domingo, 17 de marzo de 2019

El conde Arnau

Francisco Martínez Hoyos
En una época muy muy remota, el Pirineo era una zona salvaje donde los
hombres, como si el tiempo no hubiera transcurrido desde la Creación, guardaban
celosamente sus inmemoriales tradiciones. En total armonía con los bosques infinitos
de donde sacaban el sustento para sus existencias austeras, sin codiciar las sedas y la
pedrería de los moradores de la costa. Sin deseos de explorar el mundo más allá de
los confines de sus valles siempre verdes, satisfechos de todo lo que el destino había
puesto a su alcance para hacer dichosas sus vidas.
El amo de esta tierra agreste era un hombre tan duro como sus rocas, tan
orgulloso como sus montañas y tan indomable como sus bestias. Se llamaba Arnau y
gustaba de exhibir sus títulos de conde de Pallars, barón de Mataplana y Toses, señor
de Gombrèn. La gente, sin embargo, no le respetaba por tales fruslerías sino por lo
que importaba de veras. No en vano, podía preciarse de ser un titán con músculos
graníticos y ojos más negros que la profundidad de los vertiginosos despeñaderos de
la zona. Si en ellos se precipitaban lobos enloquecidos por el hambre, en sus pupilas
caían sus enemigos, no importa cual fuera su destreza ni su altanería. Orgulloso de su
poder, seguro de las dotes de mando con las que arrastraría a sus vasallos en pos de
cualquier hazaña, Arnau vivía con el convencimiento de que hasta la más ínfima
comadreja debía obediencia a su indomable voluntad.
No compartían tal idea, por desgracia, las bandas de recién llegados desde el
litoral, en busca de nuevas tierras donde establecerse. Sin la más mínima
consideración a la montaña y sus dioses, aquellos seres extraños, aquellos seres
despreciables que preferían el ruín comercio a la virilidad de la caza, se aposentaban
como si las cordilleras vírgenes fueran su hogar. Una estela de destrucción delataba
su paso, a medida que la espesura de árboles centenarios cedía ante las azadas y los
arados. Muy pronto ya no quedarían conejos, ni liebres, ni jabalíes, ni nada que
llevarse a la boca en las noches frías del invierno, en las que, por faltar, faltaría hasta
la leña con la que encender una hoguera, ni que fuera mortecina.
Pasaban los días y los montañeses parecían irremediablemente abocados al
desastre. ¡Había que hacer algo! Con su verbo más ardiente, Arnau proclamó a los
cuatro vientos iba a restaurar la gloria de sus antepasados. Y eso solo se podía hacer
de una manera, con la espada en la mano. Quién estuviera sediento de gloria y de
botín, no tenía más que seguirle. Vería sus deseos colmados.
Contaba con un plan infalible para salir victorioso del trance. El proyecto, sin
duda, parecería desmesurado a los espíritus pusilánimes, pero no arredraría a los que,
con ánimo esforzado, soñaran con batirse por un lugar en la Historia. Si quería
destruir las ciudades del enemigo antes de que se hicieran más ricas y populosas,
nada mejor que enviarles un torrente de agua avasallador, capaz de llevarse por
delante hasta la última piedra del último de sus edificios.
Se proponía desviar el curso del río Llobregat. Así lograría inundar el valle
vecino, de manera que nada pudiera resistir al empuje de la inundación.
Los trabajos comenzaron tras una arenga vibrante en la que Arnau llamó a sus
compatriotas a alcanzar la gloriosa o morir en el intento. Los picos y las palas
acometían sin tregua la roca indómita de las montañas, como si sus habitantes
trabajan al ritmo de un único corazón. De cuando en cuando, las mujeres pasaban a
repartir agua o a traer queso con miel. Nadie dudaba de que aquel esfuerzo
formidable, aunque penoso, se vería recompensado finalmente.
Los días pasaban… Y la impaciencia reconcomía al conde. Para calmar su
inquietrud salía a cabalgar por los bosques. En una de sus correrías, su sentido de la
orientación, por lo común infalible, le jugó una mala pasada y acabó un poco más allá
de los lindes de sus dominios, junto a una populosa ciudad en la que destacaba una
extraño edificio junto a un campanario. Las mujeres a un lado, los hombres al otro,
miraban atentamente a un hombre anciano vestido con una especie de túnica blanca,
detrás de una mesa en la que solo divisaba un cáliz y un trozo de pan.
De pronto, su mirada se cruzó con unos ojos verdes que le traspasaron. ¿Quién
era aquella mujer bellísima, de cabellos de oro? Preguntó a un anciano que,
incrédulo, le dijo: la abadesa Adelaida.
En adelante, el conde Arnau solo respiró por una razón que empezaba con la
primera letra del alfabeto.
Por desgracia, su obsesión le hizo descuidar la magna empresa a la que había
arrastrado a tantos de sus fieles, que ahora gemían como ovejas sin pastor. A falta de
un líder que impartiera órdenes precisas, los trabajos se demoraban, cualquier
trivialidad amenazaba con degenerar en trifulca, y los hombres pensaban más en el
vino que el horizonte mesiánico trazado por un caudillo, el suyo, ahora más
complacido en desaparecer sin explicaciones que en dirigir el camino hacia la
victoria. Día tras día, todo parecía desmoronarse en el abismo de la desconfianza.
Más de uno, a falta de soldada, desertaba para marcharse a su pequeño terruño,
seguro de que entre sus cuatro plantas y sus cinco animales tendría el porvenir más
asegurado.
Su jefe, enfebrecido, pasaba las horas sin otra compañía que sus esperanzas, ajeno
incluso a la necesidad de procurarse algún pedazo de carne para su alimento. Hasta
que un día, en un momento de lucidez, se digno a regresar donde sus hombres
confiado en encontrar ya muy adelantados sus planes. Cuando la realidad le confrontó
frente a la indisciplina y el caos, un espasmo de cólera le nubló la razón, ya debilitada
por la poca nutrición y la sed incontenible de su amada.
El más venerable de los ancianos, un hombre al que los años, ingratos, no habían
disminuido el vigor de sus ojos azules, ni, menos aún, el valor para decir la verdad al
más poderoso, se acercó a Arnau para amonestarle con indignación santa.
—Ah, desgraciado. Sabéis, señor conde, cómo alumbrar grandes empresas, pero
carecéis de la constancia para perseverar en ellas.
A su alrededor, los murmullos de aprobación delataban un descontento antiguo.
Por toda contestación, Arnau desenvainó su formidable espada y, de un solo tajo,
fulminante como el dios del rayo, cercenó la cabeza de aquel espejo de sensatos. Por
desgracia, no acabó aquí su furia homicida. Acto seguido acometió salvajemente a
todos los que le rodeaban, sin detenerse a escuchar su justo clamor, tampoco a
considerar el estigma de asesino que ya le acompañaría por siempre. Hizo así
derramar la sangre de los suyos. Hasta cubrir la tierra con un manto rojo, el color de
la infamia. La de servidores tan desleales, pensaba. La de un tirano que había perdido
los papeles, recordarían los siglos venideros.
Exhausto, tuvo aún la frialdad necesaria para darse cuenta de que toda su bravura
no iba a equilibrar la desproporción numérica en su contra. Resolvió entonces robar
un caballo y escapar.
¿Qué haría? ¿A dónde iría? En su mente turbulenta bullía la rabia y el deseo.
Adelaida había finalizado sus rezos vespertinos en su humilde celda del
monasterio de San Juan de las Abadesas, sin más riquezas que el camastro y una cruz
tosca por todo adorno en las recias paredes. Llevaba allí prácticamente toda la vida,
desde que su padre, el muy honorable conde de Barcelona, la había obligado a
profesar. Estaba muy lejos de imaginar en aquellos momentos que, aquel hombre al
que había visto una sola vez, iba a abrir la puerta de su aposento.
Cuentan que ambos huyeron por los caminos más pedregosos y, por tanto, menos
transitados, tal como requiere la clandestinidad. Arnau se esforzaba en cazar algún
conejo o recoger ni que fueran algarrobas, dejando que Adelaida devorara tan escasos
manjares.
No tenían, por desgracia, tiempo para sí mismos. Debían huir. Aprovechar el día
para dormir en lo recóndito de una cueva, apresurarse de noche, evitando cualquier
presencia humana. Su amor prohibido había tenido la imprevista virtud de unir los
dos pueblos enemigos, el de la montaña y el del litoral. Partidas de hombres furiosos,
con perros rastreadores, les buscaban sin tregua para hacerles pagar con la piel su
blasfema traición. Desde los púlpitos de todas las iglesias, el clero pedía la cabeza de
aquella mujer impía que profanaba sus sagrados votos. En los valles pirenaicos, las
gentes airadas saqueaban las propiedades del conde, deseosas de cobrarse tantas
soldadas nunca satisfechas.
Una noche sin luna, en un paraje espectral donde antiguos fantasmas arrastraban
su infortunio, los dos amantes se vieron cercados. Guerreros de sus respectivas
patrias, entrenados en la caza del hombre, les conminaban a rendirse o a perecer.
Arnau intentó empuñar la espada, intentó alzar el escudo, pero una tormenta de arena
cegó sus ojos enrojecidos por tantas horas de insomnio. Recordó entonces las
palabras de su padre, tantas veces repetidas en el castillo familiar, junto a la hoguera
que amenizaba los inviernos:
«Una bella muerte honra toda una vida».
Una flecha certera disparada por un montañés atravesó el corazón de Adelaida.
Arnau quiso llorar, pero no pudo. Que el cielo, con la lluvia espesa que
comenzaba a desatarse, lo hiciera en su lugar. Poseído por una extraña lucidez, cogió
el cuerpo exánime de su amada y, con la mirada fija en el horizonte, avanzó
lentamente hacia el cercano precipicio. Lleno de dignidad. Con inquebrantable
determinación. Sus enemigos, mientras tanto, dejaron de acosarle para contemplar,
sobrecogidos, la escena.
Nunca encontraron sus cuerpos, perdidos para toda la eternidad en un abismo
inaccesible para los simples mortales.

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