martes, 2 de abril de 2019

Los diablillos familiares (Las brujas y sus duendes)

Que me dais que sospechar
que sois duende o familiar.
ROJAS ZORRILLA:
Don Gil de las calzas verdes

SERVIDORES DE UN SOLO DUEÑO

Dentro de la familia genérica de duendes hay un grupo con unas características
propias, perfectamente diferenciado, al que hemos denominado, siguiendo la
terminología comúnmente aceptada, como «familiares», personajes que no se
vinculan a una casa, sino a una persona concreta, la cual se sirve de ellos a su antojo
pudiendo disponer de su uso y abuso, hasta el extremo de venderlos e incluso
donarlos a un tercero. Son los «familiares», y aunque su forma es cambiante y
elástica, podemos decir que tienen como características el medir por lo general menos
de cinco centímetros, el ser muy nerviosos, moviéndose continuamente, con un
hambre insaciable y de una dudosa moralidad, que les permite tanto ayudar a sus
dueños a prosperar y enriquecerse como a procurarles la ruina y la muerte, y todo ello
con la misma facilidad.
Los diablillos familiares pueden ser accesibles a sus futuros dueños por tres
procedimientos: invocándolos, buscándolos o creándolos. El primero es el
tradicionalmente usado en la magia negra, donde existen todo tipo de grimorios,
rituales y ceremonias específicas para hacer venir del mundo astral —el bajo astral—
a estas entidades con el fin de servir al brujo o bruja en cuestión. Los otros dos
procedimientos son más estrambóticos, pero sobre ellos existen leyendas suficientes
que aseguran su efectividad y de las que hablaremos en este capítulo.
El padre Feijoo describe algunas de sus costumbres de esta manera: «El vulgo en
España cree que es muy frecuente el uso de estos Espíritus familiares en otras
naciones, en tanto grado, que dicen que los venden unos hombres a otros, y algunos
añaden que esta venta se hace públicamente sin rebozo alguno, como la de cualquier
género ordinario».
Ya comentamos en páginas precedentes que los duendes son muy anteriores a la
brujería como tal, pero este grupo de «familiares» tuvo su auge precisamente en los
siglos donde aquélla fue más fructífera, debido sobre todo a que el modo más usual
de hacerse con un diablillo de estas características era a través de una especie de
pacto con el demonio.
Los hechiceros y alquimistas tenían usualmente un demonio familiar metido en
una redoma o botella, al estilo del que se encuentra el estudiante don Cleofás en la
novela El diablo cojuelo. Un extraño personaje, de nombre Weternus, afirmaba haber
viajado veintisiete meses en compañía del alquimista suizo Paracelso, y aseguraba de
éste que poseía un diablo familiar encerrado en el puño de su espada. Por los pasillos
y mentideros de la Corte de Felipe IV se comentaba algo similar de la empuñadura
del bastón del conde-duque de Olivares que siempre llevaba consigo.
Era popularmente conocido en otros tiempos que grandes personajes de renombre
y poder poseían espíritus familiares que los protegían y otorgaban gran influencia;
quizás por ello, el dramaturgo Rojas Zorrilla los menciona en su obra Lo que quería
el Marqués de Villena:
Zambapalo: Señor, he de hablar de veras: yo tengo miedo.
Marqués: ¿Por qué?
Zambapalo: Porque deste hombre me cuentan que tiene en la redoma un demonio.
Italia era el país donde se creía que existían multitud de estos seres, de tal manera
que Lope de Vega recoge esta creencia en El lacayo fingido:
También dicen que en Italia
hay familiares a cientos.
Incluso el historiador británico Hugh Thomas hace mención a ellos en su reciente
obra La conquista de México. En el capítulo 25, un santanderino llamado Botella
Puerto de Plata, «muy hombre de bien y latino», que había estado en Roma y decían
que era nigromántico, le advierte a Hernán Cortés de la sublevación azteca contra su
capitán Pedro de Alvarado, en Tenochtitlán: «Todos se espantaron cómo aquello sabía
y decías e que tenía familiar». Luego, Thomas especifica que este «familiar» era,
según la creencia popular, el demonio que acompaña a un brujo o hechicero y adopta
generalmente la forma de un gato negro, pero —aclara— «probablemente se tratase
de un emisario tlaxcalteca».
La existencia y creencia en estos seres estaba tan extendida por toda Europa que
el escritor Walter Scott cuenta que cada Clan principal de Escocia tenía su propio
espíritu familiar que protegía a toda la estirpe. Serían las llamadas «Banshees» que
acompañaban a lo largo de su historia a las más viejas familias irlandesas y
escocesas, de manera que toda familia con cierto abolengo debía contar con alguna
«Banshee» aparejada a su árbol genealógico.
En el siglo XVI, el ya citado Antonio de Torquemada establecía su particular
hipótesis, diciendo que el arte de la nigromancia se podía ejercer de dos maneras.
Una sería la magia natural, consistente en utilizar hierbas, plantas, piedras, así como
otros elementos para conseguir sus fines, y la otra sería la que se ejercita con el favor
y ayuda de los diablos, escribiendo más adelante: «En lo que habéis dicho que los
demonios están encerrados o atados en una anilla o redoma, o en otras cosas, es un
engaño común que reciben los que tratan de esta materia y que los mismos demonios
le hacen entender que la verdad de ello es que los demonios están donde quieren y,
como quieren y, por más lejos que se hallen al tiempo que son llamados o requeridos,
en un instante vienen a estar presentes y a responder», concluyendo Torquemada que
su poder no procede de las palabras del mago o el brujo que los tiene como esclavos,
sino de los demonios superiores y más poderosos, con los que previamente el brujo
tuvo que haber hecho un pacto.
El teósofo extremeño Mario Roso de Luna abunda en esta idea y nos previene
contra aquellos que invocan alegremente a estas entidades —«es correr mayor peligro
que cuando se entra con una vela en un repleto polvorín»— manifestando en 1915
ciertas conclusiones sobre estos peligrosos familiares que hoy en día suscribiría sin
reparos Salvador Freixedo. Explicaba que, para estos seres, «es un juego de niños el
excitar en nosotros las malas pasiones, inculcar en las naciones y sociedades
doctrinas turbulentas, provocando guerras, sediciones y otras calamidades públicas y
diciéndonos luego que todo ello es obra de los dioses… Estos espíritus se pasan el
tiempo engañando a los mortales, produciendo a su alrededor ilusiones y prodigios.
Pero su mayor ilusión es hacerse pasar por dioses protectores y por almas de los
muertos». Rosa es igualmente de la opinión de que con el auxilio directo de estas
entidades inferiores y perversas del astral es como se llevan a cabo toda clase de
hechicerías.
En España reciben nombres diversos, según la región en la que nos encontremos:
en el País Vasco están localizados prakagorris, mozorros, mamarros, mamures,
galtxagorris y demás ralea duendil; en Cataluña, los maneirós; en Ibiza, el fameliá, y
así un largo etcétera, teniendo además de las características ya dichas, otras propias,
que les hacen ser diferentes unos de otros. Ahora bien, una vez conseguidos, nadie
puede desprenderse de ellos fácilmente —salvo que los regale o los venda—, ni
puede dejar de alimentados, ni puede cesar de enconmendarles alguna tarea.
La antropóloga británica Margareth Murray recogió abundantes testimonios de
estos «demonios familiares» en sus obras, diciendo que, a menudo, se encarnaban en
figura de gatos, liebres, perros, sapos, cuervos, ratones, etcétera. Distinguía entre
«familiares empleados para la adivinación» y «familiares utilizados en las prácticas
de magia». Cita a un brujo de Orleans llamado Silvain Nevillon, quien declaró en
1626 que los «espíritus familiares» o «diablillos encerrados» (marionettes) eran
tenidos por ciertas brujas en forma de sapos, a los cuales alimentaban con una papilla
de leche y harina. No se atrevían a salir de su casa sin antes pedir permiso a estos
«familiares», diciéndoles durante cuánto tiempo iban a ausentarse, y si éstos, por un
casual, consideraban que era demasiado lapso de tiempo, sus propietarios
renunciaban a salir.
Esta dependencia de los pretendidos dueños con sus «familiares» es muy habitual
también en los casos que hemos recogido en España, dándose la circunstancia que esa
forma de sapo ha sido igualmente adoptada por alguno de estos seres, como ocurre
con los «maridillos», de los que hablaremos más adelante. Por consiguiente, en
nuestras leyendas, parece ser que un ser humano ejerce la función de dueño de estos
espíritus familiares, pero, si las analizamos más a fondo, pronto comprobamos que el
supuesto dueño no deja de ser un mero esclavo de su «familiar», desde el mismo
momento que lo recogió o lo formó, pasando a tener, en todo caso, una relación
recíproca de amo y sirviente, donde a la larga siempre acaba llevándose la peor parte
el humano que ejerce de brujo, mago o hechicero, salvo casos muy contados, como,
por ejemplo, el cura de Bargota, que murió longevo y feliz a pesar de tener unos
cuantos «mamur» a su cargo. Eso sí, los «familiares» realizaban tareas inverosímiles,
como, por ejemplo, trasladar a sus propietarios por el aire o construir lo que se les
mandase en muy poco tiempo.
En varios cuentos populares, recogidos por Rodríguez Almodóvar, se les hace
intervenir de forma directa, como ocurre en el Castillo de irás y no volverás o en
Blancaflor, donde su protagonista, que suele ser una princesa o una maga, se sirve de
estos diminutos demonios para realizar los trabajos que su padre manda hacer a su
amado en una sola noche.
FORMAS QUE PUEDEN ADOPTAR Y PROCEDENCIA
Pueden adoptar tantas formas como uno pueda imaginar, pues, recordemos, muchos
de ellos proceden primeramente del deseo mental de crearlos. Según algunas
leyendas, se tratarían de unos insectos que se llevan dentro de un canuto de caña o en
un alfiletero (así en localidades del Pirineo como Esterri de Anea, Son del Pino, Las
Iglesias…) y al destapar el canuto salen volando como un enjambre de abejas. Si no
se les manda trabajo, pican y acaban matando a su dueño. Esta forma de insectos
también la adoptan en Cortézubi (País Vasco).
Otros, sin embargo, creen que son unos gusanos negros muy pequeños mientras
permanecen dentro del alfiletero, pero en cuanto salen de él se transforman en
diminutos diablillos con cuernos y cola, como ocurre en Sarroca de Bellera (Lleida) y
en Cantabria. En Zarauz (Guipúzcoa) y, por lo general, en Galicia, Castilla y Baleares
piensan que su forma es la de diablillos con calzones rojos, siendo esta imagen la más
extendida.
Hay varias formas de conseguir uno de estos familiares, pero, dejando a un lado
la invocación, dos son las más usuales: buscándolos o creándolos. Respecto a la
primera, consiste en recogerlos en la noche víspera de San Juan o en esta misma
noche mágica del solsticio de verano, buscando debajo de los helechos. Así ocurre en
Cantabria o en el País Vasco.
Sin embargo, en Cataluña, Baleares y Galicia su procedencia es más curiosa, pues
en las dos primeras zonas se «fabrican» de una extraña hierba que sólo nace en esta
especial noche debajo de un puente concreto (Baleares) o de la semilla de una cierta
planta llamada «maneironera» (Cataluña). Por el contrario, en Galicia hay que acudir
a la busca y captura de un huevo de gallo negro para conseguir la formación de un
«diablillo».
¿Homúnculos?
¿Se pueden crear seres vivos de la nada? ¿Se pueden materializar criaturas que en un
primer momento eran inexistentes o meras creaciones mentales? Esta pregunta, sin
duda, se la han formulado muchos personajes de nuestra historia, algunos ávidos de
inmortalidad con la creación de seres que les perpetuaran a ellos. Éste es el caso de
los novelistas y de algunos alquimistas.
Uno de ellos, Paracelso, vislumbró esta posibilidad; otros, cabalistas entre ellos,
se decidieron a comenzar tamaña tarea y crear homúnculos o seres virtualmente
engendrados de la nada o de una específica materia prima que, según algunas
crónicas, adquirieron vida. Sería una especie de «generación espontánea», teoría
científica que pretendía que podía surgir la vida de materias inertes y que estuvo muy
en boga en la antigüedad hasta que, en 1859, Pasteur se encargó de demostrar que era
falsa.
Sin embargo, los investigadores Alexandra David-Neel y Nicolás Roerich ya
hablaban de ciertos prodigios realizados por lamas iniciados del Tíbet que, según
algunos testigos, llegan a ser capaces de materializar literalmente ciertos
pensamientos en forma de objetos o de seres aparentemente humanos y reales.
Hablaban de los «Tulkus» (o proyecciones de objetos) y de los «Tulpas» (o
proyecciones de seres humanos). Pero la tradición ocultista y cabalista también da
cuenta de poderes semejantes en ciertos hombres, como el rabino Eleazar de Worms,
al que la tradición hassídica atribuye la creación del primer golem en el siglo XIII. Sus
tratados, entre ellos El libro del Ángel Raziel, se basan en los escritos cabalísticos de
los místicos sefarditas de las ciudades españolas de Gerona y Guadalajara,
estableciendo unas cuantas fórmulas mágicas entre las cuales se encuentra una —muy
difusa e incompleta— sobre la creación de un golem con la colaboración de dos
adeptos que podrían fabricarlo con arcilla virgen y recitando un galimatías de
nombres y conjuros (debían recitar 231 variaciones alfabéticas), mientras daban
vueltas mareantes (exactamente 462) en torno a la criatura previamente enterrada y
encerrada en un círculo mágico.
Ahí quedó la cosa, sin que se supiera si realmente el homúnculo de Eleazar de
Worms llegó a adquirir vida, pero sí nos han llegado más datos sobre otro rabino, el
llamado Loew de Praga, que aseguran que fue el verdadero creador material del
golem en el siglo XVI, el cual, según la tradición, logró encontrar los elementos que
faltaban en la fórmula de Eleazar y creó un homúnculo que le serviría como un criado
ocupado en los trabajos domésticos. En su frente figuraba la palabra hebrea «Emeth»
(verdad) y cada día se iba desarrollando y haciéndose más fuerte y robusto que los
demás moradores de la casa, a pesar de haber sido tan diminuto al principio. La forma
de inmovilizar a este golem era borrarle la primera letra de la palabra que llevaba
inscrita en la frente, de forma que sólo se leyera «Meth» (muerto), permaneciendo así
inerte durante el sábado, día sagrado para los judíos y durante el cual no se puede
realizar ninguna tarea.
Dicen que una vez olvidó hacer este proceso y el golem, sin ninguna tarea por
hacer, se enfureció y entró en la sinagoga en pleno oficio destrozándolo todo, con el
lógico pánico de los asistentes, los cuales terminaron definitivamente con su
existencia, y el barro que quedó fue guardado en el desván de la sinagoga de Praga,
donde aseguran que aún permanece, detrás de una reja.
Todo esto viene a cuento en el sentido de que la tradición sobre diablillos
familiares, creados por sus futuros dueños y vinculados de una manera directa a la
magia y a la brujería, no es algo insustancial, sin soporte histórico, pues, como hemos
visto, su creencia va desde el Tíbet hasta Europa, penetrando fuertemente en España a
través de una serie de brujos y adeptos a la magia negra y al satanismo que se
dedicaban a crear este tipo de homúnculos, sobre todo a partir del siglo XVI, dejando
su huella en casi todas las regiones donde la brujería tuvo mayor intensidad,
desvaneciéndose su creencia en el siglo XVIII, principalmente a partir de la
Revolución Francesa, donde todo aquello que tuviera reminiscencias fantásticas o
míticas quedó anatemizado en aras de la más pura y estricta razón.
Entre los diablillos familiares que vamos a citar, tendríamos que hacer dos claros
grupos: a) aquellos que son invocados por una parte y creados por otra, tomando
como materia prima sustancias de lo más variopintas (gallos, hojas, granos,
sangre…), siguiendo un proceso o ritual mágico complicado a base de fórmulas y
símbolos asociados a la brujería y cuyos creadores eran brujas o magos que
frecuentaban los aquelarres, al lado de sus «diablillos», criaturas a las que podríamos
denominar homúnculos; y b) aquellos otros de los que no hay una clara constancia de
que hayan sido creados, sino buscados y localizados en ciertos parajes especiales, en
días muy concretos del año. Estos últimos, estando igualmente asociados a la
brujería, no tendrían vinculación con la magia negra, sino con la blanca o
benefactora, es decir, estarían dispuestos a ayudar a su dueño y a terceras personas sin
que por eso el alma del poseedor peligrara.
Los homúnculos, simplificando, serían los clásicos diablillos encerrados en una
botella, a mitad de camino entre el genio de la lámpara de Aladino y el diablo cojuelo
de Don Cleofás, muy invocados en ceremonias hechiceriles y con los que se debía
tener muy presente dos aspectos: su alimentación (no se les podía dejar pasar hambre)
y su traspaso (había que escoger a la persona adecuada para que fueran sus futuros
dueños y herederos). Por otra parte, tenían parecidas características que los duendes:
se podrían transformar en diversas formas animalescas —incluso humanas— y eran
muy inquietos y vivarachos.
El hecho de que se vincule a todos estos seres con prácticas brujeriles ha
posibilitado que se creen fabulosas leyendas alrededor de ellos: la de transportar a sus
dueños por los aires a los lugares más remotos y en un lapso de tiempo insignificante
o que podían hacer a sus dueños invisibles y poderosos gracias a su mera tenencia.
¿Qué hay de verdad en todo ello? Como casi siempre ocurre, y mucho más tratando
de estos temas tan nebulosos y resbaladizos, ni todo es rigurosamente verdad ni
creemos que alguien se haya tomado la molestia de inventar todo lo que atañe a estos
«familiares». Lean los datos y juzguen por sí mismos, pero recuerden que existen
tantas cosas extrañas en este Universo…
El diablo cojuelo
De entre todos los demonios familiares que pululan por nuestra geografía, el más
popular, sin duda, es el «diablo cojuelo», que pertenecería por derecho propio al
género de los invocados. Gracias a la obra del ecijano Luis Vélez de Guevara, del
mismo título, donde recrea un diablillo de estas características, pícaro y simpaticón, y
gracias, sobre todo, a ciertos grimorios, el diablo cojuelo ha tenido una larga vida en
cualquier tertulia literaria o ceremonia hechiceril que se preciase entre los siglos XVI y
XVII.
La trama de la obra de Vélez de Guevara, muy escuetamente, es como sigue: Un
caluroso día de julio, cuando los madrileños vuelven de refrescarse en el río, el
estudiante don Cleofás Leandro Pérez Zambullo huye por los tejados de las iras de
una supuesta doncella y de la justicia, por un pretendido estupro. De tejado en tejado
acaba por caer en una buhardilla que no era otra cosa que el estudio de un astrólogo,
donde oye unos suspiros.
Don Cleofás exclama entonces: «¡Quién diablos suspira aquí!», descubriendo que
era un diablejo encerrado en una redoma, tan harto de su cárcel, que está deseando
que lleguen los inquisidores para ponerlo en libertad. El diablillo pide al estudiante
que rompa la botella, y, cuando lo hace, se convierte en un hombrecillo con muletas,
que no tiene muelas ni dientes pero con unos enormes bigotes. Cuando le pregunta
por su nombre, el diablillo contesta: «Diablo más que menudo soy yo. Yo soy las
pulgas del infierno, la chisme, el enredo… yo traje al mundo la zarabanda… el
guirigay, el avilipinte… las jácaras, los volitines, los títeres… y, al fin, yo me llamo el
Diablo Cojuelo».


Agradeciendo el favor que le ha hecho don Cleofás, el
diablo, usando de su magia, lo lleva por los aires hasta la
madrileña torre de San Salvador desde donde descubre
todos los tejados y el interior de las casas de «esta
Babilonia Española», donde no faltan hipócritas piadosas,
obispos, regidores de Indias, taberneros, maestros… y
demás variada fauna humana.
Este diablo representa una clara transición entre el
familiar y el duende porque, si bien su estatura es tan
diminuta como para caber en una redoma de alquimista y
realiza hechos prodigiosos como trasladar por los aires a su
dueño don Cleofás (tamaño y comportamiento típicos de
un demonio familiar), también es verdad que sus traviesas
costumbres son las propias de un duende, y el hecho de que
sea descrito con aspecto de demonio (con cuernos y rabo),
y además esté cojo, lo asocia inmediatamente con el trasgo
asturiano y cántabro, es decir, con la familia duendil por
excelencia. Además, no hay que olvidar que estamos
hablando de un «demonio» pequeño, travieso y con
poderes, es decir, un personaje de los que nuestros
antepasados dirían que estaría bajo las órdenes de Satán
para tentar a los seres humanos o para crear acólitos entre
ellos; por consiguiente, el «diablo cojuelo» nos serviría
perfectamente como «eslabón perdido» entre los demonios de la teología judía y
cristiana, los espíritus familiares que estamos describiendo y los duendes domésticos,
para participar de todos ellos, y de ahí que su mito haya sido tan extendido por todas
partes aunque recibiera otros nombres. Así entronca con Bastián el granadino y con el
diablo Asmodeo, cojos como él, y con el «diablo en la botella», obra que escribió
Lesage en el siglo XVIII, clara imitación de lo que hizo unos años antes Vélez de
Guevara.
Para saber algo sobre el origen de tan ostentosa cojera hay que remitimos a una
clásica leyenda del rey Salomón, el cual dicen que consiguió encerrar en una botella a
todos los espíritus malignos, menos a uno cojo, el mismo que al final logró liberar a
todos los demás. La cojera de este pequeño diablillo, al parecer, se debía a que
cuando se produjo la famosa rebelión contra Dios y los ángeles rebeldes fueron
expulsados del cielo, éstos cayeron encima de él, dejándolo perniquebrado, con una
cojera que arrastraría para siempre.
Este diablo fue muy popular en los siglos XVI y XVII, invocado por brujas en
numerosos conjuros y hechicerías, según se desprende de varios procesos del Santo
Oficio. En el proceso del Tribunal de la Inquisición de Toledo, efectuado en 1668
contra la hechicera Águeda Rodríguez, sabemos que utilizaba este personal conjuro:
«Diablo Cojuelo, tráemelo luego; diablo del pozo, tráemelo, que no es casado, que no
es mozo; diablo de la Quinteria, tráemelo a la feria; diablo de la plaza, tráemelo en
danza».
Lo cierto es que su invocación estaba siempre emparejada con la búsqueda y
posterior captura o localización del ser querido o ansiado por la persona que acudía a
la bruja y cuyo propósito era conseguir que volviera.
En Euskadi se utilizaba, entre otras, esta invocación: «Barrabás, Satanás, Belcebú
y Lucifer, venid y llamad a las siete capitanías de los diablos y enviad al diablo
cojuelo para que me traiga a fulano», recitada durante trece días, y en las islas
Canarias, sus brujas también invocaban a este travieso diablo para fines similares,
puesto en relación curiosamente con doña María de Padilla, la amante de Pedro I de
Castilla, con fórmulas rituales similares a éstas: «Levántate, María de Padilla, de esos
infiernos donde estás y tu manto negro te cubrirás y a fulano me traerás», para luego
decir «Diablo cojuelo, tráemelo luego».
Este diablo cojitranco, el más veloz de todos a pesar de su cojera, es más
universal de lo que parece, pues ha cruzado el océano y es conocido, por ejemplo, en
las tradiciones brasileñas que aseguran que el bosque tiene por espíritu a un diablo
cojuelo que suele extraviar al cazador.
FAMILIARES ISLEÑOS
Islas Baleares
En las islas Baleares encontramos tal batiburrillo de datos mezclados sobre duendes y
familiares que es francamente difícil separar, en sus leyendas, los unos de los otros.
Cuando estudiamos al «follet», pensando que sería como sus primos hermanos de
Cataluña y Levante, es decir, un duende hecho y derecho, vemos que se trata más
bien de un «espíritu familiar», aunque otras veces se trata de la investidura de un
«poder» que tiene el brujo para hacer o no hacer algo, de ahí la expresión de que
fulano «tenía follet», para indicar que se amparaba en algo mágico que lo protegía y
que le facilitaba para obrar grandes prodigios.
Cuando analizamos al «barruguet» ibicenco, comprobamos que en muchas de sus
características era similar al «fameliá», clásico espécimen de demonio familiar de la
misma isla, aunque en otras se comportaba de forma tan tosca y estúpida como los
duendes de la península Ibérica. Y para colmo, al describir al «dimoni-boiet» de
Mallorca, volvemos a ver el mismo grado de confusionismo que en el resto de los
seres de este archipiélago. Al final se llega a la conclusión que aquí nada es lo que
parece realmente y que posiblemente se han tergiversado tanto las leyendas que lo
que antaño era un duende ahora lo asocian a un «familiar», y viceversa,
permaneciendo estos personajes en un halo de misterio e incertidumbre aún por
desentrañar.
Y aún más, figuras como el barruguet o el boiet, tanto por los lugares donde
habitan (que no son casas) como por las cosas que hacen, se parecen más a los
«Enanos» e incluso a los «diaños burlones» del norte de España. Pero si tenemos que
formular una teoría con todo lo que sabemos de ellos, no nos queda más remedio que
encuadrar dentro de la categoría de «demonios familiares» a todos ellos: «follets»,
«fameliás», «barruguets», «dimonis-boiets» y «homenets de colzada», que serían
distintos nombres para el mismo personaje, lo que significa que en las islas Baleares
no existirían duendes propiamente dichos, ya que tanto su estatura como sus
quehaceres los aleja en varios aspectos de sus parientes los «duendes domésticos»,
pues los mencionados hasta aquí son todos ellos muy pequeños, deben ser
capturados, otorgan al que los posee un gran servicio y, por último, adoptan la forma
de diablillos con cuernos y rabos.
Lo que ocurre es que en estas islas también ha habido, por lo menos en otros
tiempos, elementales de los bosques, de marcado carácter promiscuo, con apetencia
por las mujeres (recuérdese al dios Bes ibicenco-cartaginés) y por las
transformaciones espectaculares (generalmente en burros que se alargan o en niños
llorando). Ésta es la razón, creemos, de este singular «potaje» duendil que no hay
forma de sistematizar con claridad como ocurre en otros lugares de España, aunque
hemos desglosado a los follets y los barruguets dentro de los «duendes domésticos»
(con reparos) y a los dimonis-boiets, así como a los fameliás, dentro de los «diablillos
familiares» (con menos reparos), por considerar que así se ajusta más al mito original,
sin interpolaciones posteriores que, repetimos, han tergiversado un tanto el asunto.
Los Dimonis-Boiets (Mallorca)
Los «dimonis-boiets», equivalentes a los «fameliar» o fameliás ibicencos, forman
parte, sin duda, de esa gran familia de duendecillos llamados «diablillos familiares»,
aunque con la intrusión de alguna que otra leyenda espuria, pues son de pequeñísima
estatura y casi inaprensibles, hasta el extremo que caben varios de ellos en una caña o
en un alfiletero. Su aspecto físico no es de gusanos o de polillas, sino de diablillos, y,
cuando alguien tiene la dudosa suerte de verlos, se parecen a negras volutas de humo,
con cuernecillos y cola, que nunca paran de moverse.
Suelen vivir indistintamente en plena naturaleza o dentro de las casas. La cuestión
es coger uno o varios de ellos, pudiendo ser encerrados en pequeños recipientes para
ser más tarde usados en provecho de su poseedor.
Cuando éstos son momentáneamente liberados, gritan:
—«¿Que farem?, ¿que farem?, ¿que farem?».
Y si a la tercera vez que lo repiten no se les ha encomendado alguna tarea, se
arrojan sobre su dueño y lo destrozan.
La leyenda que a continuación transcribimos demuestra claramente que contra
ellos se pueden usar las mismas armas que contra los trasgos:
Se dice que la mujer de un molinero mallorquín fue abordada por un grupo de diminutos «dimonisboiets
» que le pidieron un poco de trigo.
—«¿Daros grano? ¿Por qué, si probablemente ya me habéis robado media espuerta? Pero si realmente
queréis que os lo dé —dijo la mujer—, lavad esta lana. Cuando sea completamente blanca, venid y os daré
el trigo».
Los boiets miraron a la lana y a la mujer.
Algunos de los más pequeños empezaron a llorar.
—«¡Pero si esta lana es negra!
Nunca la podremos hacer blanca».
La mujer del molinero se rió de ellos. Les había pedido un favor y sabía que estaban obligados a
hacerlo.
Muy lentamente, los boiets dejaron el molino y no se les ha vuelto a ver en la isla. Algún día —dicen
volverán con la lana blanca para cobrar su premio.


Otra leyenda similar que habla de ellos está localizada
en la cima de la Serra de Na Burguesa, denominada «
S’Avenc de Sa Moneda», zona de helechos donde se
localiza un pozo natural sólo accesible por escala, teniendo
en su interior varias oquedades en las cuales se han situado
la morada de los «boiets», a los que atribuye la
imaginación popular oficios como el de herreros, propios
de otro tipo de «elementales terrestres» (los enanos, por
ejemplo), forjando monedas de oro sin parar.
De vez en cuando salían de sus cuevas, muy nerviosos,
trabajando por los alrededores en las tareas más diversas:
construir bancales, horadar pozos, arreglar paredes…
cualquier cosa era válida con tal de no estar quietos, pues
una de sus características, como ya hemos dicho, referidas
a todos los «diablillos familiares», es estar en continuo
movimiento y actividad.
Una de las casas que estaba ubicada cerca de este pozo,
solía recibir las visitas de estos seres, y a la dueña del
hogar no le hacía mucha gracia tener por huéspedes a estos
molestos diablillos que cambiaban las cosas de lugar,
escondiendo cubiertos y tijeras, derramando la leche,
molestando a las Ovejas y acciones similares.
Cada día estos «boiets» acudían a ella dando brincos,
gritando: «¿Que farem?» y abriendo su descomunal boca
(desproporcionada con respecto al resto de la cara) para que les diera de comer algo,
hasta que se cansó de ellos y resolvió alejarlos de allí definitivamente, encargándoles
la tarea de separar los pelos negros de los blancos de varios becerros de lana gris,
colocándolos en montones distintos.
Al principio, los «boiets» realizaban esta tarea con sumo agrado, hasta que
después de muchas horas se dieron cuenta de la tamaña estupidez que estaban
haciendo y que era una misión casi imposible, por lo que se pusieron a gritar como
locos, abandonando el lugar muy humillados y derrotados.
Esta leyenda empalma con otra que dice que al marchar los «boiets» de la sima,
dejaron en las oquedades donde vivían un fabuloso tesoro escondido, custodiado por
un fiero dragón que duerme en su interior, a la orilla de un río subterráneo, en
perpetua guardia para que nadie lo robe.
El «fameliar» (Ibiza y Formentera)
Es uno de los espíritus familiares que pueblan la isla de Ibiza (Eivissa) y que suele
tomar la forma de un hombrecillo con una gran fuerza.
La gente del pueblo ibicenco de Santa Eulalia del Riu cree en él y, además, sabe
cómo crearlo. Sí, han leído bien, pues es uno de los pocos seres que, al igual que el
Golem judío, se puede fabricar con intervención humana.

 Debajo justo del «Pont del Dimoni» (Puente del
Demonio) —un viejo puente que dicen construyó el
demonio en una sola noche, al despuntar el alba del día de
San Juan, momento en que el sol parece bailar durante
unos instantes—, crece una pequeña hierba cuya vida dura
apenas unos segundos. El que la recoja la debe guardar
rápidamente en una botella negra, con un poco de agua
bendita dentro, pues de lo contrario la hierba se esfumará
entre los dedos. Otras versiones dicen que hay que ir a las
doce en punto de la noche de San Juan, y sobre esta hora el
«cazador» verá aparecer ante sus ojos unas lucecitas de
colores que no son otros que los fameliá sueltos dispuestos
a ser cogidos e introducidos en la botella negra. Si el
proceso se hace correctamente se habrá conseguido, al cabo
de algunos días, un «fameliá». Al destapar la botella, saldrá
este duendecillo obediente y trabajador que puede realizar
las faenas más penosas del hogar y todo aquello que se le
mande. Las leyendas dicen que puede construir una casa él
solito en una sola noche, como ocurre con los Mamur
vascos. Si se le quiere hacer regresar a la botella, hay que pronunciar una fórmula
mágica, cuyo secreto se reservan los autores para que siga conservando su carácter
mágico.
Dentro de la botella negra el fameliá permanecía invisible, pero cuando se le
dejaba en libertad tomaba la forma de un enano deforme y horrible, de boca
espantosa y dientuda, que, brincando de un lado para otro de manera incesante, repite
sin parar su «mantra» favorito:
—¡Feina o Menjar! (¡Trabajo o comida!)
Y hay que darle una de las dos cosas en cantidad, «fameliá» es tener siempre algo
que hacer.
Sin embargo, en la botella podían permanecer invisibles durante cientos de años
(al modo del genio de la lámpara de Aladino), hasta que alguna mano inocente, o no
tanto, la destapaba, que, según los mitos locales, suele ser una mujer (por eso de
Pandora, nos imaginamos). El fameliá salía entonces del pequeño y oscuro habitáculo
con una gran llamarada, causando a primera vista un gran espanto por lo horroroso de
su aspecto, repitiendo su eterno estribillo: ¡Feina o Menjar!
Su voracidad es insaciable, como las exageraciones que se cuentan de ellos,
puesto que, si hemos de creer ciertas leyendas, pueden tragarse en pocos minutos
todo el ganado de los corrales, incluidas las acémilas, las gallinas, las reservas de la
despensa y todo lo que encuentren a su paso. Pero aquí, en Ibiza, no hay relatos que
digan que se come a su dueño, como ocurre en Cataluña con los Maneirós o en
Cantabria con los Mengues, lo cual no deja de ser un consuelo. Cuando las cosas se
ven difíciles, hay que decir rápidamente las misteriosas palabras mágicas y el fameliá
se introducirá en la botella. Lo malo es si no se recuerdan o no se sabe la oración.
Pero todo tiene su remedio, y como estamos hablando de una familia de duendes, que
no son muy listos que digamos, una solución para librarse del fameliá es lo que hizo
una payesa, cuyo marido, que es quien conocía las palabras mágicas, se hallaba
ausente. Ordenó al fameliá que lavase la lana de unas ovejas negras, hasta convertidas
en ovejas de lana blanca. Con esta simple orden los mantuvo ocupados hasta que
llegó su marido y los hizo regresar a la botella pronunciando la enigmática frase.
También la imaginación y el ingenio popular proponen algunas soluciones
provisionales, mientras no pueda devolvérsele a la botella:
—Soltar una ventosidad y ordenar que la agarre y la pinte.
—Dadle un pelo del pubis para que lo desrice o que lo lave hasta que lo deje blanco.
Existen varias historias sobre los fameliá, localizadas en distintos puntos de la isla
de Ibiza, como en Balasart o en Pou d’es Lleó, y en concreto, de este último lugar,
relatamos una leyenda cuyos ecos aún recorren estos contornos.
Ocurrió una vez que varios de los habitantes de una casa d’es Pou d’es Lleó, al pasar por el lado del
pozo que allí existe con este nombre, acertaron a encontrar una botella herméticamente cerrada y
misteriosa, y aunque ellos habían oído comentar muchas veces la existencia de los «fameliás» y
«barruguets», nunca hubieran pensado que podían llegar a encontrarse con uno de ellos.
No habían terminado de quitar el tapón a la botella, cuando del interior de la misma salió un «fameliá»,
el cual, rápidamente exclamó:
—¡Feina o menjar!
Los payeses, visiblemente asustados, regresaron con él a su casa y le ordenaron barrer, segar y arar, a
lo que no ponía reparos, haciéndolo todo en un abrir y cerrar de ojos. Como no sabían muy bien qué hacer
con tan infatigable trabajador, le mandaron a lavar lana negra, a dar vueltas a toda la isla, a contar los pelos
de un gato, a contar las estrellas del firmamento, y hasta que apagara el Sol soplando fuertemente, pero no
hubo manera de librarse de él.
Finalmente, optaron por ordenarle lo siguiente:
—¿Ves el pozo que está junto al mar?, pues debes llenar dicho pozo con agua salada, y cuando esté
lleno, debes transformada en agua dulce y echarla al mar. Así sucesivamente.
Cuentan que todavía el duendecillo está trabajando en el interior del pozo, y los payeses quedaron muy
satisfechos de su ocurrencia para poder librarse de su presencia, y a partir de entonces, por muchas botellas
que encontraran, no les volvió a interesar nunca más su contenido.
Los familiares (Islas Canarias)
La Inquisición canaria fue establecida en estas islas en el año 1504 (recordemos que
en la Península lo fue en 1487 por el papa Sixto IV a petición de los Reyes
Católicos), y en su historia fueron relativamente pocos los autos de fe que allí se
celebraron, con un escaso número de víctimas mortales con motivo de las prácticas
brujeriles o heréticas que se detectaron. Y donde hay un proceso contra una bruja
suele haber un testimonio que habla de ungüentos, pócimas, aquelarres… así como de
la presencia de demonios o familiares.
Estos pequeños demonios populares, más sumisos que los tradicionales, son
llamados en las islas Canarias con el nombre genérico de «familiares», y aunque sus
referencias son muy escasas, éstas nos ayudan para constatar que eran
suficientemente conocidos en estas islas y que no se trataba del diablo cojuelo al que
tan sólo utilizaban para sus conjuros.
Sabemos que debían ser capturados o formados y que su relación es de vasallaje,
o sea, amo-esclavo, obedeciendo y cumpliendo hasta el más mínimo capricho de su
dueño, que para eso ha tenido que pasar por una serie de difíciles pruebas hasta lograr
poseerlo, dándole, como contrapartida, de comer y cuidando de que no se le escape.
El investigador Francisco Fajardo Spínola reúne varios casos de procesos
inquisitoriales en las Islas Afortunadas, como aquel acaecido en la isla de La Gomera,
cuyo testimonio, fechado en 1570, aseguraba que una mujer tenía encerrado uno de
estos «familiares» en el interior de un anillo, que siempre llevaba puesto, que nos
imaginamos sería, por pequeño que fuese, de sello de obispo o similar, porque ya se
sabe que estos diminutos seres son muy renacuajos, pero sin exagerar.
Otro testimonio cita a una mujer, asimismo de La Gomera, que poseía una «caja o
una redoma o un jarro» en el que vio unas cosas vivas que iban unas para abajo y
otras para arriba, unas prietas y otras verdes, y que decían que eran familiares.
Ana de la Cruz, mulata, procesada por bruja en 1690, comentó durante su proceso
el curioso procedimiento para poder conseguir uno de estos minúsculos seres, que no
era otro que juntar tres granos de helecho, y de esta manera formaba un «familiar»
que le acompañaba a todas partes. De nuevo, el helecho hace acto de presencia, esta
vez en tierras tan lejanas de las vascas o astures, vinculado a estos diablillos
inquietos.
De todos era sabido que Juan de Ascanio, vecino de La Laguna, tenía un
«familiar» encerrado dentro de una caja, la cual, en una ocasión, fue abierta por su
mujer presa de una malsana curiosidad que ni pudo ni quiso evitar. En ese momento,
el «familiar» que había dentro aprovechó para dar un brinco y salió corriendo, sin que
nunca más se supiera de él, lo cual no deja de ser lógico, pues aquellos que son
«creados» de alguna sustancia no olvidemos que son meros esclavos de sus dueños y
que a la más mínima oportunidad de recuperar su libertad la suelen aprovechar.
FAMILIARES VASCO-NAVARROS
Los Maridillos
En Navarra, «la tierra clásica de la brujería», como escribió Menéndez y Pelayo,
aparecen unos geniecillos domésticos, muy ligados a las brujas, en forma de sapos.
En el proceso contra las brujas de Zugarramundi, que dio lugar al auto de fe
celebrado en Logroño los días 6 y 7 de noviembre de 1610, los acusados confesaron
cosas asombrosas, como que utilizaban como medio de transporte escobas, sierpes,
murciélagos, búhos y esqueletos de animales. También declararon que disponían en el
aquelarre de servidores bajo la forma de «Sapos Vestidos» y «Sapos Desnudos».
Estos últimos, mucho más pacíficos, eran cuidados por los niños que acudían a la
ceremonia sabática, para lo cual les proveía el diablo de unas varillas o palitroques
con el fin de que no se escaparan, pero, eso sí, tratándolos con respeto. Eran
verdaderas moradas de sapos que las brujas recogían por los campos para luego hacer
de ellos veneno y ponzoñas.
Maridillo
Respecto a los «Sapos Vestidos», el demonio se los daba a las brujas para que les sirviesen de ángeles tutelares y
de acompañantes aéreos, poseyendo uno cada maestra bruja.
Bueno será remitirnos a las fuentes originales, que no son otras que la extensa
relación que publicó en 1611 Juan de Mongastón del celebérrimo auto de fe contra
los reconciliados y condenados, en la que menciona algunos de los testimonios más
notables habidos en dicho proceso de Logroño. Para no desaprovechar su valor
intrínseco, citamos textualmente:
Estos sapos vestidos son demonios con figura de sapo, que acompañan y asisten a los brujos para
inducir y ayudar a que cometan siempre mayores maldades; están vestidos de paño o de terciopelo de
diferentes colores, ajustado al cuerpo con una sola abertura, que se cierra por debajo de la barriga, con un
capirote como á manera de cepillo, y nunca se les rompe, y siempre permanece en un mesmo ser; y los
sapos tienen la cabeza levantada, y la cara del demonio, del mesmo talle y figura que la tiene el que es
señor del aquelarre y al cuello traen cascabeles y otros dijes. Hanlos de sustentar, y les dan de comer y
beber, pan, vino y de las demás cosas que tenen para su sustento, se lo comen llevándolo con sus manos á
la boca, y si no se lo dan, se lo piden diciendo: «nuestro amo, poco me regaláis dadme de comer». Y
muchas y diversas veces hablan y comunican con ellos sus cosas, y el demonio les toma estrecha cuenta
del cuidado que tienen en regalarlos, y los castiga y reprende gravemente cuando se han descuidado en
regalarlos y darles de comer. Y Beltrana Fargue refiere que daba el pecho á su sapo, y que algunas veces
dende el suelo se alargaba y estendía hasta buscar y tomarla el pecho, y otras veces en figura de muchacho
se la ponía en los brazos para que ella se lo diese. Y los sapos tienen cuidado de despertar á sus amos, y
avisarles cuando es tiempo de ir al aquelarre; y el demonio se los da como por ángeles de guarda, para que
los sirvan y acompañen, animen y soliciten á cometer todo género de maldades, y saquen dellos el agua
con que se untan para ir al aquelarre, y á destruir los campos y frutos, y á matar y á hacer mal á las
personas y ganados, y para hacer a polvos y ponzoñas con que hacen los dichos daños.
Esta agua la sacan en esta manera: después que han dado de comer al sapo, con unas varillas le azotan,
y él se va encontrando e hinchando, y el demonio que se halla presente, les va diciendo: «dadle mas», y les
dice que cesen cuando le han dado cuanto es menester, y luego se aprietan con el pié contra el suelo, o con
las manos, y después el sapo se va acomodando, levantándose sobre las manos o sobre los pies, y vomita
por la boca o por las partes traseras una agua verdinegra muy hedionda en una barreña que para ello le
ponen, la cual recogen y guardan en una olla. Y siempre que han de ir á los aquelarres (que son tres días de
todas las semanas, lunes, miércoles y viernes, después de las nueve de la noche) se untan con la dicha agua
la cara, manos, pechos, partes vergonzosas y plantas de los pies, diciendo: «señor en tu nombre me unto;
de aquí adelante yo he de ser una mesma contigo, yo he de ser demonio, y no quiero tener nada con Dios».
Y María de Zozaya añade que decía ciertas palabras en vascuence, que quiere decir aquí y allí. Y su sapo
vestido (que está presente cuando se untan, y tiene cuidado de los avisar cuando es hora para que vayan)
los va guiando y saca de las casas por las puertas o ventanas, o resquicios de las puertas, o por otros
agujeros muy pequeños que el demonio les abre para que puedan salir, aunque los Orujos piensen y les
parece que se hacen muy pequeños. Y así María de Yurreteguia se quejaba y decía á María Chipia, su tía,
que para qué la achicaba y ponía tan chiquita, y le respondía que qué se le daba á ella por eso, pues
después la alargaba y volvía á poner en su estatura. Y lo más ordinario, se van por el aire, llevando á su
lado izquierdo sus sapos vestidos, aunque otras veces se van por su pié, y los sapos Van delante saltando, y
muy breve llegan al aquelarre, donde está el demonio con horrenda y muy espantosa figura.
Estos «elementales» eran, muy probablemente, los que el padre Martín del Río,
en su obra Disquisiciones mágicas, designa con el nombre de «Maridillos», que el
demonio entregaba a sus acólitos para que les sirvieran de criados.
«Será éste el duende familiar —nos dice Sánchez Dragó— de su respectiva brujo,
al que vestirá, calzará, obedecerá, proporcionará ungüentos y fundamentalmente
despertará minutos antes de que comience el aquelarre».
Como se puede deducir de lo expuesto, en este caso no nos encontramos con
espíritus familiares propiamente dichos, sino con una clase de «demonios familiares»
de baja categoría y estopa, que aun cumpliendo las mismas funciones que los otros,
es decir, proteger y ejecutar lo que le dice su dueño, su naturaleza es bien distinta, ya
que su origen está íntimamente relacionado con la brujería y los aquelarres, a modo
de un «regalo» que se daba a las brujas y brujos que firmaban un pacto con Satán. En
casi todos los procesos de brujería que se celebraron en Inglaterra, entre los siglos XVI
y XVII, era frecuente que en las declaraciones de los implicados aparecieran estos
seres, a los que se consideraba como una contraposición de los ángeles de la guarda y
que podían ser heredados de bruja a bruja, bajo ciertos rituales, como ocurría con los
«cermeños» andaluces.
El quinto inquisidor general, Alfonso Manríquez, que ejerció el cargo desde 1522
a 1539, publicó un edicto en el que se decía que era deber de todo católico denunciar
a la Santa Inquisición a cualquier persona que mantuviera espíritus o demonios
familiares, lo que pone de manifiesto la importancia y difusión que tenían estos
diminutos engendros en la España de aquel tiempo.
Antonio de Torquemada también se hace eco de esta creencia en su obra jardín de
flores curiosas, manifestando que todos los brujos y las brujas son llevados a los
aquelarre s por demonios en figura de cabrones, a los cuales ellos llaman
«martinetes», y no está de más recordar que este nombre es uno de los muchos con
que se llamó al diablo, junto con los de «martinetto» y «martinello».
La apariencia de estos «familiares» como sapos no es sólo patrimonio de Navarra,
sino también castellana, y así al menos se señala en algunos procesos de la
Inquisición de Toledo y Cuenca.
Los Mamur
Cualquier persona con los conocimientos suficientes puede apoderarse de unos
cuantos Mamur dejando abierto un alfiletero u otro estuche sobre un zarzal en la
noche víspera de San Juan, siempre que se recojan justo a la medianoche. En
Munguía (Vizcaya) se contaba que el alfiletero hay que colocarlo en el monte Sollube
y esperar a que estos minúsculos duendecillos entren solos. En Añes (Álava) se dice
que quien recoja la imaginaria flor del helecho en la noche de San Juan, los
reconocerá inmediatamente y podrá tomarlos, algo, en verdad, difícil, pues, que
sepamos, el helecho no produce nunca flores.
Como es habitual, estos seres son invisibles a los ojos humanos con excepción de
un día señalado: La noche de San Juan, que es el único momento en que se les ve
saltando y correteando entre las hojas de los helechos perdiendo esa propiedad en el
momento en que pasan a pertenecer a un humano.
Sobre su aspecto hay varias opiniones. Así, para algunos, adquieren la forma de
insectos, en tanto que otros dicen que son como hombres minúsculos vestidos con
calzones y gorros rojos y muy ligados a las brujas, a las que ayudan y sirven.
En una vieja historia que antaño se contaba en Zarauz (Guipúzcoa) se decía que
los Mamur se compraban en una tienda de Bayona, donde por media onza daban
cuatro metidos en un alfiletero, en figura de diablos, con calzones rojos. En Cortezubi
se contaba que tenían aspecto de insectos y que había que venderlos siempre con ganancia.

 En cuanto se destapa la caja en la que se encuentran
encerrados, salen de ella y empiezan a girar alrededor de la
cabeza de su dueño preguntándole de forma machacona:
«¿Qué quieres que hagamos?, ¿eh?, ¿qué quieres que
hagamos?», y empiezan a realizar rápidamente todas las
labores que se les pida, por extrañas que sean.
De aquellas personas, como adivinos (azti), brujos
(sorguin) o curanderos, que hacen grandes prodigios, se
dice de ellos que poseen «mamurak». Generalmente los
llevaban en alfileteros, aunque en el pueblo alavés de Añes
los llevaban dentro del mango de la hoz, y si por
malaventura se rompía dicho mango, los geniecillos huían
y ya no se les volvía a ver más.
Estos minúsculos seres son capaces de realizar
increíbles proezas. Así, existe en Zarauz la sorprendente
leyenda de un boyero que apostó a que sus bueyes trasladaban más lejos que ningún
otro una piedra de pruebas. En el transcurso de la competición, viendo que sus bueyes
flojeaban y que estaba a punto de perder la apuesta, les colocó sigilosamente el
alfiletero de los Mamur en el yugo y al instante su pareja de bueyes sacó tal distancia
a sus competidores que no solamente ganó la prueba, sino que dejo a los presentes
con la boca abierta.
En Aizpuru (Orozco, Vizcaya) se cuenta que había un cura que lograba
trasladarse a Madrid con su criado por obra de los duendecillos, para así poder
presenciar las corridas que le apetecían, regresando luego a su pueblo en unos pocos
minutos.
No es fácil ni recomendable quitarse de encima a estos diminutos seres como si
fueran ropa de usar y tirar, pues si valoramos sus consecuencias en una balanza, ésta
se inclina más por las fatales.
En Cortézubi, un hombre compró los Mamur para su servicio. Cuando realizaron
tres trabajos consecutivos, volvieron todos y le preguntaron a su dueño: «¿Qué
hacemos ahora?», y el hombre les ordenó que le trajeran agua en una cuba. Al no
poder realizar tal labor, se retiraron malhumorados.
Hay gente, sin embargo, que mantiene secuestrados los Mamur toda su vida, si
bien sus dueños no pueden morir, ni suavizar su agonía, si antes no se deshacen de
ellos, ya sea vendiéndoselos o regalándoselos a alguien o haciendo que desaparezcan,
obligándoles a hacer algo imposible.
En Bedía, por ejemplo, aseguraban que una anciana del barrio Burtetza estuvo
agonizando durante varios días. El cura que la asistía se dio cuenta de que en el lecho
de la moribunda había un saquito lleno de estos espíritus familiares, así que lo
recogió y lo echó al fuego, de donde salieron los duendecillos dando alaridos. Fue
entonces cuando la anciana pudo morir en paz.
La forma de llamar a los Mamur en el País Vasco y en Navarra es muy variada,
toda vez que se encuentran muy extendidos. De hecho, el nombre de Mamur, que
hemos elegido como genérico para este capítulo, se encuentra restringido a Leiza y
Lesaca (Navarra).
En Albiztur (Guipúzcoa), muy cerca de Tolosa, se los denomina Mozorros, y se
dice que el aizcolari Santagueda llevaba consigo varios de ellos como valedores,
saliendo de esta manera victorioso en sus competiciones de corte de troncos o en
cualquier otro deporte vasco.
En Ibárturi (Vizcaya) se los llama los «Patu» o «Patuek». Allí dicen, cuando uno
tiene suerte en los negocios, que tiene «buen patu».
En Orozco (Vizcaya) se los llama «familiares» o «Familejerak». En el pueblo
vizcaíno de Albadiano son conocidos como «Ximelgorri» sin embargo, en Añes son
denominados «Enemiguillos», y en Abecia, «Enemigos».
En Zarauz (Guipúzcoa) reciben indistintamente los nombres de «Mamarro» y
«Galtxagorri» (calzones rojos). Este último nombre es similar al de Guernica
(Vizcaya) donde se les designa como «Prakagorri» (pantalones rojos).
El caso del cura de Bargota
En la montaña alavesa, y sobre todo en el pueblo navarro de Bargota, cerca de Viana,
a 20 kilómetros de Logroño, es conocido un cura y nigromante de nombre Juanis o
Johanes, por las muchas hazañas, prodigios por las fechorías que realizó en su vida
valiéndose de los Mamur o Mamarros. El cura de Bargota es un personaje histórico
con ciertos tintes fantásticos, que realizó sus estudios en la Universidad de
Salamanca, y sobre todo en sus sótanos (la célebre cueva de Salamanca), donde
pasaba más tiempo aprendiendo artes brujeriles de labios del propio diablo. Se decía
que el brujo de Bargota había perdido su sombra en el momento que hizo un pacto
con el demonio dentro de dicha cueva para recibir a cambio una capa que era capaz
de hacerle invisible cuando se la ponía. Unicamente recuperaba la sombra en el
momento de la consagración, mientras celebraba la Santa Misa.
El director de cine Pedro Olea realizó una película, cuyo título es La leyenda del
cura de Bargota, donde se recalcan ciertos acontecimientos de su vida en Salamanca,
sus amoríos y sus traslaciones súbitas a otras ciudades, como Roma o Moscú, estando
ya de cura en Bargota, pero nada se dice o insinúa de sus espíritus familiares.
De él se cuentan cosas prodigiosas como que, gracias a la ayuda de sus
duendecillos, construyó su casa en una sola noche, provocó la aparición de
misteriosos toros, y que era capaz de trasladarse volando por el aire en una nubecilla
blanca.
Todos los sábados por la tarde desaparecía de la aldea, y el domingo llegaba a la
hora de misa jadeante y sudoroso, cubierto el sombrero y el manto de nieve en pleno
agosto, mientras decía: «¡Cómo nieva en Montes de Oca!», o bien traía los zapatos
llenos de barro en época de sequía.
La más famosa de las hazañas que se le atribuyen fue aquella en la que un arriero,
que pasaba con su recua de bueyes cerca de la iglesia de Bargota, se cruzó con Juanis
y, al rato, notó que el sonido de las campanillas del último macho de su recua le
llegaba muy débil, y al volver la cabeza vio cómo todos los animales giraban volando
en torno al campanario de la iglesia. Su cara quedó tan perpleja como la de los
animales que sentían cómo flotaban. Dando gritos por lo que veían sus ojos, se le
acercó Juanis y le dijo: «No te asustes, al instante los bajaré», y así lo hizo con ayuda
de los Mamur que llevaba guardados, como no, en un alfiletero.
También contaban en Ataún que, habiendo muerto un hombre de Bargota antes de
pagar sus deudas, los acreedores se oponían a que su cuerpo fuera enterrado en tanto
éstas no fueran liquidadas. En ese momento se presentó Juanis y prometió pagarles
las deudas del difunto mediante la entrega de unos carneros que aparecieron
repentinamente en aquel lugar. Los acreedores, satisfechos, se fueron, y el cadáver
fue inhumado, pero cuando traspasaron los límites del pueblo, los carneros
desaparecieron tan súbitamente como habían aparecido.
A Juanis, el brujo de Bargota, por muy poco le cuestan caras sus aficiones a la
magia y sus relaciones con los Mamur, pues fue procesado, junto con las brujas de
Zugarramundi, en el auto de fe que se celebró en Logroño el año 1610. Al final tuvo
suerte porque tan sólo fue condenado a llevar durante un año el sambenito. Existe una
leyenda que trata de explicar este leve castigo que recibió, mientras muchos de sus
compañeros acabaron en la hoguera. Se dijo que Juanis, en uno de sus extraños viajes
a Roma a bordo de su nubecilla, con los Mamur dentro de su alfiletero y la
invisibilidad que le proporcionaba su capa mágica, se enteró de un complot que se
tramaba para asesinar al papa Adriano VI por un asunto de faldas y de celos, siendo
los encargados de darle muerte algunos maridos engañados y cornudos. Decidió
impedir el atentado porque eso, seguramente, le reportaría una serie de beneficios, así
que dijo a sus pequeños Mamur que quería ir a Roma por segunda vez para ver en
qué quedaba la cosa del complot, sin contarles el verdadero propósito del viaje, es
decir, la recompensa que esperaba obtener, ya que de lo contrario seguramente no se
lo habrían permitido. Una vez en Roma se entrevistó con el Sumo Pontífice, delató a
los conspiradores y éstos fueron detenidos. Tras ponerle al corriente de sus dotes
prodigiosas para conseguir dicha información privilegiada, el Papa le absolvió de un
plumazo todos sus pecados y le entregó un salvoconducto pontificio que fue el mismo
que años más tarde presentó ante la Inquisición de Logroño para escapar, sin duda, de
un castigo mucho más severo.
Su vida desde entonces fue ejemplar, falleciendo a los sesenta y cinco años
querido y respetado por su pueblo, hasta el punto de que cuando murió todos sus
vecinos, amigos y familiares se disputaban los trozos de sus ropas, pues estaban
convencidos de que tenían poderes mágicos.
MÁS NOMBRES PARA UNA MISMA FAMILIA. CASTILLA:
Los Enemiguillos
Con este nombre encontramos la presencia de estos minúsculos seres en tierras
castellanas y manchegas, sirviendo como esclavos de los intereses de la persona que
ejerce de dueño y señor. Páginas atrás hemos hablado del singular «doctor de las
Moralejas», afincado en Viso de San Juan (Toledo), y dijimos de él que solía ir
acompañado de un «demonio familiar» que le ayudaba en sus quehaceres, así como
de un tal José Navarro que se servía de «enemiguillos» para ir a los aquelarres de
Villaluenga.
Un folclorista actual como José Francisco Blanco nos refiere el caso acaecido en
el pueblo burgalés de Cornejo (Merindad de Sotoscueva), donde cierto matrimonio,
una noche que estaban a punto de irse a la cama, se adelantó la mujer mientras el
marido apuraba algunos minutos más el calor de la chimenea. De pronto el buen
hombre sintió curiosidad por un bote tapado que estaba sobre la tiznera, se acercó a
él, lo cogió, lo husmeó, lo abrió y, de repente, comenzó a dar saltos y brincos de
dolor, movido por los quemazones y picotazo s en las piernas y «en tal sitio» que
recibió de un enemigo invisible. Al oír los gritos, su mujer se levantó y fue a la
cocina, preguntando:
—¿Qué te pasa? ¿Qué has hecho?
—He destapado este bote que tenías en la tiznera —acabó confesando. La mujer
entonces, tras recriminar al marido, tomó el bote y pronunció el siguiente conjuro:
«Capilla Santa, para mí sacrosanta. Enemiguillos salid, nunca volved allí».
Y en ese instante los «enemiguillos» se recluyeron en el bote y no volvieron a
molestar al marido.
Interesante caso éste, diferente a otros por dos razones: primera, porque la
curiosidad por abrir el bote parte de un hombre y no de una mujer que es la que ejerce
en esta ocasión de hechicera, y segundo, porque se pronuncian las palabras mágicas
que en otros relatos, como el del «fameliá» ibicenco, suelen ser tabú siquiera
mencionadas fuera de contexto.
Estos «enemiguillos» pueden ocasionar cierta clase de maleficios a algunas
personas, que suelen ser curadas por los clérigos mediante el uso de exorcismos
adecuados. El investigador Rafael Salillos recoge de la terminología popular el uso de
la expresión «tener los enemigos», referida a casos de embrujamientos, lo que indica
la presencia actual, aunque sea de modo vago e inconsciente, de estos seres en el
recuerdo de las gentes de ciertos pueblos de Castilla y La Mancha.
CANTABRIA: Los Mengues
Manuel Llano habla de ellos de pasada, como el que no quiere la cosa o como el que
no tiene muchos datos que aportar, llamándoles «familiares». Aporta una imagen
idealizada, diríamos que bonachona, ajena al concepto que se tiene de ellos en otras
partes de España, pues escribe:
… no se ven, nadie sabe cómo son, ni dónde viven. Ayudan a las personas buenas y trabajadoras,
dándoles la buena suerte y muchas alegrías.
Diciendo, asimismo, que protegen al ganado de los lobos y las alimañas. Carmen
Stella, que escribió unos romancillos sobre los viejos mitos de Cantabria basados en
la obra de Llano, los describe, poéticamente, así:
A toa gente honrá dan alegrías.
Les quitan «labarientos» y traen suerte.
Avisan de peligros y de muerte,
y ahuyentan soledá y «melanconias».
Aquí habría que decir la famosa frase de que cualquier parecido con la realidad es
pura coincidencia. Acaba el romancillo de manera más digna diciendo:
Nadie sabe si están o si se esconden.
Nadie el cuándo, o por qué, se detendrían…
Si ayudan, siendo santa compañía,
¡nada importa el de dónde, ni el adónde!
Pero, en Cantabria, los «familiares» por excelencia son los «Menges», también
asimilados a los «ujanos» o gusanos, que deben ser recogidos a golpe de ritual y
rebuscando entre los helechos a medianoche.
La existencia y creencia en los mengues es recogida, entre otros, por el escritor
José María de Pereda, en su novela De tal palo tal astilla (1880), donde, en un
principio, son considerados como espíritus malignos que pueden provocar todo
género de enfermedades nerviosas (asimilándose de esta manera con los «minúsculos
malignos», a los que nos referiremos más adelante). Pero, más tarde, dice que se
guardan en un alfiletero en noches de luna llena, buscando primeramente debajo de
los helechos que crezcan en lo alto de un monte. El hombre que recoge a estos
mengues se convierte automáticamente en su dueño, pudiendo hacer con ellos las
tareas más imposibles que se le ocurran, menos delante del que tenga lo que en
Cantabria se llama «rézpede de Culiebra», que es un amuleto consistente en el
aguijón de la culebra que se llevaba en una minúscula bolsita de cuero, contra la cual
los mengues no poseen poder alguno.
Pero así como podían hacer labores prodigiosas, también eran muy peligrosas,
porque cada día reclamaban como alimento dos libras de carne, so pena de comer a
su propio dueño si no eran saciados convenientemente. Se dice que cuando estos
seres minúsculos y extremadamente nerviosos esconden y cambian las cosas de sitio,
o desaparecen volviendo a aparecer de nuevo al cabo de varios días, hay que
mostrarles un cuerno de toro hueco y amenazarles con meterlos dentro. Esta amenaza
de enclaustramiento surte sus efectos, ya que dejan de hacer travesuras
inmediatamente.
Se atribuyen a ellos y a su poder algunos malos temporales, como se desprende de
esta frase de la citada novela de Pereda:
Y eso —contaba ayer en la montaña el bueno de Macabeo— que dicen lenguas que si estos temporales
los traen conjuros que se hacen a las gentes con sus mases y sus menos de demoniura, y que si estos
truenos y pedriscos son los «mengues» que ajuyen del hisopo del señor cura cuando lee los Evangelios
(…).
Los mengues forman parte de la mitología y el folclore particular de los gitanos
españoles, considerados como espíritus malignos a los que hay que evitar, de ahí que
la creencia en estos seres no se circunscriba solamente a Cantabria, sino a todos
aquellos lugares donde se han asentado los gitanos, especialmente en Andalucía.
CATALUÑA: Los Maneirós
Estos «familiares» catalanes tienen, como todos sus congéneres, la facultad de hacer
cosas inverosímiles.
Así como el fameliá ibicenco se «fabrica» por medio de una hierba que crece al
alba del día de San Juan, los maneirós catalanes son producidos por la semilla de una
planta, la «maneironera», que florece y grana en el interior de grutas de difícil acceso,
guardada por feroces dragones y gigantes, que sólo permiten el paso un día
determinado y en un tiempo concreto: el que marcan las doce campanadas de la
noche de San Juan.
Si el que se aventura a recoger la flor se ve sorprendido por la última campanada,
cuando todavía está dentro de la cueva, no podrá salir nunca más.
Una vez que se ha conseguido la flor, hay que someterla a un proceso similar a la
del fameliá para obtener así el Maneiró, y cuando se consiga que éste tenga vida se
puede disponer de él en la forma que se estime más conveniente: cultivará toda la
tierra del payés, limpiará de maleza el yermo y construirá acequias en un santiamén,
y siempre sin protestar ni murmurar. Hay una conocida frase que define muy bien lo
útil que resulta: «Es trabajador como un Maneiró».
Se recuerdan casos de payeses enriquecidos de forma inexplicable gracias al
apoyo de estos minúsculos e infatigables trabajadores, que no dejan de mover la cola
ni un instante.
Sin embargo, poseer un Maneiró lleva aparejados ciertos riesgos que se deben
conocer, ya que, como hemos visto, son incansables y, por tanto, exigirán más y más
trabajo, sin apenas reposo, pues en cuanto terminan una tarea ya están preguntando a
su amo qué pueden hacer. Esta pregunta la hacen tres veces y, si no se les da una
nueva labor, se arrojan feroces sobre su dueño y lo despedazan.
Sobre su capacidad de trabajo, cuenta una leyenda que en una sola noche
levantaron todos los dólmenes de la comarca del Pallarés.
Ramón Violant, en El Pirineo español, se refiere a estos familiares catalanes con
el nombre de «Minairóns», con que se conocen en el Pallars y la Ribagorza oriental, y
dice que probablemente reciben este nombre porque son minúsculos trabajadores que
se dedican a minar la tierra para extraer de ella los tesoros, cosa que también hacen
los pequeños gnomos de las mitologías germánicas…
Así, antiguamente, cuando una casa prosperaba con rapidez inusitada, fuese por
lo que fuese, la gente sencilla lo atribuía no a la actividad y al trabajo del dueño, sino
a la existencia de una legión de minairóns que trabajaban para él y lo enriquecían. El
que los poseía les obligaba a trabajar de noche y les hacía fabricar monedas de oro
(así lo cuentan en Durro). Otros preferían que les recogiesen la hierba de los prados
en una sola noche (como ocurría en Son del Pino e Isil).
Otros convertían a los minairóns en grandes rebaños de cabras, que durante el día
pacían y por la noche eran ordeñadas (Sarroca de Bellera Lleida); el dueño de este
rebaño mágico era un viejo llamado Xollat de Perbes, de quien se decía que, si por la
mañana se metía la calderilla en el bolsillo, por la noche se le habían convertido en
monedas de a duro. También a un viejo del Tort de Alás (valle de Anea), durante la
noche, los minairóns le fabricaban tanto dinero como quería, y por eso podía comprar
grandes rebaños. Se cuentan casos de segadores que aprovechaban los minairóns para
segar la hierba de un prado en tan sólo una noche (Durro). O bien segaban un campo
de mieses en menos tiempo que lo rodeaba su dueño a caballo (en Cerdaña, donde se
los llama «petits»). Otros segadores llevaban los familiares en el propio mango de la
hoz, como también se afirma en ciertas localidades del País Vasco.
En el Pallars —sigue diciendo Ramón Violant— nadie nos ha sabido decir la
forma de adquirirlos. Solamente hemos oído contar que cuando murió el viejo Xollat
de Perbes, sus parientes más cercanos quisieron regalar los minairóns, pero nadie
aceptó aquel obsequio porque decían que quién iba a querer aquellas artes del
demonio.
No olvidemos que en la Cataluña del siglo pasado se llegaron a vender
«maneirós» en algunos mercados, introducidos dentro de una caña, siendo también
llamados, por extensión, tanto «follets» como «martinets».
GALICIA: Los Diablillos
Se dice de ellos que son seres protectores de una persona en concreto y que, una vez
recogidos, se guardan como se puede guardar un gusano de luz, una oruga de una
mariposa o un grillo, puesto que se trata siempre de seres de pequeño tamaño, a los
que una simple caja puede servir de habitáculo y se pueden tener en casa o se pueden
llevar a determinados lugares para que trabajen para su dueño…
Son muy difíciles de conseguir, pero el que esté empeñado en ello deberá acudir a
la medianoche a un despoblado, donde «non se oía cantar galo nin galiña», y llevar
ciertos objetos rituales, así como la sangre de una gallina negra.
Si consigue capturar a un «diablillo», éste le otorgará un considerable poder, hasta
el punto que, de un campesino gallego que aseguraban que los tenía, contaban que
solía decir a sus amigos:
—«Fastidieivos de vivo e inda vos hei de amolar de morto» (Os fastidié de vivos
y os fastidiaré de muerto) y como verdad de esta afirmación, aseguraron al folclorista
Antonio Fraguas que, en efecto, al morir le dieron sepultura en una tumba que estaba
cerca del camino y despedía tan mal olor que hubo necesidad de cambiado dos veces
de sepultura, razón por la cual nadie dudó de que realmente tenía los famosos
«diablillos».
No pocos campesinos tenían como cosa cierta el pacto con el demonio (pauto co
demo), que era firmado con sangre y mediante el cual, empollando un huevo de «galo
negro» en el lugar adecuado, se obtenía un «demo pequeno».
Se tenía por costumbre, una vez creado, meterlo en una cajita o alfiletero
(agulleiro), junto con un poco de azogue (nombre vulgar del mercurio) y unas
limaduras de hierro. Esta cajita era después un seguro talismán —según nos refiere
Rodríguez González—, para que el pequeño diablo invisible hiciese todo lo que se le
mandase, por muy imposible que ello fuese.
En una versión del conocido cuento de Blancaflor —recogida por María del Mar
Llinares en el pueblo de Folgoso de Ribeira, en la parte occidental de los Montes de
León, zona muy próxima a Galicia—, su protagonista masculino, Juanillo, para poder
casarse con la hija del rey, tenía que cortar todos los carballos (una variedad del
roble) del monte, sacar las raíces, sembrar trigo, segado, moler el grano, amasar la
harina, y todo esto en una sola noche, porque a primera hora de la mañana siguiente
tenía que llevar una hogaza de pan caliente al rey. Pero Blancaflor, ante el
desconsuelo de Juanillo, le dio la solución mágica: en el Carballal vivían los
«Xainines» amigos suyos, que eran unos hombrecitos de dos cuartas de tamaño que
podían hacer auténticas maravillas. Ni que decir tiene que ejecutaron todo eso, y
mucho más en esa noche. Al final del cuento, tras otras peripecias, se pudieron casar
los dos enamorados y colorín colorado…
Lejos de estos bellos cuentos populares infantiles se encuentra otro tipo de
literatura más sombría cual es la de los grimorios o libros de magia, entre ellos el
conocido Libro de San Cipriano (también llamado O Ciprianillo en tierras gallegas),
donde se muestran varios procedimientos para conseguir uno de estos diablillos y en
los que, básicamente, se siguen pasos similares. Primeramente se debe buscar un
huevo de gallina que sea totalmente negra y que haya sido montada por un gallo
negro. La bruja —o aprendiz de brujo en cuestión— ha de fecundarlo de la siguiente
manera: se hace una pequeña incisión en la cáscara con un alfiler y luego se pincha
con ese mismo alfiler la yema del dedo meñique de la mano izquierda. Se extrae una
gotita de sangre que introduce en el interior del huevo por dicho agujerito. Luego se
tapa el orificio con un poco de cera.
El huevo quedará así fecundado, pero ahora es necesario empollado durante el
tiempo que la gallina necesita para empollar sus huevos, y la bruja lo consigue
introduciendo el huevo en estiércol de caballo o empollándolo ella misma con el calor
de su cuerpo, en concreto, llevándolo bajo la axila del brazo izquierdo. Poco a poco
se va formando el diablillo, y para alimentarlo le debe echar una gota de azogue en el
alfiler y dársela a mamar diariamente por el orificio del huevo, o bien se le puede
nutrir directamente de la sangre extraída del dedo meñique de la bruja.
Cuando se rompa el cascarón y el diablillo se presente ante su dueña, a la que
reconocerá inmediatamente, demostrará su gratitud sirviéndola en todos sus deseos,
pero ¡ojo!, estamos describiendo una especie de pacto con el diablo, lo que acarrea
funestas consecuencias para la bruja, pues, a cambio, tiene que ofrecer algo y ya se
pueden imaginar lo que es.
ASTURIAS: Los Pautos
Jove y Bravo aseguraba, en 1903, que «cuando un hombre acomete empresas
atrevidas y triunfa, no es su propio esfuerzo el que lo ha hecho, triunfa porque tiene
los “familiares”, son los Daimones buenos de Platón, como los que causan daño son
los Daimones malos… Los familiares de la mitología asturiana no llevan a sus
protegidos a la condenación, sino que les sirven desinteresadamente, apartan todo
obstáculo en su camino y les facilitan el logro de sus deseos. El campesino no conoce
audacia ni destreza, ni fortuna, ni habilidad mayores que las suyas propias; cuando las
ve en otro y no distingue perfectamente todos los estados en que aparecen aquellas
cualidades y toda la fuerza conque actúan, sale del paso con decir que el autor tiene
los familiares».
En Asturias, a estos particulares duendecillos se les denomina, como en otras
partes de España, «familiares» a secas, o bien «Pautos», palabra ésta menos conocida,
que recoge Luciano Castañón en su obra. Asimismo, son nombrados por el
investigador Rodríguez Castellano, el cual los describe en la línea del follet balear, es
decir, el de estar investido de algún poder mágico; tener Pauto —escribe— «es una
superstición que básicamente consiste en creer que una persona tiene ayuda o
influencia de algún ser diabólico o misterioso, y que por eso puede hacer todos los
trabajos bien y rápidamente».
Nadie hace mención de su tamaño y sus hazañas, aunque, después de lo leído,
pocas dudas caben sobre estos aspectos, pues los Pautos asturianos se encuadran
perfectamente en la tipología de «espíritus familiares», que otorgan un gran poder a
quienes los poseen, que no son otros que brujas, hechiceras o magos. (Recordemos
que en la localidad vizcaína de Ibárruri se denomina a estos pequeños seres como
«Patu», o «Patuek» en plural, asemejando tener «buen patu» a tener buena suerte en
todo lo que se emprende).
Pero Roso de Luna, que considera la mitología asturiana más aria que semítica,
insiste en dos detalles ya anticipados por Jove y que, de alguna manera, diferencian a
los familiares asturianos del resto de sus demoníacos congéneres. Por una parte —
dice—, estos seres no llevan a sus dueños a la condenación de sus almas (como hizo
Mefistófeles, «daimon familiar» de Fausto, o hacen los diablillos gallegos, los mamur
vascos, los maridillos navarros o los cermeños andaluces), sino que son unos
protectores discretos que no quieren recibir muestras de agradecimiento de sus
protegidos ni reclamar recompensa alguna. Utilizando palabras de Jove, «hacen el
bien por el bien o porque no tienen otra cosa que hacer».
En segundo lugar, insiste Roso en la idea de que siempre son invisibles, aunque es
frecuente verlos encarnados de diversos modos (así, para los soldados celtíberos de
Sertorio —que fue pretor en la Hispania del siglo I a. de C.—, el «espíritu familiar»
del general romano se encarnaba en una cierva blanca que le seguía a todas partes).
ANDALUCIA: Los Cermeños
A mediados de 1570 tuvo lugar una serie de extraños acontecimientos en la localidad
cordobesa de Montilla, que obligaron a los reverendos padres jesuitas de la zona a
poner en antecedentes al Santo Oficio de la Inquisición, afirmando que allí había más
de cincuenta personas que tenían un «familiar».
Tras una rigurosa investigación, se comprobó que los jesuitas habían exagerado
un pelín, pues sólo consiguieron descubrir a siete presuntos brujos, poseedores de
esos minúsculos y poderosos diablillos, brujos que fueron llamados por la pequeña
historia «el grupo de Montilla».
Una de ellas, Catalina Rodríguez, declaró que era dueña de un familiar llamado
«Cermeño o Redman» —no estaba segura de su verdadero nombre—, que se lo había
cedido una gitana, y ésta, a su vez, había prometido solemnemente dejárselo en
herencia a una de sus más aventajadas alumnas, para lo cual tenía previsto el
ceremonial para su traspaso con esta fórmula:

Esta ánima es mía,
yo te la mando
y te la entrego desde hoy
y también te hipoteco
y te entrego este mi cuerpo.
En cuyas condiciones, el demonio la aceptaba, cerrando el pacto y escribiéndolo
en la mano. Una forma de invocar a su particular espíritu era ésta:
Cermeño, Cermeño,
por familiar
traedme a mi amigo.
Y solían revestir la forma de negro escarabajo o de ratoncillos bailando que,
juguetones, se besaban y abrazaban. Ésta es la razón por la que hemos elegido el
nombre de «Cermeños» para designar a los diablillos familiares andaluces, pues éste
es el nombre más usado para invocados en los rituales de magia y en los conjuros que
hacían, aunque otro de los nombres que recibían era el de «lanillas», si bien menos
frecuente.
Hubo otro proceso en Córdoba que tuvo como protagonistas a dos Ineses: de
Venegas y de Cabezas. Según sus declaraciones, convinieron un día trasladarse a
Sevilla con la ayuda de sus demonios. Pronunciaron palabras inteligibles y
aparecieron los «familiares» de ambas, que serían los encargados de realizar el
trasporte al lugar deseado, pero antes tenían que renunciar expresamente de Dios, de
su Madre, de todos los Santos… para que se notara claramente el carácter demoníaco
de la ocasión y que el «milagro» nada tenía que ver con los seres celestiales.
En Granada, hacia el 1730, existían dos hechiceras gitanas, María La Enana y
Clara Alverjana, que presumían de tener una bolsa con lo que, parecían dos granos
pero que, según ellas, eran sus «familiares»: uno era el que, a su mandato, conseguía
que los amantes fueran afortunados en el juego, y el otro era el que hacía que los
hombres les diesen dineros, sin mediar a cambio ningún tipo de interés.
Del poseedor de estos «cermeños» se decían muchas cosas, como que podía
trasladarse por los aires, hacerse invisible, ser hombre o mujer poderoso y con dinero,
liberarse de cualquier prisión, no sufrir daño de ninguna clase de animal, ni siquiera
de las balas; incluso podía descubrir tesoros ocultos, como le ocurría a un curioso
personaje todo él vestido de negro, enjuto, moreno, feo de rostro, barba negra, con
sombrero y espada, que a finales del siglo XVI vivía en la villa y corte de Madrid,
aunque era natural de Uijar, en las Alpujarras granadinas, llamado Antonio de la
Fuente Sandoval y que se hacía llamar don Antonio. Alardeaba de encontrar riquezas
y tesoros enterrados, así como de tener dentro de una redoma llena de agua a un
pequeño demonio, «su familiar», al que con sus conjuros llamaba cada noche a fin de
que respondiera a todas las preguntas que se le iban ocurriendo sobre la vida y sobre
la muerte…
UN CASO ESPECIAL:
Zequiel y el doctor Torralba
A principios del siglo XVI adquiere fama el doctor Eugenio Torralba, no sólo como
médico, sino por ser amigo de un extraño «duende» llamado Zequiel o Zaquiel, del
que se decía que no era de este mundo. Así lo describe Marcelino Menéndez y Pelayo
en su Historia de los heterodoxos españoles: «… se le apareció al doctor como
Mefistófeles a Fausto, en forma de joven gallardo y blanco de color, vestido de rojo y
negro y le dijo “yo seré tu servidor mientras viva”. Desde entonces le visitaba con
frecuencia y le hablaba en latín o en italiano y, como espíritu de bien, jamás le
aconsejaba cosa contra la fe cristiana ni la moral (…). Le enseñaba los secretos de las
plantas, hierbas y animales, con los cuales alcanzó Torralba portentosas curaciones, le
traía dinero cuando se encontraba apurado de recursos, le revelaba de antemano los
secretos políticos y de Estado, y así supo nuestro doctor, antes de que aconteciera, y
se lo anunció al cardenal Cisneros, la muerte de don García de Toledo en los Gelves y
la de don Fernando el Católico y el encumbramiento del mismo Cisneros a la
regencia y la guerra de las Comunidades. El cardenal entró en deseos de conocer a
Zequiel, que tales cosas predecía, pero como era espíritu tan libre y voluntarioso,
Torralba no pudo conseguir de él que se presentase a fray Francisco (Cisneros)».

Ningún duende familiar ha sido en España tan importante como Zequiel, citado hasta en El Quijote. El doctor
Torralba lo recibió de una donación y siempre fue fiel a su propietario, realizando para él los más increíbles
prodigios, hasta que cayó en desgracia.
Es un caso especial, porque si bien no se ajusta a las características de un «duende
doméstico» ni de un «espíritu familiar», sí se asemeja a estos últimos, no tanto en su
físico, que es el de un joven de estatura normal sin aditamentos extraños en su
cuerpo, sino en sus fines: servir a una persona humana que ejerce de dueño, a quien
enseña grandes conocimientos, pudiendo ser traspasado o cedido.
Se sabe que a lo largo de la Edad Media era relativamente frecuente que ciertos
personajes de prestigio recibieran visitas de hombres (nunca mujeres) vestidos con
suntuosos ropajes, de gran belleza y jóvenes, con los que se podía hablar de todo tipo
de temas. El padre del matemático Jerónimo Cardán tuvo uno de estos encuentros en
1491, en el que le confesaron que podían vivir hasta tres siglos y que eran hombres en
cierta manera formados de aire, pero dicha visita fue circunstancial pues no volvió a
verlos nunca más. Otro que pretendía haber tenido contactos más duraderos con estos
extraños personajes fue el maestro de Roger Bacon, así como el autor de la
enciclopedia Magia Naturalis, J. B. Porta, donde reconoce que parte de sus
conocimientos proceden de una fuente sobrenatural.
Fueron llamados también «demonios luminosos», y por los francmasones más
tarde con el apelativo de «hijos de la luz»; pero fue, sobre todo, en los siglos XV y XVI
cuando tuvo lugar un mayor número de apariciones de seres con aparentes vestidos
de luz, que procuraban el encuentro de rabinos y cabalistas, con quienes discutían
todo tipo de cuestiones, que iban desde los textos sagrados hasta el conocimiento del
origen del universo, caracterizándose siempre por un vivo interés por las ciencias
experimentales.
Volviendo a nuestro insigne doctor Torralba, tal fama consiguió en su época que
incluso Cervantes lo cita haciendo exclamar a don Quijote, subido a su Clavileño:
«Acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos
en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó
a Roma y se apeó en Torre de Nona…».
¿Cómo llegó a manos del doctor Torralba? Pues, fue gracias a la cesión que hizo
de Zequiel un fraile de la orden de Santo Domingo, que vivía en Roma y al que se
aparecía en fechas que coincidían con las fases de la luna, pidiendo a Zequiel que
tomara bajo su protección al médico conquense.
Zequiel, como duende familiar, no tenía precio, pues estaba versado en casi todos
los conocimientos habidos y por haber, y además daba riquezas a su eventual dueño.
En una ocasión, un tal Camilo Ruffini, de Nápoles, le pidió a Torralba que Zequiel le
diese una fórmula para ganar en el juego y, cosa rara en él, accedió en esta ocasión a
complacer a su amigo, dándole una fórmula a base de números cabalísticos con la que
Ruffini consiguió ganar 100 ducados, aunque le aconsejó que no jugase al día
siguiente porque la luna estaba en su fase menguante y perdería. Como es natural, a
su protegido también le obsequiaba con inesperadas bolsas de monedas que escondía
en los lugares más insospechados.
Zequiel enseñó a Torralba el uso y las propiedades de muchas plantas
medicinales. Este extraño duende de figura humana solía recriminar a Torralba por
cobrar en las curaciones que hacía, diciéndole que a él no le había costado nada
adquirir esos conocimientos.
No tardó la Inquisición en interesarse por Torralba, sobre todo cuando describió
con todo lujo de detalles el «saco de Roma», ocurrido el 6 de mayo de 1527, por las
tropas del Rey de España, diciendo que sabía todo esto, incluido el encarcelamiento
del Papa en el castillo de Sant’Angelo, porque él mismo había estado allí, trasladado
en un «palo muy recio y nudoso» al que se agarró y viajó por los aires, regresando a
Valladolid dos o tres horas más tarde, según aparece recogido por escrito en el
proceso inquisitorial. Todos estos acontecimientos los comunicó en la Corte dos
semanas antes de que la noticia fuera conocida de forma oficial. Siete años antes, en
1520, Torralba dijo en Valladolid a Diego de Zúñiga, un amigo suyo que más tarde lo
acusaría ante la Inquisición, que él se solía ir a Roma «por los aires cabalgando en
una caña y guiado por una nube de fuego». El viaje de ida y vuelta, cosa curiosa,
duraba hora y media.
Menéndez y Pelayo describe ese «viaje» casi con las mismas palabras que utilizó
años atrás Cervantes:
Salieron de Valladolid en punto de las once, y cuando estaba a orillas del Pisuerga, Zequiel hizo montar
a nuestro médico en un palo muy recio y ñudoso, le encargó que cerrase los ojos y que no tuviera miedo, lo
envolvió en una niebla oscurísima y, después de una caminata fatigosa, en que el doctor, más muerto que
vivo, unas veces creyó que se ahogaba y otras que se quemaba, remanecieron en Torre Nona y vieron la
muerte del Barbón y todos los horrores del saco. A las dos o tres horas estaban de vuelta en Valladolid…
Antes de separarse, Zequiel le dijo al doctor: «Desde ahora deberás creerme cuanto te digo».
Estas últimas palabras parecen más bien una maldición por su constante
incredulidad, ya que, al poco de saberse la noticia, fue detenido y torturado «cuanto la
calidad y edad de su persona sufriere», y así durante cuatro largos años hasta que
murió pobre, abandonado por todas sus influyentes amistades y por Zequiel, del que
se perdió todo rastro a partir del encarcelamiento de su protegido. Algunos de sus
amigos eclesiásticos, como el cardenal Volterra y un general de cierta orden religiosa,
le habían suplicado años antes que les cediese la protección de Zequiel.
Un investigador gallego y exjesuita Salvador Freixedo recoge, en su libro La
granja humana, tres modernos casos de personas con sus respectivos «Zequieles», de
los que él mismo ha sido testigo directo, todos ellos con una clara apariencia humana,
altura media de 1,75 a 1,80 metros, pelo largo hasta los hombros, rubios y con
poderes sorprendentes.

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