domingo, 24 de marzo de 2019

Roberto Frassinelli, el alemán de Corao

El alemán se llamaba Roberto Frassinelli Burnitz. Había nacido en la ciudad de
Ludwisgburg, en 1811. Cuidadoso y fiel dibujante, iba reflejando en sus láminas las
gentes y los parajes que visitaba. Era bibliófilo, y conoció España en la época de la
desamortización, cuando tantas piezas venerables y libros antiguos se vendieron.
También era montañista, un montañista pionero. Acaso por eso los Picos de Europa
llamaron su atención. Un escritor legendario, dado a los misterios esotéricos, Mario
Roso de Luna, le atribuye saberes y propósitos ocultistas. El caso es que la historia de
Covadonga llamó fuertemente su atención. La gruta misteriosa, las mágicas virtudes
de la fuente, conocidas en tiempos remotos, la famosa victoria de la cruz sobre la
media luna.
En alguno de los antiguos cronicones —el Albendense, el Rotense— leería los
datos de la prodigiosa batalla: el ejército árabe, de ciento ochenta y siete mil
hombres, perdiendo ciento veinticuatro mil en el lugar de Auseva con la ayuda
celestial de la Santina, que hizo que sus propios dardos y lanzas se volviesen contra
ellos; luego, la misma ayuda milagrosa de la Virgen, haciendo que sobre los
supervivientes que huían se desplomase un monte, en Cosgaya, para acabar con la
vida de todos; el triunfo del pequeño grupo que rodeaba a don Pelayo; el comienzo de
la Reconquista en la parte occidental de la península.
El alemán acabó instalándose en 1854 en la aldea de Corao, junto al río Güeña,
muy cerca de Cangas de Onís y de Covadonga. Botánico experto, estudió y clasificó
las flores y plantas de la zona, y en su pomarada llegó a cultivar casi treinta especies
diferentes de manzana. Su curiosidad arqueológica lo llevó a descubrir piezas de
piedra y bronce, monedas romanas, lápidas y dólmenes. Las gentes de los contornos
conocían, con una mezcla de admiración y extrañeza, su afición a bañarse durante
todo el año en una poza del río Pomperi llamada el Pozo del Alemán, y a revolcarse
desnudo en la nieve, cuando subía a las cumbres en sus excursiones cinegéticas, a
menudo solo, otras veces acompañado de uno de los hijos del cercano pueblo leonés
de Caín, conocidos como cainejos, conocedores de todos los vericuetos de los Picos
de Europa y capaces de saltar por los riscos como los rebecos.
En sus excursiones de montaña, solamente llevaba una manta, la escopeta,
cartuchos, un fardel con harina de maíz y una lata para tostarla. El resto de la
alimentación dependía de su buen tino al disparar.
La consideración de lo sagrado de Covadonga le hizo pensar en la manera de dar
solemnidad al lugar. En la gruta se construyó un camarín diseñado por él, que con el
tiempo desaparecería en un incendio. Y de sus conocimientos arquitectónicos fueron
fruto los primeros proyectos, de aire y gusto goticista, de lo que al cabo sería la
basílica erigida en aquellos lugares.
Aunque vivía en una vieja casona, tenía su estudio en la llamada Cueva del
Cuélebre. Se sabía que, en aquella cueva, había habitado una de esas gigantescas
culebras, o dragones, que vivieron con los humanos en tiempo inmemorial. La de
Corao exigía ser cebada cada día, para prevenir que devorase a las gentes del pueblo.
Se asegura que un cura, armado de un trabuco, intentó matarla, pero que solo la hirió,
y debió escapar perseguido por ella. El cura falleció del susto, y el cuélebre, en su
furiosa carrera, quedó aprisionado en un cercano puente, donde se estuvo
desangrando mucho tiempo. Mas por fin pudo retirarse a la cueva, muy debilitado por
la herida, para buscar refugio en los escondrijos más profundos. Ya nunca podrá salir
de allí, porque el alemán de Corao marcó la entrada con el mágico sello de Salomón.
Roberto Frassinelli murió el día del solsticio de verano de 1887, y fue enterrado
en el cementerio de la iglesia de Santa Eulalia de Abamia, hasta que unas manos
furtivas y piadosas trasladaron sus restos al interior del templo, donde reposan, en el
mismo lugar en que estuvieron enterrados los de don Pelayo y su esposa Gaudiosa.
Dispersos o perdidos, de sus escritos, proyectos y dibujos se conserva muy poca
cosa. Su reflexiva y silenciosa sombra, con la escopeta en bandolera y el fardel del
maíz colgado del cinturón, sigue pisando los musgos y las peñas de los Picos de
Europa.

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