sábado, 23 de febrero de 2019

Mitos,ritos y leyendas de Galicia:El enigma de las piedras

Las piedras que adivinan, sanan y protegen
n el borde mismo del fin del mundo y dejando a sus espaldas el Mar
Tenebroso, como secularmente lo han hecho sus antepasados, hombres y
mujeres se sitúan sobre la gran losa de piedra con forma de barca e intentan
lograr su movimiento balanceándose sobre la misma. La Pedra de Abalar,
con sus vecinas Pedra dos Cadrís y Pedra do Timón, quizás forman parte del
mayor altar litolátrico del occidente peninsular. Situado en un abrupto litoral
costero conocido como Costa da Morte (Costa de la Muerte), allí donde se
terminaba el mundo antiguo y el victorioso conquistador romano hincó sus
rodillas ante los dioses para disculpar su ofensa al observar cómo el sol era
devorado por las aguas.
Desde el principio de los tiempos el hombre ha otorgado un carácter
religioso y desarrollado un auténtico culto a las piedras. A estas no solo se le
han concedido poderes curativos o adivinatorios, sino que debido al profundo
peso que desempeñaban en la cultura tradicional el cristianismo se vio
obligado a retomar esas creencias y auspiciarlas bajo el manto protector de la
nueva fe. En Galicia, tierra de profundas y antiquísimas tradiciones
populares, podemos seguir las pistas a esas doctrinas milenarias, y entre ellas
destaca sin duda alguna el culto a las piedras, ya que en este territorio tienen
una naturaleza sobrehumana, pues representan lo eterno, lo inalterable. La
piedra ha sido desde el principio el primer instrumento que ha utilizado el
hombre, en ella se hacen sacrificios a los dioses, se amortajan a los muertos,
se reencarnan los hombres, se observan concesiones divinas...



Pedra de Abalar y Santuario de A Barca Muxía, A Coruña. Máxima presentación del culto
a las piedras.
Estamos en el conjunto de A Barca ante un ejemplo más de culto
ancestral que ha sido solapado, aculturado, por la fe cristiana. De hecho se
combinan o asocian las presencias de una piedra de carácter adivinador (las
Pedra de Abalar) y otra de carácter sanador (Pedra dos Cadrís): las primeras
tienen una gran importancia en la mentalidad popular gallega, pues no en
vano las «pedras de abalar» (piedras que se mueven) tienen una presencia
destacada en la relación de la cultura tradicional con el mundo lítico. Antes
de la cristianización a estas piedras se les otorgaban poderes adivinadores y a
ellas se recurría para que su sabiduría diese dictamen sobre juicios, litigios o
controversias. Era la suprema decisión y en su mano estaba el sí o el no, la
sentencia divina, ya que la particularidad de su movimiento tenía naturaleza
celestial.
Las piedras sanadoras del mismo modo no son figuras exclusivas de la
mentalidad popular gallega sino que su presencia está muy extendida por los
cinco continentes. Era creencia primitiva que algunas piedras tenían la
facultad de curar algunas dolencias y la Pedra dos Cadrís, quizás por su
propia forma, desarrolló en la mente popular la certeza de su capacidad para
curar las dolencias del riñón, las lumbares y el reuma. Pasar por su oquedad
nueve veces y una más produce alivio o curación de tales males.

Pedra dos Cadrís, Muxía, A Coruña. Ejemplo de piedra sanadora.
Estos cultos primitivos llegaron a calar de tal manera en el
subconsciente del pueblo que no pudiendo ser eliminados por el cristianismo,
hubieron de ser referidos en la nueva fe. Las arcaicas devociones relacionadas
con las piedras de Muxía fueron ligadas en la Edad Media a la tradición
jacobea. No se tienen datos certeros sobre la fundación de Muxía como
núcleo de población. Lo que sí se conoce es su relación con el monasterio de
San Xiao de Moraime durante la Edad Media y hasta que el emperador
Carlos V lo permutó con los monjes para que se acogiese a la jurisdicción de
realengo por el interés que tenía para la corona como puerto de comunicación
con Inglaterra. De su dependencia de la abadía se apunta al origen de su
nombre: monxía, que derivó a Muxía. Esta localidad fue testigo de los
ataques normandos y de piratas que se atrevían a navegar por las peligrosas
aguas de la Costa da Morte, con el único fin de saquear las riquezas del
monasterio de Moraime. Los habitantes del lugar continúan viviendo en la
actualidad muy relacionados con el mar y sus productos más preciados: el
marisco y la pesca con métodos tradicionales,1 en una franja costera muy
hostil que continuamente se cobra vidas de marineros y pescadores. Estas
faenas ya se realizaban en el medievo por los habitantes de la costa para
abastecer al monasterio, uno de los más poderosos de la zona debido,
fundamentalmente, a su relación con Compostela que lo identificaba como
final del «Camino», pues este litoral recibía la visita de peregrinos que
buscaban en sus aguas la vieira,2 señal acreditativa de haber peregrinado
hasta el sepulcro del Apóstol. El propio Santiago llegó hasta los confines del
mundo en su labor evangelizadora y, estando absorto en la contemplación del
inmenso océano, observó una barca de piedra sobre las aguas encrespadas
que las olas depositaron suavemente en el roquedal. De ella descendió la
Virgen, que se acercó al Apóstol para animarle en su labor, y cuando esta le
hubo abandonado quedaron ubicadas sobre el litoral la vela (Pedra de
Abalar), la barca (Pedra dos Cadrís) y el timón (Pedra do Timón) que aún hoy
podemos contemplar en los peñascos entre el mar y el santuario.
Hoy, A Barca es uno de los principales lugares de devoción mariana de
Galicia y lugar de multitudinaria romería que se celebra en el domingo
siguiente al día 8 de septiembre. Ahora es la Virgen a través de la piedra
quien simbólicamente se comunica con sus fieles, pues es ella quien la hace
mover, o es su manera de comunicar que está produciendo un milagro, o
niega su movimiento por no haber suficiente fe en los que se encuentran
sobre la misma; multitud de hechos explican el movimiento de esta losa
trabajada por los mares y los vientos. Y es que esta roca de cerca de nueve
metros de largo por casi otros siete de ancho, desde el principio de los
tiempos, ha prodigado una permanente atracción y su especial estruendo ha
acunado en las mentes de los creyentes multitud de explicaciones
bienaventuradas:
Veño da Virxe da Barca
veño de abalar a pedra
tamén veño de vos ver
Santo Cristo de Fisterra.
En otro lugar del litoral situado más al norte se levanta el santuario de
Pastoriza/Arteixo (A Coruña), donde O Berce da Virxe presenta una oquedad
en el pedregal por el que los fieles se deslizan para buscar protección divina,
ya que en este lugar la imagen de la Virgen encontró refugio para salvarlo de
invasiones gentiles (normandas o musulmanas). La leyenda del origen del
santuario1 enlaza con la conversión de los suevos al cristianismo, por lo tanto
con los primeros pasos de la nueva fe en Galicia, al ser levantado por el rey
Requiario sobre un lugar de culto pagano. Otra vez, las características del
roquedo posibilitan el desarrollo de un sancta sanctorum en el que, desde
tiempos primitivos, se busca la protección de las divinidades simbolizadas en
la piedra.
El peregrino no se detiene en Muxía sino que, bordeando uno de los
parajes más espectaculares y salvajes del paisaje gallego, se dirige hacia
Fisterra. En el trayecto observará hacia poniente la inmensidad del océano
Atlántico bañando con sus aguas grandes arenales o pequeñas calas,
golpeando con furia los acantilados rocosos de los cabos Touriñán o de la
Nave. También podrá ver numerosas cruces de piedra ubicadas en los bordes
de los acantilados, son las cruces de ribeira, erigidas en memoria de algún
naufragio que se cobró vidas humanas, por cuya abundancia bautizaron este
litoral con el nombre de Costa da Morte. Recorrerá las tierras de Duio, la
antigua Dugium capital de los Nerios, sin saber a ciencia cierta si al caminar
por el arenal pisará la ciudad que, construida sobre palafitos, quedó
sumergida sin dejar rastro; pero algo quedó, restos arqueológicos como
utensilios de la vida cotidiana de los pobladores de la zona, tramos de
calzadas probablemente romanas, monedas de los primeros siglos de nuestra
era... Estudios tectónicos de esa parte del litoral nos hablan de movimientos
no comunes en tierras y montañas tan viejas como las del resto de la cornisa
atlántica. Todo ello no hizo sino alimentar la creencia en una más de las
ciudades asulagadas que tanto prodigan en la tradición maldita de la
mitología celta.


Faro de Fisterra, Fisterra, A Coruña. El fin del mundo de los pueblos primitivos.

Altares de fecundidad 

En el vecino promontorio rocoso del cabo Fisterra (el Finisterre clásico) el mito ha convertido en esclavo al propio hechizo que provoca su presencia y desde tiempos remotos fue receptor de cultos en honor de la divinidad solar que desaparecía en el océano sin fin. La leyenda popular sitúa en este lugar el levantamiento del legendario altar pétreo Ara Solis, el santuario del sol poniente erigido en honor del divino astro en el fin de la Tierra. No solo tendría este templo un carácter votivo sino que, en su origen, el lugar donde fue levantado era destino de creyentes que se acercaban al otero con objeto de rendir evidencia a la capacidad reproductora que se le otorgaba a una piedra de la fecundidad que se encuentra en sus alrededores, y que la naturaleza había conformado en forma de lecho, a donde las parejas que tuvieran problemas para procrear debían desplazarse. Allí, en la cumbre del monte San Guillerme, fue levantada una ermita con el indudable objeto de cristianizar, una vez más, un lugar dedicado a cultos de fecundidad. Así lo atestigua el propio Padre Sarmiento, que nos señala la existencia de una piedra que tenía la virtud de hacer fecundas a las mujeres: «Era como una pila o cama de piedra, en la cual se echaban a dormir marido y mujer que por estériles acudían al Santo, y en aquella ermita y allí delante del Santo engendraban...».1 Una superstición que se repite en la cima del vecino monte Pindo donde se encuentra uno de estos altares de la fecundidad, al que no solo se le atribuye un gran poder regenerador en su hierba, que crece de la noche a la mañana, y la abundancia de plantas medicinales, sino que los estériles e infecundos tienen entre sus piedras solución a sus males.

Mas es este litoral gallego especialmente abundante en ceremoniales de culto a las rocas, pues ya desde un principio tuvo un importante ascendiente sobre todos y cada uno de los pueblos que, atraídos por el apocalíptico finis terrae, con audacia conquistaron estas tierras. 

También en un lugar de profunda raíz jacobea como el Santiaguiño do Monte, en Padrón, las piedras nos legan una pronunciada naturaleza ritual ya que el peñasco que domina la cima sobre el que se han erguido un cruceiro y una imagen de Santiago, conjunto conocido como Altar do Apóstolo, en tiempos remotos tuvo propiedades fecundadoras, situación que intentó evitar el cristianismo dando un significado jacobeo al emplazamiento rocoso. De esta manera hoy en su cima se reúnen los fieles para la exaltación de la figura del Apóstol sobre un lugar de marcada simbología religiosa, antes profundamente pagano y actualmente sacralizado por la religión oficial. De igual modo sucede en otro de los más importantes santuarios de fe mariana, el situado al pie de la playa de A Lanzada (Sanxenxo/Pontevedra), donde nuevamente volvemos a encontrar unidos numerosas leyendas y mitos relacionados con poderes curativos, eliminadores de maldad y, otra vez, fecundizadores. Aquí un fenómeno erosivo del mar ha estimulado la imaginación popular de tal manera que una oquedad en las rocas situadas en la orilla detrás de la ermita ha adoptado una hechura de cuna en la que yacen los creyentes. De nuevo el Berce2 da Santa aparece aquí con características sanadoras y fecundizadoras, estas últimas en relación con «El baño de las nueve olas», uno de los ritos más llamativos que se puedan encontrar en la «tierra de las meigas» y que se relaciona más a fondo en un próximo capítulo.

Altar do Apóstolo Santiaguiño do Monte, Padrón, A Coruña. Altar de fecundidad
posteriormente ligado a la tradición jacobea.
El Olimpo de los dioses celtas
y los guerreros de piedra
Y será en la cima del mencionado Pindo, al que «... le conviene
admirablemente el nombre de monte Pindo y creo que será antiguo y que se
le habrá puesto a imitación del Pindo de la Grecia»,1 donde el intelecto
popular sitúe el Olimpo de los dioses de los invasores celtas. La sierra de O
Pindo es un accidente montañoso de carácter rocoso que presenta muchas
dificultades para el viajero que la quiera recorrer a pie, y que cae
abruptamente al mar. Está situada en el ayuntamiento de Carnota, una
localidad marinera con topónimo celta, pues carn significa «piedra»,
conocida por el arenal que discurre por su costa que tiene a gala ser el mayor
de Galicia con sus siete kilómetros de largo. Al norte del macizo de O Pindo
desciende al mar un río, el Xallas, que hasta la construcción de la central
eléctrica desembocaba sus aguas directamente al océano en una cascada de
más de cien metros de altura, acontecimiento único en Europa...
... cae no haciendo salto o catarata, sino precipitándose
y haciendo cascada y haciendo un pozo de inmensa profundidad,
y peligroso y levantando como un monte de espuma
pues el Ézaro lleva mucha agua.2
Allí, al pie del fin del mundo conocido, descansarían los dioses y hacia
ese lugar irían las almas de los guerreros muertos en la batalla. El propio
monte, en realidad una sucesión de agrestes cimas, desde siempre ha ejercido
una atracción especial en el folclore local, alimentando leyendas y ubicando
en él lugares mágicos relacionados con sacrificios, fertilidad y muerte, pero
también con fabulosos tesoros como el de la misteriosa Reina Lupa, ligada,
como veremos, con la traslación del cuerpo del apóstol Santiago al lugar de
su definitivo enterramiento: Compostela. La curiosa morfología del roquedo
ha adquirido en la mentalidad popular formas antropomórficas y es
abundante la identificación de estas con representaciones humanas. Así, la
visión de la cima del Pindo nos presenta multitud de antiguos guerreros
petrificados que han encontrado en sus alturas la última morada teniendo
como eterno compañero al crepúsculo.


Berce da Santa, A Lanzada, Sanxenxo, Pontevedra. Piedra relacionada con ritos de
fecundidad.
En las Rías Baixas la península del Barbanza es un promontorio
montañoso que separa las rías de Muros-Noia y Arousa, resistiéndose a morir
en el océano formando una postrera estela de islotes conocidos como islas
Sagres que, junto a la isla de Sálvora, protegen la ría de Arousa del embate
oceánico en su ribera norte. Barbanza es un territorio de poblamiento
primitivo que presenta un importante patrimonio arqueológico y abundante
folclore ligado a sus pobladores más antiguos. En estas tierras no solo han
dejado un enorme patrimonio pétreo sino innumerables mitos y leyendas, una
de las cuales relaciona la formación de este pequeño archipiélago en torno a
Sálvora con la penetración de los pueblos celtas que llegaron por el mar.
En el principio de los tiempos, este territorio estaba bajo la protección de
un encantamiento que frenaba los posibles deseos de conquista de los pueblos
belicosos ya que aquellos que se arriesgasen a ignorarlo quedarían
convertidos en piedras. Mas la osadía de los celtas tuvo su justo premio al
cumplirse el encantamiento salvándose sólo uno de sus jefes, Saefes, que para
evitar sufrir el mismo destino que sus tropas se casó con Forcadiña, la hija del
jefe de los oestrimnios, pobladores de estas tierras, teniendo un hijo al que
llamaron Noro. Descubierta la treta, el hechizo se apoderó de la pareja y de su
hijo. Saefes quedó transformado en el peñasco conocido como Home de
Sagres con la lengua rajada en siete pedazos (las conocidas como Sete
língoas), corriendo su mujer e hijo la misma suerte al convertirse para la
eternidad en los islotes de Forcadiña y Noro.
Pero no está sólo Saefes en su hechizo ya que todo su ejército lo
acompaña, convertidos en peñas e islotes, esclavos del encantamiento hasta el
final de los tiempos.
Las piedras y los primeros ritos funerarios
Pero no solo las piedras tienen un carácter sagrado sino que además, por la
especial morfología granítica del país, son el principal instrumento de
construcción a lo largo de los tiempos. Y si hay un hecho definidor en la
cultura gallega, este es el respeto y querencia por el otro mundo, el mundo al
que van los muertos. No es de extrañar por ello que las primitivas
construcciones funerarias galaicas, como en todo el megalitismo atlántico,
tengan en la piedra la mejor representación de la dimensión funeraria. De esta
manera si observamos con atención cualquier paisaje gallego encontraremos
seguramente ante nuestros ojos un pequeño montículo con forma de casquete
esférico claramente destacado sobre el terreno y en ocasiones con su
perímetro delimitado por un anillo de piedras. Estaremos, pues, ante un
túmulo funerario conocido en lengua vernácula como mámoa,1 «un elemento
funerario de gran abundancia en todo el país, una estructura formada de tierra
o la unión de piedras y tierra que esconde en su interior el verdadero
sepulcro, el dolmen»,2 también llamado arca, anta o casota en la
terminología autóctona. Es frecuente la presencia de estos monumentos
funerarios en toda la geografía gallega, desde la costa hasta el interior que,
por haberse considerado por la historiografía romántica tradicional uno de los
vestigios del pasado celta de Galicia, abordaremos con mayor detalle en el
capítulo «Celtas: entre el mito y la realidad». Ello no es óbice para destacar
ahora los dólmenes de Axeitos (Ribeira/A Coruña), Dombate (Cabana/A
Coruña), Maus de Salas (Muiños/Ourense)... Muchos de estos enterramientos
megalíticos se encuentran profanados y en gran parte destruidos por situar en
ellos la imaginación popular la morada de misteriosos pobladores, los
mouros, a quienes atribuían enormes riquezas y tesoros. «Dentro del recinto
del castro, hay tanto vino que si algún día estallara el depósito, inundaría todo
el lugar de Vilacaiz», cuenta una leyenda recopilada por González Reboredo
y que hace referencia a las riquezas de los castros. Conviene aclarar que
cuando en la terminología popular uno hacía alusión a un castro no por
necesidad estaba hablando de lo que arqueológicamente se conoce como tal,
es decir, restos de poblados celtas o prerromanos, sino que abarca un campo
mucho mayor en el que se incluyen dólmenes, pedras fitas, túmulos, etc.


Dolmen de Dombate-I, Borneiro, Cabana, A Coruña. Monumento funerario.
Entroncados con los anteriores también existen otros monumentos
megalíticos funerarios que nos remiten a relaciones con otros países del área
celta, como los menhires,1 que en Galicia también se conocen como pedras
fitas, entre los que destaca por su situación y simbolismo A Pedra Alta, de
cerca de tres metros de altura y ubicada en el centro de la laguna de Antela
(Ourense); o los alineamientos circulares de estas piedras o cromlech,2 que
no son muy abundantes en el paisaje megalítico pero que sí forman parte de
muchas de las estructuras de las mámoas que luego son recubiertas con tierra.
Sin embargo, en el monte Neme (Malpica/A Coruña), sitúa la tradición la
«Eira das Meigas» o «Circo dos Xogos» y que presenta una interesante
leyenda asociada que dice que en la víspera de San Juan se reúnen las brujas
en la fuente de Santa Cristina y después de bailes y otras ceremonias suben a
la Eira, donde, acomodadas en cada una de las piedras, acuerdan actos para
dañar a los humanos.3
Asociadas a esta época, las hachas pulimentadas aparecen en el magín
popular con el nombre de pedras de raio, unas piedras de profundo carácter
alquímico y que reciben su nombre de la creencia que atribuye su aparición
posterior a la caída del rayo. Son empleadas en los tejados de las casas para
proteger la techumbre de las tormentas, aunque también presentan caracteres
curativos por su naturaleza sagrada aplicándose directamente a las dolencias.
El simbolismo de las piedras y los milladoiros
Pero no solo construían en piedra los antiguos gallegos, también sobre ella
desarrollaron sus capacidades artísticas en un conjunto de grabados o
incisiones hechos en rocas graníticas al aire libre. Los petroglifos de enorme
influencia en las investigaciones de grandes estudiosos románticos como
Murguía o Barros Sivelo aluden nuevamente a la corriente celta de la historia
gallega, lo que nos obliga en parte a remitirnos al próximo capítulo. Mas
obviando por un momento a los defensores del celtismo, sus detractores no
pueden negar la gran afinidad, que podría explicar un origen común, de los
grabados gallegos con los encontrados en las islas Británicas e incluso en los
Alpes suizos, preferentemente en los diseños geométricos, y especial en las
combinaciones circulares y espirales.1 ¿El significado de los grabados? Como
suele acontecer «haberlo haylo», pero de momento no hemos aprendido a
comprender los grabados rupestres de nuestros antepasados, aunque
seguramente tengan, una vez más, un marcado carácter religioso, quizás
también relacionado con la figura y el culto al sol. De igual manera la
representación del laberinto puede vincularse con la idea de acceso a otro
mundo, así como la representación de determinados animales (ciervos)
posiblemente nos vuelva a vincular con el sol o la muerte en calidad de
animal conductor de almas hacia el más allá.2 Quizás, los mejores ejemplos
se encuentren en el conjunto de petroglifos de Campo Lameiro, complejo
rupestre en el que se pueden observar representaciones geométricas y
faunísticas, o en los de Fontáns-Cotobade o Tourón-Pontecaldelas, todos
ellos en la provincia de Pontevedra. De momento los complejos rupestres
situados en el valle del Lérez y en el litoral de las rías de Pontevedra y Vigo
son un libro en el que apenas hemos comenzado a leer.



Dolmen de Dombate-II. Borneiro, Cabana, A Coruña. Las dimensiones megalíticas se evidencian con la excavación. 
Existen otros grupos de piedras que poseen peculiaridades relacionadas con aspectos funerarios, los conjuntos de piedras llamados milladoiros, de enorme presencia en los primeros siglos de la era cristiana en Galicia como demuestra la denuncia del levantamiento de estas estructuras por parte de san Martín de Dumio1 en el siglo VI, quien otorga a su construcción cultos diabólicos. Tal vez ello explique la posterior destrucción de estos agrupamientos de piedras ya que en la actualidad es difícil encontrarlos, aunque en los alrededores de San Andrés de Teixido aún se pueden observar en las orillas de los caminos. Son varias las explicaciones que se relacionan con estos conglomerados de piedras, y si mientras en el contexto cristiano se piensa que en el día del Juicio Final las piedras hablarán y darán fe del cumplimiento de la peregrinación, o que son almas del Purgatorio que se hallan prisioneras por no cumplir un ofrecimiento en vida, en el mundo precristiano tendrían un principio funerario de lastrar un alma a fin de que no se tornase peligrosa para los vivos. De cualquier manera, con el paso del tiempo, los milladoiros pasaron a estar relacionados con lugares de peregrinación, como en el caso mencionado de Teixido, o con el culto jacobeo como en el caso de las cercanías de Compostela por el Camino Portugués, o en Foncebadón (León) en el más conocido y popular Camino de Santiago, el Camino Francés.



Pedra das Cabras, Palmeira, Ribeira, A Coruña. Gravado rupestre común en las culturas
celtas.
Los castros: poblados celtas

El castro es, sin lugar a dudas, la construcción pétrea más importante y
determinante del lejano pasado del pueblo gallego, ya que por primera vez
aparece una construcción permanente y que no está relacionada con un rito
funerario. La visión romántica y reivindicativa de la historiografía gallega
señala el castro como pieza angular del pasado celta de Galicia, y desde esta
visión se analizará en el capítulo dedicado al celtismo.
Nos estamos refiriendo a una época que comienza probablemente entre
los siglos X-V a. C. y que se alarga hasta finales del siglo III d. C. Es
precisamente esta época la considerada celta por las similitudes entre los usos
y costumbres de los pueblos que habitaban el noroeste peninsular con otros,
igualmente de origen indoeuropeo, que se instalaron en diferentes puntos de
la cornisa atlántica europea y que hoy en día son contemplados como
herederos de una cultura y tradición directamente entroncadas con sus raíces
célticas. La definición aceptada describe los castros como poblados situados
en lugares de fácil defensa reforzada con murallas, muros externos cerrados
en muchos casos aprovechando accidentes naturales, que defienden en su
interior un grupo de viviendas y que controlan un territorio determinado.
Como en el caso de los otros monumentos megalíticos del país, la mayor
parte de ellos han sido expoliados en alguna forma por la creencia de que
eran lugar favorito de los mouros para ocultar sus riquezas: «Los mouros que
había en el monte del castro tenían una arqueta de oro en el medio de la era,
debajo de una piedra».1 Destacamos también esta leyenda recogida por
González Reboredo sobre el castro de Vilacaiz (O Saviñao): «El castro es
obra de los mouros que, aún no hace mucho tiempo, salían al exterior, pero al
ver gente se escondían rápidamente bajo tierra. […] Al trabajar las tierras con
el arado, la gente no puede profundizar mucho porque las casas de los
mouros están debajo y la reja tropieza con los tejados, por eso alguna vez les
gritan: ¡No ares tan profundo que me destejas la casa!».
Su importancia se explica por su abundancia, casi 5.000 castros
aseguraba a mediados del siglo XX el polígrafo López Cuevillas, aunque un
número más real semeja ser el cercano a tres mil emplazamientos
fortificados. Los restos arqueológicos que abundan en la geografía gallega, si
bien deberíamos referirnos a la provincia romana de Gallaecia que
comprendía casi toda Asturias, León, Galicia y en Portugal las tierras situadas
al norte del río Duero, adquirieron con el tiempo un significado mágico, más
allá del puramente histórico o monumental. Los castros fueron abandonados
paulatinamente por sus habitantes debido a la presión que los romanos
ejercieron para cambiar el modus vivendi de los pueblos conquistados y
colonizados. Vacíos de hombres y mujeres, sirvieron de refugio a otros seres
relacionados con lo mítico y lo extraordinario; prueba de ello son las
innumerables leyendas que el saber popular fue transmitiendo de generación
en generación referidas a lugares «encantados», tesoros escondidos, mouros y
mouras,etc.


Citania de Santa Tegra, A Guarda. Pontevedra.

En el interior de Galicia, en tierras del ayuntamiento de Santiso, en el
que abundan los restos arqueológicos entre los que destaca un castro, cuentan
que «los vecinos de la casa de Rozas de Albín se enriquecieron gracias a los
moros que habitaban el castro, o bajo la tierra que el castro ocupaba. En la
mencionada casa habitaba un arriero que todas las noches llevaba vino y otras
cosas a los mouros y estos, a cambio, le entregaban grandes cantidades de
dinero. Como el arriero salía siempre de noche, su mujer le preguntaba
adónde iba con el vino, respondiendo el arriero que unas veces iba a un sitio
y otras, a otro. Pero la mujer le presionó tanto que un día tuvo que confesar el
secreto diciendo que el vino era para los mouros del castro. Cuando al día
siguiente el arriero quiso volver a entrar en el castro, le fue imposible porque
había hablado más de lo debido». Este es un ejemplo de leyenda1 de castros
que al mismo tiempo incorpora otros elementos que no siempre se dan juntos
como son los mouros y las riquezas o tesoros. En el Museo Provincial de
Lugo y en el Castillo de San Antón de A Coruña, sede del Museo
Arqueológico Provincial, existen interesantes muestras de la joyería en oro
realizada por los pueblos celtas asentados en la geografía gallega entre las
que destacan los torques a modo de collares y pulseras. Estas piezas,
presentes también en otros museos, fueron encontradas en diferentes
yacimientos arqueológicos unas veces y, en ocasiones, por puro azar. Ese oro,
hallado de muy diversas formas a lo largo de la historia, con seguridad
alimentó las leyendas y los dichos populares. Cuentan1 que en cierta ocasión
un paisano que se dirigía a Mondoñedo se puso a comer junto a unas rocas, y
mientras lo hacía vio cómo un pájaro se escondía en un lugar muy próximo.
El paisano se acercó buscando el nido o el orificio donde el pájaro se había
escondido y no hallándolo decidió levantar una pequeña losa, de tal suerte
que al hacerlo encontró un gran tesoro. Tanta plata y tanto oro encontró que
su riqueza le permitió donar toda la plata con que están hechas las cruces
parroquiales de las iglesias de la comarca del Valadouro. No solo la
presencia de castros en las proximidades de los lugares de leyenda es digna
de tener en cuenta, como acabamos de comprobar: cualquier losa del camino
tiene un significado quedando palpable la continua presencia de la piedra
como elemento aglutinador de historia, arte, tradición y magia.
Son de excepcional belleza los castros costeros de Santa Tegra (A
Guarda) y Baroña (Porto do Son), y destacables el de Borneiro (provincia de
A Coruña), Viladonga (en la de Lugo), Castromao y San Cibrao de Lás (en la
de Ourense), el que se tiene por mayor asentamiento castreño del país. El de
Baroña es un poblado metido realmente en el mar, ocupa una península
conocida como la Punta do Castro, conectada con tierra firme por un pequeño
istmo en el que fue construido un foso de unos 60 metros de largo, una
primera muralla de casi 35 metros y una segunda muralla que daba
prácticamente la vuelta a todo el recinto. Por mar la defensa era fácil gracias
a los peñascos y acantilados que hacían muy peligroso un ataque sin riesgo de
estrellar las embarcaciones contra las rocas. En ese promontorio metido en el
Atlántico vivió una tribu o gran familia, probablemente perteneciente al
grupo de los presamarcos, habitantes de casi la totalidad de la sierra del
Barbanza. Han sido excavadas varias viviendas siempre circulares u ovales,
con muros de piedra y techumbre que debió de ser de paja y madera, y se han
encontrado molinos de piedra, restos de cerámica con elementos decorativos,
objetos metálicos y un pequeño tesoro con joyas. Vivían de la caza en los
terrenos de los alrededores, de la pesca y el marisqueo y molían cereales y
semillas. El castro de Viladonga, situado en plena Terra Chá (Tierra Llana)
lucense, es prototipo de los del interior de Galicia. Con casas circulares y
ovales, también presenta viviendas cuadrangulares con esquinas redondeadas
y una edificación de gran tamaño que bien pudiera ser para realizar reuniones
comunales o celebraciones. Es del período tardorromano y fue habitado entre
los siglos II y V d. C. Este castro fue particularmente atractivo para la
investigación después de conocerse que en 1911 allí apareció un magnífico
torques de oro que hoy se conserva en el Museo Provincial de Lugo. En
excavaciones realizadas en los años setenta y ochenta se han encontrado más
piezas de oro, utensilios, monedas, puntas de lanza y otros elementos y se ha
dejado a la vista prácticamente toda la estructura de viviendas y defensa del
castro, con lo que el visitante tiene una perspectiva clara de la composición
urbanística del recinto.
Las pedras formosas: ¿crematorios del pasado?
Existen otras piedras que son una especie de eslabón entre los períodos celta
y medieval, son las llamadas pedras formosas de las que quedan algunos
restos, sobre todo en lo que se denominaba convento Bracarense, que junto a
los conventos Lucense y Asturiense configuraba la Gallaecia romana. Los
restos excavados en la localidad portuguesa de Briteiros son estructuralmente
semejantes a los de Santa Mariña de Augas Santas, cerca de Allariz, y
consisten en una excavación subterránea con cuatro dependencias: la primera
es realmente un atrio con un recipiente de piedra semicircular y peraltado al
que se lleva el agua; después hay un corredor que conduce a una nueva
dependencia y finalmente se encuentra la cuarta sala con forma de ábside y
las paredes manchadas por el humo de muchos fuegos. Alrededor de estas
edificaciones existe un halo de misterio y de magia alimentado durante siglos
por la tradición oral. A esta edificación situada en el ayuntamiento de
Allariz1 se le conoce como «O forno da Santa» y aunque en ella se ven
claramente elementos arquitectónicos del románico, estos se superponen a
otros anteriores visigóticos o mozárabes, estando todo el conjunto en las
proximidades de un castro celta. Entre las creencias populares figura una que
apunta a que «O forno» era realmente un crematorio destinado a la
incineración de cadáveres humanos cuyas cenizas eran posteriormente o bien
enterradas o esparcidas en el interior de la acrópolis o bien conservadas en
vasijas de barro en el castro, para seguir compartiendo espacio con los que
fueran sus compañeros en vida.
Una vez más, el afán de la Iglesia por cristianizar los lugares
relacionados con ritos paganos ubicó en esa zona una celebración católica,
concretamente la festividad de la Ascensión cuya romería se festeja en la
ladera del monte próximo al «forno da Santa».
Cruceiros, cruces de piedra y petos de ánima
Pero si el castro es la construcción fortificada más identificada con el pasado
de Galicia, el monumento por antonomasia del paisaje tradicional gallego es
el cruceiro.2 No hay camino, encrucijada, aldea o iglesia por pequeña que sea
que no tenga en sus inmediaciones una de estas enigmáticas construcciones.


Calvario de Santa María Beade, Ourense. Curiosa semejanza con los cruceros de Bretaña.



Su origen es oscuro y quizás, como venimos abordando en todo este
capítulo, el principio de todo se sitúe en los albores de la cristianización por
la urgencia de incorporar a la nueva fe lugares de culto pagano. Los
encontraremos por tanto en lugares de superstición y viejos cultos, siendo
desde luego una construcción sacralizante en un espacio con fuertes
características rituales. Sería entonces cuando menhires, miliarios y aquellas
rocas naturales depositarias de creencias fueron objeto de aculturación con la
superposición de la cruz. Su incorporación al hecho jacobeo hará que se
propague su erguimiento a lo largo del Camino de Santiago con el agregado
de gradas para uso de los peregrinos. El añadido del fuste rematará la
conceptualización definitiva del cruceiro. Su difusión parece estar unida a la
peregrinación a Santiago de los fundadores de las órdenes mendicantes. El
observador encontrará en el cruceiro gallego la repetición de una iconografía
predominante: multitud de representaciones del Purgatorio. Otra cuestión que
llamará poderosamente la atención es su abundancia por todo el país: la
construcción de un cruceiro se convierte en un medio de ganar indulgencias,
lo que explica su conversión en propósito de ceremonial general.
Probablemente estemos ante la imagen religiosa que levanta más respeto y
devoción en el pueblo y sin dudarlo ante uno de los iconos que mejor
representan el carácter de lo gallego. Aunque nuevamente volvemos aquí a
encontrar un «hermanamiento» iconográfico con otro país de influencia celta,
Bretaña, donde también abundan estas construcciones.
El levantamiento de una cruz de piedra está pues muy imbricado en la
reflexiva imaginación galaica. Así, por ejemplo, en arcaicas representaciones
pétreas de culto a símbolos y animales es habitual contemplar como estos no
han sido eliminados sino que para tratar de mitigar sus referencias paganas el
gallego ha levantado una cruz de piedra encima de ellas. Esto se puede
apreciar en piedras grabadas con relieves de serpientes, como sucede en la
Pedra da Serpe o altar de Gondomil, en dicho lugar de la parroquia de
Corme en Ponteceso (A Coruña). Encima de la misma se añadió una cruz
pétrea sin dañar el resalte iconográfico ofídico. La cruz de piedra aparece
como instrumento de sacralización de lugares peligrosos, de aculturación de
creencias muy presentes en la población, de salvaguarda doctrinal de espacios
paganos.
Aún hoy es frecuente encontrar al lado de cualquier camino vecinal,
carretera o encrucijada, una cruz levantada recientemente. Basándose en su
larga tradición el gallego trata de santificar un lugar donde se ha producido
una muerte violenta, una tragedia..., quizás con el ánimo de solicitar el
descanso en paz de un alma torturada por la desgracia.


Cruces de ribeira, Punta Roncudo, Ponteceso, A Coruña. Homenaje a los náufragos.
Pero no solo se levantan cruceiros en caminos y encrucijadas, también
se levantan petos de ánimas. Estas construcciones responden a las
manifestaciones populares del culto a los muertos y a la importancia que tiene
el Purgatorio en la religiosidad gallega como idea esperanzadora y
confortadora. El gallego entiende la muerte no como un pozo, el infierno sin
solución, pues de ello lo puede librar el Purgatorio, que no es definitivo pero
en el que se puede lograr la salvación. Y para esas «almiñas» que no
encuentran descanso en el Purgatorio se levantan los petos de ánimas en los
que se ofrecen limosnas, rezos y peticiones por ellas, que una vez redimidas
intercederán por los oferentes. Las ánimas son depositarias de las
indulgencias y siempre están presentes en la religiosidad galaica
respondiendo al respeto y falta de olvido con favores hacia los vivos. No hay
que olvidar que la especial idiosincrasia gallega es capaz de levantar una
capilla en Compostela en cuya fachada es perceptible la imagen de las almas
quemándose en el infierno, o tener en las almas errantes una de sus más
legendarias creencias (Santa Compaña). Quizás por ello, a fin de protegernos
en caminos y encrucijadas, se levantan estas construcciones para recordarles
en sus nocturnos tránsitos que no han sido olvidadas.
Hórreos: los graneros de piedra
También el gallego ha empleado la piedra para sus construcciones cotidianas,
lo que deja de ser sorpresa por ser este material muy abundante en toda la
geografía galaica. Sin embargo, en el uso de construcciones ligadas al trabajo
diario también se observan peculiares características, pues no hay actividad
humana a la que el gallego no dote de su especial manera de entender las
cosas y su relación con el mundo paralelo de superstición y augurio. Quizás
la construcción más costumbrista ligada al tópico folclórico sea el hórreo, en
esencia una construcción destinada a guardar y secar el maíz y mantenerlo a
salvo de la acción de los roedores.
Generalmente construido en piedra sobre cuatro o seis pies también de
piedra y con forma rectangular, dispone de unas aberturas en forma de
enrejado que facilitan la ventilación del cereal. Su tamaño se establece
normalmente entre cuatro y cinco metros de largo por dos y medio de alto, no
superando su anchura los dos metros para facilitar que las espigas estén cerca
de las rendijas y puedan airearse mejor. Esta es la descripción formal de la
construcción, pero el observador curioso apreciará dos elementos
sorprendentes por su convivencia en el hórreo: una cruz y un símbolo fálico
(remate en forma de pirámide). La primera imagen nos vuelve a traer la
petición de protección divina para las cosechas bajo el amparo de la cruz; sin
embargo, y dado que el hórreo, quizás con otra fisonomía, es anterior a la
instauración del cristianismo, se mantiene la petición pagana de protección y
la advocación del granero hacia viejas creencias y así, sin saberlo, como se ha
hecho por los antepasados durante siglos, se ubica en el otro extremo superior
sobre la techumbre un símbolo fálico, reminiscencia del culto a la fecundidad
de la tierra entre los primeros pobladores. Viejos o nuevos credos, la
intención es la misma: proteger las cosechas para salvaguardar la estirpe.
Varios hórreos se distinguen sobre los demás por su descomunal
tamaño, uno en Carnota y otro en Lira, en Araño/Rianxo (A Coruña),
superando ambos los treinta metros de longitud. Además, el complejo de
hórreos costeros de Combarro/Poio (Pontevedra) se encuentra entre las
imágenes más difundidas de Galicia.
Las piedras y el hecho jacobeo
Pero las piedras con sus características de dureza, perdurabilidad, firmeza,
que para los antiguos eran cuestiones sagradas, no se circunscriben
únicamente a los tiempos prehistóricos, ni a los albores de la historia. Las
piedras continuaron teniendo un significado muy especial con el devenir de
los siglos, tanto es así que la piedra está estrechamente vinculada con el culto
jacobeo desde sus orígenes. Un suceso acontecido muy lejos, en el espacio y
el tiempo, vendría a cambiar definitivamente el ser y las creencias en las
tierras gallegas: «Por aquel entonces, echó mano el rey Herodes, para
hacerles daño, a algunos de los que pertenecían a la Iglesia. Mandó matar con
la espada a Santiago, el hermano de Juan...».1 Cuenta la leyenda que el
apóstol Santiago Zebedeo, conocido como Santiago el Mayor, tras
evangelizar España regresó a Palestina donde fue martirizado. Sus restos
fueron recogidos por dos de sus discípulos: Atanasio y Teodoro, que,
embarcados en una nave sin remos ni vela y guiados por un ángel, en una
semana cruzaron el mar Mediterráneo y traspasando las puertas de Hércules
alcanzaron las costas de Galicia, amarrando la barca a una enorme piedra
conocida desde entonces como «O Pedrón»,en las proximidades del puerto
fluvial de Iria Flavia. Nuevamente, la piedra unida a un hecho fundamental
para el pueblo gallego, la llegada a estas tierras del cuerpo del apóstol
Santiago. La piedra como constatación de un hecho irrefutable y su
preservación, crédito de fe. La piedra que recibió al discípulo de Cristo por
extensión nombra a la tierra que recibió el cuerpo: Padrón. Esa piedra se
encuentra en el interior de la pequeña iglesia dedicada a Santiago, en la orilla
del río Sar.

Hórreo gallego, Ansemil, Silleda, Pontevedra. Construcción destinada a guardar y secar el
maíz.
La leyenda habla también de la búsqueda del lugar apropiado para el
enterramiento y de las gestiones con la Reina Lupa, señora de las tierras que
dominaba el «Mons Sacer», el picacho pétreo conocido hoy como Pico Sacro,
en torno al cual giran muchas historias de encantamientos, dragones y
serpientes, tesoros y seres mitológicos. La Reina Lupa, viuda de enorme
belleza ansiada por muchos pretendientes nunca complacidos, era una mujer
contradictoria en su carácter, unas veces bondadosa y otras despiadada. Es el
caso que ofreció a los discípulos del Apóstol una pareja de bueyes, que no
eran tales, sino dos toros bravos decididos a embestirlos, pero al acercarse a
Atanasio y Teodoro se convirtieron en dos mansos bueyes que acabaron
tirando de un carro con el sarcófago del apóstol Santiago avanzando a su libre
albedrío, hasta que decidieron pararse en un frondoso bosque llamado del
Libredón, lugar elegido para el enterramiento. El Códice Calixtino cuenta que
«en un castro próximo a Iria Flavia, comenzaron a verse “luces ardientes”
durante la noche, en el mismo lugar donde otros habían visto aparecer con
frecuencia ángeles». Fue un eremita llamado Paio quien puso sobre aviso del
descubrimiento de un edículo con los restos de Santiago el Mayor al obispo
de Iria Flavia, Teodomiro, quien desplazándose hasta el lugar del Libredón
muy prontamente ratificó tal descubrimiento. La noticia corrió con celeridad
por todo el occidente europeo, tanto es así que pocas decenas de años después
del descubrimiento del sepulcro,1 el monje francés Usuardo en su
martirologio ya menciona que «los restos del Apóstol están en la parte
occidental de España, cara al “mar Británico”». A partir de ahí, ni siquiera la
presencia musulmana en la península puso freno a las inquietudes de miles de
peregrinos que, procedentes de toda Europa, «inventaron» el camino en su
devenir incesante a Compostela. Mientras tanto, el rey Alfonso II el Casto,2
entusiasmado con la idea, presta todo su apoyo para dar a conocer tan
excepcional noticia y para construir la primera ermita de culto a Santiago,
que, de piedra granítica, sería el embrión de la majestuosa catedral, crisol de
estilos arquitectónicos que desde el románico hasta el neoclásico, pasando
por el barroco más brillante, es obra de canteros que trabajaron a las órdenes
de maestros constructores entre los que destaca sobremanera el maestro
Mateo, autor del Pórtico de la Gloria, un personaje envuelto en misterios y
leyendas del que lo único que se conoce son sus obras en la basílica
compostelana y poco más.

O Pedrón, Iglesia de Santiago, Padrón, A Coruña. Punto de amarre de la barca del
Apóstol.

La Compostela construida alrededor de un sepulcro pétreo también es en
esencia un canto de creación en roca. En palabras de Valle-Inclán,1 «Rosa
mística de piedra, flor románica y tosca...», «... parece inmovilizada en un
sueño de granito, inmutable y eterno...», o en aquellas más poéticas de Celso
E. Ferreiro:2 Santiago: mar de pedra/navigaba polo Tempo. La ciudad fue
edificada en estilo románico alrededor de la primera capilla construida sobre
el sepulcro, y sobre ella se levantó la primera catedral, y alrededor de esta,
siguió creciendo la ciudad. Esta fiebre constructora significó una enorme
renovación de las estructuras urbanas con la construcción de una ciudad
alrededor de la basílica apostólica (Pórtico de la Gloria, Platerías, San
Xerome...). Y será nuevamente en el siglo XVII cuando la reforma barroca
dote a Compostela de su aspecto monumental que aún hoy impregna sus
calles y edificios (Obradoiro, Torre del Reloj, San Martín Pinario, sus pazos,
casas y rúas...), y a muchos lugares y villas de Galicia.
Los «magos» de la piedra y los mensajes
de las lápidas gremiales
El románico significó la proliferación de los «artesanos de la piedra» y todo
ello no debido a la aparición del estilo en sí mismo, sino a la construcción de
la basílica románica por excelencia, la catedral compostelana. En verdad su
construcción supuso una auténtica enseñanza viva como escuela de cantería
que, con carácter permanente y no pocos privilegios, fomentó en la
Compostela medieval, y por extensión en toda Galicia, el desarrollo de los
mejores maestros de cantería no solo de Iberia sino de Europa.


Lápidas gremiales, Santa M.a A Nova, Noia, A Coruña.

Hasta el momento de la construcción de la gran catedral compostelana,
los canteros ocupaban la mayor parte de su tiempo en la construcción de
puentes, pues tanto las características geográficas como la abundancia de
corrientes de agua que recorren el territorio gallego exigían estas obras.
El cantero llegó a tener tal importancia en la sociedad medieval, que
figuras como el Maestro Mateo han pasado a representar la inteligencia en
sentido estricto en la mentalidad popular que lo ha beatificado, mejor dicho a
su imagen pétrea, con el nombre de Santo dos Croques.1 Así, los millares de
peregrinos que se acercan a la basílica de Compostela después de admirar su
obra cumbre, el Pórtico de la Gloria, se dirigen a su representación
escultórica situada a la espalda de la joya románica y que mira sosegada hacia
la Cripta para «golpear» con su cabeza en la de la propia imagen. Tres veces
bastan para que la inteligencia del maestro medieval pase por contacto a la
del peregrino y una vez más aparece la piedra como expendedora de
bienaventuranzas de carácter legendario. Como queda dicho, la fábrica
compostelana propició una expansión del estilo románico, pues los templos
menores (iglesias conventuales, parroquiales, etc.) tuvieron en la basílica un
modelo a imitar. Y con ello, la aparición de canteros itinerantes que una vez
rematado su trabajo volvían al camino para encontrar una nueva obra. Estos
hombres, quizás para preservar sus conocimientos o como código
comunicador de una hermandad gremial fuertemente encerrada en sí misma,
crearon una forma de hablar, el latín dos canteiros o verbo dos arxinas.1 Este
lenguaje permitía guardar celosamente los secretos del oficio2 y estaba
prohibida su enseñanza a personas ajenas a la profesión bajo pena de
rigurosos castigos. Su origen lo sitúan algunos en una lengua prerromana
gallega, y estudiosos como Filgueira Valverde3 piensan en un lenguaje
gremial con aporte del vasco, pues los vizcaínos trabajaron en la
reconstrucción de los castillos derribados por los irmandiños.4 Habla
medieval guardiana de un oficio y quizás de otros secretos y significados que
permanecen envueltos en el misterio y es que los canteros sabían «latín»...
Verbo xido, miña júrria,
queitervas por areona;
que che hei de aldrabar os zurros
e máis mornarche a morrona.
La piedra granítica, en forma de catedral, de edificios públicos y
privados, del casco monumental, es hoy una de las primeras percepciones del
peregrino que llega a Compostela, e íntimamente ligadas a ella, las
sensaciones de firmeza y perdurabilidad, las mismas que los oestrymnios y
los pobladores celtas identificaban con divinidad y que dan a la ciudad santa
un carácter de espiritualidad eterna.
Pero no solo los canteros se reunían en fraternidades o asociaciones, ya
que el gremio en la Edad Media ocupa un lugar predominante en la estructura
social y en la vida de las villas y ciudades. Así, por distinción del oficio
nacen las agrupaciones gremiales bajo la advocación de un santo patrono,
cada una con sus propios símbolos y marcas. Los gremios eran agrupaciones
de artesanos de una localidad dedicados a un mismo oficio. Cada gremio
tenía sus propias ordenanzas y una estructura interna muy rígida en la que
normalmente se contemplaban tres niveles de trabajo: aprendiz, oficial y
maestro. La entrada al gremio se hacía a través del aprendizaje, que podía
durar varios años, en el taller de un maestro que además lo sustentaba. Tras
unas pruebas, se podía adquirir el grado de oficial trabajando para el maestro
con salario o bien para otro taller del gremio. Tras varios años de oficio, y
presentando un trabajo original, se accedía al grado de artesano o maestro,
con el que podía abrirse un taller propio. El gremio mantenía un control muy
estricto sobre el trabajo de sus miembros, con lo que aseguraban la
pervivencia del mismo y de sus estructuras. Hoy conservamos bastantes
testimonios de su existencia, algunos de los cuales son las alusiones en
grabados y tumbas, especialmente en las conocidas como lápidas gremiales,
principalmente en las ruinas pontevedresas de Santo Domingo y en especial
en el cementerio de Santa María A Nova en Noia (A Coruña).1 Aquí
apreciamos la diferencia entre las distintas profesiones y siglas gremiales.
Sobre estas lápidas se graba el emblema de la profesión: tijeras y agujas para
los sastres; la escuadra, el compás y el hacha en los carpinteros; plantillas y
cuchilla en los zapateros; vara de medir en los mercaderes... Otros signos de
distinción gremial se unen a los anteriormente descritos y así pueden aparecer
al lado del signo del gremio otro particular para una identificación más
personal. Estos símbolos nacidos bajo ocupación romana se mantuvieron bajo
ocupación sueva y goda, y se desarrollaron durante el oscuro período
medieval, para llegar hasta nosotros como ejemplo de criptografía gremial.
La Costa de la Muerte
La Costa da Morte se ha convertido en uno de los puntos de referencia del
turismo en tierras gallegas al reunir en un espacio reducido una serie de
circunstancias que la hacen atractiva. La naturaleza presenta grandes
contrastes, el propiamente costero con el Atlántico batiendo contra sus
arrecifes y acantilados, y las agrestes montañas o los verdes valles en el
interior.
El cabo San Adrián, que marca el comienzo por el norte de la Costa da
Morte, da abrigo a Malpica, pequeña villa marinera que conserva todo el
encanto de los puertos pesqueros, y tiene enfrente las islas Sisargas, refugio
natural para las aves migratorias. En este municipio se encuentra Buño, que
ha vivido tradicionalmente de su industria alfarera. Los oleiros se han
dedicado a la producción de los cacharros necesarios para la vida cotidiana:
ollas, cántaros, platos, vasijas, etc., decorados con motivos sencillos que
recuerdan formas pretéritas. Son numerosos los puntos de interés histórico
que se encuentran en este ayuntamiento de la comarca de Bergantiños, desde
antiguos castros hasta fortalezas, como las Torres de Mens.
Hacia el sudoeste se encuentra Ponteceso, cuna del gran poeta Eduardo
Pondal, uno de cuyos poemas es el Himno Gallego. En sus tierras se puede
encontrar alguno de los tramos de la calzada romana Per loca marítima de
camino hacia Corme, en cuyas proximidades está la Pedra da Serpe. La costa
se hace cada vez más impresionante y peligrosa para la navegación y el
marisqueo de los apreciados percebes; las cruces de ribeira son testigos de
las tragedias ocurridas en esas aguas.
Continuando viaje hacia el sur encontramos el dolmen de Dombate y el
castro de Borneiro. En Vimianzo es obligada la parada ante el castillo del
siglo XIII que alberga un museo. En la villa marinera de Camariñas
apreciaremos, in situ, el trabajo de las palilleiras que con sus manos elaboran
los afamados encajes en forma de manteles, colchas y otras muchas piezas;
muy cerca está el cabo Vilano, que se encuentra muy próximo al Cementerio
de los Ingleses, al que se llega por caminos que discurren paralelos a los
abruptos roquedos. El monasterio de San Xiao de Moraime, importante
centro religioso ligado al culto jacobeo, se encuentra poco antes de llegar a
Muxía, y en esta villa marinera está el santuario de A Virxe da Barca,
mirando al océano, junto a las piedras de abalar, cadrís y do timón, a cuya
romería acuden miles de personas.
Fisterra es el fin del mundo. Su faro es como un punto magnético que
atrae a gentes de todos los lugares siguiendo una tradición que se remonta en
el tiempo a las épocas de los primeros pobladores de estas tierras. Desde aquí,
como desde otros muchos puntos de la Costa da Morte, se puede comprobar
cómo el mar se traga el sol cada atardecer. De origen románico es la iglesia
de Santa María das Areas, en cuyo interior se encuentra la imagen del Cristo
das barbas douradas, venerado especialmente en Semana Santa, cuando se
celebran las tradicionales danzas das areas.
Ézaro es un pueblo con encanto situado en la ensenada en la que el río
Xallas vierte sus aguas y en las faldas del monte Pindo, una sucesión de
formaciones graníticas plagada de leyendas, lugar sagrado para celtas y
romanos. En Carnota hay que detenerse para ver los hórreos más grandes de
Galicia y para disfrutar de su espectacular playa. Este recorrido finaliza en la
villa marinera de Muros, una localidad que conserva la esencia de cómo eran
los pueblos dedicados al mar y que bautizó una de sus plazas con el nombre
de Ara Solis.
Las playas de la costa, a veces largos arenales abiertos al océano, son
muy atractivas para aquellos que buscan el contacto con la naturaleza lejos de
la masificación turística de otros lugares. Además, los apreciados mariscos y
pescados tienen otro sabor, y otros precios, en estos lugares.



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