —Sin duda es extraño que el besugo sea el único pez que no ha obedecido su convocatoria. Mándelo llamar y pregúntele sobre ello. Entonces verán que somos inocentes.

    —Sí —dijo el rey—, es extraño que el besugo no haya venido, pues debería haber sido el primero en llegar. ¡Id a buscarlo!

    Sin aguardar la orden del rey, la sepia se dirigió hacia el hogar del besugo, y lo trajo consigo hasta el salón del trono.

    El besugo se sentó, asustado y enfermo. Sin duda tenía dolores, pues su rostro, habitualmente rojo, estaba pálido, y sus ojos estaban casi cerrados y parecía haber adelgazado mucho.

    —¡Responde, besugo! —gritó el rey—. ¿Por qué no has venido cuando te convoqué?

    —Llevo enfermo desde ayer —respondió este—; por eso no pude venir.

    —¡No digas nada más! —gritó enfadado Ryūjin—. Tu enfermedad es el castigo de los dioses por robar el anzuelo del Mikado.

    —¡Así es! —dijo el besugo—. El anzuelo sigue en mi garganta y todos mis esfuerzos para sacarlo han sido inútiles. No puedo comer y apenas puedo respirar, y cada momento siento que me ahogo, y algunas veces me causa mucho dolor. No tenía intención de robar su anzuelo. Descuidadamente, mordí el cebo que vi en el agua y el anzuelo se soltó y se clavó en mi garganta. Así que espero que me perdone.

    La sepia se adelantó entonces y dijo al rey:

    —Tiene razón. Puede ver que el anzuelo aún sobresale de la garganta del besugo. Espero poder sacarlo en presencia del Mikado para poder devolvérselo.

    —¡Oh, date prisa y sácalo! —gritó el besugo, pues sentía volver el dolor en la garganta—. Quiero devolvérselo cuanto antes al Mikado.

    —Muy bien, besugo —dijo su amiga la sepia, y abriendo la boca del besugo tanto como pudo, y poniendo uno de sus tentáculos por la garganta, sacó rápidamente el anzuelo de la gran boca del paciente. Después lo lavó y se lo trajo al rey.

La sepia abrió la boca del besugo.

   

    Ryūjin lo tomó y se lo devolvió respetuosamente a Hohodemi, que no cabía en sí de gozo al recuperar el anzuelo. Se lo agradeció muchas veces, con el rostro brillante de gratitud, y le dijo que debía el final feliz de su aventura a su sabia autoridad y amabilidad.

    Ryūjin deseaba ahora castigar al besugo, pero Hohodemi le suplicó que no lo hiciera, puesto que había recuperado su anzuelo perdido, no quería ocasionarle más problemas al pobre besugo. Sin duda, se había llevado el anzuelo, pero ya había sufrido suficiente por ello. Lo que había hecho, había sido por descuido y no con malicia. El Mikado se sentía culpable, si hubiera entendido cómo pescar adecuadamente, nunca habría perdido el anzuelo. Todos sus problemas venían de creer que podía hacer algo sin entrenarse para ello. Así que suplicó al Rey del Mar que perdonase a su súbdito.

    ¿Quién puede resistirse a las súplicas de un juez tan sabio y compasivo? Ryūjin perdonó a su súbdito al momento por petición de su augusto invitado. El besugo estaba tan feliz que agitó sus aletas por alegría y él y el resto de peces se alejaron de la presencia del rey, alabando las virtudes de Hohodemi.

    Ahora que ya había hallado el anzuelo, el Mikado no tenía nada que hacer en Ryūgū-jō, y estaba ansioso por volver a su propio reino y hacer las paces con su enfadado hermano, Umisachi-hiko; pero el Rey del Mar, que había empezado a amarlo y quería tenerlo como hijo, le suplicó que no se fuera tan pronto, sino que hiciera del palacio del Rey del Mar su hogar tanto tiempo como quisiera. Mientras Hohodemi todavía dudaba, las dos adorables princesas, Tayotama y Tamayori entraron. Con las reverencias y las palabras más dulces, se unieron a su padre para presionarlo y convencerlo. Así que, para no parecer desagradecido, se vio obligado a quedarse un tiempo.

    Entre el Reino del Mar y Japón no había diferencias en el paso del tiempo, y el Mikado descubrió que tres años pasaron rápidamente en una tierra tan agradable. Los años pasan rápido cuando se es verdaderamente feliz. Pero aunque las maravillas de esa tierra encantada parecían nuevas cada día, y aunque la hospitalidad del Rey del Mar parecía incrementarse en vez de disminuir, Hohodemi sentía cada vez más nostalgia de su hogar conforme pasaban los días. No podía reprimir una gran ansiedad por saber qué había ocurrido en su casa, su país y su hermano mientras intentaba marcharse.

    Al final, se acercó al Rey del Mar y dijo:

    —Mi estancia aquí con usted ha sido feliz y le estoy muy agradecido por su amabilidad, pero gobierno Japón, y, por muy agradable que sea este lugar, no puedo ausentarme para siempre de mi país. Además, debo devolver el anzuelo a mi hermano y pedirle perdón por la tardanza. Sin duda, lamento separarme de ustedes, pero no se puede evitar este momento. Con su permiso, me marcharé hoy. Espero volver pronto. Por favor, no puedo quedarme más tiempo.

    Ryūjin se apenó terriblemente ante la idea de perder al amigo que tanto quería, y sus lágrimas caían como una catarata.

    —Lamentamos, sin duda, separarnos de usted, Mikado, pues hemos disfrutado mucho de su estancia con nosotros. Ha sido nuestro invitado más noble y honorable, y le hemos recibido de corazón. Comprendo que, como gobierna Japón, debe estar allí y no aquí, y no serviría de nada que intentemos mantenerlo con nosotros más tiempo, por más que nos pudiera gustar que se quedase. Espero que no nos olvide. Extrañas circunstancias nos han unido y confío en que nuestra amistad entre la Tierra y el Mar dure y crezca cada vez más.

    Cuando el Rey del Mar terminó de hablar, se giró hacia sus dos hijas y les dijo que trajeran las dos Joyas de la Marea del Mar. Las dos princesas hicieron una reverencia, se levantaron y se deslizaron fuera de la sala. En unos minutos volvieron, cada una con una brillante gema que llenaban la habitación de luz en sus manos. Cuando el Mikado las miró, se preguntó qué podían ser. El Rey del Mar las agarró y dijo a su invitado:

    —Estos dos valiosos talismanes los hemos heredado de nuestros ancestros. Ahora se los damos como regalo de despedida como muestra de nuestro gran afecto por usted. Estas dos gemas se llaman nanjiu y kanjiu.

    Hohodemi hizo una reverencia.

    —Nunca podré agradecerles lo suficiente su amabilidad. ¿Y aún quieren incluir otro favor y decirme qué son estas gemas y qué debo hacer con ellas?

    —El nanjiu —respondió el Rey del Mar— también se conoce como «Joya de la Inundación», y quien la tenga puede ordenar al mar que entre e inunde la tierra cuando quiera. El kanjiu es la «Joya de la Marea», y puede controlar el mar y las olas, y puede incluso detener un tsunami.

    Entonces Ryūjin enseñó a su amigo cómo usar los talismanes y se los entregó. El Mikado era muy dichoso por tener estas dos gemas maravillosas como recuerdo del viaje, pues sentía que lo protegerían en caso de peligro ante cualquiera de sus enemigos. Después de volver a agradecer a su amable anfitrión varias veces, se preparó para partir. El Rey del Mar y las dos princesas, Tayotama y Tamayori, y todos los habitantes del palacio salieron a despedirse, y, antes de irse, Hohodemi salió por la puerta y pasó por delante del pozo de felices recuerdos que había a la sombra de los árboles katsura de camino a la playa.

    Allí encontró, en vez de la extraña cesta en que había llegado, un gran cocodrilo que lo esperaba. Nunca había visto uno tan enorme. Medía ocho codos de largo desde la punta de su cola hasta el final de su larga boca. El Rey del Mar había ordenado al monstruo que llevase al Mikado de vuelta a Japón. Como la maravillosa cesta que había hecho Shiwozuchino Okina, el anciano, el animal podía viajar más deprisa que ningún barco de vapor, y de esta extraña manera, cabalgando a lomos de un cocodrilo, Hohodemi volvió a su propio reino.

    Tan pronto como el cocodrilo lo llevó a la playa, el cazador se apresuró a ver a Umisachi-hiko. Entonces le dio el anzuelo que había sido la causa de tanto dolor entre ellos. Pidió con ansiedad el perdón de su hermano, contándole todo lo que le había ocurrido en el palacio del Rey del Mar y las aventuras maravillosas que habían llevado al descubrimiento del anzuelo.

    Umisachi-hiko había utilizado el anzuelo perdido como excusa para sacar a su hermano del país. Cuando este se marchó tres años antes y no volvió, se alegró en el fondo de su malvado corazón y usurpó al momento su lugar como gobernante de la Tierra, y se había hecho rico y poderoso. Mientras disfrutaba de lo que no le pertenecía, confiaba en que su hermano no volviera nunca para reclamar sus derechos. Sin embargo, ante él se acababa de presentar Hohodemi.

    Umisachi-hiko fingió que lo perdonaba, pues no podía encontrar otra excusa para volver a alejar a su hermano. En su corazón solo había ira y la semilla del odio crecía cada vez más, hasta que no pudo siquiera verlo. Empezó a planear y a buscar una oportunidad para matarlo.

    Un día, mientras el Mikado caminaba por los campos de arroz, su hermano lo siguió con una daga. Hohodemi sabía que su hermano quería matarlo y presentía que se acercaba el momento de usar las gemas para defenderse.

    Así que sacó la Joya de la Inundación de su túnica y la alzó hasta su frente. Al instante, sobre los campos y sobre las granjas, el mar llegó en oleadas hasta alcanzar el lugar donde se encontraba su hermano. Umisachi-hiko se quedó sorprendido y aterrorizado al ver lo que estaba ocurriendo. Al siguiente minuto estaba luchando con el agua y pidiendo a su hermano que lo salvara de ahogarse.

Sacó la Joya de la Inundación de su túnica.

    

    Hohodemi tenía un corazón amable, y no podía soportar ver a su hermano en problemas. Al momento, guardó la Joya de la Inundación y sacó la de la Marea. En cuanto se la puso en la frente, el mar volvió a su lugar y las inundaciones desaparecieron, y las granjas, los campos y la tierra volvieron a su sitio.

    Umisachi-hiko recordaba con terror lo cerca que había estado de la muerte. Al mismo tiempo, estaba muy impresionado por las cosas maravillosas que había visto hacer a su hermano. Descubrió que había cometido un error fatal al posicionarse contra él, por joven que fuera, pues se había vuelto tan poderoso que podía dominar las idas y venidas del mar. Así que se humilló ante Hohodemi y le pidió que le perdonara todas las maldades que le había hecho. Umisachi-hiko prometió que le devolvería sus derechos y juró que, aunque Hohodemi fuera el hermano menor y le debiera lealtad por derecho de nacimiento, él, Umisachi-hiko, lo elevaría como su superior y se arrodillaría ante él como Señor de todo Japón.

    Entonces, Hohodemi dijo que perdonaría a su hermano si este se deshacía de toda la maldad que le quedara. Umisachi-hiko se comprometió y hubo paz entre los dos hermanos. Desde ese momento, mantuvo su palabra y se convirtió en un buen hombre y un hermano amable.

    El Mikado gobernaba ahora su reino sin problemas familiares y hubo paz en Japón durante un largo, largo tiempo. Entre todos los tesoros de su casa, los que más apreciaba eran las gemas que le había dado Ryūjin, el Rey Dragón del Mar.

    Este es el final feliz de Yamashi-hiko y Umisachi-hiko.


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