Está escrita en el «Ramayana», el más hermoso libro de la literatura oriental, compuesto por el sabio y asceta indio Valmiki. Libro sagrado que encierra toda la fastuosidad, la belleza y la sabiduría de la antigua civilización indostánica.
De él tomamos el presente episodio, creyendo que jamás encontró ninguna literatura palabras tan conmovedoras y tan sencillas para llorar la muerte de un niño.
Rama, el héroe de la India en quien encarnó el espíritu de los dioses para vencer a Rayana, el demonio-rey de Ceylán; Rama, el brillante y hermoso hijo de reyes, ha sido desterrado al bosque de Dandaka por malas artes de su madrastra. Su propio padre, Dasaratha, ha dado la orden de destierro.
Y desde que Rama abandonó su patria, en el alma del rey Dasaratha se hizo la oscuridad, y llora sin tregua, recordando al noble hijo ausente.
Cinco días lloró, en la luz y en la sombra. Al sexto día, hallándose el glorioso rey en medio de la noche, lamentando el destierro cruel de Rama, recordó una acción inicua de su juventud y comprendió que por ella le castigaban los dioses, y que estaba condenado a morir sin que sus ojos vieran nunca más al hijo desterrado.
Y en medio de la oscuridad habló así a su esposa, la reina Kausalya:
—Escucha atenta mis palabras, ¡oh reina! De la acción, buena o mala, que el hombre ejecuta, él ha de recoger necesariamente el fruto con el andar del tiempo. Yo recojo ahora el fruto de una criminal acción; por eso, cegado por el destino, he desterrado a Rama, nuestro hijo querido, al que nunca más verán mis ojos. Escucha, ¡oh Kausalya!
En otro tiempo, siendo yo joven y experto en herir con las flechas a larga distancia, cometí un gran crimen. Fue por ignorancia, como un niño que sin conocimiento tragase un veneno. Entonces tú no estabas casada; yo era príncipe. Era a la sazón la estación de las lluvias calientes, cuando, bebiendo el rocío y calentando el mundo, el sol volvía de su viaje al Norte. Se alegraban las garzas y los pavos reales; los ríos, turbios, se desbordaban, y la tierra brillaba vestida de hierba verde.
Entonces yo, con dos aljabas de flechas a la espalda y el arco en la mano, me encaminé a la orilla del Sarayu, deseoso de matar al búfalo o al elefante que durante la noche bajan al río a beber agua. Nada veían mis ojos; pero mis oídos percibieron el rumor de un cántaro que se llenaba en la orilla opuesta, y que me pareció el bramido de un elefante. Así, engañado y ciego por el destino, ajusté rápidamente una afilada flecha a mi arco de bambú, y la disparé, sin ver, contra el sonido.
Apenas cayó la flecha, he aquí que oí una voz lastimera de niño, que decía:
—¡Oh, dioses, soy muerto! ¿Qué hombre inicuo ha disparado contra mí esta saeta? ¿Qué mal te hice, ¡oh desconocido!, viniendo por agua durante la noche al río solitario? A tres inocentes ha matado tu afilada flecha, porque con el dolor de mi muerte morirá también mi padre, el ciego y mísero Muni[1], y mi madre, solos y abandonados en el bosque.
Al oír estas palabras toda mi alma tembló, y el arco se me cayó de las manos. Corrí precipitadamente, atravesando el río, hacia donde la voz sonaba, y encontré al pobre niño, cubierto con una piel de ciervo, herido en medio del corazón, con la cabellera revuelta y caído entre el fango del agua. El niño herido clavó en mí sus ojos, como si quisiera abrasarme con su esplendor, y me dijo estas palabras:
—¿Qué mal te hice, ¡oh guerrero!, yo, pobre habitante del bosque? Vine por agua para mis padres, que, ciegos y solos en la selva, me aguardan con impaciencia. Tu malvada flecha nos quita la vida a los tres. Mi padre es sabio, pero ¿qué hará, impotente en su ceguedad, como es impotente un árbol para salvar a otro árbol herido? Ese sendero va a la ermita donde viven mis padres; corre pronto a su lado, ¡oh guerrero!; cuéntale al Muni mi muerte y pídele perdón, no sea que te maldiga y su maldición te abrase como el fuego a una rama seca. Pero antes, por los dioses te pido, sácame esta flecha que me quema las entrañas; que no muera yo con esta serpiente metida en mi carne.
Entonces, de su pecho palpitante, arranqué con gran esfuerzo la flecha. El niño cayó en mí sus ojos trémulos. Y murió dulcemente, entre su sangre.
Al verle morir caí en tierra sin fuerzas, llorando mi destino. Después cogí su cántaro y me encaminé hacia la ermita de sus padres. Allí los encontré a los dos, ciegos, ancianos y sin apoyo, como dos pájaros con las alas rotas. Hablaban de su hijo, temerosos por su tardanza. Al oír el ruido de mis pasos, el Muni me habló así:
—¿Qué has hecho tanto tiempo, hijo mío? Teníamos miedo por ti, tan pequeño y solo en la noche. Tú eres nuestro refugio; tus ojos son los nuestros; no nos hagas sufrir más con tu tardanza. Tengo sed. ¿Qué haces que no me das el agua, hijo mío? ¿Por qué no me respondes?
Llena de llanto mi garganta, esforzándome para hablar, con las manos cruzadas, le respondí:
—Yo soy el guerrero Dasaratha; no soy tu hijo. He cometido un horrendo crimen, y vengo a ti, ¡oh venerable Muni!, a pedir perdón. Con el arco en mano fui a la orilla del Sarayu deseoso de cazar el búfalo o el elefante que bajan de noche a beber agua. Entonces oí el rumor de un cántaro que se llenaba y, pareciéndome el bramido del elefante, disparé a ciegas mi flecha contra aquel sonido. Así maté a tu hijo, clavándole mi saeta en el corazón. Por ignorancia cometí mi crimen, ¡ oh venerable! Aparta de mí tu cólera, no me maldigas.
Habiendo escuchado el Muni esto quedó un largo espacio sin habla y sin sentido. Luego me, dijo, entre lágrimas estas palabras, que escuché con las manos cruzadas:
—Si mataste con premeditación a un Muni, estalle siete veces tu cabeza, y que se incendie la tierra donde pises. Pero si ha sido sin pensarlo, tu pena será menor. Condúceme, ¡oh príncipe!, al lugar donde yace mi hijo. Ya que no podemos verle, llévanos a que palpemos su cuerpo y su sangre, y sus cabellos en desorden.
Llegamos a la orilla del río; el solitario tocó con sus manos al hijo tendido en tierra, y lanzando gritos de dolor cayó sobre su cuerpo. La madre besaba su rostro, ya frío, y lo lamía calladamente como una vaca a su nacido.
—Abrázame ahora, hijo mío —le decía—. Espera, y luego partirás al reino de los muertos. Espera, y tu padre y yo iremos contigo.
Y luego le hablaba el padre:
—Hijo mío, ¿no escucharé más tu voz en la noche del bosque, recitando la sagrada escritura de los Vedas? ¿Quién me consolará después de orar y hecha la ablución y purificado el fuego? ¿Quién, para mi hambre y la de tu madre, recogerá en el bosque yerbas y raíces y frutas silvestres? Sin culpa has muerto, hijo mío. Tú alcanzarás los mundos de los héroes que no vuelven; los lugares celestes donde habitan los Munis que han leído desde el principio al fin los Vedas, y los que no han sido avaros de sus vacas, de su oro y de sus tierras, y los hospitalarios, y los que dicen verdad.
Después de estos lamentos, el Muni y su mujer fueron por agua limpia para purificar el cadáver del niño. Lavaron su cuerpo; y hecha la ablución, el Muni, volviéndose a mí, me dijo estas terribles palabras, que escuché con las manos cruzadas:
—Involuntaria fue tu acción; pero todo crimen llevará su castigo. Yo voy a morir de dolor por la muerte de mi hijo, al que no ven mis ojos. Del mismo modo tampoco tú verás al tuyo a la hora de morir, y ansiando verle dejarás la vida.
Ya ves, ¡oh reina!, cómo la maldición del Muni se cumple hoy en mí. El dolor de no ver a mi hijo Rama me arranca la vida, como el empuje del agua arranca los árboles del río. ¡Oh, si Rama volviera, si me hablara su voz, si me tocaran sus manos!
Pero mis ojos ya no ven, mi memoria se oscurece… ¡Felices, oh reina, los que verán el rostro de mi hijo Rama, brillante y hermoso como la luna de otoño, a su regreso del bosque!
Así hablaba sin consuelo el gran rey Dasaratha, agitado en su lecho, y acercándose al término de su vida como las estrellas al rayar el alba.
Y así murió, en el sexto día del destierro de su hijo Rama, pasada la media noche
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