Un tendero poseía un loro cuya voz era agradable y su lenguaje divertido. No sólo
guardaba la tienda, sino que también distraía a la clientela con su parloteo. Pues
hablaba como un ser humano y sabía cantar… como un loro.
Un día, el tendero lo dejó en la tienda y se fue a su casa. De pronto, el gato del
tendero divisó un ratón y se lanzó bruscamente a perseguirlo. El loro se asustó tanto
que perdió la razón. Se puso a volar por todos lados y acabó por derribar una botella
de aceite de rosas.
A su vuelta, el tendero, advirtiendo el desorden que reinaba en su tienda y viendo
la botella rota, fue presa de gran cólera. Comprendiendo que su loro era la causa de
todo aquello, le asestó unos buenos golpes en la cabeza, haciéndole perder numerosas
plumas. A consecuencia de este incidente, el loro dejó bruscamente de hablar.
El tendero quedó entonces muy apenado. Se arrancó el pelo y la barba. Ofreció
limosnas a los pobres para que su loro recobrase la palabra. Sus lágrimas no dejaron
de correr durante tres días y tres noches. Se lamentaba diciendo:
«Una nube ha venido a oscurecer el sol de mi subsistencia».
Al tercer día, entró en la tienda un hombre calvo cuyo cráneo relucía como una
escudilla. El loro, al verlo, exclamó:
«¡Oh, pobre desdichado! ¡Pobre cabeza herida! ¿De dónde te viene esa calvicie?
¡Pareces triste, como si hubieras derribado una botella de aceite de rosas!».
Y toda la clientela estalló en carcajadas.
Dos cañas se alimentan de la misma agua, pero una de ellas es caña de azúcar y la
otra está vacía.
Dos insectos se alimentan de la misma flor, pero uno de ellos produce miel y el
otro veneno.
Los que no reconocen a los hombres de Dios dicen: «Son hombres como
nosotros: comen y duermen igual que nosotros».
Pero el agua dulce y el agua amarga, aunque tengan la misma apariencia, son muy
diferentes para quien las ha probado.
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