domingo, 24 de marzo de 2019

El lobisome

En Cervantes, en las montañosas tierras de Becerreá, Lugo, vivía un hombre de muy
mal genio. Este hombre tenía un hijo mozo, muy aficionado a las romerías y a las
fiestas, lo que tenía muy disgustado a su padre, que quería que el hijo no dedicase su
tiempo y sus esfuerzos sino a trabajar.
En cierta ocasión, los deseos del padre y del hijo se enfrentaron, pues la misma
jornada en que el padre tenía la intención de roturar un monte, el hijo decidió ir a la
fiesta de Piedrafita, un pueblo cercano. Padre e hijo se levantaron mucho la voz y, al
fin, incapaz de doblegar la voluntad del mozo, el padre lo maldijo, invocando con
rabia a Dios para que le hiciese ir detrás de las lobas con el mismo ahínco con que iba
detrás de las mozas.
Aquella misma noche, al regresar de la romería por los senderos del monte, a la
luz de la luna, el mozo sintió una fuerte desazón en todo el cuerpo, como si sus ropas
estuviesen hechas de ortigas que le quemaban la piel. Sin poder resistir aquel picor, el
muchacho se desnudó y luego buscó un prado en que revolcarse, para calmar el ardor
de la piel. Y ya no volvió a ponerse de pie, porque de repente se encontró bien a
cuatro patas, y venteó un olor de loba que encendió sus deseos, y echó a correr por el
monte mientras lanzaba fuertes aullidos.
El muchacho, olvidado de su naturaleza humana, no volvió a su casa. Convertido
en una enorme criatura lobuna, a partir de entonces se alimentaba del ganado que
robaba en los rebaños, aunque también mataba corderos por puro gusto de matar.
La noticia de la aparición de aquel gigantesco lobo, tan fuerte que hasta infundía
temor en los mastines, corrió por la comarca, llenando de consternación a los
campesinos. El padre del mozo, que recordaba vivamente la discusión que había
tenido con su hijo y la terrible maldición que le había echado, estaba muy intranquilo,
sospechando que estuviesen relacionadas la desaparición de su hijo y la llegada de
aquel lobo mortífero, y decidió visitar a una vieja de la que se decía que era meiga,
para contarle el caso.
La vieja no tuvo duda ninguna. La maldición de un padre enfurecido, con la
invocación de Dios, era un conjuro muy poderoso. Sin embargo, había remedio para
la transformación, y era rasgar en el lomo la piel del lobisome. La operación tenía
mucho peligro, ya que si el mozo vuelto lobo advertía su presencia, lo atacaría
ferozmente y sería capaz de matarlo; por otra parte, si al intentar rasgar su piel se le
hacía una herida muy profunda, quedaría también dañado el hombre que había bajo la
apariencia de lobo.
El padre estaba muy arrepentido de su maldición, que había convertido en una
fiera del monte al mozo pacífico y bueno que era su hijo, y estaba dispuesto a
arriesgar su vida en el intento de volverlo a la forma humana. Escogió en su rebaño al
cordero más tierno, se internó con él en el monte, buscando la mayor espesura, y allí
sujetó al cordero, que no dejaba de balar, mientras él esperaba en un escondrijo
cercano.
Aquella noche había también una luna muy clara, y a su luz pudo el hombre ver a
la enorme bestia en que su hijo se había convertido llegar hasta el cordero y
degollarlo de un mordisco. Mientras la fiera devoraba al animal, el padre se acercó
sigilosamente a sus espaldas y, con una navaja de afeitar, le hizo en el lomo, de arriba
abajo, una rápida rasgadura.
Dicen que el enorme lobo se volvió, enseñando su dentadura manchada de sangre,
y que el hombre lo abrazó llorando mientras le daba el nombre de su hijo y le pedía
perdón. El caso es que el lobo no llegó a atacar pues, como si la rasgadura de la piel
le molestase mucho, se apartó en busca de un claro y empezó a revolcarse en el suelo,
hasta que todo el pellejo de animal se le desprendió del cuerpo y recuperó su forma
verdadera y la memoria de su condición humana.

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