Sankuntala, la amada de los pájaros, es la más delicada flor del teatro oriental. Una doncella, llena de sencillez campestre y religiosa; un joven rey cazador, hijo de la luna, y el amor luchando contra el destino. Éste es el fondo del hermoso drama, escrito, no se sabe cuándo ni dónde, por el antiguo poeta Kalidasa.
Hay en la India, al pie del monte Himavat, un bosque sagrado donde viven los ascetas consagrados a la meditación y a la sabiduría. Sus lagos son de agua azul, siempre inmóvil; el arroz silvestre crece allí espontáneamente junto al césped de los sacrificios, y los animales del bosque son sagrados para el cazador, de afiladas flechas, que debe entrar humilde y desarmado en el silencioso recinto.
En este bosque habita la doncella Sakuntala, hija adoptiva del asceta Kanva. Ella, hermosa y delicada como un jazmín recién abierto, cuida las plantas y los animales del bosque. Con granos de arroz y dándole de beber la leche en el cuenco de su mano ha criado un cervatillo, que salta siempre alegre detrás de sus pasos. Sus amores son las flores y los árboles, que riega y mira crecer día por día; y su gran fiesta, cuando, a la llegada de la primavera, estallan en el bosque los primeros brotes.
Un día, el joven rey Duchmanta, descendiente del dios de la Luna, llegó de caza al santo lugar. Venía en su veloz carro, con el arco de bambú atado a la muñeca, persiguiendo a una gacela negra, que penetró jadeante en el bosque de los solitarios. Internóse el rey tras ella, y tendía ya su arco dispuesto a disparar cuando una voz le contuvo diciendo:
—¿Quién se atreverá a manchar de sangre el bosque de la meditación? Detén tu brazo, no caiga tu flecha en el cuerpo de la humilde gacela como un rayo en un búcaro de flores.
Entonces el rey se dio cuenta del lugar en que se hallaba; descendió del carro y, dejando en él su manto y sus armas, porque en el recinto sagrado debe penetrarse con vestiduras sencillas, se dirigió al interior del bosque en busca de la ermita del venerable Kanva.
A su paso, el pájaro no se espanta en la rama donde canta, y el gamo, que pace junto al sendero, levanta su cabeza para mirarle dulcemente.
—De pronto oyó el rey, en un bosquecillo de bambúes, voces y risas de mujer, y se puso a observar entre el follaje. Era la hermosa Sakuntala, que con otras dos doncellas, regaba los árboles. Llevaba una humilde vestidura de corteza de árbol, sujeta con leves nudos de cáñamo a los hombros, y adornada sus orejas con dos flores de acacia.
Así apareció a los ojos del rey, a través del follaje, sobre el verde tierno de la pradera, como un panal de miel nueva. Y Duchmanta olvidó al verla su palacio; olvidó la gacela que hasta allí le había llevado, y su corazón tembló en la quietud religiosa del bosque.
Luego, adelantándose, se presentó a las doncellas, que al verle quedaron un momento turbadas. Pero su noble aspecto y la delicadeza de sus palabras las tranquilizaron, y ofrecieron al desconocido el plato de leche, arroz y frutas, ofrenda sagrada de hospitalidad.
Los discípulos de Kanva llegaron al bosquecillo de bambúes, y reconociendo al rey Duchmanta, le dijeron que su venerable maestro estaba ausente rezando en los santuarios del Oeste, y le invitaron a pasar la noche en su cabaña. El rey no pudo negarse a ir con ellos, pero sus ojos no se apartaban de la hermosa Sakuntala, que quedaba allí.
Así iba, su cuerpo hacia delante y su alma hacia atrás, como la seda de una bandera llevada contra el viento.
Varios días permaneció el joven rey con las ascetas en la montaña sagrada. Su corazón adoraba a Sakuntala, y cuando al caer la tarde conversaba con ella, sentados sobre la yerba, sus palabras se entrelazaban como las ramas de los árboles.
Y al fin un día el joven rey le confesó su amor; temblando como un niño. Sakuntala bajó sus ojos de largas pestañas, y nada contestó. Pero sus manos cogieron una hoja de loto, y sobre ella escribió con la uña estas palabras: «No conozco tu corazón, pero día y noche el amor atormenta a la que ha puesto en ti toda su esperanza».
Al leer estas palabras, el joven rey la estrechó entre sus brazos. Y en el silencio del bosque, bajo los ojos de los dioses, le dio el juramento de esposo.
Días después llegó el séquito del rey al bosque sagrado, llamándole de nuevo a su palacio. Antes de partir, Duchmanta habló así a Sakuntala:
—Toma mi anillo de oro, esposa mía. En él está grabado mi sello y escrito mi nombre. Cuenta una letra por cada día, y cuando todas las letras hayan sido contadas deja el bosque de tu padre y vete a mi palacio.
Así se despidieron Duchmanta, hijo del rey de la Luna, y Sakuntala, la doncella sagrada, amada de los pájaros.
Largos son los días de la espera. Sakuntala está triste sin su corazón, contando día por día las letras del anillo, y las lágrimas del amor marchitan sus mejillas, como dos jazmines regados con agua hirviendo.
Un día Sakuntala, absorta en sus recuerdos, olvidó los deberes de la hospitalidad, no atendiendo al ermitaño Durvasa, que llegó al bosque, cansado y sediento. Y el ermitaño, ofendido, lanzó su maldición contra la doncella, diciendo:
—El rey no se acordará de Sakuntala, como el hombre ebrio no recuerda sus palabras del día anterior. Sólo el anillo nupcial le devolverá la memoria. ¡Ay de Sakuntala si pierde su anillo!
Pero la doncella no oyó la maldición. Y el destino cruel arrebató el anillo de su mano un día al entrar en el baño, en el celeste Ganges de las tres corrientes. Entre las aguas del sagrado río se hundió el anillo nupcial, y con él se hundieron entre la espuma los recuerdos del rey.
Cuando el día de la promesa llegó, las doncellas del bosque engalanaron a Sakuntala y ungieron sus cabellos. El venerable Kanva, que llegó aquel día, la bendijo y dirigió su palabra al bosque diciendo:
—¡Árboles sagrados! La que no quería beber cuando vosotros no habíais bebido; la que, gustando de adornarse, no cortaba, por miedo a heriros, ni una sola de vuestras ramas, Sakuntala, se va a la casa de su esposo. ¡Dadle todos vuestro adiós!
Y entonces se obró un perfumado milagro. Un árbol produjo un vestido de lino, blanco como la luna; otros destilaron su jugo de laca, de gomas y resinas para perfumarla, y otros le tejieron brazaletes de fibra y coronas de hojas y flores. Y el cuclillo del bosque cantó diciéndole adiós.
Sakuntala se despidió de su cervatillo. Dio tres vueltas alrededor del fuego sagrado, mientras sus compañeras levantaban ritualmente en sus manos los granos de arroz. Y luego, como manda la Escritura, todos los ascetas la acompañaron hasta el borde del agua.
Así se fue Sakuntala del bosque, llevando su perfume, como una rama de sándalo cortada y trasplantada a otro país.
Ya se retiraba el rey Duchmanta de su Consejo, cuando se le avisó la llegada a palacio de dos ascetas conduciendo a una hermosa doncella. El rey, respetuoso con los habitantes del bosque sagrado, les hizo pasar en seguida a su presencia, interrogándoles sobre el motivo de su llegada. Los ascetas respondieron, inclinándose:
—¡Seas siempre victorioso! El venerable Kanva te envía por nosotros su saludo. Venimos a traer la esposa a casa del esposo. He aquí, ¡oh rey!, a tu esposa Sakuntala.
Duchmanta se quedó absorto ante estas palabras, mirando fijamente a Sakuntala, que, temblando de emoción, no se atrevía a levantar los ojos. Ni el nombre de la doncella ni su rostro le recordaban nada. De este modo se cumplía la maldición del ermitaño Durvasa.
—Y bien —contestó el rey echándose a reír—. ¿Qué juego es éste? Yo no he visto en mi vida a esta linda muchacha ni he oído su nombre. ¿Cómo puedo tener una esposa a quien no conozco?
Pero como los ascetas no le acompañaran en su risa y le miraran severamente, Duchmanta se puso grave. Se acercó a la doncella, contemplándola largamente, sin reconocerla, pero conmovido por su belleza y su sonrisa inocente. Así estaba Sakuntala, entre los dos severos ascetas, como una rama verde entre hojas amarillas.
—Hermosa niña —dijo el rey con ternura—. ¿Qué prueba puedes darme de que eres mi esposa? ¿Tienes en tu dedo mi anillo nupcial?
Sakuntala, con un rápido gesto de alegría, fue a mostrar su anillo; pero entonces echó de ver que lo había perdido al bañarse en el sagrado Ganges de triple corriente. Y dos lágrimas temblaron suspendidas en sus largas pestañas. Luego, las fuerzas la abandonaron y hubo de apoyarse, desfallecida, en sus compañeros, cerrando los ojos.
Duchmanta, conmovido por el dolor de la joven, llamó a su preceptor, un anciano lleno de sabiduría, que sabía encontrar la verdad entre las mentiras como el cisne que bebe la leche sin tocar el agua que se ha mezclado en ella. Y le interrogó diciendo:
—He aquí que esta muchacha dice ser mi esposa, y yo no la conozco. ¿Cómo puedo saber la verdad?
Y el sabio respondió:
—Esta muchacha va a tener un hijo. Espera, ¡oh rey! Si el recién nacido tiene su mano derecha la figura de una rueda, las profecías se habrán cumplido y el niño será tuyo.
Con estas palabras los ascetas dieron por terminada su misión y, rechazando a Sakuntala, que, llorando acongojadamente, quería regresar con ellos, tomaron el camino del bosque.
Sakuntala, entonces, huyó del palacio, llena de dolor y de vergüenza, maldiciendo el duro corazón de Duchmanta. Y por más que centenares de esclavos la buscaron por todas partes, no fue posible encontrar su paradero.
Un día los guardas de palacio prendieron a un pescador, al que encontraron un anillo de oro con el sello y el nombre del rey. Fue llevado a presencia de Duchmanta, acusado de ladrón. Pero el pobre pescador negó tal delito, afirmando que el anillo lo había encontrado en el vientre de un pez caído en sus redes en el celeste Ganges.
Tomó el rey el anillo en sus manos, y al contemplarlo su corazón latió apresuradamente. Como una nube que se descorre dejando paso al sol, así el olvido se descorrió en su alma, y las escenas del bosque sagrado, la persecución de la gacela negra, el amor y el juramento de Sakuntala se presentaron nuevamente ante sus ojos.
Puso Duchmanta en libertad al pescador, regalándole el joyel de su turbante. Y mandando uncir su brillante carro, marchó al galope de sus caballos hacia el bosque sagrado.
Pero Sakuntala no está en el bosque ni en el reino. Nadie la ha vuelto a ver, nadie puede indicar sus huellas. Y Duchmanta llora de dolor y de arrepentimiento, un año y otro año, afligido por el recuerdo de Sakuntala, la amada de los pájaros.
Cuando el cielo estalló la lucha entre los dioses y los gigantes, el celeste Indra envió su carro, húmedo de rocío, al joven Duchmanta, hijo del rey de la Luna, para que le ayudara en el combate. Y en el veloz carro de oro, disparando sus flechas por encima de los relámpagos, Duchmanta venció a los gigantes. Recibió en premio una guirnalda de flores de «mandara», uno de los cinco árboles eternamente floridos en el cielo de Indra.
Y al regresar a la tierra, Indra hizo que el celeste carro se detuviera en la altísima montaña Cumbre de Oro, consagrada a la penitencia, donde las almas puras, más altas que las nubes, se acercan a los dioses.
Allí con el cuerpo ceñido de pieles de serpientes, apretado el cuello por un dogal de lianas secas, largos los cabellos donde anidan los pájaros, los penitentes solitarios rezan inmóviles de cara al sol.
Apeóse el joven Duchmanta para recibir la bendición de los solitarios. Y al internarse entre los árboles vio a un hermoso niño que jugaba con un cachorro de león. Reía el niño, agarrando al león por la melena, y Duchmanta, gratamente sorprendido por la belleza y el valor del pequeñuelo, se acercó a él, mirándole conmovido. Como el rey no tenía hijos, siempre que veía a un niño su corazón se llenaba de ternura y de tristeza.
Y sucedió entonces que al niño se le cayó un talismán que llevaba colgado al cuello, y el rey se agachó para recogerlo. Al hacer esto, el aya del niño, que llegaba en aquel momento, lanzó un grito diciendo:
—¡Desdichado extranjero! No toques ese talismán, porque se convertirá en una serpiente. Sólo el niño y sus padres pueden tocarlo.
Duchmanta se quedó absorto ante estas palabras, porque ya había recogido el talismán y no lo veía transformarse en serpiente. Entonces, temblando de esperanza, cogió entre las suyas las manos del niño, y vio grabada en su diestra la figura de una rueda.
Y abrazándole, loco de gozo, le decía:
—¿Quién eres tú, hermoso niño, que pareces hijo de los dioses?
—Soy nieto del rey de la Luna —respondió el niño orgullosamente— Mi padre es el héroe Duchmanta, a quien nunca conocí.
Entonces apareció Sakuntala con el rostro demacrado por las mortificaciones y recogido el cabello. Y era aún más hermosa en su dolor, semejante a la liana de flor blanca con los pétalos agostados de sol.
Duchmanta cayó de rodillas ante ella, besando el borde de su vestido y pidiéndole perdón. Luego puso nuevamente en su dedo el anillo nupcial. Y en el carro de oro del celeste Indra volvieron los tres a su reino.
Los mismos dioses, conmovidos por esta sencilla historia, la escribieron después en verso, mojando sus pinceles en el rocío del cielo.
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