Hace mucho, mucho tiempo, vivía en Kioto un valiente soldado llamado Kintoki. Se enamoró de una hermosa dama y se casó con ella. No mucho después, debido a la maldad de algunos de sus amigos, cayó en desgracia con la corte y fue despedido. Esta desgracia se cebó con su mente hasta el punto de que no sobrevivió mucho tiempo después, y murió, dejando en el mundo una hermosa y joven esposa que debería enfrentarse sola al mundo. Temiendo a los enemigos de su marido, huyó a las montañas Ashigara en cuanto este murió y, allí, en los solitarios bosques, por donde solo pasaban los leñadores, nació un pequeño niño, al que llamó Kintarō («Chico de Oro»). Lo más asombroso sobre este niño era su enorme fuerza y, conforme crecía, esta aumentaba. Cuando cumplió los ocho años ya era capaz de cortar árboles tan deprisa como los leñadores. Entonces su madre le dio una gran hacha, y solía ir al bosque a ayudar a los leñadores, que lo llamaban «Chico Maravilla» y a su madre «la Anciana de la Montaña», pues no conocían su verdadero rango. Otro de los pasatiempos de Kintarō era romper en pedazos rocas y piedras. ¡Ya os podéis imaginar cuán fuerte era!
A diferencia de otros niños, Kintarō creció solo en las montañas, y como no tenía compañeros, se hizo amigo de todos los animales y aprendió a comprenderlos y a hablar su extraña lengua. Poco a poco, todos acabaron domesticados y veían en Kintarō a su maestro, y él los empleaba como sirvientes y mensajeros. Pero sus vasallos más importantes eran la osa, el ciervo, el mono y la liebre.
La osa traía a veces a sus oseznos para que jugaran con Kintarō, y cuando volvía para llevárselos a casa, Kintarō se subía a su espalda e iba con ella hasta la cueva. También le tenía mucho cariño al ciervo y, a menudo, rodeaba el cuello de la criatura con sus brazos para mostrar que sus largos cuernos no lo asustaban. Nunca dejaban de divertirse.
Un día, como era habitual, Kintarō fue a las montañas seguido por la osa, el ciervo, el mono y la liebre. Después de caminar un tiempo colina arriba y valle abajo y atravesar carreteras desastradas, de repente llegaron a una llanura verde y amplia, cubierta con hermosas flores salvajes.
Ese era, sin duda, un agradable lugar para divertirse todos juntos. El ciervo restregó sus cuernos contra un árbol por placer, el mono se rascó la espalda, la liebre se alisó las largas orejas y la osa soltó un gruñido de satisfacción.
—Este es un buen lugar para jugar un rato. ¿Qué os parece un combate cuerpo a cuerpo? —dijo Kintarō.
—Eso será muy divertido —dijo la osa, al ser la más grande y la mayor—. Soy el animal más fuerte, así que haré la plataforma para los luchadores. —Se puso a trabajar con ganas para levantar la tierra y apisonarla.
—Muy bien —dijo Kintarō—. Os miraré mientras lucháis. Daré un premio al que gane cada ronda.
—¡Qué divertido! Intentemos todos ganar el premio
—dijo la osa.
El ciervo, el mono y la liebre ayudaron a la osa a construir la plataforma en la que lucharían. Cuando terminaron, Kintarō gritó:
—¡Empecemos! El mono y la liebre empezarán el torneo y el ciervo será el árbitro. Ahora, señor Ciervo, ¡haz de árbitro!
—¡Je, je! —rio el ciervo—. Seré el árbitro. Ahora, señor Mono y señora Liebre, si estáis preparados, entrad y situaos en vuestros lugares en la plataforma.
Entonces el mono y la liebre se subieron de un salto, ágiles y rápidos, a la plataforma de combate. El ciervo, como árbitro, se situó entre los dos.
Entonces el mono y la liebre se subieron de un salto.
—¡Espalda roja! ¡Espalda roja! —dijo al mono, que en Japón tiene la espalda roja—. ¿Estás preparado?
Después se giró hacia la liebre.
—¡Orejona! ¡Orejona! ¿Estás preparada?
Ambos luchadores se quedaron frente a frente mientras el ciervo alzaba una hoja como señal. Cuando soltó la hoja, el mono y la liebre se lanzaron el uno contra el otro al grito de: «¡Yoisho! ¡Yoisho!».
Durante el combate, el ciervo animó o gritó advertencias a cada uno mientras la liebre y el mono se empujaban cerca del borde de la plataforma y estaban en peligro de caerse.
—¡Espalda roja! ¡Espalda roja! ¡Mantente firme! —gritó.
—¡Orejona! ¡Orejona! ¡Con fuerza, con fuerza! ¡No dejes que el mono te venza! —gruñó la osa.
Así, el mono y la liebre, animados por sus amigos, se esforzaron al máximo para vencer al contrario. Al final la liebre venció al mono. Pareció que este se tropezaba y la liebre lo empujó y lo mandó volando fuera de la plataforma.
El pobre mono se sentó y se frotó la espalda. Y se le veía muy triste mientras se lamentaba.
—¡Oh, oh! ¡Cómo me duele la espalda, cómo me duele la espalda!
Al ver al mono en esas condiciones, el ciervo levantó de nuevo la hoja.
—Esta ronda ha terminado, la liebre ha ganado.
Kintarō abrió su cesta para la comida y sacó un dulce de arroz. Se lo dio a la liebre.
—¡Aquí tienes tu premio, y te lo has ganado!
El mono se levantó muy molesto, y, como dicen en Japón, «su estómago se levantó», pues sintió que no había perdido limpiamente.
—No ha sido una lucha justa. Mi pie se deslizó y yo me tambaleé. Dadme otra oportunidad de luchar con la liebre otra ronda —le dijo a Kintarō y al resto que estaba cerca.
Kintarō lo aceptó y la liebre y el mono volvieron a luchar. Como todo el mundo sabe, el mono es un animal astuto por naturaleza, y decidió hacer todo lo posible para ganar a la liebre en esta ocasión. Para ello, pensó que lo mejor era agarrar las largas orejas de la liebre. Pronto consiguió hacerlo. La liebre bajó la guardia por el dolor que daba que le tiraran de las orejas con tanta fuerza, y el mono aprovechó la oportunidad, cogió una de las patas de la liebre y la mandó al suelo. El mono fue el ganador en esa ocasión y recibió otro dulce de arroz de manos de Kintarō, lo que lo alegró tanto que olvidó su dolor de espalda.
El ciervo se acercó y le preguntó a la liebre si se veía con fuerzas para otro combate y si le gustaría probar contra él. La liebre aceptó y se levantó para combatir. La osa se adelantó para actuar de árbitro. El ciervo con sus largos cuernos y la liebre con sus largas orejas hubieran sido una divertida imagen para aquellos que vieran este extraño combate. De repente, el ciervo se arrodilló y la osa con la hoja en alto lo declaró vencido. De esta manera, el pequeño grupo se divirtió hasta que estuvieron cansados.
Al cabo de un tiempo, Kintarō se levantó y dijo:
—Es suficiente por hoy. Qué sitio más agradable hemos encontrado para combatir, volveremos mañana. Ahora, vamos a casa. ¡Venid! —Kintarō llevó a todos los animales hacia la casa.
Después de caminar un poco, llegaron a la ribera de un río que avanzaba por un valle. Kintarō y sus cuatro amigos peludos se acercaron y buscaron alguna forma de cruzar. No había ningún puente. El río corría haciendo «don, don». Todos los animales estaban serios, pensando en cómo podrían cruzar el agua para llegar a casa esa noche.
Kintarō, sin embargo, dijo:
—Esperad un momento. Haré un buen puente para todos vosotros en unos minutos.
La osa, el ciervo, el mono y la liebre lo miraron para ver qué hacía entonces.
Kintarō avanzó de árbol en árbol, cercanos todos a la orilla del río. Al final, se detuvo frente a uno grande que crecía justo al borde del agua. Sujetó el tronco y tiró con todas sus fuerzas.
—Una, dos y tres —gritó.
Entonces, ante la grandiosa fuerza de Kintarō, las raíces salieron del suelo y, con un ruido estentóreo, cayó el árbol, creando un excelente puente sobre el río.
—¿Veis? —dijo Kintarō—. ¿Qué os parece mi puente? Es bastante seguro, así que seguidme. —Y avanzó el primero. Los cuatro animales lo siguieron. Nunca habían visto a nadie tan fuerte.
—¡Qué fuerza! ¡Qué fuerza! —gritaron todos.
Mientras todo esto pasaba, cerca del río, un leñador, que estaba por fortuna en una piedra cercana, lo vio todo. Observó sorprendido a Kintarō y a sus amigos animales. Se frotó los ojos para asegurarse de que no estaba soñando cuando vio al chico sacar un árbol de raíz y tirarlo encima del río para hacer un puente.
El leñador, pues eso era lo que parecía por su vestimenta, se maravilló y se dijo:
—No es un niño ordinario. ¿De quién puede ser hijo? Lo descubriré antes de que acabe el día.
Se apresuró a seguir al extraño grupo y cruzó el puente tras ellos. Kintarō no sabía nada de todo esto, y poco podía imaginarse que lo estaban siguiendo. Al llegar al otro lado del río, se separó de los animales, pues ellos tenían que volver a sus guaridas en el bosque, mientras que él tenía que ir a ver a su madre, que lo estaba esperando.
En cuanto entró a la cabaña, que parecía una caja de cerillas en el corazón del pinar, se acercó a saludar a su madre.
—¡Madre, ya estoy aquí!
—¡Oh, Kintaro! —dijo su madre con una sonrisa brillante, feliz por ver a su hijo llegar a casa sano y salvo después del largo día—. Qué tarde llegas hoy. Temía que te hubiera ocurrido algo. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Me llevé a mis cuatro amigos, la osa, el ciervo, el mono y la liebre, a las colinas y allí hice que compitieran peleando, para ver quién era el más fuerte. Todos nos divertimos y queremos ir mañana al mismo sitio para hacer otra competición.
—Entonces, ¿quién es el más fuerte de todos? —preguntó su madre, como si no supiera la respuesta.
—Oh, madre —dijo Kintarō—. ¿Acaso no sabes que yo soy el más fuerte? No necesito competir con ellos para saberlo.
—¿Y después de ti?
—La osa, sin duda.
—¿Y después?
—Después de la osa no está tan claro, pues el ciervo, la liebre y el mono tienen una fuerza parecida.
De repente, Kintarō y su madre se vieron sorprendidos por una voz que llegó desde fuera.
—¡Escucha, chaval! La próxima vez, lleva a este anciano contigo. ¡Me apetece divertirme un rato también!
Era el anciano leñador que había seguido a Kintarō desde el río. Se quitó las sandalias y entró a la cabaña. La Anciana de la Montaña y su hijo se quedaron sorprendidos. Miraron interrogantes al intruso y vieron que no lo conocían de nada.
—¿Quién eres tú? —gritaron al unísono.
El leñador rio.
—Ahora mismo no importa quién soy, veamos esa fuerza, chico. ¿Crees que podrías ganarme en un pulso?
Entonces Kintarō, que había vivido toda su vida en el bosque, respondió al anciano sin ninguna cortesía:
—Podemos intentarlo, pero será mejor que no te enfades pierda quien pierda.
Entonces, Kintarō y el leñador alargaron el brazo derecho y se agarraron de la mano. Durante un rato largo, Kintarō y el anciano lucharon así, intentando girar el brazo del otro, pero el anciano era muy fuerte, y la extraña pareja estaba en igualdad de condiciones. Por fin, el anciano desistió, declarando un empate.
—Sin duda, eres un chaval muy fuerte. ¡Pocos hombres pueden comparar su fuerza con la de mi brazo derecho!
—dijo el leñador—. Te vi en la ribera del río hace unas horas, cuando arrancaste ese gran árbol para hacer un puente con el que cruzar. No podía creer lo que había visto, así que te seguí a casa. La fuerza de tu brazo, que acabo de comprobar, prueba lo que vi esta tarde. Cuando hayas crecido, sin duda serás el hombre más fuerte de todo Japón. Es una lástima que estés oculto en estas montañas.
Entonces se giró hacia la madre de Kintarō.
—Y tú, mujer, ¿no has pensado en llevar a tu hijo a la capital y enseñarle a llevar una espada como corresponde a un samurái?
—Es muy amable por su parte interesarse así por mi hijo —respondió la madre—, pero como puede ver es salvaje e inculto, y mucho me temo que sería muy difícil conseguir lo que dice. Por su gran fuerza, de niño, lo escondí en esta parte desconocida del país, pues hería a todo el que se acercaba. A veces he soñado con ver a mi hijo de samurái, con las dos espadas, pero no tenemos amigos influyentes que nos presenten en la capital, por tanto me temo que mis esperanzas son vanas.
—No te preocupes por eso. Si os digo la verdad, ¡no soy ningún leñador! Soy uno de los grandes generales de Japón. Me llamo Sadamitsu y soy vasallo del poderoso señor Minamoto no Raikō. Me ordenó recorrer el país en busca de chicos que prometieran por su fuerza, para que fueran entrenados como soldados para su ejército. Pensé que lo mejor que podía hacer para esto era hacerme pasar por leñador. Por suerte, de esta manera me encontré inesperadamente con tu hijo. Ahora, si realmente quieres que sea un samurái, me lo llevaré y se lo presentaré al señor Raikō como candidato para ser vasallo suyo. ¿Qué te parece?
El amable general contaba su plan.
Conforme el amable general contaba su plan, el corazón de la madre se llenó de una gran alegría. Vio que había una oportunidad maravillosa para que su deseo se viera cumplido, Kintarō llegaría a samurái antes de que ella lo abandonara para siempre.
Bajó la cabeza hasta el suelo y respondió:
—Si realmente está seguro de ello, le confío a mi hijo.
Kintarō había estado todo este tiempo sentado al lado de su madre escuchando lo que decían.
—¡Oh, qué felicidad! ¡Qué alborozo! ¡Me voy con el general para ser samurái! —exclamó cuando su madre terminó de hablar.
Así se decidió el destino de Kintarō, y el general decidió partir para la capital al momento, con Kintarō a su lado. Por supuesto, la Anciana de la Montaña se entristeció al ver partir a su hijo, pues era todo lo que le quedaba. Pero escondió su pena, endureciendo el rostro, como dicen en Japón. Sabía que era lo mejor para el chico dejarla en ese momento, y no debía resultarle una carga. Kintarō prometió no olvidarla nunca y dijo que tan pronto como fuera un samurái con las dos espadas construiría una casa para ella y la cuidaría en su vejez.
Todos los animales a los que había domado para servirlo: la osa, el ciervo, el mono y la liebre, en cuanto descubrieron que se marchaba, se acercaron a preguntar si podían acompañarlo como de costumbre. Cuando supieron que se iba para siempre, lo siguieron al pie de las montañas para despedirlo.
—Kintarō —dijo su madre—, cuídate y sé un buen chico.
—Señor Kintarō —le dijeron los leales animales—, le deseamos un feliz viaje.
Entonces todos se subieron a los árboles para verlo partir, y desde aquella altura vieron su sombra disminuir hasta que se perdió de vista.
El general Sadamitsu siguió su camino feliz de haber encontrado inesperadamente un prodigio como Kintarō.
Al llegar a su destino, el general llevó a Kintarō hasta su señor, Minamoto no Raikō, y le habló de Kintarō y de cómo había encontrado al chico. El señor Raikō se maravilló con la historia, y ordenó que Kintarō se le acercara, convirtiéndole así en su vasallo al momento.
El ejército del señor Raikō era famoso por su grupo llamado «los Cuatro Valientes». Estos guerreros los elegía entre los más valientes y los más fuertes de todos sus soldados, y la pequeña y selecta banda era conocida por su arrojo y su valor en todo Japón.
Cuando Kintarō creció, su señor lo convirtió en el Jefe de los Cuatro Valientes. Era, por descontado, el más fuerte de todos ellos. Poco después, llegó a la ciudad la noticia de que un monstruo caníbal había aparecido no muy lejos y la gente se asustó. El señor Raikō ordenó a Kintarō que lo solucionara. Salió al momento, encantado de la oportunidad de probar su espada.
El señor Raikō ordenó a Kintarō que lo solucionara.
Sorprendió al monstruo en su madriguera, y se encargó de cortar su enorme cabeza, que cargó triunfante hasta su señor.
Entonces, Kintarō se convirtió en el mayor héroe del país, y grandes fueron el poder, el honor y la riqueza que llegaron a sus manos. Pero mantuvo su promesa, y construyó una cómoda casa a su anciana madre, que vivió feliz con él en la capital hasta el fin de sus días.
¿No es esta la historia de un gran héroe?
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