domingo, 24 de marzo de 2019

La Escala de la Doncella

En los tiempos en que gran parte de España era árabe, fue señor de Mogente, en
Valencia, un hombre justo llamado Mohamed ben Abderramán ben Tahir, a quien
Dios, con la sabiduría, la riqueza y el poder, le concedió una hija que creció llena de
belleza y de inteligencia, y a quien sus contemporáneos conocieron con el nombre de
Fátima de los Jardines.
El padre de la muchacha estaba tan orgulloso de las aptitudes que su hija tenía
para todas las cosas del espíritu que buscó para formarla los mejores maestros en las
enseñanzas del Corán, en las artes de la música, de las matemáticas y de la poesía, y
en el conocimiento de las maravillas de la creación.
Por fin, advirtiendo que la inteligencia de su hija no parecía colmarse, buscó al
más sabio entre los sabios, un mago famoso en todo el Islam que habitaba en una
lejana ciudad del otro lado del mar, y le ofreció grandes riquezas si accedía, durante
algunos años, a ser preceptor de su hija en los conocimientos secretos sobre la sombra
invisible de lo que existe, y sus potencias y encantos.
El mago, que ya tenía bastantes años y quería asegurarse una vejez confortable,
accedió a lo que Mohamed ben Tahir le proponía, y se trasladó a Mogente para
enseñar a Fátima sus artes secretas. Y con su magisterio, la inteligencia de la hermosa
muchacha encontró nuevos espacios en que expandirse y gozar, pero también nuevos
motivos de extrañeza. Pues las enseñanzas que el mago transmitía a su joven
discípula le hicieron ver las cosas cotidianas de una manera diferente a como las
había contemplado hasta entonces, y con ello surgieron en ella inquietudes y dudas
antes desconocidas que el mago, paciente, iba procurando aclararle.
La muchacha era muy aficionada a contemplar los parajes que rodeaban el
castillo de su padre desde una alta torre que él había mandado construir para que
sirviese de estudio y biblioteca a su hija. Desde que era niña, llamaron la atención de
Fátima las formas que presentaba en un punto el cauce del torrente que atraviesa la
villa, sucesivas plataformas que ordenan una extraña escala de enormes peldaños.
A la luz de sus nuevos conocimientos, la muchacha intuyó que aquellas formas no
respondían a un capricho de la naturaleza, sino que eran un signo de la realidad
misteriosa y secreta que el mago le estaba enseñando a descubrir. Cuando le
comunicó su sospecha, el mago, tras estudiar sus libros, le confirmó que aquellas
formas de la roca anunciaban, ciertamente, el acceso a un palacio subterráneo donde
se guardaban extraordinarias riquezas, pero que su entrada estaba rigurosamente
vedada a los mortales.
La noticia de aquellas desconocidas maravillas que permanecían tan cerca de ella,
pero que le estaban prohibidas, entristeció a la joven, y su pena se hizo tan acuciosa
que dejó de leer, de hacer música, de cantar, de reír y hasta de comer, y vagaba por
los corredores y los jardines del castillo con la mirada perdida, sin pensar en otra cosa
que en aquellos espacios en los que nunca sería capaz de penetrar.
Mohamed ben Tahir sentía en su propio corazón el pesar de su hija, y le ofreció al
mago nuevas riquezas si conseguía que pudiese conocer lo que se guardaba en el
palacio maravilloso que la montaña escondía. El mago aducía que, para entrar allí,
sería preciso conjurar fuerzas muy peligrosas y utilizar sortilegios que podían resultar
fatales para la gente mortal.
Pero Fátima estaba cada día más desmejorada, y su buen padre acabó forzando al
mago a utilizar sus saberes para penetrar en aquel palacio al que conducía la gran
escala de roca. Lo hicieron los tres una noche, después de que el mago, con voz
temblorosa, hubiese dado lectura a la invocación escrita en un viejo manuscrito.
Cuando el mago terminó de pronunciar aquellas palabras, la montaña rugió, como si
le doliese abrirse en la brecha que al fin desgarró la roca y les permitió penetrar en
sus entrañas.
El tiempo de su estancia debería ser muy corto, pues corrían el peligro de que,
acabados los efectos del sortilegio, la montaña se cerrase otra vez, dejándolos para
siempre atrapados en su interior. Por eso apenas pudieron hacerse una idea de lo que
aquel palacio secreto contenía. Todo era tan maravilloso que los tres humanos
sintieron la embriaguez de conocer bellezas cuya existencia no habían podido
imaginar. Mas enseguida el mago les hizo salir, pues el tiempo del sortilegio se
cumplía, y apenas unos segundos después de que hubiesen abandonado el lugar la
roca volvió a cerrarse con un sonido que parecía mostrar el alivio de la montaña al
recuperar su cuerpo compacto.
Aquella visita al palacio encantado no solo no colmó la curiosidad de Fátima,
sino que la enardeció aún más, y a su tristeza se unía la avidez de penetrar otra vez en
el lugar de las maravillas y seguir accediendo a su vista y a su conocimiento. El mago
se resistía, pero el poderoso padre de la muchacha no se oponía a sus deseos, y la
lectura de la secreta invocación volvió a celebrarse una vez, y otra, y otra, ante el
entusiasmo de la muchacha y el creciente terror del mago. Pues, aunque cada vez que
entraban en el palacio encantado tenían muy en cuenta el plazo de su estancia, temía
que las fuerzas dueñas de tanto poder acabasen destruyendo a los osados humanos
que con tanta insistencia lo invocaban.
Por fin, el mago, incapaz de resistir la congoja en que vivía, pidió a Mohamed
ben Tahir y a Fátima de los Jardines que lo liberasen de sus obligaciones y le
permitiesen regresar a su tierra, aunque tuviese que devolver parte de las riquezas con
que había sido pagado su trabajo. Fátima y su padre estudiaron la propuesta, y al fin
decidieron dejar que se marchase sin pedirle a cambio otra cosa que aquel viejo
pergamino manuscrito en que estaba escrito el sortilegio que permitía penetrar en el
palacio encantado. El mago, aunque muy a su pesar, accedió.
Después de la partida del mago, Fátima de los Jardines, tras leer el sortilegio,
visitaba cada noche el palacio encantado, procurando salir antes de que el hechizo
perdiese su poder, y nunca se cansaba de las maravillas que allí se encerraban. Un día
descubrió nuevas bellezas y perdió la noción del tiempo. La abertura en la roca de la
montaña se cerró y Fátima de los Jardines quedó atrapada en su interior.
Después de una búsqueda desesperada, Mohamed ben Tahir supo que su hija
había quedado presa del encanto, al oír sus gritos pidiendo de ayuda, que, muy
amortiguados pero no por ello menos dolorosos, salían del centro de la montaña.
Mohamed ben Tahir buscó al mago que había sido dueño del sortilegio, pero éste le
aseguró que no había otro ejemplar de aquel escrito en el mundo, y que él ya no podía
ser de ayuda.
Mohamed ben Tahir mandó traer a otros magos, a gentes conocedoras de los
umbrales de lo oculto, pero nadie consiguió abrir la montaña. Hizo que brigadas
numerosísimas de hombres fornidos cavasen con sus picos la roca, pero ésta se
mostraba maciza y tantos esfuerzos no tuvieron resultado. Han pasado los siglos y
Fátima de los Jardines permanece prisionera del hechizo en aquel lugar. Dicen que, a
veces, se la oye gritar pidiendo ayuda.
En Mogente, la famosa torrentera es todavía conocida con el nombre de Escala de
la Doncella.

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