domingo, 24 de marzo de 2019

Luis Candelas

El día 6 de noviembre de 1837, una multitud expectante asistió, en la plaza de la
Cebada de Madrid, al ajusticiamiento de Luis Candelas.
El reo tenía poco más de treinta años, era moreno, de buena planta, con un rostro
de rasgos enérgicos. Muchas mujeres suspiraban al ver su final, y la mayoría de los
espectadores consideraban que no era justo que se diese muerte a quien nunca había
cometido un solo delito de sangre, pero todos sabían que si la reina gobernadora,
María Cristina, había rechazado el indulto, era por razones políticas: por un lado, la
inclemencia del gobierno absolutista; por otro, los deseos de venganza de una policía
a la que Candelas había burlado durante muchos años.
Para el pueblo de Madrid, Luis Candelas era un personaje casi fabuloso. Se sabía
que había nacido en el barrio de Lavapiés, y se decía que, cuando la comadrona que
ayudó en el parto examinó al recién nacido, descubrió en el reverso de su lengua la
cruz de san Andrés, signo de un destino peculiar, por lo feliz o por lo infausto. Era
hijo de un acomodado ebanista, y en el juicio se supo que desde muchacho había sido
aficionado al robo. Con los años, y sin dejar nunca de pertenecer a bandas y
sociedades secretas de delincuentes, había llegado a ejercer de funcionario del fisco,
y como activista liberal clandestino.
Durante la década anterior a su ajusticiamiento, Luis Candelas había sido la
admiración del pueblo de Madrid y la pesadilla de las fuerzas del orden. Parece que
antes se había dedicado a saquear a los arrieros que llegaban desde Andalucía, y que
se había fugado cuando lo llevaban al Peñón de Alhucemas, castigado a trabajos
forzados.
Desde que se instaló definitivamente en Madrid, sus acciones habían sido cada
vez más audaces, sin que nadie hubiese podido descubrir su paradero. En el juicio se
supo que la herencia de los bienes de su madre le había permitido cambiar de
personalidad. Bajo el nombre de un supuesto hacendado que había venido del Perú,
alternaba con los artistas y los políticos liberales en lugares como La Fontana de Oro
o el Café de Lorencini. Era propietario de una pequeña taberna en el centro, y allí
cambiaba de personalidad, para adoptar distintos disfraces.
Durante aquella década, Luis Candelas había pasmado a las gentes con diversas
fechorías. En su vida de hacendado peruano, hurtaba los relojes y las carteras de los
más connotados hombres públicos, sin que nadie lo identificase. En su vida de Luis
Candelas, llevaba a cabo asaltos, como el de la diligencia que transportaba al
embajador de Francia; robos, como el de la casa de un riquísimo sacerdote;
secuestros, como el de la mujer y la hija de un acaudalado caballero. Disfrazado de
secretario episcopal, desvalijó una famosa tienda de ornamentos sagrados que había
frente a la Posada del Peine.
El colmo de sus hazañas delictivas, que parecía orgulloso de sellar con su
nombre, fue el asalto a la casa de un oidor de la Real Audiencia, muy amigo de los
pájaros, que no podía imaginar quién se ocultaba bajo el disfraz del pajarero que
entró en su casa. En otra ocasión se introdujo en el establecimiento de la propia
modista de la reina, donde se encontraban algunas damas principales que fueron
también concienzudamente desvalijadas. Con ocasión del último robo, la pesquisa
policial se hizo tan acuciante que Luis Candelas decidió marcharse fuera de España
una temporada. Iba con él su joven amante, Clara, y se dice que la nostalgia de la
hermosa por su tierra natal fue entorpeciendo la huida del bandido, que al fin cayó en
manos de la justicia.
Fue encerrado en la cárcel de Corte de Madrid, hoy Palacio de Santa Cruz.
Experto en fugas, Luis Candelas había preparado la suya cuando llevaron a la misma
cárcel al político liberal Salustiano Olózaga, y Luis Candelas dejó que el político
huyese en su lugar por considerar que la vida y la libertad de aquel hombre eran más
importantes que la suya.
La mañana de su ajusticiamiento, se desciñó con parsimonia el pañuelo que
llevaba al cuello, se quitó una sortija, entregó ambas cosas al fraile que lo
acompañaba, se volvió al público y exclamó: «¡Sé feliz, patria mía!». Luego, el
verdugo lo colocó en el fatídico asiento y le dio garrote con mucha pericia.

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