domingo, 24 de marzo de 2019

Jimena Blázquez: una heroína de Castilla

Cronistas y juglares han alabado siempre la belleza serena y la abnegación
discreta que ha distinguido secularmente a la mujer castellana. Nobles y adustas
matronas han sabido, sin embargo, cuando la Historia les ha puesto en el brete,
responder a los desafíos más difíciles con la dignidad, valentía y entereza propios de
los hijos de Castilla. Una de aquellas mujeres virtuosas, antecesora de María Pita y
Agustina de Aragón, fue Jimena Blázquez.
Cuenta la Historia que durante un período de guerra contra los moros, la
guarnición que defendía la ciudad amurallada de Ávila de las pretensiones
musulmanas tuvo que salir hacia el puerto de Menga para auxiliar a las tropas reales.
La ciudad se vació de hombres en edad de combatir, quedando solo en las casas
mujeres, niños, ancianos o tullidos. Hasta el último hombre apto para empuñar un
arma al servicio de su rey partió con la mesnada. Antes, se nombró gobernadora a
Jimena Blázquez, esposa del alcalde, para que gestionara los asuntos comunes hasta
el regreso de las autoridades.
Pero los preparativos y la salida de las tropas no pasaron desapercibidos para los
espías de la media luna, quienes informaron presto a los jefes militares musulmanes
de que la ciudad quedaba desguarnecida. Ávila podía ser tomada sin resistencia.
Enseguida, un ejército mahometano, ávido de saqueo, marchó sobre la indefensa
plaza.
En la ciudad, cuando Jimena Blázquez supo del ejército que se avecinaba, se echó
a la calle y arengó a sus vecinas:
«Hemos parido y amamantado leones. Demostraremos a esos
infieles el arrojo de las mujeres de Castilla».
Sabía la gobernadora que nada podrían hacer, solas y desarmadas, ante un ataque.
Pero doña Jimena tenía un plan. Pidió a todas sus convecinas que acudieran a sus
hogares y se vistieran con cualquier ropaje de soldado que conservaran en sus casas.
Viejos yelmos, espadas o lanzas herrumbrosas, escudos inservibles… Cualquier cosa
valía si a prudencial distancia podían semejar guerreros.
Al poco rato, una riada de amazonas de todas las edades corría por las calles
empedradas ataviadas de los más peregrinos retales militares. ¿Pero quién podría
asegurar en la distancia que no eran fieros guerreros dispuestos a vender cara su piel?
Aquel pintoresco ejército tomó las almenas y agitó banderas y estandartes. Los
musulmanes, acampados en la llanura cercana, observaron con estupor el estrépito
producido por los golpes de las lanzas contra los escudos y los gestos provocadores
de aquellos imprevistos defensores para que asaltaran la muralla. La propia Jimena,
desde la puerta de San Vicente daba ejemplo agitando su venablo con fiereza al aire.
El ejército de los seguidores de Alá levantó el campamento y volvió grupas sin ni
siquiera intentar el asalto.
Cuando al poco regresaron los hombres de la guerra y les fue contada la hazaña,
no pudieron por menos que asombrarse y admirar la inteligencia y bravura de sus
madres, esposas e hijas. Desde aquel día, como reconocimiento del singular episodio,
les fue permitido a las mujeres participar de los asuntos públicos en el ayuntamiento
de la ciudad.

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