martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Aviones que roban la lluvia

  Aviones que roban la lluvia 1
   Yo he visto al ir al campo las nubes a punto de romper y ver enseguida la avioneta por en medio de ellas, y llegar al final de las nubes, volver otra vez atrás, y así le daba varias pasadas a las nubes, despacio, y a los veinte minutos estar todo el tiempo totalmente despejado.



   RITA LÓPEZ ROMERO



   Murcia El 1 de noviembre de 1953 la revista Diez Minutos regalaba a sus lectores el siguiente reportaje:
   Los «rompenubes» norteamericanos se hacen ricos prestando servicios a los labradores. Según se deducía del artículo, había surgido una nueva cuadrilla de pilotos capaces, ya no sólo de producir lluvia, sino de evitar el granizo que dañaba los frutales, a cambio de 30.000 dólares al año. De este exterminio ilícito de las nubes se tenía constancia desde 1949, cuando dos químicos norteamericanos, Irving Langmuir y V. Vonnegut, habían descubierto que sembrando las nubes con agua y yoduro de plata se dificultaba la creación de grandes cristales y así el consiguiente granizo.

   Por tal motivo, las autoridades españolas llevaron a cabo varios ensayos aéreos entre 1975 y 1985 en la cuenca del Duero y, más tarde, en Canarias y Aragón —según informaba Servimedia en 1995—.

   Pero, curiosamente, es desde que deja de utilizarse esta técnica —en 1985— cuando se multiplican los testimonios de agricultores de diferentes lugares de España que afirman haber avistado temibles aeronaves que perturban el tiempo con sus manejos.

   Ese mismo año, Luis Alonso, presidente de la Cámara Agraria de Ágreda, señala vehemente: «No sé a quién puede beneficiar todo esto, pero hemos llegado a creer que es cosa de la Comunidad Europea, pues las avionetas se hicieron frecuentes en esta comarca después de nuestro ingreso en ella y justo después de que se decidiera recortar la producción de cereales en nuestro país».

   Otro soriano, esta vez Toribio Isla, presidente de la Cámara Agraria de Ólvega, dispara en otra dirección: «Hace algunos años —afirmaba— vinieron gentes de La Rioja con generadores de tierra o "estufas", una especie de bombonas, que lanzaban yoduro de plata a la atmósfera, diciendo que se instalaban para disolver el granizo antes que cayese, ya que a ellos les estropeaba las huertas. Fue entonces cuando comenzaron los problemas de lluvia». Una diatriba que merecería días después la contundente respuesta de Javier Ruiz, responsable del servicio de lucha antigranizo de La Rioja: «Este embrollo —apuntaba— obedece a la psicosis de los campesinos sorianos, que creen que les estamos robando las nubes. De hecho, en 1985 retiramos de esa provincia el último de nuestros generadores de yoduro de plata, porque se creía que eramos nosotros los responsables de la falta de lluvia, ¡cuando buscábamos todo lo contrario!».

   Sin embargo, el debate continuó en años posteriores y llegó al Congreso de los Diputados —en mayo de 1992— de la mano de Efrén Martínez, diputado del Partido Popular por Soria. La respuesta del Ministerio de Agricultura fue tajante: desde 1985 no se lanzaba yoduro de plata desde avionetas y, cuando se hizo, fue para evitar el granizo y aumentar las precipitaciones líquidas.

   No contentos con estas explicaciones, ochenta pueblos del norte de Soria deciden crear en 1993 la Asociación de Avionetas del Moncayo —AVIMON— para denunciar la existencia de artefactos voladores. Tanto es así que el entonces ministro de Obras Públicas, José Borrell, se ve forzado a intervenir en el caso, tras ser interpelado por un senador de su propio partido. «Desde el punto de vista científico —señala Borrell—, la preocupación ciudadana no tiene otra explicación que la coincidencia de fenómenos naturales, como la desaparición de una masa nubosa o su disipación al aumentar la temperatura o levantarse el viento».

   Por aquel entonces, los aviones que roban lluvia ya han sido detectados, no sólo en Soria, sino también en Zaragoza —en las proximidades del Moncayo—, circunstancia que no pasa desapercibida a las autoridades. En otoño de 1995, Alberto López, responsable del departamento de prensa del



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   Gran parte de las citas y referencias de este capítulo proceden del artículo «De nuevo con las avionetas antinubes», de Jordi Ardanuy. Manifestamos nuestro agradecimiento al autor por su amabilidad al remitírnoslo.
   Gobierno Civil de Soria, manifiesta que «la tercera parte de la provincia está alarmada, e incluso hemos sabido que se han organizado batidas para cazar aviones, poniendo en riesgo la seguridad de vuelos que, quizá, no tengan nada que ver con el problema». Tanto es así, que la Dirección General de Aviación Civil dispone los días 15, 16 y 17 de mayo de 1995 una avioneta estacionada en el aeródromo de Garay para perseguir a las aeronaves piratas.

   Pero ya esos días las avionetas fantasmas vuelan por otros lares. Vecinos de Lorca —en Murciapresentan una denuncia ante el juzgado de Instrucción número 2 de la capital e incluso entregan muestras de tierra que, presumiblemente, contienen «productos antilluvia». Tres años después, tras archivarse el caso al no hallarse indicios sólidos de delito, se convocan dos manifestaciones en Lorca —también en Murcia— para exigir el desmantelamiento de la Confederación Hidrográfica del Segura, a la que se acusa de trasmitir a las aeronaves información sobre la situación atmosférica.

   A falta de lluvia, se desata una auténtico aguacero de acusaciones que moja a las compañías de seguros —si se pierde el género por culpa de la lluvia, han de responder con su capital— y a los grandes empresarios que cultivan la lechuga, «ya que no dejan que llueva, porque la lechuga quiere agua del suelo y con la lluvia se pudre», según señala Rita López Romero, una testigo qúe dice haber divisado a las misteriosas avionetas.

   La leyenda española, que ya se conoce desde Almería hasta Tarragona, donde el diputado de Iniciativa por Cataluña-Los Verdes, Victor Gimeno, eleva una propuesta no de ley al Parlamento para que la Generalitat «explique si sabe de la realización de estos tratamientos aéreos», pasa, primero a la vecina Francia y luego a Estados Unidos, con lo que se completa un curioso trayecto de ida y vuelta.

   A Francia pudo llegar, según especula Jean-Bruno Renard, de la mano de los temporeros españoles que acudían a la recolección de la patata, primero a la región de la Dordoña y antes a Quercy; donde en el verano de 1986 las trufas no salieron a causa de la falta de precipitaciones y se acusó a los arbicultores de Tant-et-Garonne de contratar aviones antinubes para preservar sus frutales.

   En Estados Unidos, tras arreciar la sequía en Maryland, los lugareños achacaron la falta de lluvia a individuos que «intentaban alterar el clima vertiendo productos químicos sobre las nubes», razón que llevó en 1983 al gobernador del estado a promulgar una ley que castigaba las actividades de los ladrones de nubes —si bien ninguno de ellos pudo ser apresado.

   Tanto en España, Francia y Estados Unidos los misteriosos aviones sobrevolaron los cielos en época de sequía. Antes que ellos, sacerdotes y brujos habían intentado controlar en vano la metereología. En el siglo V, por ejemplo, la liturgia romana conocida por ad pretendam pluviam intentó sustituir a las «robigalias», fiestas paganas en las que se hacían procesiones y súplicas especiales a los dioses.

   Sólo siglos después, estos conjuros, mitad brujeriles, mitad eclesiásticos —valga recordar la lluvia torrencial que se atribuye a Santo Domingo y que sacó a Segovia de una persistente sequía—, recibían la inestimable ayuda de la ciencia. Así, durante el siglo XIX se puso de moda atizar cañonazos a las nubes, mientras las campanas de las iglesias tañían al aire en busca de comprensión divina.

   Sin embargo, donde antes habían seres mágicos ahora nos encontramos con tecnología, con avionetas que reencarnan a gráciles brujas montadas en ecológicas escobas. Lo demás, sería aceptar un fenómeno natural: la sequía. Al fin y al cabo, los afectados se niegan a admitir que la naturaleza se comporte de un modo tan caprichoso, al socaire de ciclos más o menos periódicos. Decir que la sequía no tiene un origen natural, es aceptar la influencia de fuerzas externas, de oscuros intereses políticos que el Gobierno no tiene intención de investigar y que, en última instancia, explicarían por qué a lo largo de este siglo los antiguos seres sobrenaturales que nos visitaban se han vuelto «sobretecnológicos», aportando ese toque de racionalidad científica exigible a cualquier superstición popular que pretenda una larga vida.

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