miércoles, 6 de marzo de 2019

El espejo de Matsuyama

Una historia del antiguo Japón

   

   

    Hace muchos años, en Japón, vivían en la provincia de Echigo, una parte remota de Japón incluso en la actualidad, un hombre y su mujer. Llevaban casados varios años y habían sido bendecidos con una hija pequeña. Era la alegría y el orgullo de sus vidas, y en ella tenían una fuente interminable de felicidad para su vejez.

    Los días grabados con letras doradas en sus memorias eran los que habían marcado su crecimiento desde su nacimiento: la visita al templo a los treinta días, con su orgullosa madre llevándola, vestida con un kimono ceremonial, para ponerla bajo la protección del dios de la familia; su primer festival de las muñecas, cuando sus padres le regalaron unas cuantas con sus objetos diminutos y cada año le daban una nueva; y, tal vez la ocasión más importante de todas: su tercer cumpleaños, cuando ataron su primer obi escarlata y dorado alrededor de su diminuta cintura, señal de que había abandonado la infancia y se había convertido en una niña. Cuando cumplió los siete años, y hubo aprendido a hablar y a atenderles de esas pequeñas maneras que tanto afectaban al corazón de sus adorados padres, la copa de su felicidad parecía llena. No podía haber en todo el Imperio una familia más feliz.

    Un día, hubo mucha alegría en la casa, pues de repente habían convocado al padre a la capital por negocios. En estos días de ferrocarriles y jinrikisha1, y otros rápidos medios de transporte, es difícil percatarse de lo que un viaje de Matsuyama a Kioto suponía. Las carreteras eran duras y malas, y la gente común tenía que andar todo el camino, aunque fueran cientos de kilómetros. Sin duda, en aquellos días era tan difícil ir a la capital como para un japonés actual ir a Europa.

    Así que la esposa estaba muy ansiosa mientras ayudaba a su marido a prepararse para el largo viaje, al saber qué tarea tan ardua le esperaba. En vano deseó acompañarlo, pero la distancia era demasiado grande para una madre y una niña. Además, la tarea de la esposa era ocuparse del hogar.

    Cuando por fin estuvo preparado para el viaje, toda la pequeña familia se reunió en el porche.

    —No te pongas nerviosa, volveré pronto —dijo el hombre—. Mientras estoy lejos, cuida de todo, en especial de nuestra pequeña hija.

    —Sí, nosotros estaremos bien, pero tú debes tener cuidado y no tardar un día más de lo necesario en volver con nosotras —dijo la esposa, mientras las lágrimas caían como lluvia de sus ojos.

    La pequeña era la única que sonreía, pues no comprendía la tristeza de la separación, y no sabía que ir a la capital era muy diferente que caminar hasta el pueblo cercano, lo que su padre hacía a menudo. Corrió a su lado y agarró su larga manga para que se detuviera un momento.

    —Padre, seré buena mientras espero tu vuelta, así que, por favor, tráeme un regalo.

    Cuando el padre se volvió a echar una última mirada a su llorosa esposa y a la sonriente y nerviosa niña, tan difícil le resultaba alejarse que sintió como si alguien tirara de su cabello para que se quedara, pues nunca habían estado separados antes. Pero él sabía que tenía que irse, pues la convocatoria era imperativa. Con mucho esfuerzo, dejó de pensar en ello y se giró con resolución, atravesó rápidamente el pequeño jardín y salió por la puerta. Su esposa, cogiendo a la niña en sus brazos, corrió hasta la puerta y lo vio pasar por la carretera entre los pinos hasta que se perdió en la niebla de la distancia. Lo último que pudo ver fue la punta doblada de su sombrero, que no tardó en desaparecer también.
Lo vieron pasar por la carretera.

   

    —Ahora que Padre se ha ido, tú y yo debemos cuidar de todo hasta que vuelva —dijo la madre mientras volvían a la casa.

    —Sí, seré muy buena —dijo la niña, asintiendo—, y cuando Padre vuelva a casa, por favor, dile lo buena que he sido y tal vez así me dé un regalo.

    —Seguro que Padre te trae algo que te guste mucho. Lo sé, pues le he pedido que te traiga una muñeca. Debes pensar en tu padre todos los días, y rezar por que tenga un buen viaje hasta que vuelva.

    —Oh, sí, cuando vuelva a casa verá lo feliz que soy —dijo la niña, dando palmadas, con el rostro brillante de felicidad. A la madre le pareció que cuanto más tiempo miraba el rostro de la niña, más crecía su amor.

    Entonces se puso a trabajar para hacer las ropas de invierno para los tres. Sacó su rueca de madera sencilla y preparó el hilo antes de tejer las cosas. En los intervalos de su trabajo, dirigió los juegos de la pequeña niña y la enseñó a leer las antiguas historias de su país. Así se consoló la esposa en el trabajo durante los solitarios días de la ausencia de su marido. Mientras el tiempo pasaba rápido en la silenciosa casa, el marido terminó sus negocios y volvió.

    El hombre había cambiado tanto durante su viaje, que ni siquiera sus amigos más cercanos lo hubieran reconocido con facilidad. Había viajado día tras día, expuesto a las lluvias y al calor, durante un mes entero, y su piel estaba bronceada por el sol, pero su amada esposa e hija lo reconocieron nada más verlo y corrieron a abrazarlo desde ambos lados, cada una tirando de las mangas para saludarlo con emoción poco contenida. El hombre y su esposa se alegraron de ver que el otro estaba bien. La madre y la hija le ayudaron a desatarse las sandalias de paja, dejó su gran sombrero de ala ancha y se sentó de nuevo entre las dos en el viejo salón familiar que tan vacío había estado en su ausencia.

    En cuanto se sentaron en las esterillas blancas, el padre abrió una cesta de bambú que había traído con él, y sacó una hermosa muñeca y una caja lacada llena de pasteles.

    —Aquí tienes —le dijo a la pequeña—. Un regalito para ti. Es un premio por cuidar tan bien a tu madre y la casa mientras estaba fuera.

    —Gracias —dijo la niña, inclinando la cabeza hasta el suelo, y después puso su mano como si fuera una pequeña hoja de arce, con los dedos ansiosos por tomar una muñeca y la caja. Ambas, al venir de la capital, eran más hermosas que nada que hubiera visto. No había palabras para expresar la felicidad de la pequeña niña, su rostro parecía arder de felicidad y no podía ver ni pensar en otra cosa.

    Después, el marido volvió a revolver en la cesta y esta vez sacó una caja de madera cuadrada, cuidadosamente atada con hilo rojo y blanco, y se la dio a su esposa.

    —Y esto es para ti.

    La esposa tomó la caja y la abrió con cuidado para sacar un disco de metal con asa. Un lado era brillante como un cristal, y el otro lado estaba cubierto de un grabado de pinos y cigüeñas, que había sido tallado en su suave superficie como si fueran reales. Nunca había visto algo así en su vida, pues había nacido y crecido en la provincia rural de Echigo. Miró el disco brillante y se sorprendió al ver su rostro.

    —¡Veo a alguien en esta cosa redonda! ¿Qué es lo que me has dado?

    El marido se rio.

    —Vaya, pues es tu propio rostro. Lo que te he traído se llama espejo y quienquiera que mire en su superficie podrá ver su propio rostro reflejado. Aunque no se puede ver en un sitio tan alejado como este, se han usado en la capital desde tiempos antiguos. Allí, el espejo se considera un objeto necesario para una mujer. Hay un viejo proverbio que dice: «Si la espada es el alma del samurái, el espejo lo es de la mujer», y según la tradición popular, el espejo de una mujer muestra su propio corazón, si lo mantiene limpio y brillante, su corazón es igual de puro y bueno. Es también uno de los tesoros que forman las joyas del emperador. Debes guardar con cuidado tu espejo y usarlo con amor.

    La esposa escuchó a su marido y se alegró de aprender tantas cosas que desconocía. Y le gustó aún más el precioso regalo, un símbolo de su amor mientras había estado lejos.

    —Si el espejo simboliza mi alma, sin duda lo atesoraré como una posesión valiosa y nunca lo usaré descuidadamente —dijo. Lo levantó hasta su frente, para agradecer el regalo y después lo guardó en la caja y se lo llevó.

    La esposa vio que su marido estaba muy cansado y se puso a servir la cena y a preparar todo para que estuviera cómodo. La pequeña familia pensó que no había conocido la verdadera felicidad antes; así de alegres estaban de volver a estar juntos, y esa noche el padre contó muchas anécdotas de su viaje y de todo lo que había visto en la capital.

    Pasó el tiempo en la tranquila casa, y los padres vieron que sus deseos más profundos tomaron forma conforme su hija creció desde la infancia hasta ser una bella joven de dieciséis años. La habían criado con incesante amor y cuidado como si fueran dueños de una gema de incalculable valor. Y ahora su esfuerzo recibía una recompensa doble. Qué calma era para su madre que fuera por la casa ocupándose de las tareas, y cuán orgulloso estaba su padre de ella, pues le recordaba a su esposa cuando la vio por primera vez.

    Pero, por supuesto, en este mundo nada dura para siempre. Ni siquiera la luna tiene una forma perfecta, sino que pierde su redondez con el tiempo y las flores crecen y se marchitan. Así, la felicidad de la familia se rompió debido a una gran desgracia: la buena y gentil mujer y madre cayó enferma un día.

    En los primeros días de su enfermedad, el padre y su hija pensaron que era solo un catarro y no se preocuparon demasiado. Pero los días pasaron y la madre no mejoró, sino que empeoró y el doctor estaba asombrado, pues a pesar de todo lo que hacía la pobre mujer se debilitaba cada día. El padre y la hija estaban desconsolados por la pena, y día y noche pasaban al lado de la madre. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, la vida de la mujer no pudo salvarse.

    Un día, mientras la chica estaba sentada en la cama de su madre, intentando ocultar con una alegre sonrisa la preocupación que le reconcomía el corazón, la madre se levantó y tomó su mano, y la miró directa y amorosamente a los ojos. Su respiración era trabajosa y habló con dificultad.

    —Hija mía. Estoy segura de que nada puede salvarme ahora. Cuando muera, prométeme que cuidarás a tu amado padre e intentarás ser una buena y trabajadora mujer.

    —Oh, madre —dijo la chica mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. No debes decir esas cosas. Todo lo que tienes que hacer es apresurarte a ponerte bien, eso será lo que más felices nos hará a Padre y a mí.

    —Sí, lo sé, y es una alegría para mí ver en mis últimos días cómo deseáis que mejore, pero no va a suceder. No te entristezcas tanto, pues era mi destino desde mi estado anterior de existencia que moriría en esta vida justo en este momento; al saberlo, me he resignado a mi destino. Ahora te daré algo para que me recuerdes estés donde estés cuando muera.

La madre se incorporó y tomó la mano de su hija.

   

    Sacó la mano y sacó de un lado de la almohada una caja cuadrada de madera atada con una cuerda de seda borlada. Tras deshacer los nudos con cuidado, sacó el espejo que su marido le había regalado años antes.

    —Cuando eras pequeña, tu padre fue a la capital y me trajo como regalo este tesoro: es un espejo. Esto es lo que te doy antes de morir. Si, cuando haya dejado de estar en esta vida, te sientes sola y deseas verme, saca este espejo y en su clara y brillante superficie siempre me verás, así podrás encontrarte conmigo a menudo y contarme las penas que te aquejen, y, aunque no seré capaz de hablar, te entenderé y te compadeceré, pase lo que pase. —Con estas últimas palabras, la mujer moribunda le dio el espejo a su hija.

    La mente de la buena madre pareció quedarse en calma, y volvió a hundirse en el lecho. Sin decir ni una palabra más, su espíritu pasó tranquilo al Otro Mundo ese mismo día.

    La hija y el padre estaban desolados y confusos, y se abandonaron a su amarga pena. Sentían que era imposible olvidar a la amada mujer que hasta ese momento había llenado sus vidas y enterrar su cuerpo sin más. Pero ese estallido inevitable de lamentaciones pasó, y a pesar de estar conmocionados por la resignación, recuperaron el control de su corazón. Aun así, a la hija le parecía que su vida había quedado desolada. El amor que sentía por su madre no disminuyó con el tiempo, y tanto quería recordarla, que todo en su vida diaria, hasta la lluvia y el viento, le recordaban la muerte de su madre y todo lo que habían amado y compartido juntas. Un día, mientras su padre estaba fuera, y ella estaba haciendo las tareas de la casa sola, su soledad y su pena la abrumaron. Se tiró al suelo de la habitación de su madre y lloró como si su corazón se hubiera roto. Pobre niña, pues solo ansiaba un vistazo del rostro amado, el sonido de su voz llamándola, o el olvido momentáneo del doloroso vacío de su corazón. De repente, se irguió. Por fin se acordó de las últimas palabras de su madre.

En el espejo vio reflejada la cara de su madre.

   

    —¡Oh! Mi madre me dijo cuando me dio el espejo como regalo de despedida, que cuando mirara en él podría verla. Casi me había olvidado de sus últimas palabras, ¡qué estúpida soy! ¡Tomaré el espejo y veré si es posible!

    Se secó rápido los ojos y se acercó al armario donde había guardado la caja que contenía el espejo. Su corazón latía con fuerza por la expectación al levantar el espejo y mirar en su cara pulida. ¡Sorprendente, las palabras de su madre eran verdaderas! «Sabe cuán miserable me siento y ha venido a reconfortarme. Cuando quiera verla, se encontrará conmigo pronto, ¡qué agradecida estoy!», se asombró la chica.

    Y, desde entonces, el peso de la lástima que había en su corazón se aligeró en gran medida. Todas las mañanas, para conseguir fuerza para los trabajos que el día ponía ante ella, y todas las noches, para consolarse antes de irse a descansar, la joven sacaba el espejo y miraba su reflejo que, con la sencillez de su inocente corazón, creía que era el alma de su madre. Cada día se parecía más a su madre muerta, y era gentil y amable con todos, una buena hija para su padre.

    Pasó un año de luto así en la pequeña casa, cuando, por recomendación de sus conocidos, el hombre volvió a casarse, y la hija se vio ahora bajo la autoridad de una madrastra. Era una posición difícil, pero los días que pasó recordando a su amada madre y al querer ser lo que su madre quería que fuera, hicieron a la joven dócil y paciente y ahora estaba decidida a ser una buena hija para la esposa de su padre en todos los aspectos. Todo iba bien aparentemente en la familia. Durante algún tiempo, bajo el nuevo régimen, no hubo ningún torbellino ni olas de desacuerdo que enturbiasen la superficie de la vida diaria, y el padre estaba feliz.

    Pero la mujer corre el peligro de ser cruel y envidiosa, y así son las madrastras proverbialmente en todo el mundo, y las primeras sonrisas que mostró no llegaban a sus ojos. Conforme los días y las semanas se convirtieron en meses, la madrastra empezó a ser cruel con la huérfana, e intentó posicionarse entre el padre y la niña.

    Algunas veces se acercaba a su marido y se quejaba del comportamiento de su hijastra, pero el padre sabía que esto era lo esperable, no se fijó en sus quejas con mala intención. En vez de disminuir el afecto hacia su hija, como la mujer deseaba, sus gruñidos solo le hacían quererla más. La mujer pronto vio que él empezaba a mostrar más preocupación por su solitaria niña que antes. Esto no le gustó nada, y empezó a devanarse los sesos pensando cómo podría, de cualquier forma, echar a la hijastra de la casa. Así de podrido tenía el corazón.

    Vigiló a la chica con cuidado, y, mirando un día en su habitación de buena mañana, pensó que había descubierto un pecado suficientemente grave como para acusar a la niña ante su padre. La propia mujer estaba un poco asustada por lo que había visto.

    Entonces fue a su marido, y, limpiándose unas lágrimas falsas, le dijo con voz triste:

    —Por favor, permíteme abandonaros hoy.

    El hombre se quedó anonadado por lo repentino de su petición y le preguntó cuál era el problema.

    —¿Qué encuentras tan horrible en mi casa —preguntó— como para querer irte sin demora?

    —¡No! ¡No! No tiene nada que ver contigo, incluso en mis sueños, nunca hubiera pensado que desearía dejar tu vera, pero si sigo viviendo aquí, temo perder la vida. ¡Así que creo que lo mejor para todos es que me dejes volver al hogar de mi padre!

    Y la mujer empezó a llorar de nuevo. Su marido, preocupado al verla tan infeliz, y pensando que no podía haberla oído bien, dijo:

    —¡Qué quieres decir! ¿Cómo va a estar tu vida en peligro aquí?

    —Ya que me lo preguntas, te lo diré. Tu hija me odia. Durante un tiempo, se ha encerrado en su habitación por las mañanas y por las noches, y al mirar al pasar, estoy convencida de que ha hecho una imagen mía y está intentando matarme por medio de artes mágicas, maldiciéndome todos los días. No estoy segura aquí. Sin duda, tengo que irme. No podemos vivir más bajo el mismo techo.

    El marido escuchó la horrible historia, pero no podía creer que su gentil hija fuera capaz de tamaña maldad. Sabía que por superstición popular, la gente creía que una persona podía causar la muerte poco a poco a otra al hacer una imagen de la persona odiada y maldecirla todos los días, pero ¿dónde había adquirido ese conocimiento su joven hija? Eso era imposible.

    Aunque recordaba haberse dado cuenta de que su hija pasaba mucho tiempo en su habitación en los últimos tiempos, y se mantenía alejada del resto, incluso cuando los visitantes iban a casa. Al unir esto a la alarma de su esposa, pensó que podía haber algo importante en la extraña historia.

    Su corazón estaba dividido entre dudar de su esposa y confiar en su hija, y no sabía qué hacer. Decidió ir a ver a su hija al momento para descubrir la verdad. Reconfortó a su esposa, le aseguró que sus miedos eran infundados y se dirigió en silencio a la habitación de su hija.

    La chica llevaba mucho tiempo siendo infeliz. Había intentado ser amable y obediente para mostrar su buena voluntad y complacer a la nueva esposa, así como para romper esa muralla de prejuicios que ella sabía era inevitable entre padrastros e hijastros. Pero pronto descubrió que sus esfuerzos eran en vano. La madrastra nunca confió en ella, y parecía malinterpretar todas sus acciones, y la pobre chica sabía muy bien que a menudo le iba con mentiras y cuentos a su padre. No podía evitar comparar su presente infeliz con el tiempo en que su madre estaba viva hacía apenas un año. ¡Qué cambio tan grande en tan corto tiempo! Por la mañana y por la noche lloraba por la nostalgia. Cuando podía, se iba a su habitación y cerrando las pantallas, sacaba el espejo y miraba, según pensaba, el rostro de su madre. Era su única alegría en esos días aciagos.

    Su padre la encontró así ocupada. Apartó el fusama y la vio inclinada sobre algo con mucho interés. Miró por encima de su hombro, para ver quién había entrado en la habitación y se sorprendió al ver a su padre, pues generalmente la mandaba llamar cuando quería verla. Estaba confusa por que la hubiera encontrado mirando el espejo, pues no le había hablado a nadie de la última promesa de su madre, sino que lo había mantenido oculto en su corazón. Así que antes de girarse hacia su padre, lo deslizó dentro su larga manga. Su padre notó su confusión y que había ocultado algo.

    —Hija, ¿qué estás haciendo? —le dijo con severidad—. ¿Y qué es eso que llevas oculto en la manga?

    La chica se asustó ante la severidad de su padre. Nunca le había hablado con ese tono. Su confusión se convirtió en aprensión, su color, de escarlata a blanco. Se sentó atontada y avergonzada, incapaz de responder.

    Las apariencias estaban, sin duda, en su contra, la joven parecía culpable y su padre pensó que tal vez su esposa le había dicho la verdad.

    —Entonces, ¿es verdad que estás realizando una maldición todos los días contra tu madrastra, y que rezas por su muerte? —le dijo enfadado—. ¿Has olvidado lo que te he dicho? ¿Qué aunque fuera tu madrastra tenías que ser obediente y leal con ella? ¿Qué espíritu malvado se ha apoderado de tu corazón para que seas tan cruel? ¡Sin duda has cambiado, hija mía! ¿Qué te ha hecho desobediente y desleal?

    Y los ojos del padre se llenaron repentinamente de lágrimas al pensar que había fallado al criar a su hija.

    Ella, por su parte, no sabía a qué se refería, pues nunca había oído hablar de esa superstición. Pero vio que debía hablar y aclarar las cosas cuanto antes. Amaba a su padre con todo su corazón, y no podía soportar que estuviera enfadado. Le puso una mano en la rodilla.

    —¡Padre! ¡Padre! No digas esas cosas. Soy todavía tu niña obediente. Por supuesto que lo soy. Por estúpida que sea, nunca sería capaz de maldecir a nadie que te perteneciera, mucho menos rezaría por la muerte de alguien a quien ames. Sin duda alguien te ha estado contando mentiras, y estás confuso, no sabes lo que dices, o algún espíritu malvado ha tomado posesión de tu corazón. Pues yo no entiendo, no, ni siquiera una gota, esa maldad de la que me acusas.

    Pero el padre recordó que había escondido algo cuando entró en la habitación e incluso su sincera protesta no le satisfizo. Quería librarse de las dudas para siempre.

    —Entonces, ¿por qué siempre estás sola en tu habitación estos días? Y dime qué has escondido en tu manga. Enséñamelo.

    Entonces, la hija, aunque no quería confesar cómo adoraba la memoria de su madre, vio que debía decírselo a su padre para poder limpiar su nombre. Así que sacó el espejo de su larga manga, y lo puso ante él.

    —Esto —dijo— era lo que estaba mirando ahora mismo.

    —Vaya —dijo sorprendido—. ¡Este es el espejo que traje como regalo a tu madre cuando fui a la capital hace muchos años! ¿Y lo has guardado todo este tiempo? Entonces, ¿por qué pasas tanto tiempo delante del espejo?

    Entonces le dijo las últimas palabras de su madre y cómo había prometido ver a su hija cuando ella mirara en el espejo. Pero su padre no podía entender la simplicidad de su hija al no saber que lo que veía reflejado en el espejo era en realidad su propio rostro y no el de su madre.

    —¿Qué quieres decir? —preguntó—. No entiendo cómo puedes ver el alma de tu madre perdida al mirar el espejo.

    —Pero es cierto —dijo ella—, y si no me crees, mira tú mismo. —Y puso el espejo ante ella. Allí, mirando desde el otro lado del espejo, estaba su propio rostro dulce. Señaló el reflejo con seriedad—: ¿Todavía dudas de mí? —le preguntó con emoción, mirándolo a la cara.

    Con una exclamación de repentina comprensión, el padre dio una palmada con fuerza.

    —¡Qué estúpido soy! Por fin lo entiendo. Tú y tu madre sois como dos gotas de agua, por eso al mirar el reflejo de tu rostro todo este tiempo, pensabas que estabas cara a cara con ella. Eres sin duda una niña leal. Parecería una cosa estúpida que hacer, pero no es así, muestra cuán profunda es tu piedad filial y cómo de inocente es tu corazón. Vivir acordándote siempre de tu madre, te ha ayudado a crecer a su imagen y semejanza. Qué inteligente por su parte decirte eso. Te admiro y te respeto, hija mía, y me avergüenza pensar que por un instante creí a tu suspicaz madrastra y sospeché que hacías el mal, y venía con la intención de regañarte con severidad, mientras que todo este tiempo tú has sido sincera y bondadosa. Ante ti, no me queda honor alguno, y te suplico que me perdones.

    Y su padre se echó a llorar. Pensó cuán solitaria debía sentirse la pobre chica, y todo lo que debía haber sufrido a manos de su madrastra. Su hija mantuvo con orgullo su fe y su sencillez en mitad de circunstancias tan adversas, soportando todos sus problemas con amabilidad y paciencia; la comparó con el loto cuyas hojas de belleza sin par crecen del limo y del barro de pozas y charcas, emblema adecuado para el corazón que se mantiene libre de mácula alguna al pasar por el mundo.

    La madrastra, ansiosa de saber lo que ocurría, había estado todo el tiempo de pie fuera de la habitación. Se acercó lentamente y abrió poco a poco la pantalla hasta que pudo ver todo lo que pasaba. En ese momento, entró de repente en la habitación y se tiró al suelo, poniendo la cabeza entre los brazos extendidos ante su hijastra.

    —¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —exclamó con la voz rota—. No sabía qué hija tan bondadosa eras. No es culpa tuya, pero con el corazón celoso de una madrastra, te he odiado todo este tiempo. Al sentirme así, era natural que pensara que el sentimiento era recíproco, por eso cuando vi que ibas tantas veces a la habitación te seguí, y cuando te vi mirar todos los días al espejo durante largos intervalos, decidí que habías descubierto cuánto te odiaba y que buscabas venganza quitándome la vida por medio de artes mágicas. Mientras viva no olvidaré el mal que te he ocasionado al juzgarte tan mal, y al hacer que tu padre sospechara de ti. Desde ahora, olvidaré mi viejo y malvado corazón y pondré en su lugar uno nuevo, limpio y lleno de arrepentimiento. Pensaré en ti como si fueras mi propia hija. Te amaré y te cuidaré con todo mi corazón, para liberarte de esa infelicidad que te he causado. Por tanto, olvida todo lo que ha ocurrido y otórgame, te suplico, algo de ese amor filial que hasta ahora has reservado para tu difunta madre.

    Así se humilló la cruel madrastra y pidió el perdón a la chica que tan mal había tratado.

    Tal era la dulzura de la disposición de la chica que perdonó sin dudarlo a su madrastra, y nunca tuvo ni un momento de malicia ni resentimiento hacia ella después. El padre vio en el rostro de la esposa que estaba verdaderamente arrepentida del pasado, y se sintió muy aliviado de ver que ese terrible malentendido desaparecía de la memoria de ambas.

    Desde entonces, los tres vivieron felices como peces en el agua. Ningún problema oscureció de nuevo el hogar, y la joven olvidó poco a poco ese año de infelicidad envuelta en el amor dulce y el cariño que su madrastra ahora le dedicaba. Su paciencia y su bondad fueron recompensadas al final.

     
        1 Vehículo a dos o cuatro ruedas tirado por una persona, ya sea a pie o en bicicleta. Es la palabra japonesa para el rickshaw.

No hay comentarios:

Publicar un comentario