Escuchad ahora la bella historia de Nala y Damayanti, donde hay cisnes, elefantes, héroes y dioses. Está escrita en el libro de la selva de «Mahabaratha», el libro venerable de la India. Hace más de dos mil años la contó a los hombres antiguas el poeta Vyassa.
Virasena, que reinó en el país de los Nisadas, dejó dos hijos al morir. El mayor, Nala, era más hermoso que el mismo Indra, rey de los dioses. Cuando atravesaba la ciudad, al frente de sus ejércitos, parecía el sol en toda su gloria. Era valiente y piadoso, conocía los sagrados Vedas y protegía a los brahamanes.
Su hermano Puskara era enteco y envidioso. Le gustaba vivir en la sombra, y jamás se mezclaba con el pueblo. Nadie sabría decir si era valiente o cobarde, porque nunca se le vio en los juegos ni en la guerra.
Nala se entregaba con placer a la doma de caballos salvajes. Ninguno se le resistía; y a todos los reducía a la rienda y al yugo. Y con ellos vencía en la carrera a los más hábiles conductores de carros. Después de los Consejos, donde trataba los asuntos de su reino, se entretenía algunas veces en jugar a los dados. Y siempre tenía suerte; pero las ganancias del juego las repartía entre los ascetas y los mendigos. Nala no quería otras riquezas que las que se ganan con los brazos y con el corazón.
En el país de los Vidarbas reinaba el magnánimo Bhima. Tenía una sola hija, Damayanti, que era hermosa entre todas las doncellas. Su rostro era más gracioso que la luna creciente y sus ojos más bellos que la flor azul del loto. Su voz era tan melodiosa, que al hablar parecía que cantaba. Los viajeros que cruzaban el país de los Vidarbas celebraban por toda la tierra la belleza de Damayanti. El rey Bhima la adoraba, y le dio por doncellas a las más hermosas vírgenes del país.
¡Cuántas veces Damayanti oyó decir a sus doncellas: «Nala es el más hermoso de los reyes!».
Y ¡cuántas veces oyó Nala decir: «Damayanti es la más bella de las princesas!».
Así Nala comenzó a soñar con la princesa Damayanti. Ya no le divertían las fiestas de su palacio; escuchaba con impaciencia los discursos de sus consejeros, no prestaba atención a los emisarios de los reyes vecinos y buscaba la soledad de sus jardines. Allí, tendido sobre la yerba fresca, con los ojos entornados, soñaba con la bella princesa Damayanti.
Un día cogió de su jardín un cisne de alas doradas. El cisne, al sentirse preso, lanzó un grito y habló:
—No me mates, ¡oh rey! Si me concedes la vida yo iré al país de los Vidarbas, veré a la bella Damayanti y le diré cuánto la amas.
Nala sonrió, sorprendido y alegre; abrió su mano, y el cisne desplegó sus alas volando hacia el país de los Vidarbas.
Damayanti estaba en su jardín, bañándose con sus doncellas en un estanque florecido de lotos, cuando vio llegar un cisne de alas de oro, que se posó sobre el agua. La princesa se dirigió hacia él a nado, pero el cisne huía nadando más ligero que ella. Así lo persiguió por el agua y luego por la pradera, alejándose de sus doncellas. Entonces el cisne le habló con una voz como una canción:
—Escúchame, bella Damayanti, que vengo a ti como mensajero. En el país de los Nisadas reina el gran Nala; no tiene par entre los hombres y es más hermoso que los mismos dioses. Nala te ama y está triste de amor. Ámale tú, Damayanti, la más bella de las princesas. Que lo mejor se una a lo mejor.
Damayanti escuchaba al cisne, y sus labios se entreabrían oyéndole como una flor al sol. Después acarició tiernamente al mensajero de las alas de oro:
—Vuela, cisne querido, vuela al país de los Nisadas. Y di a Nala que se ponga en camino, que venga a casa de mi padre. La más humilde de las princesas se honrará con la visita del más hermoso y valiente de los reyes.
Y el cisne, rápido y sonoro, voló nuevamente al país de los Nisadas.
El rey Bhima envía heraldos por toda la tierra, convocando a una Asamblea nupcial donde la princesa Damayanti elegirá esposo. Corren los heraldos lanzando su pregón por todos los reinos, y todos los príncipes se ponen en camino hacia el país de los Vidarbas. Van en ilustres carros, seguidos de brillantes cortejos. Entre todos destaca el carro dorado de Nala, tirado por veloces caballos salvajes.
Es la víspera de la Asamblea nupcial. Hoy todos los caminos de la India conducen a la corte de la princesa Damayanti.
Y el pregón de bodas llega también a la mansión de los dioses. Allí están reunidos el celeste Indra, y el ardiente Agni, y Kali, el dios vengativo, y todos los demás dioses. Indra les dirige la palabra:
—Escuchad, inmortales. Mañana se celebra en la corte del magnánimo Bhima la Asamblea nupcial donde la bella Damayanti ha de elegir esposo. Damayanti es la más hermosa princesa de la tierra; todos los reyes arden en deseos de agradarle. ¿No iríamos nosotros a disputar a los reyes de la tierra la más bella de las princesas?
—¡Sí, sí! —contestan todos—. Descendamos a la corte de Bhima, y que Damayanti elija su esposo entre los dioses.
Y con deslumbrantes cortejos, Indra, Agni, Kali y todos los dioses se encaminan en carros de oro hacia el país de los Vidarbas.
Todos los pretendientes son introducidos en un amplio salón de techos altísimos, resplandeciente de oro y pedrerías. Bhima recibe a todos con el rostro sonriente, dichoso de ver en su reino a los más ilustres príncipes de la tierra. Cuando entran los dioses se inclina gravemente ante ellos, deslumbrado por su aire majestuoso. Pero cuando hace su entrada Nala se oye en todas partes un grito de admiración: es brillante como un héroe, hermoso como un dios. Entre los dioses se sienta; los príncipes le miran con envidia, y los mismos dioses no pueden ocultar su turbación.
En medio de un gran silencio aparece ahora la noble Damayanti. Trae en sus manos una guirnalda de lotos para ofrecerla al elegido de su corazón. Sus ojos, sonrientes y turbados, se posan sobre todos los pretendientes, y al ver a Nala, su corazón desfallece de gozo y de amor. Sin vacilar va hacia él para tenderle la guirnalda. Pero los dioses ven que van a ser públicamente derrotados por un hombre y rápidamente se ponen de acuerdo para evitarlo.
De pronto Damayanti se detiene con los ojos desmesurados de sorpresa. Todos los dioses han tomado figura de Nala, y Damayanti ve delante de sí cien Nalas, todos iguales. Entonces comprende que es una treta urdida por los dioses y les reza con toda la ternura de su corazón:
—¡Oh dioses! Bien sabéis que no puedo querer más que a Nala. El cisne me trajo su palabra de amor, y quiero serle fiel. ¡Oh dioses! Vuestra gloria es tan grande, que no puede caber en el amor de una débil mujer. ¡Oh guardianes del mundo! Presentaos en todo vuestro esplendor para que yo pueda distinguir al rey Nala, a quien ama mi corazón.
A estas palabras el milagro se desvanece. Los reyes celestes se presentan en toda su gloria: sus ojos están inmóviles, como grandes piedras preciosas, y sus pies no tocan en el suelo. En medio de ellos, Nala, con los pies en el suelo, tiembla de esperanza.
Entonces Damayanti, alegre y tímida, le tiende la guirnalda.
En medio de brillantes fiestas se celebran las bodas. Los poetas entonan sus mejores cantos en honor de Nala y Damayanti, y los mismos dioses, a pesar de su derrota, perdonan el orgullo de los hombres y dan su bendición a los desposados. Después se remontan a su cielo.
Sólo uno de ellos no quiso perdonar. Es Kali, el dios vengativo, en cuyas manos están la riqueza y la miseria.
Cuándo Nala y Damayanti regresan al país de los Nisadas vuelven sobre una larga alfombra de flores, bajo arcos de follaje y entre las bendiciones de su pueblo. Su reinado comienza con la mayor felicidad y los dioses inmortales les conceden un hijo y una hija.
Pero Kali no olvida su venganza, y busca la alianza de Puskara, el perverso hermano de Nala. Un día Puskara desafió a su hermano a jugar a los dados. Nala, por complacerle, accede a la partida, y el juego comienza. Detrás de Nala, invisible, está el dios Kali, que tiene en sus manos la buena y la mala suerte.
Nala juega un anillo de oro que brilla en su mano. Tira los dados; tira los dados Puskara, y Nala pierde su anillo. Después Nala juega un collar que brilla en su cuello. Y lo pierde también. Y pierde, una a una, todas sus joyas, y sus armas, y sus caballos, y sus carros de guerra. El perverso Kali sonríe; Puskara juega con frialdad. Y Nala se ciega cada vez más jugando, tentado por el dios, como si hubiera perdido la razón. Pasan las horas y los días y la partida no se acaba. Los consejeros de Nala están llenos de angustia. Damayanti, en su palacio, llora sin cesar. Pero Nala no escucha las palabras de sus consejeros ni piensa en su esposa ni en sus hijos. Juega siempre, cogido de una extraña locura, un día y otro día. Pierde todo su oro y su plata, sus palacios, sus jardines, sus tierras y sus vestidos.
Damayanti tiembla por la suerte de sus hijos, y con un ayo fiel los envía a la corte del rey Bhima, su abuelo. Después cae sobre su lecho, entre lágrimas y plegarias, esperando el regreso del esposo.
Nala ha jugado su derecho al trono y también lo ha perdido. Entonces Puskara le dice riendo:
—Dejemos el juego, hermano. ¿Qué te queda ya? Sólo tienes tuya a la princesa Damayanti. ¿Quieres que la juguemos también?
A estas palabras Nala recobra de repente la razón. Sin pronunciar una palabra se levanta, arroja sus últimos vestidos, y traspasado de dolor va en busca de Damayanti. La princesa le recibe en sus brazos llena de ternura:
—¡Oh mi bien amado! Querido me eras en toda tu gloria. Más querido me eres hoy en tu miseria. Desnudo estás como cuando naciste. Yo seré tu madre, y tu hermana, y tu esposa. De nuestras riquezas solo nos queda este trozo de tela grosera. Envolvámonos los dos en él.
Y abrazados, envueltos en el mismo lienzo, Nala y Damayanti abandonan el palacio. Cruzan la ciudad, salen al campo, y al caer la noche, santamente enlazados, se tienden sobre el suelo.
Nala llora. Damayanti canta y enjuga sus lágrimas.
Ahora está dormida Damayanti bajo la luna. Nala la contempla, conteniendo sus sollozos. Y piensa:
—¡Oh, Damayanti, esposa mía! Tu fidelidad te ata a mi triste destino. En los malos caminos, en el hambre y en el frío, en los bosques poblados de fieras y serpientes, bien sé que quisieras estar a mi lado. Pero ¿cómo podría resistir tanta fatiga tu carne delicada? Yo he pecado contra los dioses, olvidando mis deberes de rey y de esposo, y debo expiar mi culpa. Pero tú eres inocente, ¡oh, Damayanti! Vuelve a casa de tu padre, donde tus hijos te esperan. Yo iré a buscarte allí cuando mi esfuerzo logre vencer a mi desventura.
Así piensa Nala en silencio. Damayanti duerme y sonríe bajo la luna.
Para evitarle todas las amarguras de la miseria, Nala decide abandonar a Damayanti, pensando que al verse sola volverá a casa de su padre. Varias veces ha intentado ya huir, pero su amor le hace volver otras tantas veces al lado de la esposa dormida. Al fin, cuando el primer albor aclara el horizonte. Nala se decide. Sin despertarla, rasga en dos pedazos la tela que los cubre, toma uno para envolverse y la besa en silencio.
Después, llorando en su corazón, se pierde solo en la sombra de la selva.
¿Cuánto tiempo ha errado sola la bella Damayanti por el bosque sin fin? Ha caminado largos días y largas noches por las montañas y por las llanuras; ha visto los antros siniestros donde se guarecen las fieras y los bellos parajes donde cantan los pájaros. Ha atravesado ríos y lagos. Ha sido atacada por las serpientes y los malhechores. El viento y el sol han castigado su carne delicada. Y anda, anda siempre, llamando en voz alta a Nala, que la ha abandonado.
A los tigres pregunta por el hermoso Nala, y los tigres la miran dulcemente sin responderle. Pregunta a los ascetas de la Montaña Sagrada, y los ascetas le responden con palabras de luz:
—Sigue tu camino, bella Damayanti. Sufre y espera. Tú volverás a ver a Nala en toda su gloria. Él reinará muchos años sobre alegría de los pueblos, castigará a los malvados y subirá en su fuerte brazo a los honrados. Y los dioses os bendecirán. Sufre y espera, ¡oh Damayanti!
Y Damayanti sigue su camino. Unos mercaderes la recogen compadecidos de sus ojos de gacela y su belleza castigada de sol. Lleva la caravana gigantescos elefantes ricamente enjaezados y se dirige al reino feliz de los Chedis. En un campo verde acampan, junto a un lago florecido de lotos. Pero a media noche un rebaño de elefantes salvajes viene al lado, y al ver a sus hermanos los elefantes de la caravana convertidos en esclavos los atacan con rabia y aplastan a los mercaderes.
Así la bella Damayanti, mientras no llegue la hora del perdón, llevará la desgracia dondequiera que vaya.
Nala ha seguido su peregrinación, dura y terrible, igual que Damayanti. Largos días y largas noches ha caminado también, y se alimenta de frutas silvestres y raíces, bebiendo sus lágrimas. Un día llega a un bosque donde crepita un gran incendio. De entre las llamas oye salir una voz:
—¡Oh, gran Nala, sálvame, por amor de los dioses!
Nala se mete entre las llamas sin vacilar y salva de la muerte al desdichado. Era un Naga, un duende travieso, encantado en el bosque por la maldición de un asceta al que había interrumpido en sus meditaciones.
—Gracias, gran rey —dijo el Naga—. Tu valor me ha salvado. En prenda de gratitud voy a revelarte el porvenir. Aún sufrirás algún tiempo, ¡oh Nala!, porque la maldición de un dios te persigue. Pero tus penas alcanzarán su fin; volverás a ver a Damayanti y a tus hijos, y tu reino te será devuelto. Ahora escúchame y obedece: da veinte pasos hacia el río y cava allí un hoyo.
Nala obedeció. Cayó el hoyo y halló un manto rojo de tela grosera.
—Cúbrete con ese manto y mírate en el río.
Al mirarse en el río, Nala dio un grito de espanto. Su rostro estaba cambiado y era de una horrenda fealdad.
—Así irás por el mundo —agregó el Naga—, sin que nadie te pueda reconocer. Serás el más feo de los hombres y desempeñarás, ¡ oh rey!, los oficios más humildes. Vete al palacio del rey Rituparna y trabaja allí en los establos, sin acordarte de tu grandeza. No descubras a nadie tu nombre ni tu patria. Cuando encuentres de nuevo a Damayanti serás perdonado. Arroja entonces ese manto rojo y volverás a aparecer en todo tu esplendor.
Después, como la bruma de la mañana, el Naga desapareció.
Mucho tiempo ha pasado. Nala trabaja humildemente en los establos del rey Rituparna. Limpia las cuadras y los carros, da pienso a los caballos y doma los potros salvajes. No se avergüenza de su humilde oficio, pero sus ojos lloran día y noche recordando a la bella Damayanti, que abandonó en la selva.
Damayanti está ahora acogida en el palacio del rey de los Chedis, sirviendo de doncella a la princesa Sunanda.
El magnánimo rey Bhima, desde que supo la desgracia de Nala y Damayanti, arde en deseos de volver a verlos. Un día llamó al sabio brahamán Sudeva y le dijo:
—Mucha es tu sabiduría, Sudeva. Sólo tú puedes hallar a mis hijos Nala y Damayanti. Ve por la tierra y busca sin descanso, día y noche. Di a Nala que no tenga reparo en venir a mis brazos; le daré mil vacas, todas las tierras que quiera y la mayor de mis ciudades. Que los dioses te protejan, Sudeva.
Cien días habían pasado cuando Sudeva llegó al reino feliz de los Chedis. Fue a saludar a la princesa Sunanda, y al mirar a sus doncellas su corazón salto de gozo. A pesar del sol y del viento, a pesar del hambre y el frío, del cansancio y del tiempo, ¿quién no hubiera reconocido la voz maravillosa y la belleza de Damayanti?
Bien cumplió la mitad de su misión el sabio brahamán. Ahora ya está Damayanti al lado de sus hijos, en la casa de su padre. Y Sudeva vuelve a recorrer la tierra en busca del rey Nala. A los caminantes, a los pájaros, a las fieras, el buen brahamán preguntaba:
—¿Habéis visto cruzar por aquí a Nala, el más hermoso de los hombres?
Pero ¿quién podría reconocer a Nala en aquel feo mozo de los establos de Rituparna?
Así, al cabo de otros cien días llegó Sudeva al palacio de Rituparna. Tampoco allí sabía nadie el paradero del gran Nala. Pero los ojos de Sudeva saben ver lo que no ven los ojos de los otros hombres. Una noche oyó al mozo de los establos llorar, clamando por su amor perdido. Sudeva se fijó en sus manos, finas y blancas; en la tristeza de sus ojos de dulce mirada, en su manera de domar los potros salvajes y conducir los sonoros carros. Y en todo esto recordaba Sudeva al gran Nala; le preguntó su nombre y su patria, pero Nala, cumpliendo las palabras del Naga, se negó a decirlos.
Al fin Sudeva decidió hacer una última prueba. Si aquel hombre extraño era Nala lo demostraría en las carreras de carros, en que nadie pudo igualársele jamás. Y Sudeva habló al rey Rituparna delante de todos sus criados:
—Sabed, ¡oh gran rey!, que la princesa Damayanti, considerándose viuda, reúne mañana nueva Asamblea nupcial para elegir esposo. ¿No iréis vos allá, oh Rituparna?
—De buen grado iría. Pero el país de los Vidarbas está a cien leguas de aquí. ¿Quién podría recorrer en un solo día tan enorme distancia?
Al oír esto el corazón de Nala tiembla de emoción. De un salto se coloca ante el rey:
—Yo te llevaré, ¡oh Rituparna! Mañana al amanecer tu carro estará ante el palacio de la bella Damayanti.
Nala corre a los establos gritando y llorando de gozo. Unce al brillante carro dos potros sin domar, de sangre picante, que se encabritan y piafan nerviosos al sentir los frenos de plata. Rituparna, con Sudeva y su cortejo, monta en el carro. Nala, de pie, empuña las riendas, restalla su largo látigo, y envueltos en una nube de polvo, gritos relinchos, los caballos se lanzan a través del campo.
Damayanti se ha levantado esta mañana temprano y alegre como nunca. Su corazón ha soñado un dulce presentimiento. Está amaneciendo: en el jardín se escucha el bramido de los elefantes; en el estanque juegan los cisnes reales, y las flores se abren frescas al sol.
Damayanti sale a su terraza a respirar el aire limpio de la mañana. Allá lejos, en el camino, divisa un brillante carro. Se acerca, se acerca; parece que vuela. Un hombre lo guía cubierto con un manto rojo. Ya entra el carro en la ciudad, atronando sus calles dormidas. Ya llega ante el palacio. El hombre vestido de rojo desciende al suelo de un salto; corre a la puerta, derribando en su carrera a los centinelas, petrificados de asombro; sube la ancha escalinata como un loco, cruza las salas, llega a la terraza, Grita sin aliento:
—¡Damayanti, Damayanti!
Y arroja al suelo el manto rojo, apareciendo de repente en todo su esplendor.
—¡Oh Nala, mi bien amado!
Y Nala y Damayanti se abrazan sin palabras.
En el jardín del rey cantan los ruiseñores.
El gran Nala recobró su reino, del que cedió generosamente la mitad a su hermano Puskara. Siempre reinó para la justicia y el amor.
Y los hombres y los dioses fueron dichosos largos años con la dicha de Nala y Damayanti.
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