domingo, 24 de marzo de 2019

Un tesoro de la Alhambra

Washington Irving recogió la historia del soldado encantado que guarda parte de los
tesoros de Boabdil. Irving cuenta que, en cierta ocasión, a finales del siglo XVIII, un
estudiante de Salamanca que había encontrado una sortija de oro y plata en que
figuraba el sello de Salomón, y que la guardaba como ornato de su mano derecha,
andaba vagabundeando por Granada en tiempo de vacaciones, con su guitarra al
hombro y los bolsillos vacíos. El estudiante conoció a una hermosa y tímida joven,
criada de un sacerdote, de la que se enamoró, y a la que acosó con asiduas visitas a su
calle y serenatas nocturnas, sin conseguir de ella una sola sonrisa.
Una noche, víspera de San Juan, el estudiante se encontraba en un pequeño
puente sobre el río Darro, apenado por los desplantes de su huidiza amada, cuando
llegó a su lado un guerrero revestido de una armadura antigua, portador de alabarda y
escudo, armas en desuso al menos desde tres siglos antes. El soldado no parecía
llamar la atención de ninguno de los transeúntes que se entregaban a la fiesta propia
de la jornada.
El estudiante trabó conversación con aquel individuo tan extrañamente ataviado.
Luego le siguió a una de las torres aledañas al conjunto de la Alhambra, hacia la parte
del Generalife, y tras entrar con él en una caverna subterránea abierta de repente ante
ellos de modo maravilloso, y encontrarse ante un enorme cofre cerrado, escuchó de la
boca del estrafalario guerrero un relato que lo llenó de admiración.
Aquel guerrero dijo que era un soldado de la Guardia Real de los Reyes
Católicos, que había caído prisionero de los moros durante el cerco de Granada, y que
permanecía cautivo cuando se preparaba la rendición de la ciudad. En su precaria
situación, el soldado tuvo que prestarse a ayudar a un alfaquí a esconder en cierta
gruta, bajo una de las torres del conjunto de la Alhambra, unos tesoros del rey
Boabdil. Lo que el soldado no imaginaba era que el alfaquí era un nigromante que,
con un poderoso hechizo, lo iba a dejar mágicamente ligado a los tesoros, como su
guardián, hasta que él regresase para recuperarlos. Sin embargo, el alfaquí no había
regresado nunca, y el soldado estaba sujeto para siempre al hechizo, que solamente
perdía su poder una vez cada cien años, con ocasión de la noche de San Juan y
durante tres noches sucesivas, en que él tenía la posibilidad de salir de la gruta para
esperar la llegada de alguien capaz de deshacer el hechizo.
Resultaba que aquel sello de Salomón que el estudiante lucía en una de sus
manos, que le había permitido ver al soldado, invisible para todos los demás, podía
ser el talismán con virtud para desencantarlo y conseguir los tesoros escondidos en el
gran cofre que ante ellos se mostraba, aunque le era preciso también contar con la
colaboración de un sacerdote cristiano, en riguroso ayuno de veinticuatro horas, que
debería leer los santos exorcismos para alejar a los diablos, y de una doncella que
portaría en su mano el sello de Salomón.
Ni que decir tiene que el estudiante, que debía tener alguna noticia de las artes
que se aprendían en la salmantina cueva de San Cipriano, pensó en la muchacha que
lo tenía enamorado y en su amo. El propio Irving declara no conocer cuáles fueron
las negociaciones entre el estudiante y el eclesiástico, aunque parece que las que tuvo
con la doncella no fueron prolijas. Y por fin, cuando se iba a cumplir la tercera de las
noches, se encaminaron a la torre para romper los hechizos y hacerse con el tesoro.
El sello de Salomón, sostenido por la doncella, les franqueó la entrada a la gruta.
Dentro estaba el soldado, pidiendo que se apresurasen. El sacerdote leyó los
exorcismos, y un nuevo toque del sello de Salomón en la tapa del cofre hizo que éste
se abriese. El estudiante se apresuró a llenar el zurrón con las prodigiosas joyas que
allí dentro había, pero el soldado le dijo que era preferible sacar el cofre al exterior, y
ambos empezaron a empujarlo con mucho esfuerzo. Mientras tanto, el largo ayuno
del sacerdote era ya para él tan penoso que, considerando que había cumplido con su
obligación, se puso a comer un bocadillo que llevaba guardado para el caso.
El efecto de su gula fue funesto, pues las joyas que el estudiante había puesto en
su zurrón volvieron al cofre, y el cofre se cerró y volvió a la gruta, y la gruta, con el
soldado, quedó de nuevo cubierta por los peñascos que sirven de cimiento a la torre.
Acaso el sello de Salomón habría podido servir para abrirla de nuevo, pero en
aquellos momentos de confusión el anillo había caído de la mano de la doncella y
había quedado dentro de la gruta, con el tesoro y el desventurado soldado que lo
guardaba y que debe de seguir haciéndolo aún, si en las dos vísperas centenarias de
San Juan que median desde el suceso hasta nuestros días no ha aparecido alguien con
ese sello capaz de romper los sortilegios.
Irving dice que estudiante, doncella y sacerdote se fueron tristes de allí, aunque
luego recoge los testimonios de otros narradores, según los cuales no todas las joyas
del zurrón del estudiante habrían vuelto al cofre, de manera que tuvo suficiente
fortuna para casarse con la joven doncella e invitar al eclesiástico a opíparos
banquetes.

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