martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Regalos y promociones de las tabacaleras,

  Actos filantrópicos Las tabacaleras extendieron el siguiente bulo: si conseguías acumular un kilo de los plásticos que envuelven los paquetes de cigarrillos, un minusválido lograba una silla de ruedas de regalo. Esta leyenda hacía que gente de buena voluntad continuara enganchada pues, si bien fumar es malo, por lo menos se contribuía a una buena causa. El problema venía cuando conseguías acumular el kilo de envoltorios e ibas al estanco.



   ISABEL MIRANDA



   Valencia Andres Ibáñez Fortea, un barcelonés de 38 años, coleccionó en 1984 hasta un millón de puntos que salían en las cajetillas de Winston americano, reconocible por su etiqueta azul. Estos se encontraban fuera del alcance de la vista, en la patilla inferior del paquete. Allí se apreciaban una o dos cifras que, multiplicadas entre sí —por ejemplo 20 por 50 igual a mil puntos—, daban el botín logrado. Aunque Andrés no recuerda quién le comunicó la pseudopromoción, la cosa funcionaba más o menos así: al llegar a 200.000 puntos se obtenía una silla de ruedas, mientras que con un millón la casa R. J.
   Reynolds te regalaba un reloj de oro.

   En aquella época, era hasta cierto punto habitual ver en las Ramblas de Barcelona —donde se vendía esta marca de contrabando— a jóvenes con la mirada perdida en el suelo. Buscaban el Winston «pata negra» y, a la vez, contribuían a hacer más limpia la ciudad.

   Por los testimonios que logramos recoger en toda España, la leyenda estaba muy extendida y lo único que difería era la cantidad exacta de puntos que daban derecho al regalo y las características del premio, que oscilaba entre un encendedor Dupont de oro, una silla de ruedas, un reloj o el sorteo de un coche.

   En los principales estancos de Madrid, Valencia y Barcelona habían oído hablar de la supuesta promoción, que algunos relacionaban con un programa de radio y otros con un infundio interesado.

   Pero lo bien cierto es que muchos se conjuraron para sacar oro de aquello que con tanto desdén despreciaban los zapatos.

   El recurso de conferir valor a algo objetivamente inútil, llámese arandelas de bebidas refrescantes, chapas, celofanes de tabaco y etiquetas de productos muy diversos, era empleado desde el siglo XIX por empresas «pecaminosas» —tabaco, bebidas, dulces, etc.— para expiar las culpas de sus clientes. Al hacer algo bueno con los envoltorios, los consumidores redimían su mala conciencia, ya que el daño que se infligían a sí mismos quedaba contrarrestado por el bien que hacían a otros.

   Según cuenta Gary Alan Fine en el capítulo Redemption Rumors de su obra Manufacturing Tales, aguda recopilación de artículos sobre el «sexo» y el «dinero» en las leyendas contemporáneas, los orígenes de esta técnica de marketing se remontan a 1850 cuando Benjamin Talbot Babbitt, un fabricante de jabón, decide vender pastillas individuales con su propio envoltorio, cuando antaño se expedían en largas barras que el comerciante troceaba según las necesidades del cliente.

   La campaña fracasa estrepitosamente —«el envoltorio no sirve para lavar», aducen los mujeres. Pero el éxito llega de forma abrumadora cuando se incluye un incentivo: una litografía de vivos colores a cambio de 25 paquetes vacíos.

   En décadas posteriores, otros fabricantes recurren a campañas semejantes. Los cupones de café Arbuckec se canjean por tirantes o café; los cereales Grape Nuts regalan un vale descuento por valor de un centavo para la próxima compra; la compañía General Mills obsequia con una cucharilla a cambio de equis bonos y así hasta un largo etcétera. También la firma R.J. Reynolds entrega vistosos mecheros por paquetes de Camel vacíos, mientras que American Brands obsequia con cinco cartones de cigarrillos Pall Mall por cada 500 cajetillas vacías recibidas.

   Tras la Guerra Civil, también en España se popularizaría esta técnica comercial. Con «el cupón del hogar» y en función del volumen de compras realizado, un sinfín de establecimientos ofrecían unos vales que había que pegar en una cartilla. Cuando se tenían los puntos necesarios, el usuario se hacía merecedor de ciertos regalos proporcionales a la cantidad recogida —ollas, vajillas, cuberterías, etc.que, generalmente, se retiraban en los economatos.

   Por lo demás, prosigue Gary Alan Fine, el punto de encuentro entre el mundo de los negocios y los aparatos médicos se remonta a 1936 cuando la empresa Liggett Meyers impulsa una campaña que permite canjear las etiquetas de Vets Dog Food —una marca de comida para perros— por uno o dos centavos, que van a parar a la cuenta bancaria de una fundación de perros guías de Chicago.

   Desde 1950 hasta 1985 la noticia de que algunas empresas subvencionan aparatos médicos para los necesitados cobra un inusitado ímpetu. En Syracuse (Estados Unidos), un centro comercial recibe dos millones de cajetillas de tabaco vacías, circunstancia que se repite en otros lugares y que, en principio, permite a los hospitales comprar litros de sangre —financiados por las empresas—, sillas de ruedas, perros guías, pulmones de acero y máquinas de diálisis. Tanto es así, que Gary Alan Fine remite una carta a 133 fabricantes preguntándoles si han oído los rumores que afectan a su marca. De las 101 empresas que contestan, 17 reconocen estar al corriente, entre ellas Pepsi Cola, Kellogg's, R.

   J. Reynolds y Philip Morris.

   La potencia de la leyenda urbana es tal que en Estados Unidos, personas que han reunido la cantidad necesaria de enseres —etiquetas, celofanes, cajetillas, etc.— y no saben qué hacer con ellos, se resisten a tirarlos con el pretexto: «Pero ¿y si los tiro y luego encuentro a alguien que los necesite?».

   Por norma general, las donaciones tienen por destinatario a un niño de corta edad, normalmente de entre dos y nueve años, que necesita perentoriamente ayuda y que en algunos casos tiene nombre y apellidos. Otras veces se trata de muchachos con enfermedades terminales que quieren cumplir un último deseo. Este es el caso de Drall Sheford.

   La Biblioteca de Andalucía en Granada remitió una carta fechada el 13 de marzo de 1977 en la que podía leerse:

   Por la presente solicitamos su colaboración continuando la cadena de solidaridad realizada por las entidades que incluimos en el anexo con el objeto humanitario de ayudar a que se cumpla el deseo de un niño de siete años que sufre cáncer terminal y cuya ilusión es figurar en el libro Guiness de los récords como propietario de la mayor colección de tarjetas de diferentes empresas o entidades de todo el mundo. Rogamos su colaboración no rompiendo la cadena. Para ello deberá remitir un dossier como éste a otras diez entidades a su elección y, al mismo tiempo, enviar una tarjeta de su entidad al niño Drall Sheford, 38 Shelby Road, Carchalton, London, England.

   La lista de instituciones que habían participado en la cadena solidaria era impresionante —ocupaba unas cincuenta páginas— y en ella figuraban, entre otras, la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid, la Escuela de Estudios Árabes de Granada, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas —CSIC—, el Instituto de Investigaciones Agrobiológicas de Galicia, la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, la Asociación Valenciana de Empresarios de Cerámica, la Universidad de Santiago de Compostela, la Fundación Cultural de la Caja de Ahorros del Mediterráneo, el ayuntamiento de Haria (Las Palmas), la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona y así hasta un larguísimo etcétera. Cada una de estas entidades había mandado el mensaje a diez empresas distintas —listas que se incluían fotocopiadas.

   A pesar del buen corazón de los remitentes, nos tememos que fueron engañados. En nuestros archivos se apilan decenas de peticiones parecidas cuya falsedad está comprobada. Es el caso de Brian Miranda, «que se encuentra internado en el Hospital Niños Pedro Garraham (sic.)» y que necesita que le mandes un centavo para su curación; de Jessica Mydek, una «niñita norteamericana que sufre un caso muy agudo y muy raro de carcinoma cerebral» que implora tres centavos para su tratamiento; de Craig Furr, un chaval británico de seis años que sufre un tumor cerebral y que quiere visitar Disney World antes de morir; de Anthony Parkin, martirizado por la leucemia y que desea recibir postales «para poder vivir entre nosotros para siempre», etc.

   Pero si hay un caso emblemático y verídico de filantropía éste es el de Craig Shergold. Su historia comienza cuando el 28 de septiembre de 1989 el periódico sensacionalista inglés The Sun publica que Craig Shergold, nativo de Carshalton, pequeña localidad al sudeste de Londres, es víctima de un maligno tumor cerebral. A pesar de haber sido tratado con quimioterapia, su estado es muy grave, por lo que intenta batir el récord mundial de recogida de postales para figurar, a titulo póstumo, en el libro Guiness de los récords. Con tan loable propósito, The Sun decide incluir en su edición un cupón-respuesta para superar la plusmarca de otro inglés de doce años, Mario Mosby que cuenta en su haber con 1.000.265 cartas postales.

   Tras reiterados llamamientos de The Sun, Craig consigue el 18 de noviembre de 1989 hacerse con el récord −1.000.266 postales— y a finales de ese mes ya dispone de 1.256.266 cartas. Posteriormente otros lugares se suman a la campaña, caso del periódico de Hong Kong South China Sunday Morning Post. La respuesta es extraordinaria y, en marzo de 1990, Craig dispone de 7.500.000 postales, inscribiendo finalmente su nombre en el Libro Guiness en 1991 con 16.250.692 cartas recibidas. En diciembre de ese año, Craig inaugura una exposición en Londres, consagrada al récord, donde se exponen algunas de las 33 millones de cartas recibidas por entonces.

   En noviembre de 1990 Craig encuentra a un millonario altruista, John Kugle —según la revista Fortune el hombre más rico de Estados Unidos—, que ansía conocerlo. Kluge contacta con el neurocirujano Neal Kasell, especialista en tumores cerebrales en la Universidad de Virginia, y le opera en Charlottesville el primero de marzo de 1991. La intervención, sufragada por Kugle y la compañía aérea American Airlines, es un éxito y Kasell erradica el 90 % del tumor, que además no es cancerígeno. Poco después es recibido en Gran Bretaña con los honores de un rey.

   En la actualidad Craig Shergold tiene veinte años y una salud envidiable. Sin embargo, sigue recibiendo postales y figura como precursor de una saga de niños enfermos que recurren a la solidaridad de sus semejantes para lograr sanar sus males. Decenas de casos similares se han registrado desde entonces en España. Por otra parte, la empresa que apadrina el libro Guiness ha retirado la categoría «más tarjetas», ante el temor de que se repita lo sucedido. Por último, algunos desaprensivos han hecho circular por Internet el nombre de niños supuestamente enfermos, sirviéndose de nombres de indudable mal gusto: Jessica Mydek —apellido que recuerda al falo masculino—, Craig Furr —«fur» podría traducirse por saburra, esto es, la pasta blancuzna que se forma en la lengua— o Anthony Parkin —patronímico equiparable a vomitar.

   Por lo que se refiere a las compañías tabaqueras con que se iniciaba este relato, han institucionalizado los regalos que antes sólo eran leyendas. Así, en marzo de 1999, la casa R. J.

   Reynolds, fabricante de Winston, tenía una promoción consistente en reunir el papel de aluminio que se encuentra al desprecintar el paquete. Cada papelito contenía un número de «cities» con las que se podía visitar Nueva York, San Francisco, Los Ángeles y Nueva Orleans tras tomar parte en un sorteo.

   Además se podía ganar un reloj de pulsera −200 «cities»—, un discman −700 «cities»— o un chubasquero −75 «cities»—, entre otros accesorios y complementos.

   Otro tanto hacía Philip Morris, productora de Marlboro, sólo que en este caso las «cities» eran «miles» (millas). Con 625 millas se lograba un termo de 700 cl de acero inoxidable, con 225 una linterna, con 185 un cenicero y con 550 una mochila, entre otros regalos.

   También Pall Mall, otra de las firmas legendarias, se sumaba a la fiebre y ofrecía por quince códigos de barras de tabaco light un compact disc que se abría con el Free de Ultra Nate y que cerraba Gloria Gaynor con 1 am what 1 am.

   Las sillas de ruedas, los litros de sangre y los pulmones de acero habían pasado a mejor vida, para desazón de tantos muchachos que rastreaban el suelo de las Ramblas de Barcelona con la esperanza de ser tempranamente ricos con su reloj de oro o de facilitar una silla de ruedas a alguien más necesitado que ellos.

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