martes, 2 de abril de 2019

Vitzliputzli

¡Hé aquí la América! ¡Hé aquí el Nuevo Mundo! No, empero, la América de hoy en
día, que se compone á la europea y se marchita.
1 Hé aquí el Nuevo Mundo, tal como Cristóbal Colon lo ha hecho surgir del Océano. Brilla
aún con la frescura marina;
Chorrea esas perlas de agua que se desvanecen, estallando en mil colores, á los besos del
sol. ¡Qué mundo tan robusto y tan sano!
No es aquello un cementerio romántico; no es un viejo baratillo de símbolos mohosos y de
pelucas petrificadas.
Yérguense los árboles en un vigoroso suelo. Ninguno de ellos está aburrido, ninguno tiene
la tisis en la médula espinal.
En las ramas se balancean grandes aves. Sus rostros forman visos cambiantes. Con
largos picos, serios, con ojos
Cercados de negro como antiparras, te miran en silencio, hasta que de pronto lanzan un
grito ronco y se ponen á charlar como comadres.
Yo no sé lo que dicen, por más que conozca sus lenguas tan bien como el rey Salomón, el
cual tenía mil mujeres
Y conocía todas las lenguas de las aves, no los idiomas vivientes solamente, sino los muertos,
los viejos dialectos disecados.
¡Nuevo suelo, nuevas flores! ¡Nuevas flores, nuevos perfumes! Rerfumes inauditos, salvajes,
que se me suben á la nariz,
Y me dan dentera y me dan comezón y me apasionan hasta el punto de que mi olfato se
desespera inquiriendo ¿dónde los habré sentido yo que sean iguales?
¿Sería por ventura acaso en Regent-Street, en los brazos amarillos como ámbar de esa
esbelta javanesa que mascaba siempre flores?
¿O sería en Rotterdam, cerca de la estatua de Eramo, en aquella blanca tienda de panales,
con aquella misteriosa cortina?
Mientras que todo azorado contemplo así el Nuevo Mundo, parezco á mi vez azorarlo
mucho más aún.—Un mono
Que se desliza despavorido entre los brezos hace la señal de la cruz ante mi aspecto y grita
con terror: ¡Un aparecido! ¡Un aparecido del viejo mundo!
«Mono, nada temas; no soy ningún fantasma. La vida hierve en mis venas; soy el hijo
más fiel de la vida.
»Sin embargo, á consecuencia de un comercio de largos años con los muertos, he tomado
sus maneras, su porte, sus extrañezas secretas.
»Mis años más bellos helos pasado en el Kiffhseuser, en el Venusberg y otras catacumbas
del romanticismo.
»¡ No me tengas miedo, mono mío! Seré gracioso para contigo, porque sobre el cuero sin
pelo de tu trasero usado llevas los colores que yo amo! »
¡Nobles colores, negro, rojo y amarillo real! ¡Esos colores que vi en el trasero del mono
me han recordado melancólicamente la bandera de Barbaroja, cara á todo patriota alemán!

I
Sobre su cabeza llevaba el laurel, y espuelas de oro brillaban en sus botas. No era, sin
embargo, un héroe; no era tampoco un caballero.
No era más que un capitán de brigantes que con su mano insolente inscribió en el libro
de la fama su nombre insolente: ¡ Cortés!
Y lo inscribió debajo del nombre de Colon, debajo, pero muy cerquita, y el chico, en los
bancos de la escuela, aprende de coro esos dos nombres á la vez.
Después de Cristóbal Colon, nombra hoy á Hernán Cortés como el segundo grande hombre
en el Panteón del Nuevo Mundo.
¡Ultima traición del destino para con los héroes! Su nombre, en el recuerdo de los hombres,
está ligado al de un aventurero.
¿ No valía más permanecer desconocido que arrastrar consigo durante largas eternidades
semejante camaradería?
Maese Cristóbal Colon era un héroe; sin mancha como el sol, como el sol era también pródiga
su alma.
Muchos hombres han dado mucho; éste, ha sido un mundo entero lo que ha dado al mundo,
y este mundo es la América.
No podía librarnos de la húmeda cárcel de la tierra; pero supo á lo menos ensanchar el
calabozo y alargar la cadena.
Está glorificado por el reconocimiento del género humano, de esta pobre humanidad aburrida,
que está no solamente fatigada de la Europa, sino también del África y del Asia.
Un solo hombre, un solo héroe nos ha dado más y mejor que Cristóbal Colon; es el que
nos ha dado un Dios.
Su señor padre se llamaba Amram, su madre se llamaba Jochebet; en cuanto á él, su nombre
es Moisés, y es el héroe que prefiero á todos los demás.
Pero, Pegaso mío, te detienes demasiado largo tiempo al lado de Colon. Sábelo, nuestra
carrera de hoy pertenece al otro, al pequeño, á Cortés.
Despliega tu ala centelleante ¡oh corcel rápido! y llévame hacia ese bello país del Nuevo
Mundo que lleva por nombre Méjico.
Llévame hacia ese fuerte que el rey Montezuma, en su bondad hospitalaria, indicó como
morada á sus huéspedes de España.
No era solamente el abrigo y el alimento lo que el príncipe les dio con pródiga abundancia,
sino también presentes ricos y espléndidos,
Curiosidades, obras de arte, todas de oro macizo, joyas espléndidas que atestiguaban la
benevolencia y la magnanimidad del monarca.
Ese bárbaro, ese pagano supersticioso y ciego, creía aún en la fidelidad y en el honor,
creía en los deberes santos de la hospitalidad.
Aceptó una invitación á una fiesta que los españoles, para rendirle homenaje, querían darle
en su morada.
Y rodeado de su corte, en la rectitud y benevolencia de su corazón, llegó al cuartel español,
en donde saludáronle las charangas.
¿Cuál era el título del pasatiempo? Ignorólo: quizas era Lealtad españolaComo autor,
se nombró á Hernán Cortés.
Dio la señal y al punto fué cogido , agarrotado y encarcelado en el fuerte como
rehén.
Pero Montezuma murió, y con ello quedó rota la barrera que protegía al audaz aventurero
contra la cólera de los mejicanos.
Terrible empezó entonces la marea popular; como un mar salvaje y furioso, zumbaban,
zumbaban con rabia creciente, oleadas de hombres irritados.
Los españoles, es verdad, rechazaron bravamente cada asalto; pero cada día estaba cercado
de nuevo el fuerte y la lucha se hacía fatigosa.
Después de la muerte del rey cesóse de mandar más víveres al fuerte; las raciones se hicieron
más cortas y las caras más largas.
Y los hijos de España mirábanse unos á otros con largos semblantes lastimosos, y suspiraban
y pensaban en su cara patria cristiana;
Pensaban en su país bien amado, donde resuenan las campanas piadosas y en donde se
cuece alegremente al fuego del hogar una olla podrida,
Vigorosamente rellena de garbanzos, en medio de los cuales se ocultan, exaltando su
picaro olor y riendo so capa, los caros salchichoncitos de ajo.
El jefe celebró consejo de guerra y decidióse la retirada: al siguiente día, así que raye la
primera alba, el ejército abandonará la ciudad.
Ningún trabajo le había costado antes en entrar por astucia al astuto Cortés; pero el retrono
á tierra firme ofrecía dificultades terribles.
Méjico, la ciudad insular, está situada en medio de un lago inmenso, rodeada por todas
partes de olas mugientes; es una fiera fortaleza con murallas de agua,
Y no comunicando con la orilla del lago más que por bateles, balsas, por puentes asentados
sobre estacadas colosales; unos islotes forman vados.
Antes de salir el sol, los españoles se pusieron en marcha; nada de batir ningún tambor,
nada, de clarines, para tocar diana.
No querían privar á sus huéspedes de las dulzuras del sueño (cien mil indios acampaban en
Méjico).
Pero esta vez los españoles contaban sin sus huéspedes; los mejicanos habían madrugado
todavía más que ellos.
Sobre los puentes, sobre las balsas, sobre los islotes, esperaban el momento de hacerles
beber el trago de despedida.
Sobre los puentes, sobre las balsas, sobre los islotes, ¡ah! ¡qué loca bacanal! roja y á oleadas
corría la sangre, y los atrevidos bebedores luchaban,
Luchaban agarrados cuerpo á cuerpo y sobre sendos pechos desnudos de los indios veíanse
marcados los arabescos de las corazas españolas.
Era un estrangulamiento, un degollamiento, una carnicería que se extendía con lentitud,
con una espantosa lentitud, sobre los puentes, sobre las balsas, sobre los islotes.
Los indios cantaban, aullaban, rugían; los españoles mataban en silencio; tenían que conquistar
paso á paso el camino de su huida.
En esta lucha en estrechos espacios, inútiles eran la ciencia y el arte militar de la vieja
Europa, inútiles las bocas de fuego, las armaduras y los caballos.
Y después, copia de españoles iban pesadamente cargados con ese oro que habían extorsionado
y saqueado.—¡Ah! ¡el amarillo peso de su crimen! 1
Les estorbaba, les rendía en el combate, y el diabólico metal no perdía únicamente su
pobre alma, sino su cuerpo.
Sin embargo, el lago estaba todo cubierto de bateles y canoas; en ellos estaban sentados
los arqueros, tirando á los puentes, á las balsas y á los islotes.
En la sarracina, sin duda que debieron de herir á más de un hermano indio; pero herían
también á mucho digno y excelente hidalgo castellano.
En el tercer puente cayó el joven gentilhombre Gastón, que llevaba la bandera en que
estaba figurada la Santa Virgen.
Esta imagen, á su vez, desgarráronla los golpes de los indios. Siete flechas le quedaron en
medio del corazón, siete flechas relumbrantes,
Semejantes á esas espadas de oro que atraviesan el pecho desolado de la Mater Doloroso.
en las procesiones solemnes del Viernes Santo.
Al morir, don Gastón entregó la bandera á don Gonzalo, caballero de Sant lago, que,
herido de muerte en el mismo instante, rodó súbitamente por tierra. Entonces, con su mano,
Cogió Cortés mismo la cara bandera, él, el jefe, y la alzó sobre su caballo hasta la noche,
en que se detuvo la batalla 2 .
Ciento sesenta españoles hallaron la muerte en este combate; más de ochenta cayeron
vivos en manos de los indios.
Muchos fueron gravemente heridos, que no murieron hasta después. Hubo una docena
de caballos perdidos, unos muertos, cogidos otros.
Hasta la noche no. alcanzaron Cortés y su hueste la orilla del lago, en seguridad; era
una playa mezquina plantada de sauces llorones.
II
Al horrendo día de la batalla sucedió la noche tumultuosa del triunfo. Cien mil lámparas
de fiesta iluminan Méjico.
Sí, cien mil lámparas de fiesta, antorchas de resina, círculos de pez inflamada esparcen
su luz viva y cruda sobre las magnificencias de los palacios y de las casas, sobre los esplendores
de los edificios sagrados,
Y principalmente sobre el templo de Vitzliputzli (Huitzilopochtli), alcázar divino del grande
ídolo, construido con ladrillos rojos y recordando de una manera extraña
Las colosales, las monstruosas arquitecturas de Egipto, de Babilonia y de Asiria, tales
como nos las muestran los cuadros del pintor ingles Henri Martin.
Son las mismas escaleras, tan anchas que se ve subir y bajar por ellas muchos millares
de mejicanos,
Mientras que en los peldaños están recostados por grupos los guerreros salvajes, que se
refocilan alegremente, embriagados por la victoria y por el vino de palmera.
Las. escaleras conducen en zig-zag hasta la plataforma, inmensa azotea del templo, rodeada
de balaustradas.
Allí, en su trono-altar siéntase el gran Vitzliputzli, el dios de la guerra, el sanguinario
dios de Méjico. Es un horroroso monstruo ;
Pero su exterior está tan adornado, tan emperejilado y es tan pueril, que, á pesar de la
ferocidad de su corazón, nos hace desternillar de risa.
Viéndole pensamos á un tiempo en los fantasmas de la danza macabre de Basilea y en el
Mannken-piss de Bruselas.
A la derecha del dios están los legos, á la izquierda los sacerdotes; ved al clero cómo se
pavonea, adornado de plumas de todos los colores.
Sobre las gradas de mármol del altar está agachado un hombrecillo de edad de cien años,
sin barba en la barbilla y sin pelo en el cráneo; lleva un camisolín escarlata.
Es el sacrificadór; afila su cuchillo, afila su cuchillo sonriendo, y de tiempo en tiempo guiña
el ojo dirigiéndose al dios.
Vitzliputzli parece comprender la mirada de su servidor y agita sus pestañas y hasta
mueve los labios.
Sobre las gradas del altar están también acurrucados los músicos del templo, timbaleros
y tocadores de cuernos de vaca; es una batahola, es un zaragata!
I Ah! ¡ qué batahola y qué zaragata! Y el coro se junta á ellos cantando el Te Deum mejicano
; es como un maullamiento de gatos.
¡ Ah! ¡qué maullamiento de gatos! pero de gatos de la gran especie, de esos gatos que llaman
gatos-tigres, y que comen hombres en vez de ratones!
Cuando el viento de la noche barre todos esos rumores hacia la orilla, los españoles, acampados
en este sitio, se encuentran en la lastimosa situación de gentes que tienen dolor de
corazón.
Tristes, bajo sus sauces llorones, allí están mirando la ciudad, que en las olas sombrías del
lago
Refleja (con burlería, diría cualquiera) todas las llamas de su júbilo. Los españoles están
como en el parterre de un gran teatro,
Y la plataforma iluminada del templo de Vitzliputzli es el escenario en que, para celebrar
la victoria, va á representarse un trágico misterio.
Sacrificio humano, tal es el título de la pieza. Muy vieja es la materia, muy vieja es la
fábula; ejecutado por los cristianos, el drama no es tan horrible;
Pero esta vez, entre esos salvajes, la broma era grosera y seria. Comían carne y bebían
sangre, que era sangre humana.
Esta vez era pura sangre de cristianos viejos, sangre que no se había mezclado con la
sangre de los moros ni de los judíos.
Regocíjate, Vitzliputzli, regocíjate, hoy habrá sangre española, y con sus cálidos vapores
vas á reconfortar tu nariz golosa.
Hoy se te matarán ochenta españoles, soberbio asado para la mesa de tus sacerdotes, que
se regalan con carne;
Porque el sacerdote es hombre, y el hombre, ese pobre animal condenado á pacer, no puede
vivir solamente de olores y de vapor, como los dioses.
¡Escucha! ¡El tambor de la muerte resuena ya y el cuerno de vaca grita de una manera
lúgubre! Ellos anuncian el cortejo que sube, el cortejo de los que van á morir.
Ochenta españoles, ignominiosamente desnudos, las manos fuertemente atadas por detras
de la espalda, son llevados, son arrastrados á lo alto de las escaleras del templo.
Oblíganlos á doblar la rodilla ante la imagen de Vitzliputzli y á bailar danzas grotescas;
oblíganles con torturas,—
Torturas tan horribles y tan abominables que los alaridos de dolor de los supliciados ahogan
toda la cencerrada de los caníbales.
¡Pobre público de las orillas del lago! Cortés y sus compañeros de armas oían y reconocían
las voces desesperadas de sus amigos.
En el escenario, vivamente iluminado, veían también, de una manera exacta, los cuerpos
y los rostros;—veían el cuchillo, veían la sangre,—
Y quitábanse los cascos de sus cabezas; arrodillábanse, entonaban el salmo de los difuntos
y cantaban: ¡De profundis!
Entre los que murieron había Raimundo de Mendoza, hijo de la bella abadesa, el primer
amor de Cortés.
Cuando vio sobre el pecho del joven aquella medalla que encerraba el retrato de la madre,
Cortés lloró con ardientes lágrimas,—
Pero se enjugó los ojos con su duro guantelete de búfalo; suspiró profundamente y
después cantó en coro con los otros: ¡Miserere!
III
Las estrellas brillan ya más pálidas y las brumas de la mañana suben de las olas del mar,
como fantasmas con largos paños blancos que flotan.
Fiesta y luces están extinguidas en la azotea del templo, y acá y acullá, sobre el suelo
calado de sangre, roncan sacerdotes y legos.
Sola, la casaca roja vela todavía. Al fulgor de la última lámpara, mofándose con aire dulzón
y con una zalamería de loco, el sacerdote habla, así al dios:
Vitzliputzli, Putzlivitzli, querido diosecito Vitzliputzli, ¿te has divertido mucho hoy? ¿has
respirado bastantes perfumes suaves?
Hoy había sangre española; ¡oh! ¡qué apetitoso era el olor y con qué voluptuosidad lo aspiraba
tu naricilla fina y delicada!
Mañana sacrificaremos los caballos, esos nobles animales relinchantes que engendran los
espíritus de los vientos con las vacas marinas.
¿Quieres portarte bien? Yo te inmolaré también mis dos nietecillos, lindas criaturas de
sangre bien dulce y única alegría de mi vejez.
Pero es menester que te portes bien; es menester que nos des una nueva victoria. ¡Haznos
vencer, querido diosecito, Putzlivitzli, Vitzliputzli!
¡ Oh! ¡destruye nuestros enemigos, esos extranjeros que, desde el fondo de países lejanos y
no descubiertos hasta el día, han venido hacia nosotros á través del gran lago!
¿Por qué han abandonado su país? ¿es el hambre lo que les ha impelido? ¿es el asesinato?
Quédate en tu tierra y mantente honradamente, es un viejo proverbio sensato.
¿Qué desean? Nos roban nuestro oro aquí abajo, y quieren que un día, allá arriba, seamos
venturosos en el cielo!
Al principio pensábamos que eran seres de una naturaleza superior, hijos del sol, inmortales,
armados de relámpagos y truenos.
Pero son hombres que se pueden matar como los otros, y mi cuchillo, esta noche, ha
hecho la experiencia de su mortalidad humana.
Son hombres, y no más bellos que nosotros; muchos, entre ellos, son tan feos como monos;
como los monos, tienen cabellos en la cara.
Moralmente también son feos; no tienen religión; hasta se asegura que devoran á sus propios
dioses!
¡Oh! ¡Aniquila esa raza impía y abominable, esos comedores de dioses! ¡Vitzliputzli, Putzlivitzli,
haznos vencer, Vitzliputzli!
Así habla al dios el sacerdote, y la respuesta del dios resuena como un suspiro, como un
estertor, á la manera del viento de la noche cuando habla con las algas de la mar:
Casaca roja, casaca roja, sacrificador sangriento, tú has matado muchos miles de hombres;
hunde ahora tu cuchillo en tu propio cuerpo, todo decrépito de vejez.
Por la hendidura de tu cuerpo desgarrado, deslizaráse entonces tu alma; á través de los
guijarros y los juncos iráse pasito á paso al estanque de las Ranetas.
Allí es donde está acurrucada mi tía, la reina de las ratas. Ella te dirá: «Buenos días, alma
desnuda: ¿qué es de mi sobrino Vitzliputzli?
»¿ E s que vive vitzliftutzlante y alegre, en el seno de una luz de oro tan dulce como la miel?
¿Es que la dicha le aventa de la frente las moscas y los cuidados?
»¿ O bien es que Katzlagara, la execrable diosa de la miseria, le rasca con sus negras patas
de hierro mojadas en el veneno de la serpiente ?»
Alma desnuda, responde esto: «Vitzliputzli me manda te salude y te desea la peste en el
vientre, tía maldita!
Porque tú le has aconsejado la guerra, y tu consejo es el abismo. La siniestra profecía se
cumple, la vieja y siniestra profecía—
Anunciando la destrucción del imperio por hombres horrorosamente barbudos, volando
del Este hasta aquí en pájaros de madera.
Hay también un viejo proverbio: Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere,—y Dios lo quiere
dos veces cuando la mujer es la Madre de Dios!
Ella es la que está irritada contra mí, ella, la soberbia Reina del cielo, una Virgen sin mancilla,
que hace milagros;
Ella protege al pueblo español, y es menester que muramos, yo, el más infortunado de los
dioses, así como mi pobre Méjico.
Terminado mi encargo, casaca roja, vé á arrastrar tu alma en un agujero de arena, y buenas
noches; así no serás' testigo de la triste catástrofe.
Este templo se derrumbará y yo mismo desapareceré en la humareda. Nada más que
humo y ruinas. Nadie me volverá á ver más.
Yo no moriré, sin embargo; nosotros, los dioses, nos hacemos viejos como papagayos; y
entonces mudamos como ellos, cambiamos de plumaje.
En el país de mis enemigos (le llaman la Europa) es donde yo me refugiaré; y allí comienzo
una nueva carrera.
Me endiablo : de dios que era me convertiré en el adversario de la divinidad; como implacable
enemigo de nuestros enemigos, puedo ejercer harta inquina y perversidad.
Quiero atormentarlos, asustarlos con fantasmas, y sin cesar, como un olor anticipado del
infierno, les haré oler azufre.
A sus sabios, como á sus locos, quiero engolosinarlos y seducirlos; quiero hacerle cosquillas
á su virtud hasta que ría como una cortesana.
Sí; quiero convertirme en un diablo y saludo como á camaradas á Satán y Belial, Astaroth
y Belcebú.
¡Oh! ¡Aniquila esa raza impía y abominable, esos comedores de dioses! ¡Vitzliputzli, Putzlivitzli,
haznos vencer, Vitzliputzli!
Así habla al dios el sacerdote, y la respuesta del dios resuena como un suspiro, como un
estertor, á la manera del viento de la noche cuando habla con las algas de la mar:
Casaca roja, casaca roja, sacrificador sangriento, tú has matado muchos miles de hombres;
hunde ahora tu cuchillo en tu propio cuerpo, todo decrépito de vejez.
Por la hendidura de tu cuerpo desgarrado, deslizaráse entonces tu alma; á través de los
guijarros y los juncos iráse pasito á paso al estanque de las Ranetas.
Allí es donde está acurrucada mi tía, la reina de las ratas. Ella te dirá: «Buenos días, alma
desnuda: ¿qué es de mi sobrino Vitzliputzli?
»¿ E s que vive vitzliftutzlante y alegre, en el seno de una luz de oro tan dulce como la miel?
¿Es que la dicha le aventa de la frente las moscas y los cuidados?
»¿ O bien es que Katzlagara, la execrable diosa de la miseria, le rasca con sus negras patas
de hierro mojadas en el veneno de la serpiente ?»
Alma desnuda, responde esto: «Vitzliputzli me manda te salude y te desea la peste en el
vientre, tía maldita!
Porque tú le has aconsejado la guerra, y tu consejo es el abismo. La siniestra profecía se
cumple, la vieja y siniestra profecía—
Anunciando la destrucción del imperio por hombres horrorosamente barbudos, volando
del Este hasta aquí en pájaros de madera.
Hay también un viejo proverbio: Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere,—y Dios lo quiere
dos veces cuando la mujer es la Madre de Dios!
Ella es la que está irritada contra mí, ella, la soberbia Reina del cielo, una Virgen sin mancilla,
que hace milagros;
Ella protege al pueblo español, y es menester que muramos, yo, el más infortunado de los
dioses, así como mi pobre Méjico.
Terminado mi encargo, casaca roja, vé á arrastrar tu alma en un agujero de arena, y buenas
noches; así no serás' testigo de la triste catástrofe.
Este templo se derrumbará y yo mismo desapareceré en la humareda. Nada más que
humo y ruinas. Nadie me volverá á ver más.
Yo no moriré, sin embargo; nosotros, los dioses, nos hacemos viejos como papagayos; y
entonces mudamos como ellos, cambiamos de plumaje.
En el país de mis enemigos (le llaman la Europa) es donde yo me refugiaré; y allí comienzo
una nueva carrera.
Me endiablo : de dios que era me convertiré en el adversario de la divinidad; como implacable
enemigo de nuestros enemigos, puedo ejercer harta inquina y perversidad.
Quiero atormentarlos, asustarlos con fantasmas, y sin cesar, como un olor anticipado del
infierno, les haré oler azufre.
A sus sabios, como á sus locos, quiero engolosinarlos y seducirlos; quiero hacerle cosquillas
á su virtud hasta que ría como una cortesana.
Sí; quiero convertirme en un diablo y saludo como á camaradas á Satán y Belial, Astaroth
y Belcebú.

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