miércoles, 6 de marzo de 2019

La historia del príncipe Yamato Take

I

    La insignia del gran Imperio Japonés está compuesta de tres tesoros que se consideran sagrados, que han sido protegidos con celo desde tiempo inmemorial. Estos son el Yarano no Kagami («Espejo de Yata»), el Yasakami no Magatama («Joya de Yasakami») y el Murakumo no Tsurugi («Espada de Murakumo»).

    De los tres tesoros del Imperio, la espada de Murakumo, más tarde conocida como Kusanagi no Tsurugi («Espada cortacésped»), se considera la más valiosa y la más reverenciada, pues es el símbolo de la fuerza para esta nación de guerreros y el talismán de la invencibilidad para el emperador, mientras mantenga su sagrado lugar en el altar de sus ancestros.

    Hace cerca de dos mil años, esta espada se conservaba en los altares de Ise, los templos dedicados a la adoración de Amaterasu, la gran y hermosa diosa del sol, de quien se dice que descienden los emperadores japoneses.

    La historia de una aventura caballeresca y atrevida que explica por qué el nombre de la espada cambió de Murakumo a Kusanagi («cortacésped»).

    Una vez, hace muchos, muchos años, nació un hijo del emperador Keikō, el decimosegundo desde el gran Jimmu, fundador de la dinastía japonesa. Este príncipe era el segundo hijo del emperador Keikō y se llamó Yamato. Desde la infancia, demostró tener una fuerza, sabiduría y coraje sorprendentes, y su padre se percató con orgullo que prometía convertirse en un gran hombre, y lo amó más que a su hijo mayor.

    Cuando el príncipe Yamato se convirtió en un hombre, en los antiguos días de la historia japonesa, esto sucedía a la temprana edad de los dieciséis años, el reino se vio comprometido por la aparición de un grupo de bandidos cuyos jefes eran dos hermanos: Kumaso y Takeru. Los rebeldes parecían disfrutar de rebelarse contra el emperador, rompiendo las leyes y desafiando su autoridad.

    Al final, el emperador Keikō ordenó a su hijo menor, el príncipe Yamato, que se encargara de los bandidos, y, si fuera posible, que librase a la tierra de sus malvadas vidas. El príncipe Yamato solo tenía dieciséis años, acababa de alcanzar la edad adulta según la ley, y sin embargo, alguien tan joven en años poseía el osado espíritu de un guerrero de mayor edad y no sabía lo que era el miedo. Incluso entonces, ningún hombre podía rivalizar con él en coraje y osadía, y recibió la orden de su padre con gran alegría.

    Al momento se preparó para cumplir su misión, y grande fue el movimiento dentro del palacio mientras él y los seguidores en los que confiaba se reunieron y prepararon la expedición, pulieron sus armaduras y se las pusieron. Antes de dejar la corte de su padre, fue a orar al altar de Ise y a despedirse de su tía, la princesa Yamato, pues su corazón estaba preocupado ante los peligros que tenía que afrontar y sentía que necesitaba la protección de su antepasada, Amaterasu, la diosa del Sol. Su tía, la princesa, salió y lo recibió feliz, lo felicitó por la confianza que tan gran misión demostraba por parte de su padre, el emperador. Después le dio una de sus maravillosas túnicas como recuerdo para que se la llevara y le diera buena suerte, diciendo que seguro que le daría uso durante su aventura. Después le deseó éxito en todos sus objetivos y buena suerte.

    El joven príncipe hizo una reverencia a su tía, y recibió su regalo con mucha alegría y respeto.

    —Saldré ahora —dijo el príncipe, y volvió con sus tropas a palacio. Animado por la bendición de su tía, se sintió listo para todo lo que pudiera ocurrir y atravesó el país en dirección a la isla de Kyūshū, al sur, hogar de los bandidos.

    No muchos días después, llegó allí, y lentamente, pero con seguridad, avanzó hacia el cuartel de los jefes Kumaso y Takeru. En ese momento, se encontró con grandes dificultades, pues el terreno era salvaje y complicado. Las montañas eran altas y escarpadas, los valles profundos y oscuros, y enormes árboles y piedras bloqueaban la carretera y detenían el avance de su ejército. Era imposible continuar.

    Aunque el príncipe no era más que un niño, tenía la sabiduría de los años, y, al ver que era en vano intentar llevar más adelante a sus hombres, se dijo:

    «Intentar luchar en este terreno intransitable, desconocido por mis hombres, solo hace que sea más difícil su trabajo. No podemos limpiar las carreteras y luchar. Lo más inteligente por mi parte sería emplear una estratagema y caer sobre mis enemigos sin que lo supieran. De esa manera, podría matarlos sin mucho esfuerzo».

    Así que dio el alto a su ejército. Su esposa, la princesa Ototachibana, lo había acompañado, y le dijo que trajera la túnica que su tía, la sacerdotisa de Ise, le había dado y lo ayudase a vestirse como una mujer. Con su ayuda, se puso la túnica, dejó que su cabello ondeara hasta que fluyera sobre sus hombros. Ototachibana trajo entonces su peine, que él puso en sus bucles negros, y después se adornó con tiras de extrañas joyas. Cuando terminó de prepararse, le trajo su espejo. Sonrió mientras se miraba, el disfraz era perfecto.

    Apenas se reconocía, así de cambiado estaba. Toda señal del guerrero había desaparecido y en su brillante superficie solo una bella dama le devolvía la mirada.

    Completamente disfrazado, salió solo hacia el campamento del enemigo. Entre los pliegues de su túnica de seda, cerca de su fuerte corazón, llevaba escondida una daga afilada.

    Los dos jefes, Kumaso y Takeru, estaban sentados en la tienda, descansando al fresco de la noche cuando el príncipe se acercó. Estaban hablando de las noticias que le habían llegado, que el hijo del emperador había entrado a su país con un ejército enorme decidido a exterminar a su banda. Ambos habían oído hablar de la fama del joven guerrero, y por primera vez en sus malvadas vidas, sintieron miedo. En una pausa en su charla, levantaron la mirada y miraron a través de la puerta de la tienda: una bella mujer vestida en suntuosas ropas se acercaba a ellos. Con la majestuosidad más femenina, apareció a la suave luz del ocaso. Poco podían imaginarse que quien se alzaba ante ellos con ese disfraz era el enemigo cuya llegada habían temido tanto.

    —¡Qué mujer más bella! ¿De dónde ha venido? —dijo el asombrado Kumaso, olvidándose de la guerra, del consejo y de todo al ver a la gentil intrusa.

    Llamó al príncipe disfrazado y le pidió que se sentara y les sirviera vino. Yamato Take sintió su corazón hincharse con una fiera alegría, pues sabía ahora que su plan sería un éxito. Sin embargo, se desenvolvió inteligentemente, y con una dulce timidez se acercó al jefe rebelde con pasos lentos y ojos que danzaban como los de un cervatillo asustado. Encantado por la distracción de la dulzura de Kumaso, se bebió copa tras copa de vino por el placer de verla servírselo, hasta que al final no pudo seguir bebiendo más.

    Ese era el momento que el valiente príncipe había estado esperando. Tiró la jarra de vino, agarró al sorprendido Kumaso y lo apuñaló hasta la muerte con la daga que había ocultado en su pecho.

    Takeru, el hermano del bandido, estaba aterrorizado en cuanto vio lo que estaba sucediendo e intentó escapar, pero el príncipe Yamato fue demasiado rápido para él. Por eso, antes de que pudiera llegar a la puerta de la tienda, el príncipe estaba justo detrás, notó cómo su puño de hierro agarraba sus ropas y una daga destelló ante sus ojos antes de clavarse en su pecho. Cayó al suelo, agonizando.

    —¡Espera un momento! —jadeó el bandido dolorosamente, y agarró la mano del príncipe.

    Yamato relajó su presa un poco.

    —¿Por qué debería detenerme, villano?

    El bandido se levantó temeroso.

    —Decidme de dónde venís y a quién tengo el honor de dirigirme. Hasta ahora creía que mi hermano, el que acabáis de matar, y yo éramos los hombres más fuertes de la tierra y que no había nadie que pudiera derrotarnos. Vos solo os habéis adentrado en nuestra fortaleza, ¡y nos habéis asesinado! Sin duda no sois un simple mortal.

    Entonces el joven príncipe respondió con una sonrisa orgullosa:

    —Soy el hijo del emperador y me llamo Yamato, y me ha mandado mi padre como vengador del mal para traer la muerte a todos los rebeldes. ¡Nunca más aterrorizaréis a mi gente con vuestros asesinatos y vuestro pillaje! —Y sostuvo la daga goteando roja sangre sobre la cabeza del rebelde.

    —Ah —jadeó el hombre moribundo con mucho esfuerzo—. He oído hablar mucho de vos. Sin duda sois un hombre fuerte para habernos derrotado tan fácilmente. Permitidme daros un nuevo nombre. Desde ahora seréis conocido como Yamato Take. Nuestro título os cedo señalándoos como el hombre más valiente de Yamato.

    Y con esas nobles palabras, Takeru se reclinó y murió.

    Al haber eliminado exitosamente a los enemigos de su padre estaba preparado para volver a la capital. En el camino de vuelta, pasó por la provincia de Idum. Allí encontró otro bandido llamado Idzumo Takeru que había causado mucho dolor en la tierra. De nuevo empleó la estratagema y fingió amistad con el rebelde bajo un nombre ficticio. Después de hacer esto, hizo una espada de madera y la metió en la vaina de su propia espada. Esta llevaba a propósito a su vera siempre que esperaba encontrarse con el tercer ladrón Takeru.

    Había invitado a Takeru a la ribera del río Hino, y lo persuadió de nadar un rato con él en sus refrescantes aguas.

    Como era un cálido día de verano, el rebelde no era nada reticente a darse un chapuzón. Mientras su enemigo estaba nadando en la corriente, el príncipe se dio la vuelta y aterrizó a toda velocidad, sustituyendo con su espada de madera la afilada espada de acero de Takeru.

    Sin saberlo, el bandido llegó al poco tiempo a la ribera. En cuanto lo hizo y se puso sus ropas, el príncipe se acercó y le pidió un combate de espadas para demostrar su habilidad.

    —¡Probemos cuál de los dos es el mejor espadachín!

Una daga pasó ante sus ojos.

   

    El ladrón aceptó alegremente, al estar seguro de su victoria, pues era famoso como duelista en su provincia y no sabía a quién se enfrentaba. Agarró pronto lo que pensaba era su espada y se puso en guardia para defenderse. ¡Qué sorpresa se llevó! Pues la espada del rebelde era la de madera del joven príncipe, y en vano intentó desenvainarla. Estaba encasquillada y ni con todas sus fuerzas podía moverla. Incluso si sus esfuerzos hubieran tenido éxito, la espada no le hubiera servido para nada, pues era de madera frente al acero de Yamato. Este vio que su enemigo estaba a su merced y, con un sablazo alto de la espada que le había cogido a Takeru, le cortó la cabeza con gran fuerza y destreza.

    De esta manera, usando algunas veces su sabiduría, otras, su fuerza, y en algunas recurriendo a engaños, que en aquella época eran tan valorados como denostados son en estos, venció a todos los enemigos del emperador uno a uno, y trajo paz y descanso a la tierra y a su gente.

    Cuando llegó a la capital, el emperador lo alabó por su valor y celebró un festín en palacio honrando su vuelta a casa a salvo y le dio muchos regalos extraños. Desde ese momento, el emperador lo amó más que nunca, y no permitía que Yamato Take se alejara de su lado, pues dijo que su hijo era ahora tan precioso para él como cualquiera de sus brazos.

    Pero el príncipe no pudo vivir una vida tranquila mucho tiempo. Cuando tenía unos treinta años, llegaron noticias de que la raza ainu, los aborígenes de las islas de Japón, que habían sido conquistados y enviados al norte por los japoneses, se había rebelado en las provincias orientales y, tras dejar el lugar que les habían asignado, estaban creando muchos problemas en el país. El emperador decidió que era necesario mandar un ejército para enfrentarse a ellos y hacerlos entrar en razón. ¿Quién iba a liderar a sus hombres?

    El príncipe Yamato Take se ofreció al momento a ir y subyugar a los nuevos rebeldes. Como el emperador lo amaba mucho, no podía soportar que estuviera lejos de su vista siquiera por un día, y por tanto odiaba la idea de enviarlo en tan peligrosa expedición. Pero en todo el ejército no había guerrero más fuerte o valiente que el príncipe, así que el emperador, incapaz de hacer otra cosa, aceptó, reticente, los deseos de Yamato.

    Cuando llegó el momento de que el príncipe partiera, el emperador le dio una lanza llamada «Lanza de los Ocho Brazos del Árbol Sagrado». El mango estaba hecho, probablemente, de la madera del árbol sagrado, y le ordenó que partiera a subyugar a los bárbaros orientales, así es como se llamaba por aquel entonces a los ainu.

    Aquella lanza era valorada por los guerreros de aquel entonces como el estandarte en un regimiento de estos días, y la otorgaba el emperador a sus soldados con ocasión de partir hacia la guerra.

    El príncipe aceptó respetuosamente y con gran reverencia la lanza del emperador, y dejó la capital hacia oriente con el ejército. De camino, visitó primero todos los templos de Ise para rezar, y su tía, la princesa de Yamato y Sacerdotisa Suprema salió para recibirlo. Ella misma le había dado la túnica que había demostrado ser una ventaja para él para derrotar y eliminar a los bandidos del Oeste.

    Le contó todo lo que le había ocurrido, y del gran papel que había tenido su regalo en el éxito de su anterior campaña, cosa que agradeció de corazón. Cuando escuchó que se dirigía a una nueva batalla con los enemigos de su padre, entró en el templo y reapareció con una espada y una hermosa bolsa que ella misma había hecho, y que estaba llena de pedernal, que era lo que utilizaba la gente de aquellos tiempos en vez de cerillas para hacer fuego. Estos fueron sus nuevos regalos de despedida.

    La espada era la de Murakumo, uno de los tres tesoros sagrados que son el emblema de la Casa Imperial de Japón. No hay talismán de suerte y éxito más importante que le pudiera haber dado a su sobrino, y le dijo que la empleara en el momento de mayor necesidad.

    Yamato Take se despidió entonces de su tía, y otra vez se puso a la cabeza de sus hombres, mientras marchaban hacia el lejano Oriente a través de la provincia de Owari y después llegó a la de Suruga. Allí, el gobernador le dio la bienvenida al príncipe de corazón y lo recibió con muchos festines dignos de su realeza. Cuando terminaron, le dijo a su invitado que su país era famoso por su magnífico venado y le propuso ir de caza para entretenerse. El príncipe estaba completamente engañado ante la cordialidad de su anfitrión, que era toda fingida, y aceptó feliz unirse a la caza.

    El gobernador llevó entonces al príncipe a una salvaje y amplia llanura donde el césped crecía alto y con abundancia. Sin saber que el gobernador había preparado una trampa para él con la que deseaba darle muerte, el príncipe empezó a galopar en busca del venado, cuando, de repente, para su sorpresa, vio llamas y humaredas partir de los arbustos frente a él. Se dio cuenta del peligro, intentó retirarse, pero en cuanto giró el caballo en dirección contraria, vio que la pradera estaba en llamas. Al mismo tiempo, el césped a su izquierda y a su derecha estalló en llamas y empezaron a dirigirse hacia él desde todos lados. Miró en todas las direcciones en busca de una salida. No había ninguna. Estaba rodeado de fuego.

    —¡Esta caza fue solo un astuto engaño del enemigo! —dijo el príncipe, mirando las llamas y el humo que se dirigían hacia él desde todas las direcciones—. ¡Qué tonto he sido al ser atraído a esta trampa como una bestia cualquiera! —Y rechinó los dientes con ira mientras pensaba en la sonriente traición del gobernador.

    En una situación tan peligrosa como aquella, el príncipe no estaba confundido de ninguna manera. Con esos riesgos tan extremos, recordó el regalo que su tía le había dado cuando se despidieron, y parecía como si debiera, con su adivinación profética, haber atisbado esta hora de necesidad. Abrió con calma la bolsa de pedernal que su tía le había dado y prendió fuego al césped cercano. Después sacó la espada de Murakumo con su vaina y se puso a cortar el césped a ambos lados con toda su velocidad, decidido a morir luchando por su vida, si fuera necesario, y no quedarse simplemente esperando la muerte sin más.

    Por extraño que parezca, el viento empezó a cambiar y a soplar en dirección opuesta, y la parte que más furiosamente ardía del arbusto que había amenazado con sepultarlo con sus llamas se alejaba ahora de él. El príncipe, sin siquiera un rasguño o un solo cabello quemado, vivió para contar la historia de su maravillosa escapada. El viento, sin embargo, se convirtió en un tornado que se llevó al gobernador, que murió ardiendo entre las llamas que había preparado para asesinar a Yamato Take.

    El príncipe agradeció su escapada únicamente a la virtud de la espada de Murakumo y a la protección de Amaterasu, diosa del Sol de Ise, que controla el viento y todos los elementos y asegura la vida de todos aquellos que rezan en su hora de peligro. Alzó su preciada espada por encima de su cabeza muchas veces como muestra de su gran respeto, y así la renombró como Kusanagi no Tsurugi («Espada cortacésped»), y el lugar donde prendió fuego al césped a su alrededor y escapaba de la muerte en la llanura ardiente lo llamo Yaidzu. Hasta este día, hay un lugar cerca del gran ferrocarril del Tōkaidō llamado Yaidzu, que se dice que fue el lugar exacto donde esto sucedió.

    Así escapó el valiente príncipe Yamato Take de la trampa que prepararon sus enemigos. Con todos sus recursos y valor, los derrotó a todos. Al dejar Yaidzu marchó al este y partió hacia la costa de Idzu desde donde quería partir hacia Kadzusa.

   

   

    II

   

    Entre peligros y aventuras, su leal y amante esposa, la princesa Ototachibana, lo siguió sin duda alguna. Por su bien, ella soportó el cansancio de los largos viajes y los peligros de la guerra como si no fueran nada, y su amor por su marido guerrero era tan grande que se sentía bien pagada durante sus vagabundeos si podía únicamente entregarle su espada cuando salía a la batalla o atender sus necesidades cuando volvía cansado al campamento.

    Pero el corazón del príncipe estaba lleno de guerra y conquista y poco le importaba la leal Ototachibana. Debido a la exposición al sol por el viaje, y debido a la preocupación por la frialdad que su señor sentía por él, su belleza había desaparecido, y su piel marfileña había acabado marrón por el sol, y el príncipe le dijo un día que su lugar estaba en el palacio detrás de la puerta en casa y no con él en la guerra. Pero a pesar de las quejas y la indiferencia por parte de su marido, Ototachibana no tenía corazón para dejarlo. Pero tal vez hubiera sido mejor si lo hubiera hecho, pues de camino a Idzu, cuando llegaron a Owari, estuvieron a punto de romperle el corazón.

    Allí vivía, en un palacio a la sombra de los pinos, la princesa Miyadzu, hermosa como una flor de cerezo en el cálido amanecer de una mañana de primavera. Se acercaron a las imponentes puertas. Sus ropas eran brillantes y delicadas, y su piel era blanca como la nieve, pues no sabía lo que era estar en el duro camino del trabajo o caminar al calor del sol de verano. Y el príncipe se avergonzó de su esposa morena con sus ropas manchadas por los viajes, y le pidió que permaneciera detrás mientras iba a visitar a la princesa Miyadzu. Día tras día, se pasó horas en los jardines y en el palacio de su nueva amiga, pensando únicamente en su placer, y sin importarle su pobre esposa, que permaneció en la tienda, llorando por la tristeza que había llegado a su vida. Era una esposa tan fiel y tan paciente, que nunca permitió que un reproche escapase por sus labios o siquiera frunció el ceño para delatar la dulce tristeza de su rostro. Estaba preparada para dar la bienvenida a su marido cuando volviera o enviarlo donde quiera que tuviera que ir.

    Por fin llegó el día en que el príncipe Yamato Take tenía que partir para Idzu y cruzar el mar a Kadzusa, y dijo a su esposa que formara parte de su cortejo como sirviente mientras se despedía ceremoniosamente de la princesa Miyadzu. Ella salió a recibirlo vestida con ropas maravillosas, y parecía más bella que nunca, y cuando Yamato Take la vio, olvidó a su esposa, su trabajo, todo excepto la alegría del ocioso presente, y juró que volvería a Owari y se casaría con ella cuando la guerra hubiera terminado. Y cuando levantó la mirada al decir estas palabras, se encontró con los grandes ojos almendrados de Ototachibana fijos en él con una tristeza inenarrable y sorpresa, y supo que había hecho mal, pero endureció su corazón y continuó su camino, sin importarle el daño que le había causado.

    Cuando llegó a la playa en Idzu, sus hombres buscaron barcas con las que cruzar los estrechos de Kadzusa, pero era difícil encontrar suficientes para permitir que todos los soldados embarcaran. Entonces, el príncipe se alzó sobre la playa y, con el orgullo de su fuerza, se mofó de ellos:

    —¡Este no es el mar! ¡Es solo un riachuelo! ¿Por qué queréis tantas barcas? Podría saltar y atravesarlo si quisiera.

    Cuando se embarcaron todos, y estaban a buen camino a través del estrecho, el cielo se cubrió de repente con nubes y una gran tormenta azotó los barcos. Las olas se alzaron como montañas, el viento aulló, el relámpago los cegó y el trueno los dejó sordos, y la barca en que se encontraban Ototachibana, el príncipe y sus hombres fue lanzada de cresta a cresta de las olas, hasta que pareció que llegaba su última hora y que los tragaría el enfadado mar. Pues Ryūjin, el Rey Dragón del Mar, había escuchado a Yamato Take burlarse y había alzado esa terrible tormenta con ira, para mostrar al príncipe burlón cuán terrible podía ser el mar aunque pareciera un riachuelo.

    La aterrorizada tripulación bajó las velas y vigiló el timón. Cada uno luchaba por su vida, pero todo era en vano. La tormenta no tenía visos de amainar, y se dieron por perdidos. Entonces la fiel Ototachibana se levantó y, sin preocuparse por el dolor que su marido le había causado, ni siquiera por que se hubiera cansado de ella, con el gran deseo de salvarlo por amor, se decidió a sacrificar su vida para rescatarlo de la muerte si fuera posible.

    Mientras las olas azotaban la barca y el viento aullaba a su alrededor con furia, se levantó.

    —Sin duda, todo esto ha pasado porque el príncipe ha enfadado a Ryūjin, el Rey del Mar, con sus burlas. ¡En tal caso, yo, Ototachibana, apaciguaré la ira del Rey Dragón del Mar que no desea otra cosa que la vida de mi marido! —Después se dirigió al mar y añadió—: Tomaré el lugar del Augusto, Yamato Take. Me lanzaré a las profundidades llenas de ira, y daré mi vida por la suya. Escúchame y permítele llegar tranquilamente a la costa de Kadzusa.

    Con esas palabras, saltó rápidamente hacia el mar embravecido, y las olas pronto se la llevaron lejos de su vista. Por extraño que parezca, la tormenta se detuvo al momento. El Rey Dragón del Mar se había apaciguado, el tiempo se aclaró y el sol brilló como si fuera un día de verano.

    Yamato Take tardó poco en llegar a la costa contraria y puso pie a tierra sin problemas, como su esposa había orado. Su poder en la guerra fue maravilloso, y consiguió al poco tiempo conquistar a los bárbaros del este, los ainus.

    Agradeció a su esposa la fidelidad que le había salvado de las garras del Rey Dragón del Mar, que se había sacrificado por su propia voluntad, por el amor que le profesaba, en el momento de mayor peligro para su vida. Su corazón se ablandó al recordarla y nunca permitió que abandonara sus pensamientos ni un momento. Había descubierto demasiado tarde cómo estimar la bondad de su corazón y la grandeza de su amor por él.

    Mientras volvía de camino a casa, pasó por el alto paso de Usui Toge, y allí se quedó de pie, mirando el maravilloso paisaje que lo esperaba. El país era perfectamente visible desde esa gran elevación, un vasto panorama de montañas, llanuras y bosques, con los ríos como lazos de plata a través de la tierra; y más allá vio el distante mar, que brillaba como una niebla luminosa a gran distancia, donde Ototachibana había dado su vida por él, y cuando se giró hacia él, estiró los brazos y pensó en el amor que él había despreciado y en su falta de fidelidad a ella. Su corazón estalló con un doloroso y amargo grito.

    Yamato Take había cumplido entonces las órdenes de su padre, había subyugado a los rebeldes y librado al país de ladrones y enemigos de la paz, su fama había crecido, pues en toda la tierra no había nadie que pudiera enfrentarse a él, tan fuerte era en batalla y tan sabio en política.

    Estaba a punto de volver directo a casa por donde había venido, cuando le llegó la idea de que disfrutaría más por otro camino, así que pasó a través de la provincia de Owari y llegó a la de Omi.

    Cuando el príncipe llegó a Omi, se encontró con la gente muy nerviosa y temerosa. En muchas casas por las que pasó vio señales de luto y escuchó muchos lamentos. Al preguntar por qué sucedía esto, le dijeron que un monstruo terrible había aparecido en las montañas, que cada día bajaba y atacaba los pueblos, devorando a cualquiera que se encontrara por el camino. Los hombres temían salir a trabajar en los campos y las mujeres se negaban a ir a los ríos a lavar el arroz.

Apareció una serpiente.

   

    Cuando Yamato Take escuchó esto, su ira se incendió y dijo fieramente:

    —Desde el extremo oeste de Kyūshū hasta la esquina este de Yezo he subyugado a los enemigos del emperador, no hay nadie que se atreva a romper las leyes o a rebelarse contra él. Sin duda es motivo de asombro que aquí, tan cerca de la capital, un malvado monstruo se haya atrevido a poner su cubil y aterrorizar a los súbditos del emperador. Nunca más disfrutará de devorar a los inocentes. Saldré y lo mataré al momento.

    Con estas palabras partió para la montaña Ibuki, donde se decía que el monstruo vivía. Escaló una buena distancia cuando, de repente, en un recodo del camino, un monstruo serpentino apareció ante él e interrumpió su avance.

    —Este debe ser el monstruo —dijo el príncipe—. No necesito mi espada para una serpiente. Puedo matarla con mis manos.

    Se lanzó en ese momento sobre la serpiente, e intentó estrangularla hasta la muerte con sus manos desnudas. Su prodigiosa fuerza tardó poco en superar a la serpiente y dejarla muerta a sus pies. Entonces, una repentina oscuridad cubrió la montaña y empezó a llover tanto que, entre la oscuridad y la lluvia, el príncipe apenas podía ver por dónde ir. Al poco tiempo, mientras tanteaba su camino por el paso, el tiempo se aclaró y nuestro valiente héroe fue capaz de bajar la montaña rápidamente.

    Cuando volvió, empezó a sentirse enfermo y sintió un dolor ardiente en sus pies, y así supo que la serpiente lo había envenenado. Tan grande fue su sufrimiento que apenas podía moverse, mucho menos caminar, así que hizo que lo llevaran a un lugar en las montañas famoso por sus fuentes termales, que se alzaban burbujeando de la tierra, y casi hirviendo por los fuegos volcánicos.

    Yamato Take se bañó todos los días en aquellas aguas, y gradualmente se sintió que volvía su fuerza, y los dolores le abandonaban, hasta que al fin un día descubrió que se había recuperado del todo. Pronto se apresuró a los templos de Ise, donde recordó haber orado antes de llevar a cabo esta larga misión. Su tía, la sacerdotisa del altar, que lo había bendecido a su partida, volvió ahora a darle la bienvenida. Él le habló de los muchos peligros que había encontrado y cómo había salvado la vida a través de todas. Ella alabó su coraje y su poder guerrero, y se puso sus túnicas más magníficas, agradeció a su antepasada, la Diosa del Sol, Amaterasu, a cuya protección ambos atribuyeron la buena fortuna del príncipe.

    Así acaba la historia del príncipe Yamato Take de Japón.

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