domingo, 24 de marzo de 2019

Vencedor después de muerto

Quien piense que el negocio de la protección es invento reciente, es que no sabe
nada del Cid Campeador. Imagínense al héroe castellano, desterrado por Alfonso VI
pero al frente de un ejército privado, como un señor de la guerra cualquiera. Solo que
él, por su carisma, por su valor, por su astucia, no es precisamente un caudillo del
montón. Lo sabe bien el reyezuelo de Valencia, al-Qadir, muy capaz de tragarse su
orgullo y entregarle una suma cuantiosa si así evita el saqueo de sus hordas. Más
temerario, el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, ha tenido que aprender algo
de realidad en la amarga escuela de la derrota: creía que podía vencer al burgalés,
pero éste le hace morder el polvo y le captura.
Poco a poco, todo el Levante se convierte en un protectorado en manos de
Rodrigo Díaz, quién engorda sus arcas con los tributos no solo de la capital del Turia,
también de Sagunto, Segorbe, Almenara, Tortosa y otras muchas urbes. Ahora, por
fin, ya no es el vasallo de ningún rey ingrato. Se ha convertido en su propio señor y,
por tanto, en un elemento más allá de todo control. Lo mismo que su ambición. ¿Será
capaz de convertirse en el príncipe magnífico acreedor del elogio de historiadores
futuros? La ocasión se le presenta cuando su aliado, al-Qadir, es depuesto y ejecutado
por una facción rival. Dispuesto a dar un escarmiento inolvidable, Mio Cid empuña
su Tizona y se dirige con sus mesnadas a poner cerco a Valencia, la perla más
codiciada del Mediterráneo.
Tras un año de asedio, el hambre de los mahometanos se convirtió en su mejor
aliado. La ciudad, exhausta, entregó sus llaves y por fin, por fin, por fin, su amo
exhibió con toda justicia ante los ojos del mundo el título de Princeps Rodericus
Campidoctor, Príncipe Rodrigo el Campeador. Nunca más recibiría órdenes, ya solo
las daría. Y su único hijo Diego, a su muerte, tendría un patrimonio que acrecentar
con el valor que venía demostrando. Era su momento de gloria. El momento de
disfrutar de los vítores, del aroma de la flor del azahar y del sol incontenible, en
aquella tierra ubérrima tan distinta a los resecos páramos castellanos de su juventud.
El enemigo no tardó en reaccionar. El emperador almorávide, Yusuf, envío un
potente ejército al mando de su sobrino, pero eso no bastó para sus planes de
reconquista. El Cid vencía, una y otra vez, aunque sin imaginar el altísimo precio que
el destino, envidioso del favorito de la victoria, iba a cobrarle. En Consuegra, su hijo
perderá la batalla y la vida. ¿Cómo asumir, Campeador, que los designios de la
Providencia no tienen porqué coincidir con los que imagina la turbulencia de tu
mente?
Luto obligado y, sin apenas tregua, de nuevo inmersión en los combates, a ver si
la pena y desasosiego enmudecían en medio del estruendo de las espadas y las lanzas.
¿Tenías corazón, Mio Cid? Ni tú mismo podías asegurar que no se te hubiera vuelto
del mismo metal que tu armadura, por una transustanciación semejante a la del
misterio eucarístico. Así hasta que un día, tal vez en el florido mayo, la dama de las
visitas inoportunas fue a ofrecerte su manto negro.
Mientras tú te encontrabas con la eternidad, sin miedo a las llamas del infierno,
tus súbditos se preocupaban por más inmediatos afanes. Yusuf, con todo el oro y los
hombres incontables que le proporcionaban sus dominios norteafricanos, volvía a la
carga. Más envalentado, ahora que sus espías le habían comunicado el deceso de su
odiado rival. Por los mercados, en las iglesias, entre el bullicio de las plazas o bajo la
sombra protectora de las murallas, los valencianos solo conocían un tema de
conversación. ¿Qué futuro les aguardaba? Los capitanes cristianos desconfiaban del
pueblo llano, temerosos de que los moros recibieran alborozados a sus hermanos de
fe, pero sus prejuicios solo demostraban el limitado alcance de su visión en blanco y
negro. Sin matices para captar el temor que inspiraban unos fanáticos decididos a
imponer a sangre y fuego su visión rigorista del Islam. Bajo su férula nadie cataría el
vino, todo serían oraciones y hasta los hombres se verían obligados a llevar velo.
Como si el Coran no especificara que, en cuestiones de fe, no cabe la coacción. Al
lado de aquellos exaltados, hasta el Profeta parecería un tibio.
Imaginen que Yusuf se frota las manos. De sus naves incontables surgen una
inexorable infantería, mitad soldados, mitad monjes, decidida a restaurar en Al-
Andalus el esplendor de los adberramanes, perdido por las impiedades de tanto sultán
de pacotilla. Ni Tácito, ni Tito Livio, ni cualquier otro cronista, griego o romano, dio
nunca fe de un despliegue bélico tan desmesurado, hasta el punto de que los turbantes
multicolores, los estandartes con versículos coránicos, el destello embriagador de las
cimitarras, no dejaban resquicio por donde contemplar ni que fuera un grano de arena
de la playa infinita.
¿Qué hacer? Bajo la mirada estricta de Doña Jimena, la viuda indomable, los
capitanes de Rodrigo se devanaban los sesos a la búsqueda de una salida. Hubieran
querido acometer al infiel, como siempre, al grito de Santiago y Cierra, pero Dios
prohibía el suicidio. Los segundos se hacían eternos y los más se encomendaban a
Cristo y a todos los santos… Fue entonces cuando llegó la idea salvadora, un engaño,
una ficción, una farsa digna de esa gran charada que fue el caballo de Troya en los
tiempos antiguos. Aquella era una apuesta a doble o nada, pero el nada ya lo tenían.
¿Qué podían perder? Doña Jimena no puso objeciones. Es más, se esmeró en acicalar
el cadáver de su esposo para que luciera imponente sobre el blanco alazán exigido
por el noble arte de la escenografía.
Cuenta la leyenda que los invasores, ante la visión del caudillo al que creían
difunto, huyeron despavoridos. ¡Lo que son las niñerías de la propaganda! Como si a
hombres curtidos en mil peleas se les pudiera engañar con igual facilidad que las
criaturas… Guerreros experimentados no habrían sabido distinguir una armadura de
unos cuantos papeles que simulaban acero. ¿Burdo engaño el del cronista? El
Campeador ganaba otra batalla, incluso después de muerto. Solo eso contaba. Porque
a veces, en virtud de extraños mecanismos, la mentira acaba siendo más consistente
que la verdad.

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