miércoles, 6 de marzo de 2019

El granjero y el tejón

Érase una vez un anciano granjero que vivía con su esposa en las montañas, alejado de cualquier pueblo. Su único vecino era un malicioso tejón. Este solía salir todas las noches y atravesaba el campo del granjero destrozando todas las verduras y el arroz que cultivaba con cuidado. El tejón, finalmente, se volvió tan cruel en su malvado trabajo, e hizo tanto daño en todas partes de la granja, que el amable granjero no pudo soportarlo más, y decidió ponerle fin. Así que se quedó día tras día y noche tras noche, con un gran garrote, esperando cazar al tejón, pero fue en vano. Entonces puso trampas para el taimado animal.

    El trabajo y la paciencia del granjero tuvieron su recompensa, pues un buen día, al revisar todas las trampas, encontró al tejón en un hoyo que había cavado para ello. El granjero estaba feliz de haber atrapado a su enemigo, y lo llevó a su casa atado con fuerza con una cuerda. Cuando llegó a la casa, el granjero le dijo a su esposa:

    —Por fin he cazado al malvado tejón. Ahora, debes mantenerlo vigilado mientras estoy trabajando y no dejarlo escapar, porque quiero hacerme una sopa con él esta noche.

    Colgó al tejón de las vigas de su almacén y salió a trabajar en los campos. El tejón estaba muy preocupado, porque no le gustaba mucho la idea de convertirse esa noche en sopa, y pensó y pensó mucho tiempo, intentando descubrir un plan que pudiera librarlo. Era difícil pensar con claridad en esa posición tan incómoda, pues había sido colgado boca abajo. Muy cerca de él, a la entrada del almacén, mirando a los verdes campos y a los árboles y a la agradable luz del sol, estaba la anciana esposa del granjero golpeando la cebada. Parecía cansada y vieja. Su rostro estaba cubierto de arrugas y su piel era como el cuero, y cada cierto tiempo tenía que detenerse a quitarse el sudor que bajaba por su frente.

La esposa del granjero golpeando la cebada.

   

    —Querida señora —dijo el astuto tejón—, debes estar muy cansada haciendo tanto trabajo a tu edad. ¿Por qué no me dejas encargarme de eso? Mis brazos son muy fuertes, ¡y podría ahorrarte mucho trabajo!

    —Gracias —dijo la anciana—, pero no puedo dejarte hacer este trabajo por mí porque no debo desatarte, pues podrías escapar si lo hago, y mi marido se enfadaría mucho si volviera a casa y descubriera que ya no estás.

    Sin embargo, el tejón es uno de los animales más astutos y volvió a decir, con voz muy triste y gentil:

    —Qué desagradecida. Puedes desatarme, pues te prometo que no intentaré escapar. Si tienes miedo de tu marido, te dejaré volver a atarme antes de que vuelva, cuando haya terminado tu trabajo. Estoy tan cansado e incómodo atado así. ¡No sabes cómo de agradecido te estaría si me bajaras unos minutos!

    La anciana era sencilla y bondadosa, y no podía pensar mal de nadie. Y mucho menos se imaginaba que el tejón solo estaba engañándola para poder escapar. Sintió pena, además, cuando se dio la vuelta para mirar al animal. Parecía tan triste colgado boca abajo desde el techo, con las patas atadas con tanta fuerza que los nudos de la cuerda estaban clavándose en la piel... Así que, por la bondad de su corazón, y confiando en la promesa de la criatura de que no huiría, desató la cuerda y lo bajó.

    La anciana entonces le dio la mano de madera del mortero y le dijo que trabajara durante un rato mientras descansaba. Tomó la mano, pero en vez de trabajar como le había dicho, el tejón se lanzó sobre la vieja y la golpeó con el pesado objeto de madera. Después la mató, la descuartizó e hizo sopa con ella, y esperó el retorno del granjero. El viejo trabajó duro en sus campos todo el día y, mientras lo hacía, pensaba con placer que nunca más volvería a ver su trabajo estropeado por el destructivo tejón.

    Conforme se acercaba el ocaso, se preparó para volver a casa. Estaba muy cansado, pero el pensamiento de la agradable cena de sopa de tejón caliente que esperaba a su vuelta lo animó. La idea de que el tejón pudiera haberse liberado y cobrado venganza con la pobre anciana no pasó por su mente ni un segundo.

    El tejón, mientras tanto, asumió la forma de la anciana, y en cuanto vio al viejo granjero acercarse para saludarlo en el porche de su pequeña casa, lo saludó.

    —Por fin has vuelto. Hice sopa de tejón y he estado esperándote mucho tiempo.

    El anciano se quitó rápidamente sus sandalias de paja y se sentó delante de la diminuta bandeja de su cena. El inocente nunca pensó ni por un momento que no era su esposa sino el tejón quien lo estaba sirviendo, y pidió al momento la sopa. Entonces el tejón se transformó de repente a su forma natural y gritó:

    —¡Viejo come esposas! ¡Busca los huesos en la cocina!

    Riendo a carcajadas despectivamente, se escapó de la casa y volvió a su cubil en las montañas. El anciano se quedó solo. Apenas podía creer lo que había visto y oído. Entonces, cuando entendió toda la verdad, se asustó y se horrorizó tanto que se desmayó al momento. Después de un rato, volvió en sí y estalló en lágrimas. Lloró amargamente un tiempo. Se meció de lado a lado, inmerso en una lástima infinita. Parecía demasiado terrible para ser real que su fiel esposa hubiera sido asesinada y cocinada por el tejón mientras él estaba trabajando tranquilamente en los campos. Sin saber nada de lo que estaba ocurriendo en la casa, se había alegrado de librarse de una vez por todas del malvado animal que tantas veces había destruido sus sembrados. ¡Oh! Pero lo peor era que había estado a punto de beberse la sopa que la criatura había hecho con su pobre esposa.

    —¡Oh, querida mía! ¡Oh, querida mía! ¡Oh, querida mía!
    —se lamentaba a gritos.

    Cerca de allí, vivía en la misma montaña un amable y gentil conejo ancestral. Oyó al anciano llorar y, al momento, se fue a ver qué había ocurrido y si había algo que pudiera hacer por su vecino. El anciano le contó todo lo que pasó. Cuando el conejo escuchó la historia, se enfadó mucho con el malvado y engañoso tejón, y le dijo al anciano que él se encargaría de vengar la muerte de su esposa. El granjero se sintió reconfortado y, limpiándose las lágrimas, agradeció al conejo su bondad por venir en su ayuda.

    El conejo, viendo que el granjero se había calmado, volvió a su casa a preparar sus planes para el castigo del tejón.

    Al día siguiente, hacía buen tiempo, y se fue a buscar a su víctima. No se le veía ni en el bosque ni en la falda de la colina ni en los campos, así que el conejo se fue al cubil de la criatura y lo encontró allí escondido, pues el animal había estado aterrorizado desde que escapó de casa del granjero, pues temía la justa venganza del anciano.

    —¿Por qué no estás fuera en un día tan hermoso? —gritó el conejo—. Sal conmigo e iremos a cortar césped a las colinas.

    El tejón, que no dudaba en ningún momento que el conejo era su amigo, aceptó de buena gana ir con él, feliz de salir de las cercanías del granjero y del miedo de encontrarse con él. El conejo lo llevó a kilómetros de allí, en las colinas donde el césped crecía alto, grueso y dulce. Ambos se pusieron a trabajar para cortar tanto como pudieran llevar a casa, para guardarlo para el invierno. Cuando cada uno cortó cuanto quiso, lo ataron en hatos y empezaron el camino de regreso, cada uno cargando uno a la espalda. Esta vez, el conejo dejó que el tejón fuera delante.

    Cuando hubieron avanzado un poco, el conejo cogió yesca y pedernal y los golpeó cerca de la espalda del tejón mientras este caminaba, incendiando su hato de césped. El tejón escuchó el golpe y preguntó:

    —¿Has oído algo?

    —Oh, no es nada —respondió el conejo—. Estaba diciendo «crac, crac» porque la montaña se llama Montaña Cracacraca.

    El fuego se extendió rápido por el hato de hierba seca en la espalda del tejón. El tejón, al escuchar el ruido de la hierba al quemarse, preguntó:

    —¿Qué es eso?

    —Acabamos de llegar a la montaña ardiente —respondió el conejo.

    Para entonces, el hato estaba prácticamente quemado y todo el pelo de la espalda del tejón se había ido con él. Supo qué era lo que había ocurrido por el olor del humo del césped ardiente. Gritando de dolor, el tejón corrió tan rápido como pudo hasta su cubil. El conejo lo siguió y se lo encontró tumbado en la cama gimiendo de dolor.

El conejo incendiando el hato de césped.

   

    —¡Qué mala suerte has tenido! —le dijo el conejo—. ¡No puedo imaginarme cómo ha pasado eso! ¡Te traeré una medicina que te ayudará a sanar más rápido!

    El conejo se fue feliz, sonriendo ante la idea de que el castigo del tejón acababa de comenzar. Esperaba que el tejón muriera de las quemaduras, pues pensaba que nada sería lo suficientemente malo para el animal, que era culpable de asesinar a una pobre anciana indefensa que había confiado en él. Se fue a casa y le hizo un aceite mezclando algo de salsa y pimienta roja.

    Se lo llevó al tejón, pero, antes de ponérselo, le dijo que le haría mucho daño, pero que tendría que soportarlo con paciencia, porque era una medicina verdaderamente maravillosa de quemaduras, escaldaduras y heridas de ese tipo. El tejón se lo agradeció y le pidió que se la pusiera al momento. Pero no hay palabras para la agonía que sintió el tejón en cuanto la pimienta roja estuvo extendida por su dolorida espalda. Se retorció y aulló de dolor. El conejo, mirándolo, sintió que empezaba la venganza de la esposa del granjero.

    El tejón estuvo en cama durante cerca de un mes, pero, al final, a pesar de la pimienta roja, sus quemaduras sanaron y se sintió mejor. Cuando el conejo vio que el tejón estaba recuperándose, pensó en otro plan por medio del cual conseguiría la muerte de la criatura. Así que un día se acercó de visita al tejón y lo felicitó por su recuperación.

    Durante la conversación, el conejo mencionó que se iba a ir de pesca, y describió qué placentera era esta cuando hacía buen tiempo y el mar estaba en calma.

    El tejón escuchó con placer la forma en que el conejo hablaba de cómo iba a pasar el tiempo, y se olvidó de todo el dolor y de la enfermedad, y pensó cuán divertido sería si pudiera ir de pesca también, así que preguntó al conejo si podía llevarlo consigo la próxima vez que fuera. Era justo lo que quería el conejo, así que aceptó.

    Entonces volvió a casa y construyó dos botes, uno de madera y otro de arcilla. Cuando estuvieron terminados, el conejo se levantó y observó satisfecho su trabajo; pensó que todo sería recompensado si su plan salía bien y conseguía matar al malvado tejón.

    Llegó el día que habían acordado irse de pesca. Se quedó el bote de madera y le dio al tejón el de arcilla. El tejón, que no sabía nada de botes, estaba feliz con el suyo y se maravilló ante la amabilidad del conejo que se lo dio. Ambos se metieron en sus botes y partieron. Después, a cierta distancia de la costa, el conejo propuso una carrera, para ver qué bote era el más rápido. El tejón aceptó la propuesta, y ambos se pusieron a remar a toda velocidad. En mitad de la carrera, descubrió que su bote empezaba a deshacerse, pues el agua había ablandado la arcilla. Gritó aterrorizado para que el conejo lo ayudara. Pero el conejo le respondió que estaba vengando a la anciana y que esa había sido su intención en todo momento, y que era feliz de pensar que el tejón por fin había recibido su merecido por todos sus malvados crímenes, y que se iba a ahogar sin que nadie fuera a ayudarlo. Entonces levantó el remo y golpeó al tejón con todas sus fuerzas, hasta que se cayó del bote que se hundía y no se le vio más.

Así consiguió cumplir su promesa al anciano. El conejo se giró y remó hacia la costa, y, tras llegar a tierra y subir el bote a la playa, corrió a contarle todo al granjero. Tenía que saber cómo había muerto su enemigo.

    El anciano granjero se lo agradeció con lágrimas en los ojos. Dijo que ahora podría dormir por las noches y estar tranquilo durante el día, pues hasta ese momento, al estar la muerte de su esposa sin vengar, era incapaz de comer o dormir. Suplicó al conejo que se quedara con él y compartiera su casa, así que desde ese día el conejo se fue allí, y vivieron felices como amigos hasta el fin de sus días.

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