domingo, 24 de marzo de 2019

Nicolás I, rey del Paraguay y emperador de los mamelucos

En 1750, según un tratado que se firmó en Madrid, las respectivas cancillerías
acordaron que Portugal renunciaría a la Colonia de Sacramento, en la ribera izquierda
del Río de la Plata, que pasaría a manos españolas, y recibiría a cambio el territorio
en que se encontraban las siete reducciones de las misiones jesuíticas del Paraguay,
dependiente hasta entonces de España.
Una de las cláusulas del tratado estipulaba que los misioneros saldrían del
territorio con los indios, llevándose sus muebles y efectos, para poblar otros
territorios españoles que les serían asignados. Los indios eran más de treinta mil y se
rebelaron en 1753, consiguiendo rechazar a las tropas que envió contra ellos el
gobernador de Buenos Aires. En 1756, otra segunda acción militar, ésta comandada
por un general español y otro portugués, aplastaría la revuelta y originaría algunos
mártires de la resistencia indígena, como el Santo Capitán Sepé.
La noticia de las guerras guaraníticas recorrió Europa, despertando el interés de
gente como Voltaire, que la evocará años más tarde en el Cándido. Entre tales
noticias, circuló como muy segura la historia de Nicolás I, rey del Paraguay y
emperador de los mamelucos, que mereció la inmediata publicación y reedición de
opúsculos y libros en francés, italiano y holandés.
El que había de llegar a emperador de los mamelucos, Nicolás Rubiuni, habría
nacido en 1710 en algún pequeño pueblo andaluz, y ya desde su mocedad mostró su
carácter rebelde, pues a los 18 años tuvo que alejarse de su lugar natal por haber
intentado matar a un hombre. Instalado en Sevilla, vivió del juego antes de hacerse
lacayo de una beata rica y cuarentona, sobre la que llegó a tener un ascendiente que
escandalizaba a la vecindad. Un hermano de la beata, coronel de infantería, echó de la
casa al lacayo. La dama murió del disgusto.
Nicolás Rubiuni se hizo arriero, pero un día, en Medina Sidonia, asaltó a unos
recaudadores de contribuciones para robarlos. En su huida llegó a Málaga, donde se
presentó al rector de los jesuitas solicitando su admisión en el convento como lego. El
rector lo puso a prueba, y Rubiuni mostró excepcionales cualidades para ocuparse
muy económicamente de la intendencia del convento, con lo que acabó
incorporándose a él como un hermano lego más. Su trabajo le permitía viajar mucho,
llevó una doble vida y, haciéndose pasar por noble, llegó a contraer matrimonio con
una bella joven.
Las cosas se le complicaron de tal manera que optó por alejarse y solicitó el
traslado a América. Estuvo primero en San Gabriel, colonia portuguesa, y se sabe que
allí aprendió pronto la lengua de los indios y se hizo amigo de muchos de ellos, a los
que trataba de convencer de que debían sacudirse el yugo de la colonización europea.
La firma del Tratado de Madrid fue el detonante para la rebelión que Nicolás
preconizaba, y a partir de entonces, con el nombre de «hijos del sol y de la libertad»,
Rubiuni encabezó un grupo armado que acabó apoderándose de la fortaleza de Santo
Sacramento, tras matar muchos portugueses. Luego obligó a los jesuitas a abandonar
el territorio y los hizo acompañar por algunos de sus hombres de confianza, que en el
traslado causaron la muerte de veinticinco misioneros.
Nicolás Rubiuni, seguro de la fuerza de su rebelión, se proclamó inmediatamente
rey del Paraguay, y mandó acuñar monedas con su efigie, en cuyo reverso se podía
leer: «La venganza pertenece a Dios y a quienes Él la encomienda». A partir de
entonces, y con la ayuda de otro español llamado Mario, puso en marcha un ejército
de cerca de veinte mil hombres que se dedicó a la conquista implacable de las
reducciones, venciendo todas las resistencias que los jesuitas intentaron promover.
Los éxitos de Nicolás I llegaron a oídos del pueblo de los mamelucos, formado
por mestizos de portugueses e indias, llamados así despectivamente por sus enemigos
y que, según éstos decían, habían heredado todos los defectos de sus padres y de sus
madres, y ninguna de sus virtudes. Los mamelucos invitaron a Nicolás I a trasladarse
a São Paulo y fundar allí la capital de un imperio. Nicolás accedió, hizo su solemne
entrada en São Paulo, y el 27 de junio de 1754 fue coronado emperador en la iglesia
mayor de la ciudad.
A partir de aquel momento, la noticia se dispersó por Europa, aunque el libro que
informaba del asunto, tenido ya entonces por algunos como apócrifo, y hasta por un
libelo antijesuita, tardaría más de ciento cincuenta años en ser traducido al castellano,
en una edición de cien ejemplares, con lo que la historia de aquel compatriota pícaro
y rebelde, que había tenido entre los demás europeos tanta aceptación, apenas ha sido
conocida por los españoles.
Lo cierto es que los acuerdos del Tratado de Madrid entre España y Portugal
nunca se llevaron a efecto.

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