Hace mucho, mucho tiempo, vivía una gran emperatriz china que heredó el puesto de su hermano, el emperador Fuki. Sucedió durante la era de los gigantes, y la emperatriz Jokwa, pues ese era su nombre, medía siete metros y medio, casi tanto como su hermano. Era una mujer maravillosa y una gobernante capaz. Hay una historia interesante de cómo arregló parte de los cielos rotos y uno de los pilares terrestres que sostenían el cielo, pues ambos fueron dañados durante una rebelión de uno de los vasallos del emperador Fuki.
El nombre del rebelde era Kokai. Medía ocho metros. Su cuerpo estaba completamente cubierto de pelo y su rostro era tan negro como el hierro. Era un mago y tenía una personalidad terrible. Cuando el emperador Fuki murió, Kokai sintió la ambición de convertirse en su sucesor, pero su plan falló, y Jokwa, la hermana del emperador muerto, ascendió al trono. Kokai estaba tan enfadado por ver estropeado su deseo que se alzó contra ella. Su primera acción fue emplear al Demonio del Agua, que hizo que una gran inundación asolase el país. Esto echó a la gente pobre de sus casas, y cuando la emperatriz Jokwa vio los problemas de sus súbditos, y al saber que era culpa de Kokai, le declaró la guerra.
Jokwa, la emperatriz, tenía dos jóvenes guerreros llamados Hako y Eiko, al primero de los cuales hizo general de la vanguardia. Hako estaba encantado de que la emperatriz lo hubiera elegido y se preparó para la batalla. Cogió la lanza más larga que pudo encontrar y se montó en un caballo rojo. Estaba a punto de partir cuando escuchó a alguien galopar a toda prisa tras él que gritaba:
La emperatriz Jokwa.
—¡Hako! ¡Detente! ¡Yo debo ser el general de la vanguardia!
Miró atrás y vio a Eiko, su camarada, cabalgando un caballo blanco, y desenvainando una gran espada para golpearlo. Su ira ardía y conforme se giraba al rival, gritó:
—¡Insolente desgraciado! Me ha elegido la emperatriz para liderar la vanguardia. ¿Te atreves a detenerme?
—Sí —respondió Eiko—. Debo liderar el ejército. Eres tú quien debería seguirme.
Ante esta atrevida respuesta, la ira de Hako estalló en llamas.
Hako miró atrás y vio a Eiko blandiendo una larga espada.
—¿Te atreves a responderme así? Toma esto. —Y se lanzó contra él con su lanza.
Pero Eiko se apartó rápidamente y, al mismo tiempo, alzando su espada, hirió al caballo del general en la cabeza. Obligado a desmontar, Hako estaba a punto de lanzarse contra su antagonista cuando Eiko, tan rápido como un relámpago, arrancó de su pecho la medalla de mando y galopó lejos. La acción fue tan rápida que Hako se quedó asombrado, sin saber qué hacer.
La emperatriz había sido testigo de la escena, y no pudo sino admirar la rapidez del ambicioso Eiko. Para apaciguar a los dos rivales, decidió dar a ambos el mando de la vanguardia.
Así, Hako comandaba el ala izquierda, y Eiko, la derecha. Cien mil soldados los seguían y marcharon para detener al rebelde Kokai.
En poco tiempo, los dos generales alcanzaron el castillo donde Kokai se fortificó. Cuando supo de su acercamiento, el mago dijo:
—Me encargaré de esos dos pobres niños de un soplido.
Poco sabía él cuán difícil encontraría la lucha.
Con esas palabras, Kokai agarró una barra de hierro y montó un caballo negro, sobre el que avanzó como un tigre enfadado para encontrarse con sus dos enemigos.
Cuando los dos guerreros le vieron lanzarse sobre ellos, se dijeron: «No debemos dejarlo escapar vivo». Y lo atacaron desde ambos lados con espada y lanza. Pero el todopoderoso Kokai no iba a ser vencido con facilidad, agitó su vara de hierro como una rueda de agua y durante mucho tiempo lucharon así, ninguno de los dos lados ganaba o perdía. Por fin, para evitar la vara de hierro del mago, Hako giró demasiado rápido su caballo, las pezuñas del animal golpearon una gran piedra y, del susto, el caballo se alzó sobre dos patas, lanzando a su amo al suelo.
Kokai sacó su espada de tres filos y estaba a punto de matar al prostrado Hako, pero antes de que el mago pudiera conseguir sus malvados designios, el valiente Eiko situó a su caballo frente a Kokai y lo retó a probar su fuerza contra él y no matar a un hombre caído. Pero Kokai estaba cansado, y no se sentía interesado en luchar contra este osado joven que todavía estaba fresco, así que dio la vuelta al caballo de repente y huyó de la refriega.
Hako, que solo había estado ligeramente atontado, para entonces había conseguido levantarse y él y su camarada corrieron detrás del enemigo que huía, uno a pie y el otro a caballo.
Kokai, al verse perseguido, se giró hacia su asaltante más cercano, que era Eiko, alcanzó una flecha de su carcaj en la espalda, la puso en el arco y disparó.
Tan rápido como un relámpago, el agotado Eiko evitó el proyectil, que solo tocó las cuerdas de su casco y, rebotando, cayó sin hacer daño contra la armadura de Hako.
El mago vio que ambos enemigos seguían libres de cualquier daño. También sabía que no le quedaba tiempo para sacar una segunda flecha antes de que llegaran hasta él, así que para salvarse, recurrió a la magia. Se estiró hacia su vara e inmediatamente llegó una gran inundación y el ejército de Jokwa y sus valientes generales cayeron como hojas de otoño en un río.
Hako y Eiko estaban cubiertos hasta el cuello de agua y, al mirar alrededor, vieron cómo el feroz Kokai se acercaba a ellos a través del agua con su vara de hierro en alto. Pensaban que en cualquier momento podrían caer, pero nadaron con valentía tan lejos como pudieron de Kokai. De repente, se encontraron frente a una isla que se alzaba en el agua. Levantaron la mirada y allí se alzaba un anciano con pelo tan blanco como la nieve que sonreía. Le pidieron ayuda a gritos. El anciano asintió y se acercó al borde del agua. En cuanto sus pies tocaron el agua, la inundación se dividió y una buena carretera apareció, para sorpresa de los hombres que se ahogaban, que ahora se encontraban libres.
Kokai había alcanzado para entonces la isla que de repente se había levantado como si fuera un milagro del agua y, al ver a sus enemigos salvados así, se puso furioso. Avanzó a través del agua hacia el anciano y parecía que fuera a asesinarlo sin pensar. Pero el anciano no se mostró preocupado en lo más mínimo, sino que esperó con calma la ira del mago.
Conforme se acercó Kokai, el anciano se rio alegremente y se convirtió en una bella grulla blanca grande, aleteó y voló hacia el cielo.
Cuando Hako y Eiko lo vieron, supieron que su salvador no era un simple humano, tal vez fuera un dios disfrazado, y confiaron descubrir más adelante quién era el venerable anciano.
Entre tanto, se habían retirado y ahora estaba a punto de terminar el día, pues el sol se estaba poniendo, y tanto Kokai como los jóvenes guerreros dejaron a un lado la idea de seguir luchando.
Esa noche, Hako y Eiko decidieron que era inútil luchar contra el mago Kokai, pues tenía poderes sobrenaturales, mientras que ellos solo eran humanos. Después de muchas dudas, la emperatriz decidió pedir ayuda al Rey de Fuego, Shikuyu, contra el mago rebelde y que liderase su ejército contra él.
Shikuyu, el Rey del Fuego, vivía en el Polo Sur. Era el único lugar seguro para él pues quemaba todo lo que había a su alrededor en cualquier otro lado, pero es imposible quemar el hielo y la nieve. Era un gigante, medía más de veinte metros. Su rostro era como el marfil, y su cabello y su barba eran largos y blancos como la nieve. Su fuerza era incomparable y dominaba todo el fuego como Kokai el agua.
—Sin duda —pensó la emperatriz—, Shikuyu podrá derrotar a Kokai. Así que mandó a Eiko al Polo Sur para suplicar a Shikuyu que liderase la guerra contra Kokai y lo derrotase de una vez por todas.
—¡Eso es sencillo, sin duda! —dijo el Rey del Fuego al oír la petición de la emperatriz con una sonrisa—. Pues fui yo quien os salvó a ti y a tu compañero cuando os ahogabais en la inundación que convocó Kokai.
Eiko se sorprendió al descubrir esto. Agradeció al Rey de Fuego su ayuda en su momento de necesidad, y después le pidió que volviera con él y liderase la guerra para derrotar al malvado Kokai.
Shikuyu hizo lo que le pedían y volvió con Eiko hasta la emperatriz. Ella dio la bienvenida al Rey del Fuego cordialmente, y al momento le contó por qué lo había mandado llamar: para pedirle que fuera el comandante de su ejército.
—No os preocupéis —respondió, con total tranquilidad—. Mataré sin dudarlo a Kokai.
Shikuyu se colocó entonces a la cabeza de treinta mil soldados y, con Hako y Eiko guiándolo, marchó hacia el castillo del enemigo. El Rey del Fuego conocía el secreto del poder de Kokai, y dijo a todos los soldados que recogieran un cierto arbusto. Lo quemaron en gran cantidad, y ordenó que todos los soldados llenaran una bolsa con las cenizas así obtenidas.
Kokai, por otro lado, con su orgullo, consideraba a Shikuyu inferior en poder.
—Aunque seas el Rey del Fuego, con mi agua podré extinguirte sin problemas —murmuró enfadado.
Después repitió el encantamiento, y las aguas de la inundación volvieron a alzarse y llegaron hasta la cumbre de las montañas. Shikuyu, sin temer nada, ordenó a sus soldados que dispersaran las cenizas que les había ordenado conseguir. Todos los hombres hicieron lo que les pedía, y tal era el poder de la planta que habían quemado, que en cuanto sus cenizas tocaron el agua, se formó un barro seco donde se encontraron a salvo de ahogarse.
Eiko visita al Rey del Fuego.
Kokai, el mago, se preocupó cuando vio que el Rey del Fuego era superior en sabiduría, y su ira fue tan grande que corrió de cabeza contra el enemigo.
Eiko cabalgó contra él y los dos lucharon durante un tiempo. Estaban parejos en habilidad, mano a mano. Hako, que estaba observando el combate, vio que Eiko empezaba a cansarse, y, temiendo que su camarada cayera, lo sustituyó.
Pero Kokai se había cansado también, y, sintiéndose incapaz de resistir a Hako, dijo con astucia:
—Eres demasiado magnánimo, luchar en lugar de tu amigo y correr el riesgo de morir por ello. No heriré a tan buen hombre.
Y fingió que iba a retirarse, girando al caballo. Su intención era que Hako bajara la guardia y entonces giraría y lo pillaría por sorpresa.
Pero Shikuyu comprendió al astuto mago y dijo al momento:
—¡Eres un cobarde! ¡No me puedes engañar!
Al decir esto, el Rey del Fuego hizo una señal al confiado Hako para que atacase. Kokai se giró con furia hacia Shikuyu pero estaba cansado y no podía luchar bien, por lo que recibió una herida en el hombro. Se libró del combate e intentó escapar de verdad.
Mientras la lucha entre sus líderes continuaba, los dos ejércitos esperaban el resultado. Shikuyu se giró e hizo que los soldados de Jokwa cargaran contra las fuerzas enemigas. Le obedecieron, y las masacraron, el mago apenas consiguió escapar con vida del encarnizado combate.
En vano, Kokai llamó al Demonio del Agua para ayudarlo, pues Shikuyu conocía el contrahechizo. El mago descubrió que la batalla estaba en su contra. Loco de dolor, pues su herida empezaba a darle complicaciones, de decepción y de temor, se dio de cabeza contra las rocas del Monte Shu, y murió al momento.
Ese fue el final del malvado Kokai, pero no el de los problemas del Reino de la emperatriz Jokwa, como veréis. La fuerza con la que el mago cayó contra las rocas fue tan fuerte que la montaña estalló y el fuego surgió de la Tierra, y uno de los pilares que sostenían los Cielos se rompió, y una esquina del Cielo cayó hasta tocar la Tierra.
Shikuyu, el Rey del Fuego, cogió el cuerpo del mago y se lo llevó a la emperatriz Jokwa, que se alegró mucho al ver que su enemigo había sido eliminado y sus generales, victoriosos. Ella dio todo tipo de regalos y honores a Shikuyu.
Pero todo ese tiempo, el fuego salía de la montaña rota por la caída de Kokai. Pueblos enteros fueron destruidos, los campos de arroz ardieron, el cauce de los ríos se llenó de lava ardiente, y la gente sin casa estaba muy apenada. Así, la emperatriz dejó la capital en cuanto recompensó al victorioso Shikuyu y viajó a toda velocidad a la escena del desastre. Descubrió que tanto el Cielo como la Tierra habían recibido daños, y el lugar estaba tan oscuro que tuvo que encender su lámpara para descubrir el caos que había ocurrido.
Al verlo, se puso a repararlo. Para ello, ordenó a sus súbditos que recogiesen piedras de cinco colores, azul, amarillo, rojo, blanco y negro. Cuando las consiguió, las hirvió con un tipo de porcelana en un gran puchero y la mezcla se convirtió en una bella pasta y, con eso, sabía que podría arreglar el Cielo. Ahora todo estaba listo.
Convocó las nubes que surcaban las alturas sobre su cabeza, se montó sobre ellas y se dirigió hacia el Cielo, llevando en sus manos la jarra que contenía la pasta hecha de piedras de cinco colores. Pronto, alcanzó la esquina del Cielo que estaba rota, puso la pasta y la arregló. Tras hacer esto, se dirigió al pilar roto. Con las patas de una tortuga muy grande lo reconstruyó. Cuando terminó, bajó sobre las nubes hasta la tierra. Esperaba que todo estuviera solucionado, pero por desgracia seguía en la oscuridad.
Perpleja, llamó a todos los sabios del Reino, y pidió su consejo sobre qué debería hacer ante este dilema.
Dio a sus dos embajadores maravillosos carros.
Dos de los más sabios dijeron:
—El accidente ha dañado las carreteras del Cielo, y el Sol y la Luna se ven obligados a quedarse en casa. Ni el Sol puede hacer su viaje diario, ni la Luna el nocturno, por las malas carreteras. El Sol y la Luna no saben todavía que usted ha arreglado todo lo dañado, así que tendremos que ir a avisarlos de que tras reparar las carreteras ya estaban seguras.
La emperatriz aceptó lo que los sabios sugirieron, y les ordenó que partieran en su misión. Pero no era fácil, pues el Palacio del Sol y la Luna está a muchos, muchos cientos de miles de kilómetros hacia el este. Si viajaban a pie, nunca podrían llegar al lugar, porque morirían de viejos en el camino. Pero Jokwa recurrió a la magia. Dio a sus dos embajadores maravillosos carros que podían volar por el aire a miles de kilómetros al minuto mediante la magia. Partieron con buen ánimo, cabalgando sobre las nubes, y después de muchos días, alcanzaron el país donde el Sol y la Luna vivían felices juntos.
Las Majestades de la Luz concedieron una entrevista a los dos embajadores. Estos preguntaron por qué se habían ocultado del universo. ¿Acaso no sabían que habían lanzado a toda la gente del mundo a la oscuridad día y noche?
—Seguro que saben que el Monte Shu ha estallado de repente con fuego, y las carreteras del Cielo han quedado gravemente dañadas. Yo, el Sol, no puedo viajar por tales carreteras y, sin duda, la Luna no podrá hacerlo por la noche. Así que ambos nos retiramos a una vida privada hasta que se solucione.
Entonces los dos sabios hicieron una reverencia hasta el suelo.
—La emperatriz Jokwa ya ha reparado las carreteras con las maravillosas piedras de cinco colores, así que aseguramos a Sus Majestades que las carreteras están exactamente igual que antes.
Pero el Sol y la Luna seguían dudando, diciendo que habían oído que uno de los pilares del Cielo se había roto también y temían que, incluso si las carreteras estaban reparadas, sería igualmente peligroso partir en sus viajes habituales.
—No debéis preocuparos por el pilar roto —dijeron los dos embajadores—. Nuestra emperatriz lo reparó con las patas de una gran tortuga, y se quedó tan firme como antes.
Entonces el Sol y la Luna parecieron satisfechos, y ambos partieron a probar la carretera. Descubrieron que los embajadores de la emperatriz les habían dicho la verdad.
Después de comprobar las carreteras celestes, el Sol y la Luna volvieron a alumbrar la Tierra. Toda la gente se alegró mucho, y la paz y la prosperidad permanecieron en China un largo tiempo bajo el reinado de la sabia emperatriz Jokwa.
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