miércoles, 6 de marzo de 2019

Momotarō, o la historia del hijo de un melocotón

Hace mucho, mucho tiempo, vivían un anciano y una anciana; eran campesinos, y tenían que trabajar duro para ganarse su arroz diario. El anciano trabajaba cortando el césped de los granjeros cercanos y, mientras estaba fuera, la anciana, su esposa, hacía las tareas de la casa y trabajaba en su propio pequeño campo de arroz.

    Un día, el anciano fue a las colinas, como era habitual, a cortar césped y la anciana se llevó algunas ropas al río a lavar.

    Casi había llegado el verano, y el país estaba muy hermoso con el fresco verdor mientras los dos ancianos iban al trabajo. El césped en la ribera del río brillaba de un verde esmeralda sedoso, y las ramas de los sauces al borde del agua se combaban.

    La brisa soplaba y agitaba la suave superficie del agua formando ligeras olas, y pasaba tocando las mejillas de la pareja de ancianos que, por alguna razón que no podían explicar, sentían mucha felicidad esa mañana.

    La anciana por fin encontró un buen lugar en la ribera y dejó su cesta. Entonces, se puso a lavar las ropas, una por una las sacó de la cesta, las limpió en el río y las restregó en las piedras. El agua era tan clara como el cristal, y podía ver diminutos peces nadando de un lado a otro, y las piedrecitas del fondo.

    Mientras estaba ocupada limpiando sus ropas, un gran melocotón bajó por el arroyo. La anciana levantó la mirada de su trabajo y lo vio. Tenía sesenta años, y nunca durante su vida había visto un melocotón tan grande.

La anciana se puso a lavar las ropas.

 

    —¡Qué melocotón más delicioso! —se dijo—. Debo atraparlo y llevárselo a mi marido.

    Alargó el brazo e intentó cogerlo, pero estaba fuera de su alcance. Miró a su alrededor en busca de un palo, pero no había ninguno a la vista, y si iba a buscar alguno, perdería el melocotón.

    Se detuvo un momento para pensar qué tenía que hacer, y recordó un antiguo encantamiento. Empezó a dar palmadas a un ritmo, mientras bajaba el melocotón por el arroyo cantaba esta canción:

   



 
      —El agua lejana es amarga,
 

 
      »el agua cercana es dulce,
 

 
      »aléjate de la lejana
 

 
      »y acércate a la dulce.

   
 



    Por extraño que parezca, en cuanto empezó a repetir esta pequeña canción, el melocotón empezó a acercarse a la ribera, donde se encontraba la anciana, hasta que al final quedó delante de ella y fue capaz de cogerlo entre sus manos. La anciana estaba encantada. No podía seguir con su trabajo, de tan feliz y nerviosa que estaba, así que devolvió sus ropas a la cesta de bambú, y con la cesta a la espalda y el melocotón en la mano, se apresuró a casa.

    Le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que volvió su marido. El anciano regresó con la puesta de sol, con un gran matojo de hierba a la espalda, tan grande que prácticamente no podía verle la cara. Parecía muy cansado y usaba la guadaña como bastón, apoyándose en ella para caminar.

    En cuanto lo vio, la anciana lo llamó:

    —¡Abuelo! ¡Llevo mucho tiempo esperando que volvieras a casa después de un día tan largo!

    —¿Qué sucede? ¿Por qué esa impaciencia? —preguntó el anciano, extrañado ante su inusual emoción—. ¿Ha pasado algo mientras estaba fuera?

    —¡Oh, no! —respondió la anciana—. No ha pasado nada, ¡pero te he encontrado un bonito regalo!

    —Eso está bien —dijo el anciano. Después se lavó los pies en una palangana y se subió al porche.

    La anciana corrió a la pequeña habitación y sacó del armario el gran melocotón. Pesaba más que antes. Se lo enseñó y dijo:

    —¡Mira esto! ¿Has visto alguna vez un melocotón tan grande?

    El anciano miró sorprendido el melocotón.

    —¡Sin duda es el melocotón más grande que he visto! ¿Dónde lo has comprado?

    —No lo compré —dijo la anciana—. Me lo encontré en el río mientras lavaba. —Y le contó toda la historia.

    —Me alegro mucho de que lo hayas encontrado. Comámoslo, que tengo hambre —dijo el anciano.

    Trajo el cuchillo de la cocina y, tras poner el melocotón en una mesa, estaba a punto de cortarlo cuando, ¡qué maravilla sucedió! El melocotón se abrió por la mitad.
El melocotón se abrió por la mitad.

 

    —¡Espera un segundo, abuelo! —dijo una clara voz, mientras salía un hermoso niño del interior.

    El anciano y su mujer se sorprendieron tanto que se cayeron al suelo. El niño volvió a hablar:

    —No tengáis miedo. No soy un demonio ni un hada. Os diré la verdad. El cielo se ha compadecido de vosotros. Todos los días y todas las noches os habéis lamentado por no tener hijos. ¡Han escuchado vuestros lamentos y me han enviado para que sea vuestro hijo!

    Al escuchar esto, el anciano y su esposa se pusieron muy contentos. Habían llorado día y noche de tristeza, al no tener ningún hijo que los ayudara en la soledad de su ancianidad, y ahora que sus oraciones habían sido escuchadas, no sabían qué hacer. El anciano tomó al niño en sus brazos, luego lo hizo su esposa, y lo llamaron Momotarō («Hijo de un melocotón»), pues había salido de uno.

    Quince años pasaron en un suspiro. El niño era más alto y mucho más fuerte que otros chicos de su edad. Además, su sabiduría no tenía parangón. Los ancianos disfrutaban al verlo, pues era justo como pensaban que debía ser un héroe.

    Un día, Momotarō se acercó a su padre adoptivo y le dijo solemnemente:

    —Padre, por una extraña casualidad, nos hemos convertido en padre e hijo. Tu bondad conmigo ha sido más grande que el césped de montaña, como el que cortas todos los días, y más profundo que el río donde mi madre limpia las ropas. No sé cómo agradecértelo lo suficiente.

    —Vaya —respondió el anciano—, pues claro que un padre tiene que criar a su hijo. Cuando seas mayor, será tu turno para cuidarnos, así que después de todo quedaremos en paz. Es más, ¡me sorprende que me lo agradezcas así! —Y el anciano parecía molesto.

    —Espero que tengas paciencia conmigo —dijo Momotarō—, pero antes de empezar a devolver vuestra amabilidad, tengo una petición que espero me permita daros todo lo posible.

    —Te dejaré hacer lo que quieras, ¡pues eres bastante diferente del resto de chicos!

    —¡Entonces déjame partir!

    —¿Qué dices? ¿Quieres dejar a tus ancianos padres y marcharte de casa?

    —Volveré seguro, si me dejas ir.

    —¿Dónde vas?

    —Debes pensar que es extraño que quiera irme —dijo Momotarō—, ya que todavía no te he contado mis motivos. Lejos, al noreste de Japón, hay una isla en el mar. Esta es la fortaleza de un grupo de demonios. He oído muchas veces cómo invaden esta tierra, roban y matan a la gente y se llevan todo lo que encuentran. No solo son muy malvados, sino que son desleales con el emperador y desobedecen sus leyes. Son caníbales, pues matan y devoran a los pobres desafortunados que caen en sus manos. Estos demonios son verdaderamente odiosos. Debo ir y conquistarlos, y traer todo el botín que han robado a esta tierra. ¡Por eso debo irme de viaje!

    El anciano estaba muy sorprendido al escuchar todo esto de un simple chico de quince años. Pensaba que lo mejor sería dejar ir al chico. Era fuerte y valiente, y aparte, el anciano sabía que no era un chico normal, pues les había sido entregado como regalo del cielo, y estaba bastante seguro de que los demonios no podrían herirlo.

    —Todo eso es muy interesante, Momotarō —dijo el anciano—, no te pondré traba alguna. Puedes ir si así lo deseas. Ve a la isla en cuanto quieras y destruye a los demonios y trae paz a la tierra.

    —Gracias por toda vuestra amabilidad —dijo Momotarō, que empezó a prepararse para ese mismo día. No sentía nada más que valor y no sabía qué era el miedo.

    El anciano y su mujer empezaron al momento a golpear el arroz en el mortero de la cocina para hacer onigiri para que Momotarō se lo llevase en su viaje.

    No mucho después, Momotarō estaba listo para partir y los onigiri estuvieron listos.

    Separarse siempre es triste. En aquella ocasión también. Los ojos de los dos ancianos estaban llenos de lágrimas y sus voces temblaban.

    —Ve con cuidado, pero vuelve pronto. ¡Esperamos que vuelvas victorioso!

    Momotarō lamentaba abandonar a sus ancianos padres, aunque supiera que volvería en cuanto pudiera, pues pensaba cuán solitarios se sentirían mientras estuviera lejos. Pero partió valeroso.

    —Me voy. Cuidaos mucho mientras no estoy. ¡Adiós! —Salió de la casa. En silencio, los ojos de Momotarō y de sus padres se encontraron en una última despedida.

    Momotarō se apresuró a avanzar hasta el mediodía. Empezó a sentirse hambriento, así que abrió su bolsa y sacó uno de los onigiri y se sentó debajo de un árbol cerca del camino para comer. Mientras estaba tomando así la comida, un perro casi tan grande como un potro salió corriendo del césped alto. Se dirigió a Momotarō y mostró los dientes.

    —¡Eres un hombre grosero al pasar por mi campo sin pedirme permiso antes! —dijo, con voz fiera—. Si me das todos los onigiri de la bolsa, podrás continuar, si no, ¡te morderé hasta matarte!

    —¿Qué estás diciendo? —rio Momotarō desdeñosamente—. ¿Sabes quién soy? Soy Momotarō, y estoy de camino para subyugar a los demonios en su fortaleza de la isla al noreste de Japón. ¡Si intentas detenerme mientras voy de camino, te cortaré por la mitad desde la cabeza!

    El comportamiento del perro cambió al momento. Su cola cayó entre sus piernas, se acercó e hizo una reverencia tan profunda que su frente tocó el suelo.

    —¿Qué oigo? ¿El nombre de Momotarō? ¿El verdadero Momotarō? He oído hablar de tu gran fuerza. Al no saber quién eras, me he comportado como un estúpido. ¿Puedes perdonar mi grosería? ¿Estás de camino para invadir la Isla de los Demonios? Si aceptas a un tipo tan grosero como uno de tus compañeros, te estaré muy agradecido.

    —Creo que puedo llevarte allí, si así lo deseas —dijo Momotarō.

    —¡Gracias! —dijo el perro—. Por cierto, tengo mucha hambre. ¿Podrías darme uno de los onigiri que llevas?

    —Es el mejor onigiri de Japón —dijo Momotarō—. No puedo darte uno completo, te daré medio.

    —Muchas gracias —dijo el perro, cogiendo el trozo que le había lanzado.

    Después, Momotarō se levantó y el perro lo siguió. Durante un largo rato, caminaron por colinas y valles. Mientras avanzaban, un animal bajó de un árbol poco delante de ellos. La criatura se acercó a Momotarō.

    —¡Buenos días, Momotarō! Bienvenido a esta parte del país. ¿Me permitirás ir contigo?

    El perro respondió celoso:

    —Momotarō ya tiene un perro que lo acompañe. ¿De qué sirve un mono como tú en la batalla? ¡Estamos de camino a pelear con los demonios! ¡Márchate!

    El perro y el mono empezaron a discutir y a morderse, pues esos dos animales se odian.

    —¡Vamos, no discutáis! —dijo Momotarō, interponiéndose entre ellos—. ¡Espera un momento, perro!

    —¡No es digno de ti que te acompañe una criatura así! —dijo el perro.

    —¿Qué sabrás tú? —preguntó Momotarō, y empujó a un lado al perro, después habló con el mono—: ¿Quién eres?

    —Soy un mono que vive en estas colinas —respondió este—. He oído hablar de tu expedición hacia la Isla de los Demonios y tengo que ir contigo. ¡Nada me gustaría más que acompañarte!

    —¿De verdad deseas ir a la Isla de los Demonios y luchar a mi lado?

    —Sí, señor —respondió el mono.

    —Admiro tu valor —dijo Momotarō—. Aquí tienes un trozo de uno de mis buenos onigiri. ¡Vamos!

    Así se unió el mono a Momotarō. El perro y el mono no se llevaban bien. Siempre estaban burlándose el uno del otro mientras avanzaban, y siempre querían pelearse. Esto enfadó mucho a Momotarō, y al final mandó al perro delante con una bandera, al mono detrás con una espada y se puso en medio con un abanico de guerra, que estaba hecho de hierro.

    Así llegaron a un gran campo. Un pájaro bajó y aterrizó justo delante del pequeño grupo. Era el pájaro más hermoso que Momotarō había visto nunca. En su cuerpo, se veían cinco túnicas diferentes de plumas, y su cabeza estaba cubierta por un sombrero escarlata.

    El perro corrió al momento hacia el pájaro para engancharlo y matarlo. Pero el pájaro dio un golpe con sus alas y voló hasta la cola del perro, y lucharon con fuerza.

    Momotarō, mientras miraba, no pudo sino admirar al pájaro y el espíritu que mostraba en la lucha. Sin duda sería un gran soldado.

    Momotarō se acercó a los dos combatientes, y, conteniendo al perro, le dijo al pájaro:

    —¡Sinvergüenza! Estás retrasando mi viaje. Ríndete y te llevaré conmigo. ¡Si no, dejaré que este perro te arranque la cabeza de un mordisco!

    En ese momento, el pájaro se rindió enseguida, y suplicó ser aceptado en el grupo de Momotarō.

    —No sé qué excusa dar para mi pelea con el perro, tu sirviente, pero no te vi. Soy un pájaro miserable llamado faisán. Es muy generoso por tu parte perdonar mi grosería y llevarme contigo. ¡Permíteme ir detrás del perro y del mono!

    —Te felicito por tu rendición tan rápida —dijo Momotarō, sonriendo—. Ven y únete a nosotros en nuestro ataque a los demonios.

    —¿Vas a llevar también a este pájaro contigo? —preguntó el perro, interrumpiéndolo.

    —¿Por qué preguntas algo así? ¿No me has oído? ¡Llevaré al pájaro porque así lo deseo!

    —Uhm —dijo el perro.

    Entonces, Momotarō se puso en pie y dio esta orden:

    —Ahora, escuchadme todos. Lo primero que necesita un ejército es armonía. Hay un sabio dicho que dice: «¡Las ventajas en la Tierra son mejores que las ventajas en el Cielo!». La unión entre nosotros es mejor que cualquier ganancia terrenal. Mientras no estemos en paz entre nosotros, no será fácil subyugar al enemigo. Desde ahora, los tres, el perro, el mono y el faisán, debéis ser amigos y luchar en armonía. ¡El primero que empiece una discusión será despedido al momento!

    Los tres prometieron no discutir. El faisán era ahora miembro del cortejo de Momotarō y recibió medio onigiri.

    La influencia de Momotarō era tan grande que los tres se convirtieron en buenos amigos y avanzaron con él como líder.

    Continuaron día tras día hasta que llegaron a la costa del mar del noreste. No había nada que ver en el horizonte, ni siquiera una señal de isla alguna. Lo único que rompía la quietud eran las olas que avanzaban hacia la playa.

    El perro, el mono y el faisán habían avanzado con valentía por los largos valles y las altas colinas, pero nunca antes habían visto el mar, y por primera vez desde que partieron, estaban confusos y se miraban en silencio. ¿Cómo podrían cruzar el agua y llegar a la Isla de los Demonios?

    Momotarō descubrió pronto que estaban aturdidos ante la visión del mar y para probarlos, habló fuerte y con dureza:

    —¿Por qué dudáis? ¿Teméis al mar? ¡Oh! ¡Qué cobardes! ¡Es imposible que criaturas tan débiles quieran luchar conmigo contra los demonios! Será mejor que vaya solo. ¡Os despido a todos!

    Los tres animales se sorprendieron ante esta regañina repentina, y se agarraron a la manga de Momotarō, suplicándole que no los despidiera.

    —¡Por favor, Momotarō! —dijo el perro.

    —¡Ya hemos llegado hasta aquí! —dijo el mono.

    —¡Es inhumano dejarnos aquí! —dijo el faisán.

    —No tenemos miedo del mar —dijo de nuevo el mono.

    —Llévanos contigo —dijo el faisán.

    —Por favor —dijo el perro.

    —¡Bien, entonces, os llevaré conmigo, pero tened cuidado! —dijo Momotarō al ver que habían conseguido algo de valor.

    Momotarō consiguió un barco pequeño y todos se subieron. El viento y el tiempo fueron buenos, y el barco avanzó como una flecha por el mar. Era la primera vez que estaban en el agua, así que al principio el perro, el mono y el faisán estaban asustados por las olas y el movimiento del navío, pero poco a poco se acostumbraron al agua y se calmaron al respecto. Todos los días recorrían la cubierta de su pequeño barco, buscando con interés la Isla de los Demonios.

    Cuando se cansaban, se contaban historias de las aventuras de las que estaban orgullosos, y después jugaban juntos. Momotarō se divirtió mucho al escuchar a los tres animales y al ver lo que hacían, y de ese modo se olvidó de que el camino era largo, de lo cansado del viaje que estaba y de que no podía hacer nada. Estaba deseando matar a los monstruos que tanto daño habían hecho a su país.

    Como el viento soplaba a su favor y no encontraron ninguna tormenta, el barco hizo que el viaje fuera corto, y un día, mientras el sol brillaba con fuerza, los cuatro vigías fueron recompensados avistando tierra.

    Momotarō supo al momento que lo que estaban viendo era la fortaleza de los demonios. Sobre la escarpada playa, con vista al mar, había un gran castillo. Ahora que su objetivo estaba tan cercano, se quedó perdido en sus pensamientos con la cabeza apoyada en las manos, preguntándose cómo podría comenzar el ataque. Sus tres seguidores lo observaron, esperando órdenes. Por fin, llamó al faisán.

    —Es una gran ventaja tenerte con nosotros —dijo Momotarō al pájaro—, pues tienes buenas alas. Vuela al castillo y enfréntate a los demonios. Te seguiremos.

    El faisán obedeció al momento. Voló desde el barco aleteando con alegría. El pájaro pronto alcanzó la isla y se situó en el techo en mitad del castillo, gritando:

    —¡Escuchadme, demonios! El gran general japonés Momotarō ha venido a luchar contra vosotros y a arrebataros este fuerte. Si queréis salvar la vida, rendíos al momento, y como muestra de vuestra sumisión deberéis romperos los cuernos que crecen en vuestra frente. Si no os rendís, sino que decidís luchar, nosotros, el faisán, el perro y el mono, os mataremos, ¡mordiéndoos y destrozándoos!

    Los cornudos demonios levantaron la mirada y al ver solo a un faisán se rieron.

    —¡Qué faisán más salvaje! Es ridículo escuchar tales palabras de una cosita como tú. ¡Espérate a que te demos un golpecito con una de nuestras barras de hierro!

    Los demonios claramente estaban muy enfadados. Agitaron sus cuernos y sus melenas de rojo cabello ferozmente, y corrieron a ponerse los pantalones de piel de tigre para parecer más terribles. Después fueron a coger unas grandes barras de hierro y corrieron donde estaba el faisán e intentaron golpearlo. El faisán voló a otro lado para escapar del golpe y después atacó la cabeza del primer demonio y luego la de otro. Voló rodeándolos, golpeando el aire con sus alas tan fieramente sin cesar, que los demonios empezaron a preguntarse si luchaban solo con un pájaro.

    Mientras tanto, Momotarō había atracado. Conforme se acercaba, vio que la playa era casi un precipicio, y que el gran castillo estaba rodeado de altas murallas y puertas de hierro, y que estaba fuertemente fortificado.

    Momotarō bajó del barco y, con la esperanza de encontrar alguna entrada, se acercó por el camino hasta lo alto, seguido del mono y el perro. Pronto encontraron dos bellas damiselas lavando ropas en un arroyo. Momotarō vio que las ropas estaban manchadas de sangre y que mientras las dos doncellas las lavaban, caían lágrimas por sus mejillas. Se detuvo y habló con ellas.

    —¿Quiénes sois y por qué lloráis?

    —Somos cautivas del Rey Demonio. Nos arrancó de nuestras casas hasta la isla, y aunque éramos hijas de daimyō, nos vemos obligadas a ser sus sirvientes, y un día nos matará. —Las doncellas alzaron las ropas manchadas de sangre—. ¡Nos comerá y nadie nos puede ayudar!

    Y nuevas lágrimas surgieron ante el terrible pensamiento.

    —Os rescataré —dijo Momotarō—. Dejad de llorar, simplemente mostradme cómo puedo entrar al castillo.

    Entonces las dos damas lo guiaron hasta una pequeña puerta trasera en la parte más baja de la muralla del castillo, tan pequeña que Momotarō apenas podía arrastrarse por ella.

    El faisán, que había pasado todo el tiempo combatiendo, vio a Momotarō y su pequeño grupo llegar desde atrás.

    La masacre de Momotarō fue tan feroz que los demonios no pudieron resistirse. Al principio, su enemigo había sido un simple pájaro, el faisán, pero ahora que Momotarō, el perro y el mono habían llegado estaban confusos, pues los cuatro enemigos luchaban como un centenar, así de fuertes eran. Algunos demonios se cayeron del parapeto del castillo y se hicieron pedazos en las rocas debajo, otros cayeron al mar y se ahogaron, y muchos fueron golpeados hasta la muerte por los tres animales.

    El jefe de los demonios fue el último con vida. Decidió rendirse, pues sabía que su enemigo era más fuerte que un humano normal.

    Se acercó humildemente a Momotarō y tiró su barra de hierro, se arrodilló a los pies del vencedor y rompió sus cuernos como muestra de sumisión, pues eran una señal de su fuerza y poder.

    —Te tengo miedo —dijo tímidamente—. No puedo enfrentarme a ti. Te daré el tesoro escondido en el castillo si me perdonas la vida.

    Momotarō se rio.


—No sueles pedir clemencia, ¿verdad, gran demonio? No puedo perdonar tu malvada vida, supliques como supliques, pues has matado y torturado a mucha gente y has arrasado nuestro país demasiados años.

    Entonces Momotarō ató al jefe de los demonios y lo dejó a cargo del mono. Tras hacer esto, fue a todas las habitaciones del castillo y liberó a los prisioneros y reunió todo el tesoro que encontró.

    El perro y el faisán llevaron a casa el botín, y así Momotarō volvió triunfante, tomando al jefe demonio como cautivo.

    Las dos pobres damiselas, hijas del daimyō, y otros a quien el malvado demonio se había llevado para ser sus esclavos, volvieron a salvo a sus casas y fueron devueltos a sus padres.

    Todo el país ensalzó a Momotarō a su triunfante retorno, y se alegraron de que el país se hubiera librado de los demonios ladrones que habían aterrorizado al país durante tanto tiempo.

    La felicidad de la pareja de ancianos no tenía límite, y el tesoro que Momotarō llevó a casa con él les sirvió para vivir con paz y prosperidad hasta el fin de sus días.

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