domingo, 24 de marzo de 2019

José María el Tempranillo

A mediados del siglo XIX España era tan famosa por sus bandoleros que el curioso
viajero inglés que fue Richard Ford escribió: «Una olla sin tocino sería tan insípida
como un libro sobre España sin bandidos». No obstante, a su juicio, el latrocinio más
común estaba en los precios que cobraban por sus servicios las ventas y los mesones
del camino.
Un bandolero célebre fue José María, apodado el Tempranillo. Nacido en 1805 en
Jauja, Lucena, Córdoba, debió su apodo a su precoz incorporación a la vida
delincuente, a los dieciocho años, cuando era casi un muchacho, por haber matado a
un hombre en una riña.
El Tempranillo organizó una partida de bandidos armados cada vez más fuerte, y
llegó un momento en que sus paisanos lo consideraban más poderoso que el propio
rey. Tenía amigos y confidentes en todas partes, que le avisaban de lo que podía darle
beneficios o causarle daño, y no hubo transporte en que hubiese riquezas de
consideración que no fuese asaltado por su partida, ni escuadrón policial que lograse
acercársele.
Admiradas de su rapidez para moverse de un lado a otro por las difíciles trochas
de la sierra, y de la exactitud y eficacia con que llevaba a cabo sus golpes, las gentes
del pueblo comenzaron a imaginar que tenía virtudes mágicas, que por alguna especie
de sortilegio era capaz de estar en varios lugares a la vez o trasladarse de uno a otro
con la velocidad del pensamiento, y hasta entrar en los pueblos con la naturalidad de
un obispo o de un gobernador, seguido de su séquito, sin que nadie se le enfrentase.
Entre las gentes del pueblo tenía fama de respetar a los humildes y de ser
generoso y agradecido hasta con sus propios enemigos: se contaba la historia de un
oficial que tomó presa a la esposa del bandolero y la trasladó a Sevilla, tratándola con
tal consideración que la detenida le dio un pañuelo diciéndole que lo guardara, pues
algún día podría servirle de talismán frente a su marido. Y parece que la posesión del
pañuelo impidió que el oficial fuese desvalijado, y acaso muerto, por el Tempranillo,
en cierta ocasión que asaltó la diligencia en que aquél viajaba.
Diez años duró el indudable señorío del Tempranillo, y las autoridades acabaron
adoptando la determinación de llegar a un pacto con él, ofreciéndole la seguridad del
perdón del rey a cambio de que prometiese abandonar el bandolerismo y garantizase
que sus hombres también lo harían. José María el Tempranillo, cansado acaso de su
agitada vida, y sin duda provisto ya de la fortuna necesaria para pensar en el retiro,
aceptó la propuesta, y el día 19 de julio de 1833, en el santuario de la Fuensanta, el
general Manso le otorgaba el indulto en nombre del rey Fernando VII. Sin embargo,
hubo muchos bandoleros, acaso los más pobres, que no aceptaron el pacto, y se
echaron otra vez al monte, dispuestos a continuar ejerciendo sus actividades. José
María el Tempranillo era sin duda hombre de palabra, y se dispuso a reducirlos,
ayudando a las fuerzas del orden.
A mediados de septiembre de 1833, apenas dos meses después de su indulto, el
Tempranillo, que durante diez años había esquivado las balas de la justicia, perdía la
vida a manos de sus antiguos compañeros.

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