miércoles, 6 de marzo de 2019

LA HERMOSA SIRVIENTA

Érase una vez un sultán, dueño de la fe y del mundo. Habiendo salido de caza, se
alejó de su palacio y, en su camino, se cruzó con una joven esclava. En un instante él
mismo se convirtió en esclavo. Compró a aquella sirvienta y la condujo a su palacio
para decorar su dormitorio con aquella belleza. Pero, enseguida, la sirvienta cayó
enferma.
¡Siempre pasa lo mismo! Se encuentra la cántara, pero no hay agua. Y cuando se
encuentra agua, ¡la cántara está rota! Cuando se encuentra un asno, es imposible
encontrar una silla. Cuando por fin se encuentra la silla, el asno ha sido devorado por
el lobo.
El sultán reunió a todos sus médicos y les dijo:
«Estoy triste, sólo ella podrá poner remedio a mi pena. Aquel de vosotros que
logre curar al alma de mi alma, podrá participar de mis tesoros».
Los médicos le respondieron:
«Te prometemos hacer lo necesario. Cada uno de nosotros es como el mesías de
este mundo. Conocemos el bálsamo que conviene a las heridas del corazón».
Al decir esto, los médicos habían menospreciado la voluntad divina. Pues olvidar
decir «¡Insh Allah!» hace al hombre impotente. Los médicos ensayaron numerosas
terapias, pero ninguna fue eficaz. La hermosa sirvienta se desmejoraba cada día un
poco más y las lágrimas del sultán se transformaban en arroyo.
Todos los remedios ensayados daban el resultado inverso del efecto previsto. El
sultán, al comprobar la impotencia de sus médicos, se trasladó a la mezquita. Se
prosternó ante el Mihrab e inundó el suelo con sus lágrimas. Dio gracias a Dios y le
dijo:«Tú has atendido siempre a mis necesidades y yo he cometido el error de
dirigirme a alguien distinto a ti. ¡Perdóname!».
Esta sincera plegaria hizo desbordarse el océano de los favores divinos, y el
sultán, con los ojos llenos de lágrimas, cayó en un profundo sueño. En su sueño, vio a
un anciano que le decía: «¡Oh, sultán! ¡Tus ruegos han sido escuchados! Mañana
recibirás la visita de un extranjero. Es un hombre justo y digno de confianza. Es
también un buen médico. Hay sabiduría en sus remedios y su sabiduría procede del
poder de Dios».
Al despertar, el sultán se sintió colmado de alegría y se instaló en su ventana para
esperar el momento en el que se realizaría su sueño. Pronto vio llegar a un hombre
deslumbrante como el sol en la sombra.
Era, desde luego, el rostro con el que había soñado. Acogió al extranjero como a
un visir y dos océanos de amor se reunieron. El anfitrión y su huésped se hicieron
amigos y el sultán dijo:
«Mi verdadera amada eras tú y no esta sirvienta. En este bajo mundo, hay que
acometer una empresa para que se realice otra. ¡Soy tu servidor!».

Se abrazaron y el sultán añadió:
«¡La belleza de tu rostro es una respuesta a cualquier pregunta!».
Mientras le contaba su historia, acompañó al sabio anciano junto a la sirvienta
enferma. El anciano observó su tez, le tomó el pulso y descubrió todos los síntomas
de la enfermedad. Después, dijo:
«Los médicos que te han cuidado no han hecho sino agravar tu estado, pues no
han estudiado tu corazón».
No tardó en descubrir la causa de la enfermedad, pero no dijo una palabra de ella.
Los males del corazón son tan evidentes como los de la vesícula. Cuando la leña arde,
se percibe. Y nuestro médico comprendió rápidamente que no era el cuerpo de la
sirvienta el afectado, sino su corazón.
Pero, cualquiera que sea el medio por el cual se intenta describir el estado de un
enamorado, se encuentra uno tan desprovisto de palabras como si fuera mudo. ¡Sí!
Nuestra lengua es muy hábil en hacer comentarios, pero el amor sin comentarios es
aún más hermoso. En su ambición por describir el amor la razón se encuentra como
un asno tendido cuán largo es sobre el lodo. Pues el testigo del sol es el mismo sol.
El sabio anciano pidió al sultán que hiciera salir a todos los ocupantes del palacio,
extraños o amigos.
«Quiero, dijo, que nadie pueda escuchar a las puertas, pues tengo unas preguntas
que hacer a la enferma».
La sirvienta y el anciano se quedaron, pues, solos en el palacio del sultán. El
anciano empezó entonces a interrogarla con mucha dulzura:
«¿De dónde vienes? Tú no debes ignorar que cada región tiene métodos curativos
propios. ¿Te quedan parientes en tu país? ¿Vecinos? ¿Gente a la que amas?».
Y, mientras le hacía preguntas sobre su pasado, seguía tomándole el pulso.
Si alguien se ha clavado una espina en el pie lo apoya en su rodilla e intenta
sacársela por todos los medios. Si una espina en el pie causa tanto sufrimiento, ¡qué
decir de una espina en el corazón! Si llega a clavarse una espina bajo la cola de un
asno, éste se pone a rebuznar creyendo que sus voces van a quitarle la espina, cuando
lo que hace falta es un hombre inteligente que lo alivie.
Así nuestro competente médico prestaba gran atención al pulso de la enferma en
cada una de las preguntas que le hacía. Le preguntó cuáles eran las ciudades en las
que había estado al dejar su país, cuáles eran las personas con quienes vivía y comía.
El pulso permaneció invariable hasta el momento en que mencionó la ciudad de
Samarkanda. Comprobó una repentina aceleración. Las mejillas de la enferma, que
hasta entonces eran muy pálidas, empezaron a ruborizarse. La sirvienta le reveló
entonces que la causa de sus tormentos era un joyero de Samarkanda que vivía en su
barrio cuando ella había estado en aquella ciudad.
El médico le dijo entonces:
«No te inquietes más, he comprendido la razón de tu enfermedad y tengo lo que
necesitas para curarte. ¡Que tu corazón enfermo recobre la alegría! Pero no reveles a
nadie tu secreto, ni siquiera al sultán».
Después fue a reunirse con el sultán, le expuso la situación y le dijo:
«Es preciso que hagamos venir a esa persona, que la invites personalmente. No
hay duda de que estará encantado con tal invitación, sobre todo si le envías como
regalo unos vestidos adornados con oro y plata».
El sultán se apresuró a enviar a algunos de sus servidores como mensajeros ante
el joyero de Samarkanda. Cuando llegaron a su destino, fueron a ver al joyero y le
dijeron:
«¡Oh, hombre de talento! ¡Tu nombre es célebre en todas partes! Y nuestro sultán
desea confiarte el puesto de joyero de su palacio. Te envía unos vestidos, oro y plata.
Si vienes, serás su protegido».
A la vista de los presentes que se le hacían, el joyero, sin sombra de duda, tomó el
camino del palacio con el corazón henchido de gozo. Dejó su país, abandonando a
sus hijos, y a su familia, soñando con riquezas. Pero el ángel de la muerte le decía al
oído: «¡Vaya! ¿Crees acaso poder llevarte al más allá aquello con lo que sueñas?».
A su llegada, el joyero fue presentado al sultán. Éste lo honró mucho y le confió
la custodia de todos sus tesoros. El anciano médico pidió entonces al sultán que
uniera al joyero con la hermosa sirvienta para que el fuego de su nostalgia se apagase
por el agua de la unión.
Durante seis meses, el joyero y la hermosa sirvienta vivieron en el placer y en el
gozo. La enferma sanaba y se volvía cada vez más hermosa.
Un día, el médico preparó una cocción para que el joyero enfermase. Y, bajo el
efecto de su enfermedad, este último perdió toda su belleza. Sus mejillas palidecieron
y el corazón de la hermosa sirvienta se enfrió en su relación con él. Su amor por él
disminuyó así hasta desaparecer completamente.
Cuando el amor depende de los colores o de los perfumes, no es amor es una
vergüenza. Sus más hermosas plumas, para el pavo real, son enemigas. El zorro que
va desprevenido pierde la vida a causa de su cola. El elefante pierde la suya por un
poco de marfil.
El joyero decía: «Un cazador ha hecho correr mi sangre, como si yo fuese una
gacela y él quisiera apoderarse de mi almizcle. Que el que ha hecho eso no crea que
no me vengaré».
Rindió el alma y la sirvienta quedó libre de los tormentos del amor. Pero el amor
a lo efímero no es amor.

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