martes, 2 de abril de 2019

La Iglesia y los duendes-demonios

Hecho me has imaginar
que los que llamas pretendes
demonios son estos duendes
que suelen siempre habitar,
el mas oscuro lugar.
LOPE DE VEGA:
La burgalesa de Lerma

Era y es frecuente, en la España de antaño y hogaño, asociar al duende con el
demonio. Así lo hemos visto hasta ahora y lo seguiremos comprobando en las
siguientes páginas del libro.
Lo cierto es que con la llegada del cristianismo, y sobre todo en las épocas
oscurantistas, timoratas y supersticiosas de la Alta y Baja Edad Media, el cristiano
viejo, a través de clérigos y teólogos, fue considerando a los antiguos dioses lares del
paganismo como demonios de poca monta que ocupaban su sitio dentro de, la infinita
jerarquía de las huestes infernales. Los demonólogos clásicos de los siglos XV, XVI y
XVII recogieron en sus obras algunos incidentes propios de duendes caseros y los
atribuyeron a los demonios, y eso por varias razones, entre las que se encuentran el
aspecto físico con el que eran descritos, sus tremendas fechorías y, sobre todo, porque
dentro del santoral cristiano no tenían cabida seres no angélicos que rehuían toda
clasificación y además se comportaban de un modo tan aparentemente hostil para el
ser humano.
Francisco Botella de Moraes, en su Historia de las Cuevas de Salamanca (1737),
repetía que «en la común opinión los duendes se llamaban demonios». Lógicamente,
al ser considerados de esta guisa, no tardó mucho en asociárseles con las brujas y
todo su lóbrego mundo; sólo a partir de los siglos XVIII y XIX, cuando la creencia en la
brujería cayó en el más absoluto de los descréditos, los estudiosos de estos
fenómenos se dieron Cuenta que seguían existiendo numerosos testimonios de
duendes en el interior de las casas, ajenos ya a pactos con Satán y desvinculados
totalmente de la brujería. Sin embargo, la evidencia siempre ha estado ahí: de la
enorme legión de demonios en que se creía antiguamente —y que ciertos teólogos se
encargaron de contar y divulgar—, el único que aún, sigue gozando de alguna
credibilidad es el duende doméstico, el mismo que sigue dando guerra en el siglo XX,
utilizando similar treta que, según dicen, tiene el mismísimo demonio: hacernos creer
que no existe.
Pedro Sánchez Ciruelo, autor de Reprobación de las supersticiones y hechicerías
(1539), considerado el primer libro sobre brujería que se publicó en castellano,
cimentándose su fama durante más de un siglo en el prestigio de su autor (el cual fue
durante treinta años inquisidor de Zaragoza), decía, al referirse a ellos:
Más porque hemos dicho que una de las maneras en que el diablo se aparece a los nigrománticos es
haciendo estruendos y espantos por las casas, de día y de noche, aunque no lo vean los hombres (…) y
hace ruídos y estruendos y da golpes en las puertas y ventanas y echa cantos y piedras y quiebra ollas y
platos y escudillas y hace otros muchos males por casa. Algunas veces no quiebra cosa alguna, mas
revuelve todas las presas de casa y no dexa cosa en su lugar. Otras veces, viene a la cama donde duermen
las personas y les quita la ropa de encima y les hace algunos tocamientos deshonestos; y de otras muchas
maneras les hace miedos y no les dexa dormir reposados (…), y mientras dura aquella dexación en aquella
casa (…) pongan cruces de ramos benditos o de candelas benditas en todos los lugares de la casa y tengan
siempre en ella agua bendita.
El origen de los duendes lo encontraban, como hemos visto, a falta de mayores
argumentos, en la rebelión de los ángeles, parte de los cuales, al ser precipitados
desde el cielo, se quedaron unos en el aire y otros en la tierra, en un estado
intermedio. Igual creencia existe sobre las hadas, si bien, con los duendes, los
teólogos llegan aún más lejos, manteniendo que el diablo es cojo porque se rompió
una pierna cuando cayó desde tan alto y, por supuesto, tiene cuernos y rabo, con lo
cual ya tenemos a nuestro ibérico trasgo o diablillo cojuelo, por ejemplo. Incluso en
un manual para exorcistas escrito por el padre Benito Remigio Noydeus, éste decía
así a sus lectores en el año 1668:
La experiencia enseña que hay demonios que, sin espantar ni fatigar a los hombres (porque Dios no se lo
permite ni les da mano para ello), son caseros, familiares y tratables, ocupándose en jugar con las personas
y hacerles burlas ridículas. A éstos llamamos comúnmente trasgos o duendes, los franceses los llaman
Guelicos; los italianos, Farfarelli, y los gentiles, supersticiosamente, los veneraban por dioses caseros,
llamándoles Lares y Penates.
Los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII, como estamos comprobando,
creían en estos seres como los causantes del movimiento de los objetos y misteriosos
ruidos que se oían en algunas casas, haciendo referencias a ellos en sus obras;
destacan, sobre todo, Francisco Torreblanca y Villalpando, autor de Iuris Spiritualis;
el padre Martín del Río, autor de Disquisitiones Magicae; el filósofo y teólogo Pedro
de Valencia, autor del Discurso sobre las Brujas y cosas tocantes a Magia que fue
discípulo de Arias Montano; el padre Fuentelapeña y su inapreciable obra El Ente
Dilucidado, y, por último, salvando las distancias, el padre Benito Feijoo que ataca
todo lo divino y todo lo humano, en cuanto a supersticiones y bichos se refiere, en su
Teatro crítico universal.
Pedro de Valencia fue el que escribió:

Creer que hay demonios o ángeles malos no sólo los cristianos católicos lo creemos, sino todos los
herejes, los judíos y los moros, y lo entendieron así muchos filósofos gentiles y el vulgo de los gentiles en
general, mayormente los romanos. Esto no es menester probarlo, que se puede hacer un gran libro de solas
alegaciones y es ignorancia muy fea para cualquier hombre de letras el dudar de esto.
Y no sólo algunos teólogos de nuestro Siglo de Oro aseguraban que su existencia
era cierta. Así un místico de la talla de San Juan de la Cruz sufrió en propia carne la
impertinencia de los duendes, que no le dejaban dormir, hasta el punto de que una
noche, cuando salía de su celda, se le enredaron entre los pies, haciéndole caer al
suelo; así lo cuenta al menos Carmelo Lisón Tolosana en su obra La España mental.
De las obras de los teólogos más eruditos se desprenden varias conclusiones, a
saber:
Creían en la realidad de los duendes como demonios de poca categoría, tal como hemos comentado
anteriormente.
Que estos duendes en particular eran caseros, es decir, domésticos.
Que armaban en las casas varios estrépitos, gritando, gimiendo o riéndose.
Que se les consideraba como guardadores de tesoros fingidos, los cuales se convertían en carbones
cuando pasaban a poder del hombre.
Que tenían semejanza con ciertos númenes domésticos y secundarios de la antigüedad clásica (Grecia e
Italia), y con los espíritus de los muertos especialmente.
Que era posible la traslación local por los aires de estos seres.
Hemos escogido a tres teólogos como muestra de las tres tendencias que, en
distintas épocas, fue adoptando la Iglesia o, por lo menos, parte de ella, respecto a
tema tan espinoso como era el de los duendes. El padre Martín del Río (siglo XVI)
representa la tendencia crédula, aceptando la existencia de estos seres, aunque
encuadrándolos en la categoría de demonios. El padre Fuentelapeña (siglo XVII), por
su parte, intenta explicar, con argumentos lógicos y a veces inverosímiles, su
existencia, llegando a unas muy particulares conclusiones.
Y por último, está el padre Feijoo (siglo XVIII), incrédulo en todo lo tocante a
magias, brujerías y seres invisibles.
EL PADRE MARTIN DEL RÍO
Disquisiciones mágicas (1599)
Este jesuita escribió, con toda probabilidad, la obra más completa en su época sobre
brujería y maleficios, tan conocida como el Malleus Maleficarum («Martillo de
brujas»), de Sprenger y Kramer, publicada en 1486. Ambas rebosan de casuística, por
lo que aún hoy día son citadas, como en el caso de este libro, para comprobar cómo
era el pensamiento religioso predominante en esos siglos de herejías y supersticiones
a granel.
El padre Martín del Río (1551-1608), catedrático de Teología en Salamanca,
escribe, entre otras cosas, en su obra Disquisitiones Magicarum, que las brujas son
una infeliz especie, engañadas por los demonios que les obligan a renegar de
Jesucristo y, una vez hecha la renuncia de la fe, las marca como sus esclavas y les
asigna un Martinillo o Maridillo, que es un ser que las sigue y lleva a los aquelarres,
en donde las espera su príncipe, el diablo. De estos engendras hablaremos
ampliamente en el capítulo dedicado a los «diablillos familiares».
Su libro le parece a Menéndez y Pelayo «el más erudito y metódico y el mejor de
cuantos hay sobre la materia»; en cambio, nosotros estamos con Sánchez Dragó
cuando afirma que Martín del Río es un individuo de notables tragaderas que «nos
habla de monstruos, demonios súcubos y demonios íncubos, de cabrones con alas, de
brujas a lomos de escoba y de aquelarres por él mismo presenciados».
Consideramos la obra como una curiosa rareza que, aparte de suministrar datos
muy valiosos, contiene notorias incongruencias, las cuales no la deben hacer
desmerecer por su valioso estudio de las supersticiones del siglo XVI.
EL PADRE FUENTELAPEÑA
El ente dilucidado (1676)
El exprovincial de Castilla y fraile capuchino, Fray Antonio de Fuentelapeña, publicó
en 1676 un libro curioso y divertido, bajo el título de El ente dilucidado, donde su
afán es demostrar o dilucidar a estos duendecillos caseros a base de argumentos y
silogismos, diciendo que no son demonios ni espíritus, sino seres aéreos que «quitan
y ponen platos, juegan a los bolos, tiran chinitas, aficionándose a los niños más que a
los grandes, y especialmente se hallan duendes que se aficionan a los caballos. En
Milán es esto cosa muy sabida y experimentada, y un capitán me certificó a mí que
sólo en su compañía había tres que cuidaban de tres caballos».
Cuando trata de su naturaleza, llega a la inverosímil conclusión de que estos
duendes o fantasmas son animales invisibles «que tienen su primer ser en caserones
inhabitados y lóbregos», y que son engendrados y alimentados por la corrupción de
los vapores gruesos que en tales lugares se producen, «por falta de habitación, lumbre
y comercio que purifiquen el aire».
Asimismo, nos cuenta el padre Fuentelapeña: «Supongo que a estos duendes en
Castilla les llaman trasgos, en Cataluña follets, que quiere decir espíritus locos, y en
Italia farfareli».
Caro Baroja nos hace un gracioso comentario de su libro cuando escribe: «Yo no
sé cómo se las arregló nuestro fraile para hablar lo menos posible de los duendes en
las 486 páginas a dos columnas de que consta. Está escrito con arreglo a la más rancia
de las escolásticas (…) Se refleja en él una curiosidad morbosa por cuestiones
sexuales, sobre todo en la segunda sección, donde Fuentelapeña habla con visible
gusto, y sin tener que decir nada de provecho, del sexo en sí, de la causa sexual de los
monstruos, de los hermafroditas, de los partos monstruosos y de otros extremos poco
agradables de mencionar».
A modo de conclusión, vamos a recoger una descripción física de los duendes,
según lo que le relataron a Fuentelapeña ciertos testigos oculares, acorde con la
versión popular que sobre los mismos tenían sus conciudadanos, que se podría
resumir en estos requisitos:
Tienen figura humana.
Suelen aparecer con hábitos de religiosos.
Duermen, pues se les oye de noche y no de día.
Se muestran especialmente regocijados con los niños, y no así con los mayores.
Los duendes martirizan a los que están dormidos, creándoles pesadillas.
Tienen una mano de estopa y otra de hierro, aunque, en esta creencia, Fuentelapeña ve una metáfora «tomada
de que unas veces suelen dar más recios golpes y otras más blandos».
Al final nos da una definición de los duendes diciendo que «no es otra cosa que un animal invisible, secundum
quid o casi invisible, trasteador».
EL PADRE BENITO FEIJOO
Teatro crítico universal
Sin olvidarnos aún del capuchino, entresacamos ahora algunos jugosos párrafos de
esta célebre obra que el benedictino Feijoo escribió entre 1726 y 1740 en forma de
discursos, llegando a publicar nueve gruesos tomos que forman en su conjunto el
famoso «Teatro», dirigido a un amplio público en tono coloquial. En ellos toca
muchas materias, de lo más variopintas, entre las que no podía faltar el mundo
sobrenatural y las supersticiones vulgares, a las que se refiere de modo muy
escéptico, dedicando su tomo I monográficamente a los «Duendes y Espíritus
familiares». En esta celebérrima obra se mete con todo bicho viviente, y nunca mejor
dicho (pues habla de basiliscos, dragones, unicornios, sirenas…), con su estilo
socarrón, no dejando de lado, por supuesto, la creencia en los duendes que tan
extendida estaba en su época, atacando a colegas suyos, como el padre Fuentelapeña,
y a todo aquel que hablara de estos pequeños personajes como seres reales, pues para
Feijoo no existían, y aquellos de los que la gente hablaba no eran otros que humanos
que se querían hacer pasar por duendes, a veces con fines criminales. «¡Oh, cuántos
hurtos, cuántos estupros y adulterios se han cometido cubriéndose, o los agresores o
los medianeros, con la capa de duendes!», escribía en la citada obra.

Veamos ahora un párrafo, ya clásico, de su Teatro crítico:
El padre Fuentelapeña, en su libro del Ente dilucidado, prueba muy bien que los duendes ni son ángeles
buenos, ni ángeles malos, ni almas separadas de los cuerpos (…).
Puesto y aprobado que los duendes ni son ángeles buenos, ni demonios, ni almas separadas, infiere el
citado autor que son cierta especie de animales aéreos, engendrados por putrefacción del aire y vapores
corrompidos. Extraña consecuencia y desnuda de toda verosimilitud. Mucho mejor se arguyera por orden
contrario, diciendo: los duendes no son animales aéreos, luego sólo resta que sean o ángeles o almas
separadas. La razón es porque para probar que los duendes no son ángeles ni almas separadas sólo se
proponen argumentos fundados en repugnancia moral; pero el que no son animales aéreos se puede probar
con argumentos fundados en repugnancia física. Por mil capítulos visibles son repugnantes la producción y
conservación de estos animales invisibles; por otra parte, las acciones que frecuentemente se refieren de
los duendes, o son propias de espíritus inteligentes, o por lo menos de animales racionales, lo que este
autor no pretende, pues sólo los deja en la esfera de irracionales. Ellos hablan, ríen, conversan, disputan.
Así nos lo dicen los que hablan de duendes, con que, o hemos de creer que no hay tales duendes, y que es
ficción cuanto nos dicen de ellos, o que si los hay, son verdaderos espíritus.
Realmente es así, que puesta la conclusión negativa de que los duendes sean espíritus angélicos o
humanos, el consiguiente que más natural e inmediatamente puede inferirse es, que no hay duendes. A la
carencia de duendes no puede oponerse repugnancia alguna, ni física ni moral. A la existencia de aquellos
animales aéreos, concretada a la circunstancia de acciones que se refieren de los duendes, se oponen mil
repugnancias físicas.
El argumento, pues, es fortísimo, formado de ésta: los duendes, ni son ángeles, ni almas separadas, ni
animales aéreos, no resta otra cosa que puedan ser. Luego no hay duendes.
Lo cierto es que este tono sarcástico y demoledor se fue haciendo más tolerante
en su otra obra Cartas eruditas, escritas entre 1742 y 1760, aunque sin seguir
creyendo en tales seres, a los que dedica algún que otro ensayo epistolar.
Tanta referencia a estos seres diminutos por parte de los teólogos y jurisconsultos
de la época, explica que el teatro, la novela y la poesía del Siglo de Oro se interesase
también por ellos e hicieran constantes alusiones a los duendes, sin que por ello éstos
quedaran bien parados, pues el mayor hincapié se hacía en las obras de teatro de
enredo y de capa y espada, donde era frecuente simular acciones de un duende o
trasgo para cometer una fechoría. La obra que posiblemente contribuyó a desacreditar
más la idea de los duendes, antes que aparecieran las obras de Fuentelapeña y Feijoo,
fue la famosa comedia de Calderón La dama duende.
Todo esto demuestra que, se creyera o no en ellos, lo cierto es que los duendes
estaban muy presentes en la vida popular, literaria y religiosa de la España de los
siglos XVII y XVIII.


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