miércoles, 6 de marzo de 2019

La historia de Urashima Tarō, el joven pescador

Hace mucho, mucho tiempo, vivía, en la provincia de Tango, en la costa de Japón, en la pequeña aldea de pescadores de Mizu-no-ye, un joven pescador llamado Urashima Tarō. Su padre había sido pescador antes que él, y el joven había heredado el doble de su habilidad, pues era el mejor pescador del lugar. Podía capturar más bonito y besugo en un día que sus compañeros en una semana.

    Pero en la pequeña aldea de pescadores lo conocían más por su buen corazón que por su habilidad de pescador. En toda su vida, nunca había causado daño a ninguna criatura, ni grande ni pequeña. De niño, sus compañeros se habían reído de él siempre, pues nunca se unía a ellos en molestar a animales, sino que intentaba apartarlos de tan cruel práctica.

    Un suave ocaso de verano, estaba volviendo a casa al final de un día de pesca cuando se encontró con un grupo de niños. Gritaban con todas sus fuerzas y parecían estar muy nerviosos por algo. Al acercarse para ver qué sucedía, se encontró con que estaban atormentando a una tortuga. Primero un chico tiraba de ella en una dirección, luego otro en otra, mientras un tercero la golpeaba con un palo y el cuarto se subía encima de su concha y la intentaba romper con una piedra.

    Urashima sintió mucha pena por la pobre tortuga y decidió rescatarla.

    —¡Ey, chavales, estáis tratando tan mal a la pobre tortuga que pronto morirá! —dijo a los niños.

    Los niños, que tenían esa edad a la que parecen disfrutar siendo crueles con los animales, no dieron importancia a la amable regañina de Urashima, sino que siguieron molestando al animal como antes. Pese a que lo ignoraban, decidió persuadirles para que le dieran la tortuga.

    —¡Estoy seguro de que sois chicos de buen corazón! —dijo con una sonrisa—. ¿Por qué no me dejáis a mí la tortuga? ¡Me gustaría tanto tener una!

    —No, no te la vamos a dar —dijo uno de los niños—. ¿Por qué íbamos a hacerlo? La hemos capturado nosotros.

    —Lo que dices es cierto —dijo Urashima—, pero no te estoy diciendo que me la deis por nada. Os daré algo de dinero a cambio. En otras palabras, os la compraré. ¿Qué os parece, chavales? —Levantó el dinero, que eran unas monedas que tintineaban atadas a un cordel—. Mirad, chicos, con este dinero podréis comprar lo que queráis. Podéis hacer muchas más cosas con él de las que podéis hacer con la pobre tortuga. ¡Qué buenos chicos! ¡Cuánto caso me hacéis!

    Los niños no eran malvados, sino solo traviesos. Se rindieron ante la amable sonrisa y las tiernas palabras de Urashima. Poco a poco, se acercaron todos a él, con el líder de la pequeña banda sosteniendo la tortuga.

    —¡Muy bien, señor, te daremos la tortuga si nos das el dinero! —Y Urashima dio el dinero a los chicos, que, gritándose, se separaron y desaparecieron de su vista.

    Entonces, Urashima acarició la espalda de la tortuga mientras decía:

    —¡Oh, pobrecita! ¡Pobre mía! ¡Venga, venga! ¡Ya estás a salvo! Dicen que la cigüeña vive mil años, pero la tortuga alcanza los diez mil. Tienes la vida más larga del mundo, y por poco la terminan esos niños crueles. Por suerte pasaba por aquí y te salvé, así que sigues viva. Ahora voy a llevarte a casa, al mar. ¡Que no te capturen de nuevo, porque puede que entonces no haya nadie para salvarte!

    Mientras hablaba, el amable pescador caminaba hacia la playa sobre las rocas. Entonces, puso a la tortuga en el agua y vio cómo se alejaba y desaparecía. Después, volvió a casa, pues estaba cansado y ya se había puesto el sol.

    A la mañana siguiente, Urashima partió en su bote como siempre. Hacía buen tiempo, y el mar y el cielo brillaban azules en la suave luz de la mañana de verano. Urashima se subió a la barca y soñadoramente la sacó al mar, mientras dejaba puesta la caña. Pronto pasó al resto de pescadores y los dejó atrás hasta que se perdieron en el horizonte. Su barca seguía avanzando sobre las azules aguas del mar. Por algún motivo que desconocía, se sentía especialmente feliz esa mañana, y no pudo evitar desear que, como la tortuga a la que había liberado el día anterior, él pudiera vivir miles de años en lugar de su corta vida como humano.

    De repente, una voz que gritaba su nombre lo sacó de su ensoñación.

    —¡Urashima, Urashima!

    Clara como una campana y suave como el viento de verano, la voz flotaba sobre el mar.

    Se levantó y miró en todas direcciones, pensando que algún bote se le habría acercado, pero por más que miraba, en la vasta extensión de agua no había señal de ninguno, así que la voz no podía ser humana.

    Sorprendido, y preguntándose quién o qué lo estaba llamando con tanta claridad, miró por todas partes, y vio que sin que él se hubiera dado cuenta, una tortuga se había puesto al lado del bote. Urashima se percató con sorpresa de que era la misma tortuga que había salvado el día anterior.

    —Vaya, señora Tortuga —dijo Urashima—, ¿ha dicho mi nombre hace un momento?

    La tortuga asintió varias veces.

    —Sí, fui yo. Ayer, su amable corazón salvó mi vida, y he venido a ofreceros mi agradecimiento y a expresaros cuán importante fue su amabilidad para mí.

    —Vaya —dijo Urashima—, qué educado por su parte. Suba a la barca. Le ofrecería un cigarro, pero como es usted una tortuga, supongo que no fumará. —Se rio de su propio chiste.

    —¡Je, je, je! —rio la tortuga—. El sake es mi bebida favorita, pero no me gusta el tabaco.

    —Vaya —dijo Urashima—, lamento no tener sake que ofrecerle en mi barca, pero suba y seque su espalda al sol. Por lo que tengo entendido, a las tortugas les encanta hacer eso.

    Así que la tortuga se subió a la barca, con la ayuda del pescador, y después de un intercambio de cumplidos, la tortuga dijo:

    —¿Ha visto alguna vez el Ryūgū-jō? Es el Palacio de Ryūjin («Rey Dragón del Mar»).

    El pescador negó con la cabeza.

    —No, todos estos años, el mar ha sido mi hogar, pero aunque he oído hablar del reino de Ryūjin bajo el mar, nunca he podido verlo con mis propios ojos. ¡Debe estar muy lejos, si es que existe!

    —¿De verdad? ¿Nunca ha visto su palacio? Entonces se está perdiendo una de las visiones más maravillosas del universo. Está muy lejos, en el fondo del mar, pero, si le llevo yo, tardaríamos poco en llegar. Si desea ver las tierras del Rey Dragón, yo seré su guía.

    —Me gustaría mucho ir, y es muy amable al ofrecerse a hacerme de guía, pero debe recordar que no soy más que un pobre mortal, y no puedo nadar como lo hace una criatura del mar como usted…

    Antes de que el pescador pudiera seguir, la tortuga lo interrumpió:

    —¿Qué? No necesita nadar en absoluto. Si se sube a mi espalda, estaré encantado de llevarle hasta allí.

    —Pero ¿cómo voy a subirme en su pequeña espalda? —preguntó Urashima.

    —Puede parecerle absurdo, pero le aseguro que puede hacerlo. ¡Inténtelo! Venga, súbase a mi espalda, ¡a ver si es tan imposible como piensa!

    Cuando la tortuga terminó de hablar, Urashima miró su concha, y por extraño que pueda parecer, se dio cuenta de que la criatura había crecido tanto que un hombre podía montarse sin problemas en su espalda.

    —¡Qué maravilla! —dijo Urashima—. Bueno, señora Tortuga, con su permiso, me subiré a su espalda.

    La tortuga, sin cambiar de expresión, como si esto fuera lo más normal del mundo, dijo:

    —Ahora partiremos de viaje. —Con esas palabras saltó al mar con Urashima encima y rauda se sumergió. Durante mucho tiempo, los dos extraños compañeros atravesaron el mar. Urashima no se cansó en ningún momento, ni sus ropas se humedecieron en el agua. Al cabo de un tiempo, a lo lejos, una magnífica puerta apareció y, detrás de la misma, los largos y curvos tejados de un palacio.

    —Ahí —exclamó Urashima—. ¡Parece la puerta de un enorme palacio! Señora Tortuga, ¿puede decirme qué lugar es ese?

    —Esa es la gran puerta del Ryūgū-jō, el gran tejado que puedes ver es el del palacio.

    —Entonces, ya hemos llegado al reino del Rey Dragón del Mar.

La puerta del Ryūgū-jō.

   

    —Sí, por supuesto —respondió la tortuga—, ¿a que no hemos tardado nada? —Mientras hablaba, llegó al lado de la puerta—. Ya hemos llegado, por favor, camine a partir de aquí. —Después, la tortuga se adelantó y habló con el portero—: Este es Urashima Tarō, del país de Japón. Tengo el honor de traerlo como huésped de este reino. Por favor, cuide de él.

    Entonces, el portero, que era un pez, los llevó al otro lado de la puerta.

    Todos los vasallos de Ryūjin se acercaron para hacer reverencias corteses al extranjero.

    —¡Noble Urashima, noble Urashima! Bienvenido al Palacio del Mar, hogar del Rey Dragón del Mar. Sea tres veces bienvenido, pues desde un lejano país viene. ¡Qué deuda más grande tenemos con usted, señora Tortuga, por traernos a Urashima! —Después, se giraban de nuevo hacia el invitado—. Síganos, por favor. —Y todo el banco de peces se convirtió en su guía.

    Urashima, al ser solo un pobre pescadorcillo, no sabía cómo comportarse en un palacio tan majestuoso, pero, aunque todo le resultaba extraño, no sentía vergüenza o molestia alguna, sino que seguía a sus amables guías con calma hasta que lo llevaron al interior del palacio. Cuando llegó a la puerta, una hermosa princesa con sus doncellas salió a recibirlo. Era más hermosa que ninguna mujer, y estaba vestida con alegres ropas de ese suave verde que hay en las olas. Hilos de oro brillaban en las costuras de su vestido. Su adorable cabello negro caía sobre sus hombros como una cascada. Cuando habló, su voz resonó como música en el agua. Urashima estaba ensimismado mientras la miraba, y no podía hablar. Entonces, recordó que debía hacer una reverencia, pero antes de que pudiera hacerlo, la princesa lo tomó de la mano y lo guio a una hermosa sala, y allí, en el lugar de honor, lo hizo sentarse.

    —Urashima Tarō, me complace daros la bienvenida al reino de mi padre —dijo la princesa—. Ayer, liberasteis a una tortuga, y he mandado llamaros para agradeceros que salvarais mi vida, pues yo era aquella criatura. Ahora, si así lo deseáis, podéis quedaros a vivir aquí para siempre, pues esta es la tierra de la eterna juventud, donde el verano nunca acaba y la pena nunca llega. Y yo seré vuestra esposa, si me queréis, ¡y viviremos felices para siempre!

    Conforme escuchó sus dulces palabras, Urashima siguió observando su hermoso rostro y su corazón se llenó de maravilla y felicidad.

    —Mil gracias por sus amables palabras —respondió, preguntándose si no sería todo un sueño—. No hay nada que me pudiera hacer más feliz que vivir aquí contigo, en esta bella tierra de la que tanto he oído hablar, pero que no había visto hasta hoy. No tengo palabras para describir lo maravilloso que me parece este lugar.

    Mientras hablaba, otro banco de peces apareció, todos vestidos con ropajes ceremoniales y brillantes. Uno a uno, silenciosamente y con pasos medidos, entraron en la sala, con bandejas de coral que portaban delicias del mar, como nadie ha podido siquiera soñar. ¡Qué maravilloso banquete se dispuso ante los novios! El matrimonio se celebró con obnubilante esplendor, y todo el reino se alegró. En cuanto la pareja dijo los votos ante la copa matrimonial de sake, realizando así la san-san kudo1, empezó a sonar la música, y se cantaron canciones. Peces de escamas plateadas y colas doradas atravesaron las olas y danzaron. Urashima lo disfrutó con todo su corazón. Nunca se había encontrado ante un festín tan maravilloso.

    Cuando este terminó, la princesa preguntó a su esposo si querría pasear por el palacio para contemplar las vistas. Entonces, el feliz pescador, acompañado de su esposa, la hija del Rey del Mar, observó todas las maravillas que aquella tierra encantada donde la felicidad y la alegría van de la mano, y donde ni el tiempo ni la edad podían tocarles, tenía que ofrecer. El palacio estaba construido de coral y adornado con perlas, y la belleza del lugar era tal que ninguna palabra le haría justicia.

    Pero, para Urashima, lo más maravilloso del palacio era el jardín que lo rodeaba. Allí se podía ver al mismo tiempo el paisaje de las cuatro estaciones: todas las maravillas del verano, del invierno, de la primavera y del otoño se mostraban ante el visitante al mismo tiempo.

    Primero, al mirar al este, los ciruelos y los cerezos estaban en flor, los ruiseñores cantaban en las rosadas avenidas y las mariposas revoloteaban de flor en flor.

    Al sur, los árboles reverdecían al calor del verano, y la cigarra y el grillo ruidosamente se llamaban.

    Al oeste, los sauces de otoño se recortaban contra el ocaso, y los crisantemos florecían perfectos.

    Al norte, el cambio sorprendió a Urashima, pues el suelo, plateado por la nieve, brillaba y los árboles y el bambú se doblaban bajo el gentil peso de los copos que caían. El hielo cubría con tesón el pequeño lago.

    Cada día, nuevas alegrías y maravillas alcanzaban a Urashima, y tan grande era su felicidad que se olvidó de todo, incluso del hogar que había abandonado y de los padres y el país que había dejado atrás. Tres días pasaron sin que su mente alcanzara a recordarlos. Al tercer día, volvieron a su mente, y pensó que no pertenecía a aquella tierra.

    —¡Oh! —se dijo—. No debo quedarme, pues tengo unos ancianos padres en casa. ¿Qué puede haberles pasado en este tiempo? Qué nerviosos deben estar al ver que no volvía a la hora de costumbre. Debo volver al momento, ni un día más puedo quedarme. —Y empezó a prepararse para su viaje con mucha prisa.

    Después, se acercó a su hermosa esposa, la princesa, y con una profunda reverencia dijo:

    —Ay, he sido tan feliz con vos durante este largo tiempo, noble Otohime y no tengo palabras para agradecer vuestra amabilidad. Pero ahora debo despedirme. He de volver con mis ancianos padres.

    —¿Acaso no sois feliz conmigo, Urashima? —dijo con tristeza y suavidad, mientras lágrimas plateadas caían por sus mejillas—. ¿Tan pronto deseáis abandonarme? ¿Qué prisa hay? ¡Quedaos conmigo otro día!

    Pero Urashima había recordado a sus ancianos padres, y en Japón el deber para con los padres es más fuerte que cualquier otra cosa, ya sea amor o placer, y no pudo convencerlo.

    —Debo marchar. No creáis que deseo abandonaros. No sois vos, soy yo, que tengo que cuidar a mis ancianos padres. Dejadme ir un día y volveré después.

    —Entonces —dijo con lástima la princesa—, nada puedo hacer. Os mandaré de vuelta hoy, y, en lugar de intentar manteneros conmigo un día más, os daré esta muestra de mi amor. Por favor, lleváosla. —Y le entregó una bella caja lacada atada con una cuerda de seda y borlas rojas.

    Urashima había recibido tanto de la princesa, que sintió vergüenza a la hora de aceptar el regalo.

    —No parece correcto que reciba otro regalo más, después de todos los favores que me habéis hecho, pero ya que me lo pedís, así lo haré. —Después preguntó—: ¿Qué es?

    —Esa —respondió la princesa— es la tamate-bako («Caja de la mano enjoyada»), y contiene algo muy valioso. ¡No debéis abrir la caja en ningún caso! ¡Si lo hacéis, algo horrible os sucederá! ¡Prometedme que nunca la abriréis!

    Y eso hizo Urashima. Prometió que nunca, en ningún caso, bajo ningún concepto, abriría la caja.

    Después de despedirse de la princesa, volvió a la playa. La princesa y sus doncellas lo acompañaron y allí descubrió una gran tortuga que lo estaba esperando.

    Se montó rápidamente en el lomo de la criatura y lo llevó al este por el brillante mar. Se dio la vuelta para despedirse de la princesa hasta que ya no pudo verla, y la tierra del Rey del Mar y los tejados del maravilloso palacio se perdieron en el horizonte. Después, con el rostro entusiasmado, se giró hacia su propia tierra, donde buscó las azules colinas en el horizonte que se abría ante él.

    Por fin, la tortuga lo llevó a la bahía que tan bien conocía, y de allí a la playa de donde había partido. Pisó tierra y miró a su alrededor mientras la tortuga volvía al Ryūgū-jō.

    Pero ¿qué extraño terror inundó a Urashima mientras miraba su alrededor? ¿Por qué miraba tan fijamente a la gente que pasaba por su lado y por qué estos le devolvían la misma mirada? La playa era la misma y las colinas también, pero la gente que veía caminar ante él tenía rostros muy diferentes de los que él tan bien conocía.

    Se preguntó por qué sería mientras caminaba a toda prisa hacia su antigua casa. Incluso esta parecía diferente, pero estaba en el mismo lugar.

    —¡Padre, ya he vuelto! —gritó mientras estaba a punto de entrar. Entonces, vio salir de allí a un extraño.

    «Tal vez mis padres se han mudado mientras estaba fuera, y se han marchado a otro lugar», pensó el pescador. A pesar de eso, empezó a sentir una extraña ansiedad, que no sabía reconocer.

    —Perdone —dijo al hombre que se había quedado mirándolo—, hasta hace unos días vivía en esta casa. Me llamo Urashima Tarō. ¿Dónde han ido mis padres?

    Una expresión muy confusa se reflejó en el rostro del hombre, y, mirando fijamente el rostro de Urashima, dijo:

    —¿Qué dice? ¿Es usted Urashima Tarō?

    —Así es —dijo el pescador—. ¡Soy Urashima Tarō!

    —¡Ja, ja! —rio el hombre—. No deberías hacer chistes así. Es cierto que hace mucho tiempo un hombre con ese nombre vivió en esta aldea, pero de eso hace trescientos años. ¡No puede seguir vivo!

    Cuando Urashima escuchó esto se asustó.

    —Por favor, por favor, no haga esas bromas. Estoy perplejo. De verdad, soy Urashima Tarō, y no he vivido trescientos años. Hasta hace cuatro o cinco días vivía aquí. Dime lo que quiero saber sin más bromas de mal gusto, por favor.

    Pero el rostro del hombre estaba cada vez más serio.

    —Seas o no Urashima Tarō, el hombre del que yo he oído hablar vivió hace trescientos años. ¿No serás su espíritu que vuelve a casa?

    —¿Por qué se burla de mí? —dijo Urashima—. ¡No soy ningún espíritu! ¡Estoy vivo! ¿Acaso no ve mis pies? —dijo, dando un par de pisotones, pues es bien sabido que los fantasmas no tienen pies.

    —Pero yo todo lo que sé es lo que está escrito en las crónicas de la aldea, y ese Urashima Tarō vivió hace trescientos años —dijo el hombre, que no podía creerse las palabras del pescador.

    Urashima estaba confuso y molesto. Se quedó mirando a su alrededor, completamente perdido. Todo parecía diferente a como él lo recordaba, y tuvo el presentimiento maldito de que lo que decía el hombre tenía algo de verdad. Parecía encontrarse en un extraño sueño. Los pocos días que había pasado en el Ryūgū-jō en el mar no habían sido días realmente, habían sido siglos. En ese tiempo, todos aquellos a los que conocía habían muerto y la aldea había escrito su nombre en la historia. No tenía sentido seguir allí. Debía volver con su hermosa esposa en el mar.


Un bonita nube de humo morado salió de la caja.

   

    Volvió a la playa, con la caja que su princesa le había dado en la mano. ¿Por dónde debía ir? No podía volver solo. De repente, recordó la tamate-bako.

    —La princesa me dijo cuando me dio la caja que nunca la abriera, que contenía algo precioso. Pero ahora que no tengo hogar, que he perdido todo lo que me era querido, y mi corazón se llena de amargura, ahora, si abro la caja, sin duda encontraré algo que me ayudará. Seguro que es algo que me llevará con mi princesa en el mar. No queda nada más que hacer. Sí, sí. ¡Abriré la caja y miraré!

    Y así su corazón aceptó esa desobediencia, e intentó convencerse de que hacía lo correcto al romper su promesa.

    Muy lentamente, desató la cuerda de seda roja, lentamente y maravillado, y levantó la tapa de la preciada caja. «¿Qué fue lo que encontró?», os preguntaréis. Pues le pareció extraño que solo una hermosa y pequeña nube púrpura saliera en tres suspiros de su interior. Por un instante cubrió su rostro y se agitó como si se apenara de marcharse, pero luego se apartó de él como el vapor que sale del mar.

    Urashima, que hasta ese momento había sido un joven fuerte y hermoso de veinticuatro años, de repente se hizo muy, muy viejo. Su espalda se inclinó con la edad, su cabello se volvió blanco como la nieve, su rostro se arrugó y cayó muerto en la playa.

    ¡Pobre Urashima! Por su desobediencia, no pudo volver al reino de Ryūjin ni regresó con su amada princesa en el mar.

    Niños, nunca desobedezcáis a aquellos más sabios que vosotros, pues la desobediencia es el inicio de todas las miserias y tristezas de la vida.

        1 Ceremonia matrimonial en la que los novios comparten una copa de sake, que luego pasan a las familias para que atestigüen la unión.

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