martes, 26 de febrero de 2019

Leyenas urbanas: Elefantes abollacoches

 Elefantes abollacoches ¿Cómo sabes que hay un elefante en tu bañera? Por el leve olor a cacahuetes de su aliento. ¿Cómo sabes que a una mujer la ha violado un elefante? Porque estará dos años embarazada.
   He aquí un par de ejemplos, citados por Alan Dundes en su obra Cracking Jokes, de un género que estuvo muy de moda allá por los años sesenta: los chistes de elefantes. Fue también por esas fechas cuando empezaron a surgir las primeras leyendas modernas con paquidermo incluido. Tom Buckley, periodista del New York Times, recoge una de ellas en un artículo del 5 de mayo de 1975.

   El «suceso» descrito se inicia cuando una mujer aparca su flamante Volkswagen «escarabajo» en el Madison Square Garden de Nueva York, con la intención de comprar unas entradas para el circo.

   Mientras está en la taquilla, se pasea por el aparcamiento un elefante, al cual han sacado para que se airee. De pronto, el animal confunde aquel cochecito rojo con el taburete que forma parte de su número y se sienta encima, hundiéndole completamente el techo. Los responsables del circo le proporcionan un atestado donde se cuenta lo ocurrido y se comprometen a pagarle la factura del chapista. Cuando la policía la para en el viaje de vuelta, sospechando que ha tenido un accidente y se ha dado a la fuga, podrá demostrar su inocencia gracias a dicho atestado, evitando que la sometan a la prueba de la alcoholemia.

   Si hemos puesto «suceso» entre comillas, es porque las concienzudas gestiones que llevó a cabo Tom Buckley para localizar la fuente de la noticia sólo sirvieron para irle remitiendo a una cadena sin fin de «amigos de amigos» que aseguraban haberla oído de bocas cada vez más lejanas. Por último, el portavoz del circo confirmó lo que cabía prever: se trataba de una historia apócrifa que llevaba unos quince años circulando.

   En efecto: como demuestran Jan Brunvand, Bengt af Klintberg y Rolf Brednich, los elefantes abollacoches también han depositado repetidamente sus demoledores traseros sobre las frágiles carrocerías de automóviles alemanes, suecos, británicos y españoles. Véronique Campion-Vincent menciona un brevísimo suelto publicado en el periódico France-Soir del 8 de marzo de 1963, en el cual se describe una versión situada precisamente en nuestro territorio.

   Según esta reseña (que ya quisiera para sí el dibujante Ibáñez) parece ser que un guardia de tráfico se puso a tocar el silbato cerca de un elefante; éste, quién sabe si tomando el pitido por una de las señales de su domador, se subió entonces al vehículo de nuestro paisano (que muy bien pudiera ser un «seiscientos», a juzgar por la fecha), y bailó sobre él con el mismo aplomo que debía de mostrar en su taburete de la pista circense. En esta ocasión no hubo atestados que disculparan al conductor, quien terminó en la comisaria por supuesta ebriedad.

   Si calificábamos de frágiles las carrocerías de los coches siniestrados es porque éstos suelen ser utilitarios de pequeñas dimensiones: «Fiats», «escarabajos», «Minis» o «Dos Caballos». La aguda desproporción entre el gigantismo del elefante y el enanismo de tales vehículos refuerza el efecto cómico de esta clase de relatos y los sitúa en la órbita de ciertos gags visuales de invariable eficacia.

   Un circo, por ejemplo, utilizó de reclamo publicitario un cartel donde se veía un elefante sentado en un Volkswagen para anunciar su llegada a Estocolmo.

   A finales de los años setenta la leyenda empieza a sufrir mutaciones y cristaliza en una variante que circula primero por Gran Bretaña, luego por el resto de Europa y con el tiempo se incorpora a la tradición norteamericana. En esta nueva versión, el circo se convierte en «safari-park» y el alcohol adquiere un fatal protagonismo. El relato que sigue presenta ya todas estas innovaciones. Nos lo cuenta Paco Barquino, escritor y profesor de literatura residente en Barcelona, tal como se lo narró un alumno suyo:

   Un matrimonio acaba de estrenar un coche nuevo y decide conducir hasta un safari-park para celebrarlo. En la zona de los elefantes, la mujer, pensando que no corre peligro, baja un poco la ventanilla para refrescarse un poco del calor. Uno de los paquidermos, acostumbrado a recibir comida de los turistas, introduce la trompa por el hueco de la ventanilla abierta reclamando su ración. La mujer, espantada, la cierra tan apresuradamente que, en su torpeza, atrapa la trompa del animal. El elefante reacciona de forma violenta intentando liberarse del cepo, y cuando finalmente lo consigue tras un breve forcejeo, se venga del matrimonio golpeando con furia el capó con su trompa hasta abollarlo.

   Cuando el matrimonio consigue escapar del ataque del elefante, se presenta, muy nervioso, en la recepción del safari-park para explicar lo sucedido. El gerente que les atiende les escucha sin sorpresa y les tranquiliza contándoles que este tipo de accidentes es tan común que hasta disponen de un seguro a disposición de los clientes para casos así. Mientras el gerente rellena los papeles del seguro, sirve una copa de coñac al matrimonio para que acabe de tranquilizarse.

   Una vez cumplimentados todos los trámites del seguro, el matrimonio se marcha de vuelta a casa con su coche abollado. Unos kilómetros más allá, la fatalidad quiere que tropiecen con un accidente de tráfico. Un coche medio atravesado en la carretera y un hombre inconsciente tendido en el asfalto les impiden el paso. El matrimonio baja de su automóvil para atender al herido. Ellos son los primeros en llegar al lugar del siniestro.

   Al descubrir el cuerpo inmóvil del conductor, no se atreven a tocarlo y aguardan ayuda. Enseguida llegan más coches y, entre ellos, uno de policía. Los hombres de la ley, al ver el coche abollado de nuestro matrimonio, deducen que se ha visto implicado en el accidente.

   Nuestro matrimonio proclama su inocencia inútilmente explícándoles que el responsable de aquel destrozo ha sido un elefante. La policía frunce el ceño al escuchar la anécdota del safarí-park.

   Creyendo que es un bulo, hace la prueba de alcoholemia al matrimonio. Evidentemente, el coñac que había ingerido en la recepción del safari-park mientras el gerente formalizaba los papeles del seguro es una prueba inculpatoria demasiado contundente. Las pruebas circunstanciales les acusan. Ellos han provocado aquel accidente por conducción temeraria en estado de ebriedad.

   En esta versión se da una coincidencia única, intraducible a otros idiomas, que confiere al relato una curiosa circularidad y apunta hacia una moraleja rebosante de justicia poética. Obsérvese que la mujer «atrapa la trompa» al pobre elefante, que sólo mendigaba un puñado de cacahuetes. Más tarde, esta frase literal reaparecerá en forma figurada, al sobreentenderse que el marido «pilla una trompa» (se emborracha) y por ello es acusado de la autoría del accidente: dificilmente podría encontrarse una aplicación más ingeniosa de la ley del Talión: ¡quien pille la trompa a un elefante, lo pagará pillando una trompa!

   Puede que esta elucubración no se apoye más que en un juego de palabras más o menos afortunado; ahora bien, aunque el retruécano no sea posible en otras lenguas, la asociación metafórica entre los elefantes y el alcohol sí que lo es. Nos referimos a la creencia popular de que los bebedores empedernidos ven «elefantes rosas». Ignoramos en qué momento se introduciría la fatídica copa de coñac en la leyenda del elefante abollacoches, pero lo cierto es que constituye un magnifico hallazgo argumental. No sólo encaja a la perfección en la trama, sino que la reviste de un significado mucho más punzante: a los ojos de la policía, el inocente conductor será culpable de «conducción temeraria en estado de ebriedad», y cuando éste intente justificarse, no conseguirá otra cosa que redondear involuntariamente el primer malentendido con una excusa que ejemplifica, al más puro estilo del chiste o el tebeo, las alucinaciones de un alcohólico a las puertas del delirium tremens.

   Esta leyenda constituye una magnífica ilustración de las jugarretas del destino a que está expuesta cualquier persona de conducta ejemplar y que pueden poner en entredicho su honradez.

   En The Choking Doberman Jan Brunvand recoge una versión en que la protagonista es nada menos que una monja, a la que también acusan de haber empinado el codo. Algunos conocedores del carácter germánico nos proponen una interpretación semejante. Según su teoría, la reiterada presencia de «escarabajos» Volkswagen podría delatar el origen alemán de la leyenda. De ser cierto, opinan dichos germanólogos, el temor reverencial que inspira la «autoridad» a los alemanes se vería reflejado en una situación que para ellos encarnaría la peor de las pesadillas: ser acusados injustamente de un delito causado por una cadena de fatalidades absurdas.

   En el último relato de este capítulo, del que no hemos encontrado equivalentes extranjeros, no aparece elefante alguno. Lo que si que hay en él, como observará el lector, son algunos motivos que recuerdan la leyenda del elefante y el safari-park. Uno de ellos es el alcohol, que desempeña una función parecida: inculpar a un inocente. Tendríamos aquí otro ejemplo de la flexibilidad de los temas y motivos de las leyendas urbanas. La recreación colectiva los combina y recombina sin cesar. De este modo se van generando tipos y subtipos autónomos y bien tramados, con grandes diferencias formales pero provistos de idénticos elementos de fondo. Nos lo cuenta Miriam, una informadora de Tarragona:

   Un chico va conduciendo solo por la carretera y tiene un accidente contra otro coche conducido por una chica. Ninguno de los dos se hace daño pero los coches quedan prácticamente destrozados. La chica (muy atractiva, por cierto) le dice: «¿Estás bien? Sí, estás bien. Y yo también. No tengo ni un rasguño. Esto debe de ser cosa del destino. El destino nos ha unido. Es una señal».

   El chico, encantado y desconcertado por lo extraño de la situación, le da la razón a la chica. «Sí, sí, debe de ser cosa del destino» (a ver si cae). La chica se dirige al coche y coge una botella de vino que ha quedado intacta. Se la ofrece al chico para que «le quite el nerviosismo y para hacer la situación algo más agradable y celebrar su encuentro». Él, nervioso, se bebe media botella y cuando se la pasa a la chica, ésta tira el resto del vino y rompe la botella en añicos. Le dice al chico: «Ahora esperaremos a que venga la policía...».

   Y luego, por si teníamos alguna duda, nuestra informadora de Tarragona alude al quimérico «amigo de un amigo», aportando pruebas concluyentes de las raíces legendarias del relato:

   Esta historia me la explicó ayer (28 de febrero de 1999) un amigo como si fuera verdad. (Un caso real, aunque luego bromeó diciendo que se la había contado no sé quién.)

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