domingo, 24 de marzo de 2019

El cumuri ó ARRIERO DE LAS MONTAÑAS

EL hombre de la Naturaleza, aprende á vivir en medio de las grandes luchas con
los elementos y templa su alma en el yunque eterno del trabajo y de las grandes
indigencias.
El Cumurí, es siempre el indio más joven y vigoroso de una familia de Quichuas.
Á él le toca tomar la vanguardia, arreando una docena de llamas, que van cargadas
atravesando las montañas, y á la distancia de unas cuantas cuadras del gran ahillo ó
tropa que guarda la familia.
Á veces en el invierno, en medio de los fríos rigurosos y las eternas nieves, se
desata la tempestad en las cordilleras. Entonces hay que sufrir con paciencia el frío de
la intemperie, el hambre, el cansancio y la sed!
El Cumurí, soporta resignado todos esos trabajos; y hasta parece que al soportarlos
goza un secreto placer.
Es que los padres anhelan que sus hijos, aprendan á sufrir para ser hombres y
lleguen al alto honor de ser alcaldes.
El Cumurí no piensa absolutamente en eso. Los cálculos especulativos están muy
lejos de su espíritu eminentemente romántico.
Va soñando una
suprema dicha que le
aguarda al regresar á sus
valles. Las necesidades
materiales se llenan de
cualquier manera; y un
puñado de maíz tostado ó
unas hojas de Coca, son
bastantes para alimentarse
durante las penosas
jornadas de su marcha á
pié. El crepúsculo de la
tarde con sus inimitables
coloraciones lo
sorprenderá acaso en las
faldas boscosas de esas jigantescas
montañas, que llenan de pavor al
que las contempla y reflexiona en
los grandes cataclismos geológicos
por que ha pasado la corteza del
globo.
El indio descarga á esa hora sus mansas llamas, fatigadas por la penosa marcha, y
mientras descansa en una peña, contemplando las brumas azules de la lejanía,
recordará tal vez la dulce amada de su corazón, que vió al despedirse, debajo del
alero de la choza paterna y que quedaba silenciosa, tejiendo en la Puska esos
interminables hilos blancos, plateados, que son como el emblema del recuerdo que no
se corta jamás!
La noche silenciosa no tardará en llegar, cargada de los perfumes de flores
misteriosas y desconocidas, que solo han sido cantadas por los poetas indios; el
Cumurí, se entrega en esas horas al melancólico placer de arrancar notas amorosas y
tristes á su flauta de caña; melodías que más tarde cuando regrese al valle, hará oír
desde lejos á su amada para que salga á la nocturna cita.
Las ofrendas de amor, son al regreso, el fruto de sus trabajos, y la joven india, al
día siguiente de aparecer su novio, amanece engalanada con sencillos adornos de
cuentas de colores, zarcillos, un prendedor ó un par de husutas, que han de tener los
tacos pintados de rojo y amarillo, colores que simbolizan la alegría, porque recuerdan
la sangre juvenil y la sabrosa chicha, que anima á los mortales en las alegres fiestas.
Pero si su amada ha desaparecido mientras él viajaba lejos del florido valle donde
está el terruño que constituye su patria, su bogar, su Dios, y el suntuoso templo de su
amor, los sentidos versos se unirán á la música de la Quena y una triste Vidalita
resonará tal vez vagamente perdiéndose en las montañas con inflexión análoga á la
del canto de una de esas aves agrestes que herida por traidora flecha vé apresar en el
bosque á su amorosa compañera.
Yo crié una paloma
al lado de mí,
mi único consuelo
desde que nací.
Urpilíta[1] blanca
que aprendió á volar
remontó su vuelo
a otro palomar.
Linda tortolita
que yo la crié,
se juntó con otra,
se voló y se fué.
Avecita blanca
de piquito azul,
¡nunca ví en paloma
tanta ingratitud!
Tal vez la amorosa chinita no ha podido resistir con vida los rigores de la ausencia
y su espíritu vaga en las regiones etéreas de lo desconocido. Entonces la quejumbrosa
guitarrilla ó charango, tristemente puntiado por la mano del que sufre, acompañará
esta otra queja que lleva el nombre de manchaypuito (canto triste).

No hay planta en el campo
que florida esté,
todos son despojos
desde que se fué.
Unos lloran penas,
otros el amor,
¡yo lloro la ausencia
que es mayor dolor!

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