miércoles, 6 de marzo de 2019

La historia del hombre que no quería morir

Hace mucho, mucho tiempo, vivía un hombre a quien llamaban Sentarō. Su apellido significaba «Millonario», pero, aunque no era tan rico como para merecerlo, estaba lejos de ser pobre. Había heredado una pequeña fortuna de su padre y vivía de ello, pasando el tiempo sin preocupaciones, sin pensar en ningún momento en trabajar, hasta que tuvo treinta y dos años.

    Un día, sin ninguna razón aparente, el pensamiento de la muerte y la enfermedad le asaltó. La idea de caer enfermo o morir lo molestaba mucho.

    —Me gustaría vivir —se dijo— hasta los quinientos o seiscientos años al menos, libre de toda enfermedad. La duración habitual de la vida de un hombre es muy corta.

    Se preguntó si sería posible, viviendo sencilla y frugalmente a partir de aquel momento, prolongar su vida hasta ese punto.

    Sabía que había mucha gente en las antiguas historias de los emperadores que había vivido mil años. Además, de una princesa de Yamato se decía que alcanzó los quinientos años. Esa era la última historia reconocida de una vida especialmente larga.

    Sentarō había oído a veces la historia del rey Shin no Shiko. Fue uno de los gobernantes más hábiles y poderosos de la historia china. Construyó todos los grandes palacios y la famosa Gran Muralla China. Consiguió todo lo que pudo querer del mundo, pero a pesar de toda su felicidad, sus lujos y el esplendor de su corte, la sabiduría de sus consejeros y la gloria de su reino, era miserable porque sabía que un día iba a morir y a perderlo todo.

    Cuando Shin no Shiko se iba a la cama por la noche, cuando se levantaba por la mañana, y conforme pasaba el día, el pensamiento de la muerte siempre lo acompañaba. No podía librarse de él. Ah, si solo pudiera encontrar el Elixir de la Vida, sería feliz.

    Al final, el emperador convocó una reunión de sus cortesanos y les preguntó si no podrían encontrarle el Elixir de la Vida, del que tanto había leído y escuchado.

    Un viejo cortesano, llamado Jofuku, dijo que más allá de los mares había un país llamado Horaizan, y que ciertos ermitaños que vivían allí poseían el secreto del Elixir de la Vida. Quien bebiera tan maravilloso líquido viviría para siempre.

    El emperador ordenó a Jofuku partir hacia la tierra de Horaizan, encontrar a los ermitaños y traerle un vial del mágico elixir. Le dio uno de sus mejores juncos, lo preparó todo para él y lo cargó con grandes cantidades de tesoros y piedras preciosas para llevar como regalo a los ermitaños.

    Jofuku partió hacia allí, pero nunca volvió a ver al emperador. Desde entonces, se dice que el monte Fuji es el fabuloso Horaizan y por tanto la casa de los ermitaños que poseían el secreto del elixir. Jofuku se convirtió en el protector de sus secretos y su divino patrón dentro del Shinto.

    Sentarō se decidió a partir en busca de los ermitaños y, si podía, convertirse en uno de ellos, para poder obtener el agua de la perpetua vida. Recordó que, de niño, le habían dicho que esos ermitaños no solo vivían en el monte Fuji sino que vivían en todos los grandes picos.

    Así que dejó su vieja casa al cuidado de sus familiares, y empezó su viaje. Atravesó todas las regiones montañosas del país, escalando hasta las cumbres de los picos más altos, pero nunca consiguió encontrar ningún ermitaño.

    Al final, después de vagar por una región desconocida muchos días, conoció a un cazador.

    —¿Puedes decirme —preguntó Sentarō— dónde viven los ermitaños que poseen el secreto del Elixir de la Vida?

    —No —dijo el cazador—. No sé decirte dónde viven, pero hay un notorio ladrón por esta zona. Se dice que lidera una banda de doscientos hombres.

    La extraña respuesta irritó mucho a Sentarō, y pensó cuán estúpido era perder el tiempo buscando así a los ermitaños, así que decidió ir al altar de Jofuku, que era adorado como el patrón de los ermitaños del sur de Japón.

    Sentarō se acercó al altar y rezó durante siete días, pidiendo a Jofuku que lo guiara hasta un ermitaño que pudiera darle lo que él tanto quería.

    A medianoche del séptimo día, mientras Sentarō se arrodillaba en el templo, la puerta del sancta sanctorum se abrió de repente y apareció Jofuku en una nube luminosa, y pidió a Sentarō que se acercara.

    —Tu deseo es muy egoísta y no te lo puedo conceder con facilidad. Piensas que te gustaría convertirte en un ermitaño para encontrar el Elixir de la Vida. ¿Sabes cuán dura es la vida de uno? Solo se les permite comer frutas y moras, y la corteza de los pinos; un ermitaño debe alejarse del mundo para que su corazón sea tan puro como el oro y esté libre de todo deseo terrenal. Poco a poco, después de seguir estas estrictas reglas, el ermitaño deja de sentir hambre, frío o calor, y su cuerpo se vuelve tan ligero que puede montar en un cuervo o en una carpa, y puede caminar sobre el agua sin sentir los pies mojarse.

    »Tú, Sentarō, gustas de la buena vida y de todas las comodidades. No eres ni siquiera como un hombre común, pues eres especialmente vago, y más sensible al calor y al frío que la mayoría de la gente. ¡Nunca podrías ir descalzo o vestirse solo con un fino vestido en invierno! ¿Crees que tendrías la paciencia o la resistencia para llevar la vida de un ermitaño?

    »Como respuesta a tus plegarias, sin embargo, te ayudaré a encontrar otro camino. Te mandaré al país de la Vida Eterna, donde la muerte nunca llega, ¡donde la gente vive para siempre!

    Tras decir esto, Jofuku puso en la mano de Sentarō una pequeña grulla hecha de papel, diciéndole que se sentara en su lomo y lo llevaría allí. Sentarō obedeció, admirado. La grulla creció lo suficiente para montarla cómodamente. Después extendió las alas, se alzó en el aire y voló sobre las montañas directamente hacia el mar.

La grulla voló hacia el mar.

   

    Al principio, Sentarō se asustó, pero, poco a poco, se acostumbró al ligero vuelo por el aire. Y así siguieron durante miles de kilómetros. El pájaro no descansó ni comió, pues al ser de papel ningún sustento necesitaba y, lo que era más extraño, tampoco Sentarō lo necesitó.

    Después de unos cuantos días, llegó a la isla. La grulla voló sobre la tierra y después aterrizó.

    Cuando Sentarō se bajó del lomo del pájaro, la grulla se dobló por su propia cuenta y se metió en su bolsillo.

    Sentarō empezó a mirar a su alrededor, sorprendido; tenía curiosidad de ver cómo era el país de la Vida Eterna. Dio un paseo primero por el campo y luego a través del pueblo. Todo era, por supuesto, bastante extraño, diferente de su propia tierra. Pero tanto el lugar como la gente parecían prósperos, así que decidió que sería bueno para él quedarse allí y asentarse en uno de los hoteles.

    El propietario era un hombre amable y, cuando Sentarō dijo que era un forastero pero que quería vivir allí, le prometió arreglar un encuentro con el gobernador de la ciudad. Incluso encontró una casa para su invitado. Así, Sentarō obtuvo su gran deseo y se convirtió en residente del país de la Vida Eterna.

    Por lo que recordaban los isleños, ningún hombre había muerto allí, y las enfermedades eran algo desconocido. Los sacerdotes habían llegado allí desde India y China y les hablaron de un bello país llamado Paraíso, donde la felicidad, la dicha y la alegría llenaban los corazones de los hombres, pero sus puertas solo podían alcanzarse mediante la muerte. La tradición se perdía en los albores del tiempo y nadie sabía exactamente qué era la muerte, excepto que llevaba a Paraíso.

    A diferencia de Sentarō y del resto de gente ordinaria, en lugar de tener verdadero temor de la muerte, todos, tanto ricos como pobres, lo veían como algo bueno y deseable. Estaban cansados de sus largas, largas vidas y deseaban ir a la feliz tierra de la alegría llamada Paraíso de la que les hablaron los sacerdotes siglos antes.

    Todo esto descubrió Sentarō al hablar con los isleños. Pensó que debía encontrarse en la Tierra al Revés, porque nada tenía sentido. Todo funcionaba al revés. Había deseado escapar de la muerte, para ello, se había ido a la tierra de la Vida Eterna con alegría y felicidad. Y ahora lo mortificaba ver que sus habitantes, malditos con la eternidad, considerarían una bendición encontrar la muerte.

    Lo venenoso en el mundo normal, esa gente lo comía como si fuera buena comida, y todas las delicias que había apreciado en su antigua vida las rechazaban. Cuando los mercaderes de otros países llegaban, los ricos se acercaban en busca de venenos. Se los bebían con fruición, esperando que la muerte llegara para poder ir a Paraíso.

    Pero lo que eran venenos mortales en otras tierras no tenían efecto en este lugar tan extraño, y la gente se los bebía con la esperanza de morir, solo para descubrir que al poco tiempo se sentían mejor en vez de peor.

    En vano, trataban de imaginar cómo podía ser la muerte. Los ricos hubieran dado todo su dinero y sus bienes solo para acortar las vidas en doscientos o trescientos años. Para todas estas personas, vivir para siempre solo daba más posibilidades de sentirse triste y cansado.

    En las farmacias, había un medicamento que siempre tenía mucha demanda, pues después de usarlo durante cien años, se suponía que hacía que el pelo se volviera gris y ponía mal del estómago al paciente.

    Sentarō vio sorprendido cómo servían el venenoso pez globo en restaurantes como un plato maravilloso, y los tenderos de las calles vendían salsas hechas de moscas españolas. Nunca vio a nadie enfermar por comer esas horribles cosas, ni siquiera se acatarraban.

    Sentarō estaba feliz. Se dijo que nunca se cansaría de vivir, y que consideraría profano desear la muerte. Se dijo que era el único hombre feliz en la isla. Por su parte, él deseaba vivir miles de años y disfrutar de la vida. Puso un negocio y ni se le pasó por la cabeza volver a su tierra de origen.

    Conforme pasaron los años, sin embargo, las cosas no fueron tan sencillas como al principio. Tuvo graves pérdidas en sus negocios y varias veces hubo asuntos complicados con sus vecinos. Por ello, se sintió incómodo.

    El tiempo pasaba como el vuelo de una flecha para él, pues estaba ocupado desde la mañana hasta la noche. Trescientos años pasaron de esta forma monótona, y al final empezó a estar cansado de la vida en ese país, y deseaba ver su propia tierra y su vieja casa. Viviera cuanto viviera, todo sería lo mismo, así que, ¿no sería estúpido y agotador quedarse allí para siempre?

    Sentarō, con su deseo de escapar del país de la Vida Eterna, recordó a Jofuku, que lo había ayudado cuando deseaba escapar de la muerte, y le pidió que lo devolviera a su propia tierra.

    En cuanto lo hizo, la grulla de papel salió de su bolsillo. Sentarō se sorprendió de que no hubiera sufrido ningún daño en todos aquellos siglos. Una vez más, el pájaro creció y creció hasta que volvió a ser lo suficientemente grande para que se montara sobre él. Cuando lo hizo, la grulla extendió sus alas y volaron. Atravesó rápidamente el mar en dirección a Japón.

    Sin embargo, tal es la naturaleza del hombre que no pudo evitar mirar atrás y arrepentirse de todo lo que había dejado detrás. Intentó detener al pájaro en vano. La grulla mantuvo su camino durante miles de kilómetros a través del océano.

Llamó con fuerza a Jofuku para que lo salvara.

   

    Entonces llegó una tormenta, y la maravillosa grulla de papel se empapó, se arrugó y cayó al mar. Sentarō fue con ella. Muy asustado ante la idea de ahogarse, llamó con fuerza a Jofuku para que lo salvara. Miró a todas partes, pero no había ningún barco a la vista. No pudo evitar que entrara una gran cantidad de agua en su garganta, lo que no hizo más que empeorar las cosas. Mientras estaba luchando para mantenerse a flote, vio al monstruoso tiburón que nadaba hacia él. Conforme se acercaba, abrió su enorme boca, listo para devorarlo. Sentarō se quedó paralizado del miedo, ahora que sentía su fin tan cercano, y volvió a gritar con todas sus fuerzas para que Jofuku se acercara y lo rescatara.

    Asombraos pues, ya que Sentarō se despertó por sus propios gritos, para descubrir que durante su larga plegaria se había quedado dormido ante el altar y que sus extraordinarias y aterradoras aventuras habían sido un sueño tenebroso. Sentía el frío sudor caer por el miedo y la confusión.

    De repente, una brillante luz se le acercó y allí se encontraba un mensajero. Este sostenía un libro en las manos.

    —Me envía Jofuku quien, en respuesta a tus plegarias, te ha permitido ver en un sueño la tierra de la Vida Eterna. Pero te aburriste de vivir allí y suplicaste que te permitiera volver a tu tierra y morir. Jofuku, para poder probarte, permitió que cayeras al mar, y después envió a un tiburón para que te comiera. Pero tu deseo de morir no era real, pues incluso en aquel momento gritaste y pediste ayuda con todas tus fuerzas.

    »Es en vano que desees, por tanto, convertirte en un ermitaño, o encontrar el Elixir de la Vida. Esas cosas no son para la gente como tú, tu vida no es lo suficientemente austera. Es mejor que vuelvas a tu casa y vivas una vida larga y provechosa. Recuerda siempre los aniversarios de tus ancestros y asegura el futuro de tus hijos. Así vivirás una vida larga y feliz, pero abandona el vano deseo de escapar a la muerte, pues ningún hombre puede hacerlo. Ya debes haber descubierto, además, que, incluso cuando se consiguen, los deseos egoístas no traen la felicidad.

    »En este libro que te doy hay muchos preceptos que deberías conocer. Estúdialos, para que te guíen de la mejor manera posible.

    El ángel desapareció en cuanto terminó de hablar, y Sentarō se tomó en serio el mensaje. Con el libro en la mano, volvió a su antigua casa y abandonó todos sus deseos vanos, intentó vivir una vida buena y útil y siguió las lecciones del libro, y así él y su linaje prosperaron desde entonces.

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