viernes, 22 de febrero de 2019

Bestiario H.P Lovecraft.-Dagon


Sin embargo, fueron los relieves pictóricos, lo que más me fascinó. Bien visibles a través de la masa de agua intermedia debido a su enorme tamaño, había un conjunto de bajorrelieves cuya temática habría despertado la envidia de Doré; creo que se suponía que aquellos seres representaban hombres… o, al menos, cierto tipo de hombres; aunque se los mostraba retozando como peces en las aguas de una gruta submarina, o rindiendo homenaje a cierto altar monolítico que también parecía estar bajo las olas. No me atrevo a hablar en detalle de sus rostros y formas, pues el mero recuerdo me provoca mareos. Grotescos más allá de la imaginación de Poe o Bulwer, resultaban en términos generales condenadamente humanos a pesar de las manos y pies palmeados, los labios terriblemente gruesos y blandos, los ojos saltones y vidriosos, y otros rasgos aún menos agradables de recordar. Curiosamente parecían haber sido cincelados sin guardar proporción, con el entorno oceánico; y así, una de las criaturas mostrada en el acto de matar a una ballena era representada apenas algo mayor que ella. Gomo digo, tomé nota de su aspecto grotesco y del extraño tamaño; pero no tardé ni un instante en decidir que no eran más que los dioses imaginarios de alguna tribu primitiva dedicada a la pesca o la vida marítima, alguna tribu cuyo último descendiente había muerto antes de que nacieran los primeros antepasados de los hombres de Piltdown o de Neanderthal. Espantado ante ese atisbo inesperado de un pasado que estaba más allá de la imaginación del más audaz antropólogo, me quedé meditando mientras la luna proyectaba extraños reflejos sobre el silencioso canal que tenía a mis pies.

  Entonces, de pronto, lo vi. Con apenas un leve chapoteo que indicaba su llegada a la superficie, el ser se hizo visible sobre las aguas oscuras. Gigantesco y espantoso como Polifemo, se precipitó como un tremebundo monstruo de pesadilla hacia el monolito, que rodeó con sus descomunales brazos escamosos, mientras abatía la horrenda cabeza para emitir un sonido pausado. Creo que en ese momento enloquecí.

  Sobre mi ascenso frenético de la pendiente y el acantilado, y mi regreso delirante al bote encallado, es poco lo que recuerdo. Creo que canté a voz en cuello, y que reí de un modo extraño cuando ya no pude cantar. Tengo recuerdos confusos acerca de una gran tormenta que estalló poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el retumbar de los truenos y de otros sonidos que la Naturaleza sólo emite en sus estados de ánimo más salvajes.

  
        Dagon

        1937

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