domingo, 24 de marzo de 2019

Eldorado

Marco Polo, al describir los tejados de oro puro de Cipango, encendió un fuego
inextinguible en la imaginación occidental, y todos los descubridores y exploradores
que lo sucedieron pusieron en la búsqueda de oro una parte sustantiva de sus afanes.
En las Indias Occidentales, los españoles, siempre atentos a esa pesquisa,
supieron de boca de los indios que existía una ciudad, Manoa, a la orilla de una
enorme laguna llamada Parima, cuyos tejados eran de plata. En aquella ciudad el oro
era tan abundante que su rey, con ayuda de una sustancia pegajosa, se recubría el
cuerpo entero cada día con el rico metal: «Oro molido tan menudo como sal molida;
porque le parece a él que traer otro cualquier atavío es menos hermoso y que ponerse
piezas o armas de oro labradas de martillo o estampadas o por otra manera es grosería
y cosa común, pues otros señores y príncipes ricos las traen cuando quieren; pero
polvorizarse con oro es cosa peregrina, inusitada, nueva y más costosa, pues lo que se
pone un día por la mañana se lo quita y lava en la noche, y se echa y pierde por tierra;
y esto hace todos los días del mundo».
Esto cuenta el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, y añade que más querría él
atender la escobilla del retrete de ese príncipe que barrer las fundiciones de oro del
Perú. A la búsqueda de Manoa, donde sobraba al parecer el oro, y de El Hombre o
Rey Dorado, Eldorado, se dirigieron muchas expediciones, en la enorme región que
se encierra entre los ríos Orinoco y Amazonas. En 1536, se dedicaron a ello a la vez
las de Gonzalo Jiménez de Quesada, Nicolás Federmann y Sebastián Belalcázar,
buscando por distintos territorios y vías infructuosamente, y al fin se encontraron en
el mismo lugar y estuvieron a punto de matarse a tiros los unos a los otros.
Con el tiempo, hubo quien pensó que la laguna sagrada de los chibchas, llamada
de Guatavita, de aguas muy azules y localizada en las montañas, era la famosa
Parima, pues ciertamente en ella se hacían continuamente oraciones y ofrendas, y se
aseguraba que los indios, con tal motivo, arrojaban a sus aguas gran cantidad de
esmeraldas y figuras de oro. Un español, Antonio de Sepúlveda, hizo cavar un
gigantesco tajo en un extremo de la laguna con la quimérica pretensión de vaciarla,
pero las obras, de las que ha quedado una huella clara, no pudieron consolidarse.
El caso es que, si bien la noticia de que Eldorado existía circuló durante
muchísimos años y animó a su busca a numerosos aventureros, nadie ha podido
encontrarlo todavía.

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