domingo, 24 de febrero de 2019

Mitos,ritos y leyendas de Galicia:Celtas: entre el mito y la realidad

¿Quiénes habitaron los numerosos poblados fortificados que se encuentran
por toda la geografía gallega? ¿Cómo se explican las evidentes
similitudes culturales entre el gallego y otros pobladores del litoral
atlántico? ¿Fueron acaso aquellos enigmáticos guerreros llegados de
Centroeuropa quienes hicieron surgir con fuerza la excepcional importancia
que se le concede a la muerte en la mentalidad gallega?
La controversia sigue asentada sobre la naturaleza de los antiguos
pobladores del noroeste peninsular y su pertenencia étnica, asunto que sigue
desarrollando encontradas tesis aunque la tradición acepte que la población
antigua de Galicia, y más específicamente la que habitaba los castros, era de
raza celta. Dicho argumento desde un principio gozó de gran impronta,
especialmente en la literatura e historiografía del siglo XIX, y es hoy
mayoritariamente aceptado por la cultura popular.
El desarrollo de las tesis del celtismo no solo tiene su razón de ser en la
defensa pasional que de dicha teoría han llevado a cabo los más importantes
historiadores del Rexurdimento (Verea y Aguiar, Murguía o Vicetto) o
algunos de los mayores literatos gallegos (Eduardo Pondal), pues su origen se
encuentra en las fuentes literarias clásicas, ya que no solo Estrabón o Plinio
sitúan al pueblo de los celtici como habitantes del noroeste de la península
Ibérica, sino que Avieno otorga a los saefes celtas la conquista sobre la
población nativa de los oestrymnios. Sin embargo, la explicación épica del
mito fundador de la estirpe gallega por parte de los celtas será la piedra
angular sobre la que se construirá el renacer, no solo cultural sino también
político y lingüístico, de la galleguidad y este, sin duda alguna, fue
enarbolado por los eruditos románticos de la Galicia del siglo XIX y será
rescatado por el investigador alemán Schulten en el siglo XX.




Es, pues, cuestión esta que llevará hasta la actualidad la defensa de tesis
encontradas que ya en el pasado dieron lugar a encendidos enfrentamientos
dialécticos de manera que, mientras el desdén de Unamuno mantenía que
«La mayor parte del celtismo de los historiadores e investigadores regionales
gallegos es pura faramalla y decoración con que cubrir y tapar los huecos del
escenario de su historia...», la romántica visión de Vicetto otorgaba estas
cualidades a la raza gallega: «Céltigo, en lo frugal, espiritual y sencillo...», y
Pondal escribía estos versos integrados en el poema Os Pinos:
... fillos dos nobres celtas,
fortes e peregrinos
luitade pl’os destinos
dos eidos de Breogan.

Por tanto las fuentes literarias clásicas, los castros y restos
arqueológicos, los estudios lingüísticos, los hallazgos de trabajos en hierro y
rica orfebrería en oro (torques) serán los argumentos sobre los que se
establezca la presencia celta en las tierras del noroeste peninsular.
Para referirnos a los pueblos asentados en territorio gallego durante el
último milenio antes de Cristo debemos, por tanto explicar primero, que las
fuentes barajadas por los historiadores son muy limitadas y más bien de tipo
literario, procedentes de autores griegos y romanos y, por supuesto, las de
carácter arqueológico que tras sus análisis y las comparativas pertinentes con
otras culturas semejantes del mismo período ayudan a clarificar un poco cuál
era la situación real de Galicia en aquella época prehistórica y quiénes eran
sus pobladores. El poeta romano Rufo Festo Avieno1 aporta algunos datos en
su obra poética escrita en latín en el siglo IV d. C. y titulada Ora marítima
cuando, inspirado en relatos de periplos marítimos realizados varios siglos
antes de Cristo, identificaba a los habitantes de la franja costera gallega como
los oestrymnios, «un pueblo navegante y comerciante, de hombres fuertes y
valientes». Estamos en la edad de bronce, más bien en el bronce final, cuando
se producen las dos oleadas de pueblos indoeuropeos entre los que se
encuentran los celtas, que invadieron la cornisa atlántica trayendo consigo el
hierro. Coinciden precisamente con las dos edades de hierro en Europa, la
primera se sitúa a comienzos del último milenio antes de Cristo y la segunda,
alrededor del año 650 a. C. Es lógico pensar que en una zona geográfica tan
amplia como el noroeste peninsular hubiese más pueblos compartiendo
vecindad con los oestrymnios; unos y otros se vieron obligados a ceder
espacios a los nuevos pobladores llegados del norte y entre los que se
encontraban los celtas... «Una invasión de serpientes procedentes del
noroeste desplazó a los pacíficos oestrymnios.»2
En los dos últimos milenios antes de Cristo los márgenes atlánticos del
continente europeo vivían una «cultura» común. Desde Portugal a Holanda y
a ambos lados del canal de la Mancha existía un florecimiento debido,
fundamentalmente, al comercio de determinados productos como el
apreciado ámbar, el cobre, el estaño y el oro. Más que el océano, sus riberas
eran la vía de comunicación por excelencia para ese fructífero comercio que
proporcionó riquezas y fama a esos pueblos fronterizos con el mar.
La mitología sobre ricos príncipes más poderosos que los coetáneos
griegos y etruscos provocó que a lo largo de los siglos, como ya ocurriera en
Galicia, las gentes se afanaran en buscar tesoros ocultos en enterramientos
primitivos. Y efectivamente los hubo, y entre los casos paradigmáticos está el
del enterramiento de Hochdorf,1 en Alemania que muestra la exquisitez y
riqueza de la tumba de un príncipe celta del siglo V a. C. enterrado con sus
pertenencias en un habitáculo forrado de madera de cedro y con excelentes
telas y paños tanto en suelos como en paredes; un caldero de bronce en el que
hubo aguamiel así como cuernos decorados en oro para poder beber, fíbulas,
brazaletes y armas completan el ajuar. En Wessex y Bretaña, en Irlanda y en
Galicia han aparecido joyas manufacturadas en aquellos lejanos tiempos,
pequeños y grandes tesoros, al fin y al cabo muestras arqueológicas de un
período no demasiado documentado de la prehistoria de la humanidad que ha
pervivido en la memoria colectiva cargado de símbolos, mitos y leyendas.
¿Quiénes eran los celtas?
Los celtas eran un pueblo de raíz aria procedente de una zona situada entre
las riberas del mar Caspio y las montañas del Cáucaso que inicialmente se
instalaron en Europa central.2 En sus avances obsesivos hacia el poniente, en
dirección al fin del mundo, ocuparon durante la edad de bronce toda la franja
costera atlántica, arrastrando consigo a otros pueblos que se incorporaban a
su marcha. Con ellos llegaba a esas regiones costeras un sinfín de
particularidades que, de una manera o de otra, dejarían su impronta en los
siglos venideros. De hecho fueron los que antes vivieron los albores de la
edad de hierro, cuyas técnicas conocían, y que en sus oleadas expansivas por
casi toda Europa fueron extendiendo. Pero con ellos también viajaban sus
dioses, sus mitos y sus costumbres.
La llegada «masiva» de poblaciones celtas se produce como
consecuencia de la ocupación por parte de pueblos germanos de la región
comprendida entre las zonas bajas de los ríos Rin y Elba, donde se habían
asentado anteriormente los celtas.3 En esta zona crearon la «cultura de los
campos de urnas», nombre que viene determinado por el uso establecido de la
incineración de los cadáveres y su deposito en urnas para su posterior
enterramiento. La presión de los germanos obligará a su desplazamiento
hacia occidente y con ello la expansión de dicha cultura por la cornisa
atlántica.
Mientras tanto, en la cuenca mediterránea dominaban los griegos y los
etruscos hasta la llegada del Imperio romano. Estos últimos convirtieron, con
sus conquistas, su modus vivendi en cultura dominante y, como es obvio a lo
largo de los siglos, la historia la escriben los vencedores. Para griegos y
romanos lo que no pertenecía a la metrópoli era calificado automáticamente
como bárbaro y en su mitología y en la literatura también hacen referencia a
figuras que habitan en lugares remotos, próximos al finis terrae, donde
ubican a pueblos liderados por serpientes (saefes) y por dragones (drakoni);
no es de extrañar pues que Rufo Festo Avieno escribiera: «... los pacíficos
oestrymnios tuvieron que abandonar sus tierras por la presión ejercida por
bandas de saefes procedentes del noroeste».
Los celtas de toda Europa y de las islas Británicas se dividían en tribus
asentadas por comarcas. Compartían lengua, religión y costumbres, así como
su común origen, pero no se podía decir de ellos que fuesen una nación o un
imperio al estilo romano, con ejércitos organizados y estamentos burocráticos
a modo de columna vertebral de una organización civil y militar de todo un
pueblo. Es más, algunos investigadores postulan que ni siquiera tenían un
nombre en común, y que se les conocía como «celtas» por ser este el término
con el que eran designados por sus enemigos y por los demás pueblos. Eran,
pues, organizaciones tribales, más o menos grandes, que estaban en
frecuentes luchas entre ellas, lo que limitaba enormemente su crecimiento
demográfico, hecho que sin embargo no impedía la existencia de alianzas o
confederaciones con carácter militar frente a un enemigo común como se ha
atestiguado en las Galias. Uno de los rasgos significativos de la cultura
castreña es el número tan elevado de estos pequeños núcleos de población
que, como ya señalamos en el anterior capítulo, supera los 3000 catalogados
por los arqueólogos en la geografía gallega.
En la última de las oleadas llegaron con ellos otros grupos europeos que
se fueron agregando en este largo desplazamiento hacia el poniente. Estos
pueblos celtas que se irán instalando en Galicia a lo largo de la cuenca del Sil
traerán consigo, como ya hemos dicho, un aporte cultural de gran
trascendencia, la técnica del hierro, que era desconocida por la población
autóctona.
Los celtas adoptaron numerosos dioses que unieron a su extenso
panteón; algunos eran antiguas divinidades indoeuropeas, como los dioses de
la luz (Taranis o Lug), y otros fueron incorporados de los pueblos
conquistados. Una variante de la religión céltica se desarrolló en la Galia,
Britania e Irlanda y se conoce como el druidismo.
Con el tiempo supe que la Orden de los Sabios tenía tres ramas. Los bardos eran los
historiadores de la tribu, los vates sus adivinos. Aunque a todos los miembros de la
tribu se les llamaba generalmente druidas para simplificar, en realidad ese título
correspondía a la tercera rama, cuyos miembros estudiaban durante veinte inviernos
para ganarse ese nombre. Los druidas eran los pensadores, maestros, intérpretes de la
ley y sanadores de los enfermos. Eran los guardianes de los misterios.1
Los druidas2 eran una especie de sacerdotes-adivinos encargados de
educar a la juventud de la aristocracia, a la que transmitían sus conocimientos
en un duro y largo proceso de aprendizaje, pues obligaban a memorizar su
ciencia. Además ejercían la medicina, la justicia y presidían los ritos
religiosos, siendo los guardianes de los lugares sagrados (situados en bosques
esencialmente).
¿Por qué vinieron los celtas y otros pueblos
al finis terrae europeo?
Quizás no haya sido por «La atmósfera perfumada de las florestas, la
abundancia de exquisitos frutos y pescados, la vista de infinitos criaderos de
jaspes, pórfidos y marquesitas, y el eterno verdor de las praderas donde los
ganados podían apacentar y reproducirse beneficiosamente...», como decía
don Benito Vicetto3 en 1865. Tal vez influyeron aspectos religiosos
relacionados con el culto al sol, la eterna búsqueda del poniente, que hizo que
a lo largo de los siglos, los pueblos celtas avanzaran hacia las costas
atlánticas, o quizás fue la necesidad de instalarse en tierras verdes y fértiles
para poder desarrollar mejor sus conocimientos sobre la agricultura. Acaso
las noticias sobre la existencia de minerales como el estaño, el oro y el hierro,
cuyas técnicas de fundición conocían, fueron también causa de su peregrinar.
De todas formas, fuere lo que fuere lo que motivó tan larga marcha, sí queda
constancia de una cosa y es que uno de los elementos fundamentales de la
mitología celta, tanto protohistórica como la de origen medieval, son los
viajes, viajes de carácter iniciático, viajes de superación personal, de
afianzamiento como individuo, pero también viajes de conquista siempre
vinculados estrechamente con motivos religiosos o de carácter espiritual, en
los que no se busca una meta o un objetivo concreto sino el aprendizaje que
el propio viaje, entendido como aventura, proporciona al protagonista, que
transmitirá, posteriormente, el conocimiento extraído del mismo a los demás.
En otras palabras, y relacionado con la tradición artúrica, tan entroncada con
el pasado celta, el viaje es la búsqueda del Grial y este es el conocimiento
puro.
En la tradición celta, uno de los textos más emblemáticos sobre la
conquista de Irlanda1 es el Leabhar Gabhala,2 también conocido como el
Libro de las conquistas o invasiones, que relaciona el panteón mitológico
celta irlandés desde el momento en el que las aguas vuelven a su cauce, es
decir, después del gran diluvio universal, que, por otra parte, figura en la
mitología de los cinco continentes. Noé y familia son en muchos casos punto
de arranque de tradiciones y la irlandesa no iba a ser menos. Son muchos los
nexos entre Irlanda y Galicia y el Leabhar Gabhala da cuenta de algunos,
pero volviendo a Noé, Benito Vicetto sitúa a uno de sus hijos como
colonizador de las tierras de Lusitania comprendidas entre el río Tajo y la
esquina norte bañada por el océano Atlántico y el mar Cantábrico: «...
Thobél, descendiente de Noé, llegó a Gadir y sus descendientes, los
thobelios, siguieron su labor colonizadora por la península... Brigo,
descendiente de Thobél, siguió el litoral de poniente salvando las
desembocaduras del Duero y del Miño para acabar instalándose en las tierras
comprendidas entre Fisterra y Ortegal, convidábales a ello la excesiva
abundancia y excelencia de nuestras aguas, la frondosa y fructífera amenidad
de nuestros valles, el inmarcesible verdor de nuestras montañas, la pureza y
sanidad de los aires y la profusión de caza y pesca...».1
La sociedad de los celtas
Como anteriormente quedó expuesto, los celtas tenían una sociedad donde el
concepto de Estado no existía, lo que motivaría una noción de unidad de
grupo un tanto peculiar, ya que en ocasiones clanes familiares lucharían entre
sí y en otros momentos colaborarían por necesidades comunes (amenaza
externa, caza, construcciones...).
Lo cierto es que en la época castreña hubo un estilo de vida radicalmente
opuesto al que propondrían con posterioridad los romanos. Oestrymnios,
preceltas, celtas y otros pueblos de la región vivían en pequeños núcleos de
población llamados castros que acogían entre 10 y 40 viviendas de tipo
circular u oval dentro del recinto fortificado con murallas y fosos. Si bien es
cierto que existen restos arqueológicos de castros de mayor tamaño, estos
pertenecen ya al período de dominación romana y responden a unas
características sociales y urbanísticas diferentes. La mayor parte están
situados en oteros con un claro fin estratégico que les permite dominar
amplias áreas por muy diferentes razones; la defensiva es una de ellas, pues
viviendo en lugares altos divisaban la llegada de enemigos, teniendo tiempo
para organizar la defensa, pero otras razones más domésticas no son menos
importantes ya que desde sus atalayas controlaban los terrenos dedicados al
cultivo y también sus explotaciones ganaderas y mineras. Lo que sí es obvio
es el hecho de que cada castro implicó una noción de territorio claramente
diferenciado del de los vecinos de otro castro.
Estructuralmente la base social estaba fundamentada en la familia,
normalmente monogámica, en la que el padre ejercía una autoridad total,
teniendo incluso la potestad del derecho de vida y muerte sobre los hijos. La
dote ofertada por la mujer en las nupcias significaba la obligación de su
aumento por parte del marido, y el matrimonio solo podía realizarse con la
mediación de los parientes sanguíneos (normalmente, hermanos). Sin
embargo, es convenido que la vida social celta era un matriarcado,
entendiendo por tal una situación en la que la filiación se establece por línea
femenina y en la que la propiedad de los bienes era de las mujeres del clan.
Se establecía, por lo tanto, un determinado equilibrio social y económico,
pues si las mujeres poseían la tierra, los hombres podían disponer de otros
bienes como por ejemplo el ganado.
Las familias con lazos de parentesco se unían formando un clan y
estaban sometidas a sus leyes e incluso podían sufrir la expulsión del mismo,
condena considerada como un gran deshonor. Los miembros del clan
descenderían de un antepasado común y se considerarían de la misma
familia, aunque no vivirían en el mismo castro y es probable que no se
casasen entre sí. En la cúspide del clan se situaba un jefe que era la mayor
autoridad y que representaba al mismo en la centuria que se formaba por la
agrupación de varios clanes por lazos de carácter político-militar y no de
parentesco; en la que el jefe de la misma, que transmitía el cargo a sus hijos
por vía masculina, tenía el mismo poder que los jefes de cada uno de los
clanes que la integraban. Cada una de estas centurias tenía su propio panteón
de dioses y cultos.
Varias centurias se agruparían en una unidad mayor llamada populus,
que tendría unos límites territoriales definidos y que contarían con una
«capital», oppidum, era también como una especie de centro comercial,
político y religioso, era el forum que se podría considerar como el origen de
algunas de las ferias comarcales que aún se celebran en Galicia,1 es decir, un
lugar en el que se realizaba el mercado, el intercambio de productos y se
desarrollaban las actividades de tipo social (alianzas matrimoniales por
ejemplo).
Aunque el matriarcado sea evidente, el hombre será, sin embargo, el que
ejerza el poder político pues desarrollará la actividad militar, en último
término, la fuente de poder.2 Lo que sí es obvio es el hecho de que cada
castro implicó una noción de territorio claramente diferenciado del de los
vecinos de otro castro. Territorio en el que las mujeres trabajaban el campo
en labores de siembra y recolección, y también atendían el ganado, siendo
además las protagonistas de la vida económica de su lugar de pertenencia.
Por el contrario, los hombres estaban ocupados en actividades relacionadas
con la caza, la defensa, la guerra, la política y la religión. De cada castro
salían «embajadas» a otros castros, con propuestas comerciales e incluso de
alianzas militares.
Una práctica descrita por Estrabón es analizada de diversa manera por
los estudiosos, ya que si para unos revela este carácter matriarcal es
interpretada antagónicamente por otros como la consecuencia del carácter
patriarcal al ser el hombre el que pasa a ocupar el lugar de la mujer. Esta
práctica denominada covada, consistía en que tras el parto el hombre recibía
los cuidados que serían menester para la parturienta. Probablemente lo que se
buscaba con tal acción era atraer hacia sí mismos los peligros que los
espíritus malignos lanzarían sobre la madre y su descendencia.1
La vida en los castros
Uno de los relatos más importantes entre las fuentes clásicas para el
conocimiento de la vida en los asentamientos del noroeste peninsular es el
escrito por Estrabón,2 quien nos relata de manera muy descriptiva las formas
de vida desarrolladas en el interior de los poblados.
Todos los montañeses hacen una vida sencilla, bebiendo agua, durmiendo en el
suelo y llevando el pelo largo como las mujeres. Mas en el combate ciñen la frente con
una cinta. Por lo general, comen carne de cabrón y sacrifican al dios Ares machos
cabríos, caballos y prisioneros.
Viven durante dos tercios del año de bellotas, que secan y machacan y después
muelen para hacer pan de ellas, y conservarlo largo tiempo. Beben también cerveza.
Vino lo tienen escaso y, si lo logran, lo gastan haciendo banquetes con sus familias.
En lugar de aceite usan manteca. Toman sus comidas sentados, en bancos construidos
alrededor de las paredes, situándose según la edad y la dignidad; la comida se va
pasando en círculo. Mientras beben, bailan en círculo al son de la flauta y la corneta y
también saltando y arrodillándose.

Castro de Viladonga, Castro del Rei, Lugo. Pieza angular del pasado celta de Galicia.
Aunque esta visión debe apreciarse desde el punto crítico de ser hecha
desde un concepto de cultura superior por parte del griego Estrabón, no es
menos cierto que la realidad no debía de diferenciarse mucho de lo relatado.
Los celtas de Galicia eran un pueblo fundamentalmente belicoso, en palabras
de Estrabón, el pueblo más difícil de vencer de toda la Lusitania. En tiempos
de paz realizaban combates, carreras y luchas; e incluso sus danzas tenían un
carácter guerrero. La vida en el castro estaría articulada alrededor de un
sistema social en el que la aristocracia guerrera formada por los jefes de
origen celta ocuparía el lugar más alto. Dentro de ella las mujeres serían las
propietarias de la tierra, ya que los hombres estarían dedicados a la actividad
militar. La población de origen precéltico sería la que trabajase las tierras de
la aristocracia y desarrollase las actividades necesarias para la alimentación
(pesca, caza, recolección...).
Los siglos anteriores a la era cristiana presentan un paisaje gallego
cubierto de bosques de robles y una economía que tenía una base ganadera y
agrícola, a la que se sumaba la actividad pesquera en el litoral (pesca y
marisqueo).
La agricultura era fundamentalmente cerealística, por esencia de mijo y
trigo en variadas especies, siendo complementada con la recolección de
frutos silvestres, donde la bellota sería el sustitutivo de los cereales en tiempo
de escasez de estos. La ganadería suponía el complemento esencial de la
agricultura y el ganado no solo era importante en la alimentación, pues su
utilización para el tiro era fundamental en el intercambio de productos. Los
ganados vacuno, ovino, porcino y caprino significaban la contribución
cárnica que la caza no era capaz de aportar, siendo las piezas más perseguidas
por los cazadores el ciervo y el jabalí, aunque sus restos no hayan sido
mayoritariamente encontrados por los arqueólogos.
Como queda dicho anteriormente, en la costa la pesca y el marisqueo
suponían un complemento fundamental en la producción de alimentos. Los
pescadores realizaban su labor desde la orilla o desde frágiles embarcaciones
que les permitían faenar en lugares próximos a la costa.



Reconstrucción virtual, Museo del castro de Viladonga, Castro de Rei, Lugo.
Cómo era la vida en los castros no es difícil de imaginar. La arqueología
ha aportado datos que posibilitan la reconstrucción de viviendas «piloto» o
«pallozas museo» en algunos castros como en Santa Tegra o Viladonga, en
las que el visitante puede hacerse una idea de cómo eran por dentro, conocer
su habitabilidad, etc. De todas formas, y salvando todas las distancias habidas
y por haber, si uno se acerca a las tierras altas de la sierra de Os Ancares, con
cimas que pertenecen hoy a Asturias, León y Galicia, y si se adentra en el
ayuntamiento de Cervantes, encontrará antes de penetrar en una aldea una
señal esculpida en piedra que reza: «Piornedo de Ancares, aldea prerromana».
Y efectivamente, pese a la profusión de nuevas construcciones realizadas en
los últimos años, necesarias para sus habitantes pero fuera de lugar desde el
punto de vista arquitectónico, urbanístico y de conservación del patrimonio,
el visitante contempla un poblado con una serie de viviendas de piedra de
tipo circular u oval con tejados de paja, con la inclinación necesaria para que
no se amontone la nieve, y con una orientación urbanística que les protege de
los vientos del norte, quedando toda la aldea rodeada por una muralla. Hasta
hace muy pocos años algunas de estas «pallozas» seguían habitadas por los
vecinos de Piornedo, pero hoy son auténticos museos etnográficos en los que
puede uno imaginar claramente cómo era la vida en los castros. En cada
«palloza» vivía una unidad familiar. Tenía por tanto dormitorios para los
cabezas de familia y otros para los hijos y los mayores. Todos ellos estaban
situados generalmente sobre los cobertizos en los que descansaba el ganado.
También en Os Ancares, en el ayuntamiento de Pedrafita do Cebreiro, en
plena entrada del «Camino de Santiago» en Galicia, se encuentra la parroquia
de O Cebreiro en la que también se conservan «pallozas», algunas de las
cuales se pueden visitar por haber sido convertidas en «museo». Son, como
decíamos, tierras altas a las que la «civilización» llegó de la mano de la
emigración, y en las que se conservaron a lo largo de los siglos edificaciones
y formas de vida que bien pudieran ser muy parecidas a las que encontraron
los romanos cuando realizaron sus primeras incursiones por estas tierras. Pero
perduraron más elementos que los puramente arquitectónicos ya
mencionados, o los castillos y palacios medievales de Doiras, Vega de
Valcarcel, Doncos, Quindós o Navia; quedaron las tradiciones y las leyendas
alusivas a «meigas», lugares encantados como la «cova da moura» o la «cova
da meiga», hombres-lobo, mujeres-cierva, etc.




Torques de Burela. Foto cedida por el Museo Provincial de Lugo, Excma. Dip. Provincial,
Lugo, Pieza de oro de 2,5 kg. Colección Álvaro Gil Varela.
Volviendo al pasado, lo que quizás más ha llamado la atención entre los
hallazgos de este período ha sido la inmensa riqueza metalúrgica apreciada en
las piezas realizadas en orfebrería fundamentalmente de oro, lo que ha puesto
de manifiesto la importancia de la actividad minera en esta época, ya que
junto a los metales preciosos también se extrajeron hierro, plomo, estaño y
plata. La extracción era realizada por las mujeres, que lavaban las arenas
auríferas en cestas de mimbres, y la vigencia de sus métodos extractivos se ve
refrendada en su utilización en época posterior por los romanos, como es
atestiguado por Plinio, quien en sus escritos afirma que Roma llegó a extraer
más de 6.000 kilos de oro anuales de las explotaciones de Gallaecia y
Lusitania.


Citania de Santa Tegra, A Guarda, Pontevedra. Vivienda reconstruida.

Relacionado con la actividad minera, el hallazgo de piezas de orfebrería
realizadas en metales preciosos es el exponente más claro de la alta calidad
alcanzada por esta actividad en esta época. Especialmente si hay unas piezas
que destaquen como arquetípicas de este período: estas son los torques, que
son unos collares rígidos curvados sin llegar a cerrarse. La pieza central
puede ser lisa o estar decorada, teniendo varios tipos de remates en sus
extremos. Destaca entre todas estas piezas la denominada «Torques de
Burela», por haber sido encontrada en esta localidad costera de la provincia
de Lugo y cuyo peso se acerca a los 2 kilos de oro puro.
Los dioses y sus funciones
La religión era un hecho consustancial a la vida de los castros y el panteón de
sus habitantes era muy numeroso, probablemente cercano al centenar. Como
en todas las religiones politeístas, probablemente ese panteón reflejaría una
posición jerarquizada de relación de unos dioses con otros y, no solo eso,
también con respecto a la población que los adoraba en cuanto a las
atribuciones y poderes que cada dios poseía. Para varios historiadores
gallegos, entre ellos J. C. Bermejo, existía una tríada en la que destacaban las
figuras de unos dioses superiores que ejercían el poder supremo, siendo los
encargados de velar por el orden establecido en el mundo en todos los
aspectos, tanto humanos, haciendo cumplir las reglas que ellos mismos se
imponían, como los relacionados con la magia y el poder del universo;
recibían culto en las cumbres de los montes, pues a sus alturas los celtas les
concedían el carácter sagrado. Las divinidades de la segunda función eran las
que se ocupaban de la guerra, del poder físico y de todo lo relacionado con el
valor y el vigor. Agrupados en torno al dios Cosus a ellos rendirían culto las
aristocracias militares, pues se recurriría a su protección en la batalla y se
buscaría su ayuda para vencer al enemigo.

Palloza, O Cebreiro, Pedrafita, Lugo. Habitat prerromano que ha pervivido hasta nuestros
días.
Por último estarían los dioses relacionados con la vida en los castros, es
decir, los dioses protectores de la fecundidad (animal y humana), de la vida
cotidiana y de la riqueza. Estos dioses tendrían muy clarificadas sus
ocupaciones y existirían tantos como funciones fueran necesarias para el
desarrollo del día a día: así, unos serían protectores del ganado; otros, de las
recolecciones; otros se encargarían de la vida funeraria...
Por tanto, las altas jerarquías de la sociedad celta, reyes, príncipes,
druidas y sacerdotes, tendrían estrecha relación con los dioses de la primera
función. Los guerreros y en muchos casos también los druidas estarían
vinculados a la segunda función, los primeros por definición y los druidas
porque eran la vanguardia en la batalla ya que tenían que invocar a los dioses
para salir favorecidos con la victoria. Mientras que el pueblo llano, lo que
hoy denominaríamos el «sector productivo», dependería de los dioses de la
tercera función.
Mencionábamos antes a Coso como dios de la guerra según datos de
fuentes encontradas fundamentalmente en el convento lucense. Parece ser que
se trataba de un dios capaz de otorgar la victoria y que se manifestaba a
través de poderes mágicos que paralizaban al enemigo. Decía Estrabón que
«... los lusitanos hacen sacrificios; observan las entrañas de sus enemigos,
pero sin extirparlas. También observan las venas del pecho y luego hacen sus
predicciones..., sacrifican caballos y prisioneros que ofrendan a su dios...».
En otro párrafo, Estrabón también hace alusión al hecho de que a algunos
prisioneros se les cortaba la mano derecha en ofrenda a su dios, que bien
pudiera ser Coso, vinculado con Ares y con Marte.
Unas divinidades muy relacionadas con la tradición gallega son los lares
viales. Según Bermejo, eran unas divinidades de carácter funerario
encargadas de conducir las almas de los muertos y se conocían como «dioses
de los caminos». Se les rendía culto en las encrucijadas en donde se suponía
que las almas se reunían, lo que nos permite establecer una relación directa
entre el folclore gallego actual (A Santa Compaña y el mundo de las ánimas)
y el de los antepasados celtas.
Los guerreros celtas
Teniendo en cuenta la teoría que dice que los ejércitos reflejan muy bien la
estructura social a la que pertenecen, y recordando las palabras de Estrabón1
describiendo las aptitudes militares de los pueblos del noroeste: «... son muy
hábiles en emboscadas y como exploradores, siendo además ágiles y muy
rápidos, capaces de salir de los peligros», tenemos una idea más amplia de
cómo podía ser la sociedad celta. Sabiendo que uno de los elementos
fundamentales de su economía era el ganado, sobre todo el bovino, y que por
tanto el pastoreo era una actividad importante en la vida cotidiana, uno de los
métodos más frecuentes para incrementar el número de cabezas era el pillaje
y los asaltos a las tierras de pastos de tribus vecinas enemigas. Los guerreros
de cada castro o «centuria» estaban estructurados en niveles, según el tipo de
armas que portaban, lo que denotaba obviamente la jerarquía existente en la
organización. Grabados como los realizados en la diadema de Ribadeo nos
muestran guerreros con espada corta y escudo, ataviados con cotas, montados
a caballo y, por otra parte, soldados con picas y con varias jabalinas que
combaten a pie. Referentes de otros pueblos indican la existencia de los
conocidos como princeps,1 asimilados en el período romano a jefes de
centuria, que poseían un status quo superior al de sus vecinos y un poder
económico reflejado en los restos arqueológicos de sus supuestas viviendas, o
de sus enterramientos, con presencia de piezas de oro y bronce, armas más
elaboradas, monedas en el período tardorromano, etc. Así como son muy
pocas las alusiones a reyes y reinas, aunque aquí ya nos hayamos referido a la
más conocida, la Reina Lupa, sí era frecuente la existencia de «príncipes»,
quizás no por linaje sanguíneo sino por méritos demostrados en la batalla o
en situaciones de máximo peligro, que colocaban a esos personajes en una
situación de superioridad física y espiritual con respecto a sus compañeros y
vecinos; personajes a los que se atribuían dones especiales de relación con los
dioses y que además de sus poderes terrenales, amplios rebaños de ganado,
armas, buenos caballos, joyas, cotas de malla de bronce y lino, etc., poseían
una riqueza espiritual que hacía que fueran seguidos por un amplio séquito
constituido por guerreros y por fieles en general. Tal era la fidelidad de los
seguidores de estos «príncipes» o caballeros nobles que sus guerreros, si
habían jurado devotio, se suicidaban si moría su jefe, por varias razones: la
primera era por no ser dignos de seguir viviendo al no haber sabido
salvaguardar la vida de su príncipe, y la segunda era que, muriendo con él,
estarían en mejor comunión con los dioses gracias a la intercesión divina que
por su rango tendría su jefe para con los suyos. Otro tipo de seguidores que
constituían la clientela debían ocuparse también de sus jefes hasta la victoria
o hasta la muerte de estos, pudiendo, en ambos casos, ocuparse de sí mismos
a partir de ese momento. Los romanos, de alguna manera, respetaron ese
status quo social de determinados elementos de lo que podríamos llamar
como restos de antiguas aristocracias guerreras.1
Casco de Leiro/Rianxo, Museo Arqueológico e Histórico, A Coruña. Realizado en oro.

Como ya apuntamos anteriormente, las prácticas guerreras de los celtas
semejaban más bien las de una guerrilla más o menos organizada que las de
un ejército bien constituido como el romano o cualquier otro de la cuenca
mediterránea. Practicaban la emboscada, tanto contra sus enemigos como en
sus incursiones de pillaje. Algunos datos apuntan a que los guerreros celtas
seguían una ética por la cual cada soldado enemigo era atacado por un
guerrero celta y no por varios a un tiempo. Buscaban el cuerpo a cuerpo y
también aterrorizar al enemigo procurando su huida. Por eso, contrariamente
a las directrices de los griegos y romanos, dejaban largas melenas que ataban
con diademas y ataviados únicamente con un torques al cuello se lanzaban
completamente desnudos al ataque profiriendo gritos con el fin de asustar a
sus víctimas. Estrabón se refiere a estos guerreros como «bárbaros» pues
prefieren la muerte a la derrota, ...tienen la insensibilidad animal, algo que
tiene mucho que ver con la fidelidad al jefe pero también con el
desconocimiento o desacuerdo con la práctica de la esclavitud. Los celtas
procuraban no tener prisioneros y en su caso eran canjeados a cambio de
algún rescate. De todas formas queda constancia de que los condenados a
muerte, bien por delitos de guerra, bien por parricidios en la propia
comunidad, eran lapidados, al igual que en otras culturas mediterráneas, o
precipitados por barrancos, acantilados o laderas de montañas, dejando
siempre en manos de los dioses la posible salvación o muerte de los
castigados una vez ejecutado el castigo, pues si sobrevivían a él se daba por
concluida la condena y el penitente quedaba en libertad. Abundando en esta
cuestión relativa a la justicia, en caso de hurtos y de otras faltas contra la
comunidad, las penas más habituales eran la expulsión y el extrañamiento
lejos del castro.
Para el mundo civilizado de Roma, otros aspectos del modus operandi
de los guerreros celtas confirmaban su salvajismo. Los celtas cortaban las
cabezas de sus grandes enemigos, en reconocimiento a su valor y entrega en
la batalla y como mérito por haberlos vencido. Tal era el valor de esas
cabezas que sus artistas esculpían cabezas de enemigos para perdurarlos en la
historia. Esos mismos artistas celtas esculpieron también estatuas1 muy
rudimentarias y de tamaño casi natural de sus propios soldados, quedando así
patentes su indumentaria y las diferencias jerárquicas entre unos y otros,
dependiendo del tipo de armas y de joyas que portaban. Otro honor especial
al que podían tener acceso los guerreros era el de que si morían en el campo
de batalla sus cuerpos quedaban a la intemperie sin ser recogidos para que los
pájaros los devoraran en lo que de forma alegórica significaría su vuelo final
hacia el firmamento, hacia el Olimpo de los dioses.
La mujer no era ajena a las actividades guerreras; eso sí, siempre en
casos de extraordinaria necesidad participaban en los combates o en la
defensa de sus castros y de sus vidas. Más difícil de documentar es la
creencia en las legendarias guerreras de los ártabros que ocupaban el espacio
geográfico comprendido entre los cabos de Fisterra y Ortegal; sobre ellas se
ha dicho que combatían enérgicamente, con gran «virilidad» y con el mismo
estilo y tácticas que los guerreros que ya hemos descrito. Mientras, sus
hombres cuidaban el hogar, los niños, el ganado y las tierras.

Monte Pindo, A Coruña. El Olimpo de los dioses celtas.

Los sistemas defensivos en los castros
Lo primero que se aprecia al observar un castro es la complejidad de los
elementos defensivos que posee, siendo su ubicación en zonas altas del
terreno el primero de estos elementos, y no solo los de mayores dimensiones
sino también los más pequeños aparecen rodeados de muros, murallas,
parapetos y otras construcciones defensivas (en algunos casos, piedras con
aristas hincadas en el terreno).


Castro de Baroña, Porto do Son, A Coruña. Ejemplo de castro costero.
Siguiendo la descripción de los elementos defensivos de F. Calo
Lourido1 apreciamos los siguientes:
• Terraplenes: son los elementos más comunes y nacen como resultado de
los trabajos de horizontalización del terreno en terrazas
fundamentalmente. Las alturas de los terraplenes son variadas pues
aunque hay casos de 70 metros de altura, lo normal es que se encuentren
entre los 5 y 10 metros.
• Parapetos: son un elemento exento y adelantado a las murallas o
terraplenes, protegiendo puntos más vulnerables. Pueden alcanzar una
altura considerable y estar combinados con fosos.
• Fosos: situados en los lugares de más fácil acceso al recinto donde
reforzaban esas carencias defensivas, eran un elemento característico de
los castros costeros.
• Murallas: se reserva este nombre para las defensas realizadas en piedra.
Aunque hay castros con una única muralla, es más común la existencia
de varias protegiendo el recinto y, en algunos casos, se encontrarían
refuerzos a manera de torres defensivas colocadas en las puertas de
entrada.
• Piedras hincadas: probablemente sea un elemento foráneo de la cultura
de los castros y no muy abundante. Son piedras prismáticas clavadas en
el suelo y que se suponen deberían entorpecer los ataques realizados a
caballo.
• Puertas de acceso: estos elementos son incluidos por Calo Lourido en los
sistemas de defensa al entender que tenían en común dificultar el acceso
a los recintos, pues en algunos casos se realiza por medio de escaleras.
Los pueblos celtas de Galicia
y su distribución geográfica
El período que conocemos como celta en la protohistoria gallega es el que
ocupa los cinco o seis siglos antes de Cristo y los cuatro o cinco posteriores,
incluido el tiempo de dominación romana. Cultura castreña es el nombre con
el que bautizaron los tiempos en los que los distintos pobladores de Galicia
vivían en castros. Estrabón, Plinio y Tolomeo nos dejaron en sus obras
algunos datos sobre los pueblos que ocupaban el noroeste peninsular y que
agrupan en los denominados en general como celtici, las diversas tribus
repartidas entre los tres «conventos» que conformaban la provincia de
Gallaecia: Astur, Lucense y Bracarense. En el convento Astur los Tiburi
ocuparon la comarca de Trives, los Cigurros y los Forum Gigurrorum en
Ourense y Rúa Petín, los Zoelae eran precélticos y ocupaban las tierras
comprendidas entre Zamora, Ourense y las hoy portuguesas de Tras-Os-
Montes. Del convento Lucense se pueden destacar los Meri, que ocuparon la
zona del cabo Touriñán, los Artabros estaban entre Fisterre y el cabo Ortegal;
Prestamarci, Supertamarci y Cileni son también otros pobladores de este
convento. Finalmente, los Amphilochi, los Heleni, los Grovii, los Coelerni...,
pertenecían al convento Bracarense.

Puñal de antenas de la Cueva del Furco/Becerreá. Foto cedida por el Museo Provincial de
Lugo, Excma. Dip. Provincial, Lugo.


Plinio nos habla de 61 pueblos entre los tres conventos, pero solo se
tienen datos suficientes de unos 40. No solo las pocas reseñas literarias y los
vestigios arqueológicos nos hablan de la presencia celta en Galicia, también
la toponimia es una fuente de datos que habla por sí sola, al igual que en otras
regiones célticas europeas. Algunos de los nombres de pueblos antes
mencionados, así como topónimos de lugares y pueblos de la Galicia actual,
no dejan lugar a dudas de su raíz celta, como es el caso de los que incluyen
«briga» en sus construcciones, como Coeliobriga, Brigantium, Nemetobriga,
etc.
Diversos son los estudios realizados para abordar la extensión
geográfica en la que se desarrollaron las construcciones defensivas conocidas
como castros, y variadas son las conclusiones en las que ha derivado el
debate, aunque hay un acuerdo generalizado en que fue en el noroeste
peninsular donde con mayor grado se desarrolló este singular asentamiento
humano. Después queda a arbitrio de los diversos investigadores las fronteras
de este mundo castreño, que parecen ceñirse al territorio de los posteriores
conventos Lucense y Bracarense.
Plinio, alrededor del año 70 d. C., además de la relación de pueblos del
noroeste incluso ofrece un censo de hombres libres para cada convento
jurídico, aunque sus cifras parecen referirse al censo de Agrippa (15 a. C.).
Sirva como referencia esta descripción que otorga al convento Lucense
166.000 hombres libres, al convento Bracarense 285.000, y al convento Astur
240.000, para un total de cerca de 700.000 en toda la Gallaecia.
La caída ante Roma: del «Río del olvido»
al monte Medulio
La belicosidad de los pueblos que habitaban el noroeste peninsular está
puesta de manifiesto no solo en el hecho de la necesidad de Roma de realizar
importantes incursiones, primero a manos de Décimo Junio Bruto,
posteriormente por Craso y el mismo César y en último lugar por Augusto, o
por el final trágico de los habitantes del Monte Medulio, autoinmolados para
no capitular ante las tropas romanas.
La primera campaña militar de Roma se produce cuando, ante la
necesidad de realizar una incursión de castigo contra los galaicos que se
adentraban en expediciones de saqueo en el área lusitana, Décimo Junio
Bruto se ve obligado (137 a. C.) a entrar en territorio de los galaicos no sin
grandes contrariedades a pesar del apoyo marítimo y la conquista de los
castros costeros. El éxito en la campaña le valió el sobrenombre de «Galaico»
y según Paulo Osorio mató a cincuenta mil galaicos y se llevó presos a cerca
de seis mil, consiguiendo huir solamente cuatro mil. Superado el Duero, los
ejércitos romanos se dirigieron hacia el Miño, pero antes debían vadear el río
Limia.
Con respecto al término galaico, estudios lingüísticos lo relacionan con
el latín gallus (galo), nombre que los romanos otorgaban a los pueblos celtas.
Tod y McClain ven el origen en la raíz ga (vaca), que con el sufijo -l se
convierte en gal (ganado vacuno). Por extensión significaría «nómada», pues
los celtas cruzaron medio mundo conocido acompañados de sus grandes
manadas, lo que explicaría su vinculación con la vaca, querencia que sus
descendientes gallegos conservan en la actualidad.
Como ya se relató en el capítulo I, las tierras de los pobladores del «fin
de la tierra» estaban protegidas por una serie de sortilegios mágicos y
hechizos que los sacerdotes-hechiceros lanzaban sobre su territorio. Uno de
los más temidos por los romanos era el que protegía el vado del río Limia,
conocido como el «Río del olvido», pues era creencia que aquellos
extranjeros que lo cruzasen inmediatamente perderían la memoria y con ello
toda referencia a su vida pasada. Junio Bruto osó pasar a la otra orilla y desde
allí llamó por su nombre, uno por uno, a sus centuriones rompiendo así el
mito que ayudaba a la defensa de la patria de los galaicos.
Posteriormente se producen las campañas de Craso (96-94 a. C.) y el
mismo Julio César (62 a. C.), quien llegaría con una expedición naval hasta
Brigantium, aunque la derrota final se produjo durante las llamadas «Guerras
Cántabras», una serie de expediciones militares bajo mando de Augusto (29-
19 a. C.) que significaron la sumisión de los pueblos levantiscos a lo largo de
la cordillera Cantábrica entre el País Vasco y Galicia, y con cuya derrota se
culminó el proceso de pacificación en toda la península Ibérica.
Dentro de estas campañas se sitúa la toma del monte Medulio, último
bastión de resistencia de los pueblos del noroeste. En el mismo se refugiaron
los últimos resistentes contra Roma y que al cerco al que se vieron sometidos
prefirieron darse muerte a rendirse ante el invasor, a imagen y semejanza de
Numancia o Sagunto. Según lo descrito por Orosio y Floro, en el Medulio los
romanos hicieron un foso alrededor para impedir la huida, consiguiendo las
tropas romanas con este cerco que no se les pudiera aprovisionar. En el
último momento los resistentes se dan muerte por medio del fuego, de la
espada y de un bebedizo ponzoñoso que obtenían de unos frutos que cría el
tejo y que cocidos daban un mortífero veneno.1
Durante el desarrollo militar de estas campañas, Roma se encontró con
graves problemas de carácter militar ya que su estrategia chocaba
directamente con la naturaleza del terreno, el aislamiento de las zonas en
lucha, la utilización por parte de las tribus de tácticas de carácter guerrillero y
el carácter especial de las tribus (pues la independencia de cada una de estas
poblaciones con respecto a sus homónimas del mismo grupo tribal hacía
necesario rendir una por una cada una de ellas).
Conseguida la sumisión de estos pueblos, sus jóvenes fueron reclutados
en las legiones romanas para evitar en el futuro sublevaciones en sus lugares
de origen o el reinicio de focos de bandolerismo contra las ricas regiones
agrícolas situadas al sur de estas beligerantes tribus.
La ocupación romana se articuló sobre la fundación de tres ciudades que
llevarían el nombre de Augusto: Bracara Augusta (Braga), Asturica Augusta
(Astorga) y Lucus Augusti (Lugo), y la constitución de sus respectivos tres
«conventus» administrativos.
Galicia y la conquista de Irlanda
El manuscrito «Leabhar Gabhála», conocido como el «El libro de las
invasiones», escrito en gaélico irlandés, nos ofrece la primitiva historia de
Irlanda y las sucesivas invasiones que sufrió la isla hasta la llegada de los
hijos de Mil procedentes del reino de Breogán. Como en todos los
manuscritos primitivos basados en la tradición, es difícil establecer la frontera
entre la realidad y la fantasía.
Tascor mac Miledh tan muir
otha an Easpain Netharglain,
ro gabsat, ni gniomradh gó,
fiochmagh Erenn ind oen ló.
La flota de los hijos de Mil en el océano
desde España en claros barcos
tomó, no es necesario decir mentira,
los campos de Irlanda en un día.
El manuscrito más antiguo en el que se conservan algunos pasajes del
«Leabhar Gabhála» es el «Leabhar Laighneach» o «Libro de Leinster»,
escrito alrededor del 1100 en el monasterio de Terriglass bajo la dirección del
obispo de Kildare y el auspicio del rey de Leinster. Como se ha dicho
anteriormente, tanto los druidas de Irlanda como sus homólogos de Britania y
las Galias hacían memorizar a sus discípulos las historias y orígenes de su
raza, transmitiéndose de forma oral de generación en generación estos
conocimientos a los que estaba prohibido cualquier cambio o alteración de
los relatos tradicionales. Cuestión que ha llevado a investigadores a
considerar que el «Libro de las invasiones» es copia de manuscritos
anteriores que se pueden remontar al siglo VII, que a su vez debieron ser
tomados directamente de la tradición oral, patrimonio de los bardos.
En el manuscrito se detalla cómo los futuros invasores de Irlanda se
habían establecido en el norte de Galicia fundando su capital, Brigantia:1
Brisis mor ccomlann is ccath
for sluagh nEspaine nughrach,
Breoghan na nglor gal, ba nia,
les do ronda Brigantia.
Ganó muchas batallas y combates
contra las duras tribus de España,
Breogán, vencedor de batallas,
fundó Brigantia.



Torre de Hércules, A Coruña. La Torre Brigantia de la tradición celta.

En dicha ciudad Breogán habría construido una gran torre que llevó su
nombre (posiblemente, en el mismo lugar en el que está erigida la Torre de
Hércules en A Coruña). Ith, hijo de Breogán, contemplando el océano desde
lo alto de la torre, creyó divisar la silueta de una isla en el horizonte. Reunido
con su familia, les comunicó su deseo de navegar hacia aquella visión; y a
pesar de los intentos de aquellos por evitar el viaje, llegó a Irlanda («Inis
Elga», en lengua indígena). En la isla se vio traicionado por los nobles
irlandeses que intentaron asesinarlo para seguir manteniendo el secreto de la
existencia de su tierra. Herido de muerte, su cuerpo fue trasladado a
Brigantia, donde los hijos de Mil, sobrino de Ith, decidieron que lo justo era
vengar su muerte. Lo hicieron embarcándose en cinco naves rumbo a la isla,
adonde llegaron, vencieron a sus antiguos habitantes, los Tuatha De Dannan,
y tomaron el gobierno de Irlanda.
Esto es relatado en el «Leabhar Gabhála», que narra de manera épica la
historia de las invasiones sufridas por Irlanda después del diluvio bíblico,
pero no solo en el «Libro de las invasiones» existen referencias a las
relaciones entre Galicia y el mundo celta ya que hay investigadores como
Alonso Romero1 que nos remite a P. O’Riordáin, quien defiende que los
petroglifos que se encuentran en el sudoeste de Irlanda, y que son conocidos
como «Arte Gallego», se debieron a los buscadores de minerales que desde
Galicia se trasladaron a la isla. Otros, como Glyn Daniel y Eoin Mac White,
también defienden que la cultura megalítica llegó a Irlanda procedente del
Mediterráneo a través de la península Ibérica y con ella el conocimiento de
los metales. Será B. Raftery2 quien irá aún más lejos al reflejar la
extraordinaria similitud que hay entre los castros de Galicia y los poblados
fortificados de Irlanda.
Brandán: el monje-navegante celta
En el siglo VI vivió un monje irlandés, de nombre Brenainn, que sería
conocido en el mundo católico con el nombre de Brandanus. San Brandán
aparece nombrado por primera vez en el siglo X en la Navigatio Sancti
Brendani, obra en la que se narran sus míticas navegaciones hacia el poniente
en compañía de catorce monjes.
Su relación con Galicia se debe a la creencia popular que otorga a
Brandán origen galaico al ser descendiente de los hijos de Breogán que
conquistaron la «isla verde». Sus viajes marítimos tuvieron gran influencia en
el mundo de la Edad Media europea.
En su intento de extender la fe cristiana en nuevas tierras, siente la
llamada de viajar hacia poniente. A bordo de un barco inicia su epopeya, que
se verá bruscamente interrumpida por las tempestades oceánicas. Cuando su
situación era límite, en el tiempo de Pascua, divisó una isla salvadora a la que
se dirigió. Nada más arribar, rezaron sus plegarias en agradecimiento por la
ayuda divina en tan grave situación. La tierra se movió y, sorprendidos,
comprendieron que estaban a lomos de un enorme cetáceo. Brandán pidió a
Dios que la ballena se mantuviese a flote y que les permitiese volver a tierra
sanos y salvos.
Ayudada por la corriente, la ballena se dirigió a las costas de Galicia,
posibilitando que el destartalado pecio llegase a la costa, donde reparó sus
averías. Brandán y sus huestes volvieron a poner proa a poniente aunque
desconocemos su destino final; quizás consiguió alcanzarlo o tal vez sigue
navegando por el resto de los tiempos.


Embarcación «Borna». Museo Arqueológico e Histórico, A Coruña. Embarcación
construida con cuero y mimbre.


Esta leyenda entroncada con el viaje de Maeloc hacia Galicia tiene
mucho que ver con la audacia de los monjes irlandeses que, amparándose en
la providencia divina, se adentraban en el mar océano a bordo de débiles
embarcaciones de cuero, abandonándose a las corrientes y los vientos,
dejando también en manos de Dios sus vidas y el destino de sus misiones.
La Piedra del Destino
Otra leyenda de carácter épico que hace mención a las relaciones entre los
distintos territorios de la civilización céltica y Galicia es la Leyenda de la
Piedra del Destino. Dicha leyenda cuenta que Jacob vio una escalera que
unía el Cielo con la Tierra mientras soñaba. Al despertarse comprendió que
todo formaba parte de una visión de carácter divino, por lo que recogió la
piedra sobre la que se había quedado dormido y la conservó como un
símbolo.
La piedra fue trasladada por el pueblo de Israel en su emigración hacia
Egipto, donde fue custodiada como alegoría de la divinidad. Cuando se
produce el regreso del «pueblo elegido» a la tierra prometida en el paso
bíblico del mar Rojo, la piedra cae en manos de las tropas del faraón que no
habían expirado bajo el poder de las aguas. En lugar de regresar a la capital,
iniciaron una larga marcha hacia occidente que los trasladó a la península
Ibérica llegando hasta Galicia, donde fundaron un reino con capital en
Brigantium.
Aquella dinastía coronaba a sus reyes sobre la «Piedra del Destino»,
como a partir de aquel momento fue conocida la piedra de Jacob.
Uno de aquellos reyes envió a su hijo, Simón Brec, acompañado de la
Piedra del Destino, a una expedición a Irlanda, y permaneció en su capital,
Tara, hasta que en el siglo V fue llevada por Fergus a Escocia, donde la
Piedra quedó depositada en el monasterio de Scone. En el siglo XIII, el rey
Eduardo I de Inglaterra, sabedor del profundo carácter simbólico de la Piedra
para el pueblo escocés, inició una campaña militar con el fin de apoderarse de
ella. Penetraron las huestes inglesas en Escocia, arrancaron la «Piedra del
Destino» de manos escocesas, y fue trasladada por el invasor inglés a
Londres y depositada desde entonces en la abadía de Westminster. Perdida su
custodia para siempre por parte del pueblo celta, fue depositada bajo el trono
donde se coronarían, desde entonces y hasta hoy, los reyes de Inglaterra.
Otra versión de esta leyenda difiere en el destino final de la piedra ya
que postula que en la expedición con origen en Galicia y destino hacia
Irlanda, el barco que la trasladaba sufrió un accidente naufragando en las
aguas cercanas a la isla. Se hundió la Piedra del Destino para siempre en las
profundidades próximas al litoral de la isla irlandesa, lo que fue interpretado
como el deseo supremo de los dioses para que la piedra descansase
eternamente en aquellas aguas, cercana a la tierra que habían elegido como su
destino final. Por ello Irlanda será hasta el final de los días la depositaria de la
civilización céltica y esta la razón por la cual se ha mantenido en su grado
más puro esta cultura en aquellas tierras.
Galicia y los celtas de Britania: la figura
mítica de Maeloc
Corrían los años centrales del siglo V d. C. cuando los pueblos jutos, anglos y
sajones, provenientes de las llanuras germanas y la península de Jutlandia,
desembarcaron en Britania asediando a los celtas que vivían plenamente
asentados en la isla. Estos, empujados por los invasores, se vieron obligados a
abandonar sus poblados y dirigirse bien hacia Gales (donde se desarrollará la
leyenda del rey Arturo) y Cornualles al oeste, bien hacia Escocia al norte.
Otros miembros de los pueblos britanos embarcaron hacia el continente y se
establecieron en la Armórica, que pasó a llamarse desde entonces Bretaña,
mientras un pequeño grupo comandado por el obispo Maeloc se dirigió por
mar más hacia el sur hasta encontrar las costas norteñas de Galicia, donde se
asentaron en lo que hoy es la Mariña lucense. Trajeron consigo todas sus
pertenencias, su ganado, su estilo de vida basado en la organización
patriarcal, su música y su religión..., e incluso trasladaron sus muertos. De
esta manera en el siglo VI d. C. completaron su diáspora y se integraron en el
reino suevo de Galicia. Maeloc participó como representante de esta
comunidad céltica en los Concilios de Braga (561 y 572, este último bajo el
auspicio de san Martín de Dumio), representando a la diócesis de Britonia.
Estudios lingüísticos hacen pensar que esta diócesis pudiera haber tenido su
sede en la parroquia de Bretoña, en Pastoriza (Lugo). Es posible que aquella
diócesis se mantuviese viva durante más de cien años, pues incluso acogió a
los monjes de Dumio que buscaron en ella refugio al huir del cerco
musulmán a Braga, y es posible que coincida su final alrededor del siglo VII
con la aparición de la iglesia de San Martiño de Mondoñedo, de la que muy
probablemente es precursora.
La tradición explica de muy diversas maneras la colonización de los
pueblos celtas a lo largo de las costas que abren su litoral al Atlántico,
teniendo como territorio fundamental el espacio comprendido por las islas
Británicas, la península de Bretaña y costa occidental francesa, y el norte y
noroeste de la península Ibérica. La presencia de grandes similitudes
culturales y hallazgos arqueológicos comunes fueron algunas de las más
importantes causas que llevaron a la propagación de la idea de un pasado
civilizador común, ya que, por ejemplo, también E. T. Leeds y A. Fox
encuentran grandes paralelismos entre los castros de Galicia y, esta vez, los
de Cornualles.



San Martiño de Mondoñedo, Foz, Lugo. Primera catedral de la península. Heredera de la
diócesis bretona.

Extensa sería la relación de estas semejanzas, lo que no haría sino más
que establecer las seguras relaciones entre todos los territorios costeros que se
ha dado en llamar «mundo céltico», siendo evidentes los intercambios
comerciales que llevaron consigo un flujo de «mestizaje» cultural.
Las navegaciones se realizaban a bordo de embarcaciones de cuero, que
eran las utilizadas en las costas atlánticas hasta la conquista romana de
Britania. Aun en tiempos no muy lejanos en las costas irlandesas se utilizaba
este tipo de embarcaciones.
La gaita, instrumento del mundo celta
Es creencia generalizada que el origen de la gaita es inexcusablemente céltico
y que su área de difusión coincide con la zona geográfica donde se
produjeron las migraciones de los pueblos celtas, es decir, que es el
instrumento por antonomasia de lo que se ha dado en llamar como «mundo
celta». Novoa González1 acepta que la gaita pasó de Mesopotamia a Grecia a
través de los egipcios con determinadas creencias religiosas. Lo que sí se
evidencia en la baja Edad Media es que Galicia es el centro gaitero más
importante de Europa debido, en gran medida, a las ingentes y continuas
peregrinaciones que llegaban a Santiago de todas las partes del mundo
cristiano, sirviendo además estas peregrinaciones para la difusión de la gaita
por toda Europa.
Seguiremos la presencia de este instrumento en los diversos países del
mundo celta, gracias el estudio de Novoa González, comenzando por los
escoceses que son, sin dudarlo, quienes junto a los irlandeses más han
popularizado la gaita en todo el mundo. La gaita escocesa ha ido
evolucionando en su morfología, pues en los primeros años del Renacimiento
presentaba un solo «roncón», para ir añadiendo un segundo en el siglo XVI y
adoptar los actuales tres roncones en el siglo XVIII.
Mucho se ha investigado sobre el origen de la gaita escocesa, y varias
son las tesis sobre el mismo: desde quienes apuntan a la llegada del
instrumento desde los Países Bajos o quienes mantienen que el ejército
romano la introdujo durante la invasión de Britania. Sin embargo, parece ser
que no hay mención a gaiteros en Escocia anterior al siglo XV y que los
primeros mencionados provienen de Inglaterra.
Varios autores defienden sin excusa el origen hispano de la gaita
escocesa. Así, en las Cantigas de Alfonso X El Sabio aparece una gaita cuyo
fuelle es cubierto por una tela a cuadros de colores, y en el siglo XVII,
Covarrubias describe de igual manera en su Diccionario de la Lengua
Española la gaita, con su fuelle cubierto por una tela a cuadros.2
En cuanto a Irlanda, musicólogos de este país atestiguan la presencia del
instrumento desde muy antiguo, aunque ignoran su procedencia. Pero si los
gallegos conquistaron la isla, como se cita en el «Libro de las invasiones»,
¿qué impide que no fueran los introductores de la gaita?
Francia, y Bretaña en particular, es uno de los lugares donde pervive un
mayor tipo de gaitas, una pequeña tradicional (biniou), la gaita grande de tres
roncones (cornemuse) y una gaita pequeña (veuze).
En Galicia, el instrumento presenta un único roncón y su clasificación
más comúnmente aceptada se realiza tomando como base su tonalidad:
tumbal, afinada en si bemol; normal o redonda, en do natural, y grileira, en
re natural; siendo la más utilizada en Galicia la «normal o redonda».
En cuanto al nombre, la hipótesis más aceptada es la que expuso
Corominas, para quien el término «gaita» deriva de el vocablo suevo gaits,
que significa «cabra», y no hay que olvidar que en Galicia se constituyó el
único reino suevo de la península (hasta los años finales del siglo VI).
Aunque la gaita haya tenido su origen en lugares lejanos de lo que hoy
conocemos por mundo celta, es innegable que donde mayor desarrollo ha
tenido el instrumento y donde mayor influencia social ha encontrado es en
estos países del área céltica, por lo que es claro que nos encontramos con el
instrumento que por excelencia se identifica con esta cultura.
Y en Galicia tiene un predicamento muy especial, pues representa el
carácter de un pueblo y posee la categoría de símbolo cultural, consiguiendo
que la figura de la gaita y el gaitero fuese ensalzada por los autores
románticos del «Rexurdimento», y así lo expresaba Rosalía...1
Un repoludo gaiteiro,
de pano sedán vestido,
como un príncipe cumprido,
cariñoso e falangueiro, […]
En vano a gaita, tocando,
unha alborada de groria,
sons polos aires espalla
que cán nas tembrantes ondas
El Barbanza
El Barbanza es una península montañosa con abundantes restos
arqueológicos y alturas que sobrepasan los seiscientos metros. Este accidente
geográfico se interpone entre las rías de Noia y de Arousa, las más
septentrionales de las Rías Baixas. Es una zona con un clima templado, con
muchos riachuelos y con hermosas playas, protegidas de los temporales y las
embestidas del Atlántico por ser mayoritariamente interiores, es decir,
bañadas por las aguas más tranquilas de las rías. Si a estas circunstancias
añadimos la riqueza en mariscos y pescados y unas tierras fértiles, estamos
hablando de una zona apropiada para el asentamiento de poblamientos
primitivos tal como acreditan los numerosos restos arqueológicos existentes
en la zona y la presencia en el folclore de tradiciones y leyendas relacionadas
con el pasado.
Noia es un buen punto de partida para recorrer esta península. Su
historia se relaciona con el propio Noé, de quien dice la leyenda que dio el
nombre de su hija al primer asentamiento en esta zona. El escudo de la villa
es el arca y la paloma con un ramo de olivo. La iglesia de Santa María A
Nova, románica reconstruida en el siglo XIV, además de ser un buen ejemplo
de edificación religiosa de su época, acoge una exposición permanente de las
lápidas del cementerio en el que fue edificada; son las conocidas lápidas
gremiales en las que se esculpían el nombre del difunto y la marca distintiva
del gremio al que pertenecía: marineros, canteros, sastres, etc. Noia exige un
paseo por sus viejas calles y la visita a la iglesia de San Martiño es obligada.
Siguiendo la ruta hacia el sudoeste alcanzamos la parroquia de Baroña
perteneciente al municipio de Porto do Son donde se encuentra uno de los
castros más afamados e interesantes de los existentes en Galicia y que por su
ubicación, en un pequeño promontorio que se adentra en el mar, lo hace
inexpugnable, y de hecho fue abandonado y no destruido por ningún ataque.
En Ribeira se encuentra el dolmen de Axeitos, una magnífica muestra
funeraria de la cultura megalítica. No muy lejos, en la parroquia de
Corrubedo, se encuentra el parque natural de la «Lagoa de Carregal y el
Complejo Dunar», que incluye laguna, playas y dunas. En las proximidades
del importante puerto pesquero de Aguiño se encuentran los restos del puerto
fenicio de A Cobasa desde el que se divisa la sucesión de islotes rocosos
relacionados con la leyenda del «hombre de Sagres». La ciudad de Ribeira,
ya en la ría de Arousa, tiene el más importante puerto pesquero de bajura de
Europa y una vinculación al mar histórica; buena muestra de ello es la
importante presencia y defensa que hacen de la embarcación tradicional, de
probable origen vikingo, llamada dorna; gastronómicamente, aquí los
productos del mar tienen un significado que va más allá del meramente
alimenticio. La antigua villa de Palmeira, con su arcaico puerto en el que se
pueden degustar los más sabrosos mejillones, nos da acceso al monte de A
Curota, un mirador natural desde el que, en un día claro, se puede divisar de
Fisterra a las islas Cíes. A mitad de camino en la ascensión al monte se
encuentra el lugar de Moldes, un cruce de caminos en el que hay un cruceiro
y un peto de ánimas y un número importante de mámoas, tratándose de un
lugar tradicionalmente mágico relacionado con varias leyendas sobre
apariciones, meigas, etc.



Petroglifo del Laberinto, Mogor, Marín, Pontevedra. Representación celta.

Avanzando por el margen norteño de la ría de Arousa en Pobra do
Caramiñal se celebran en el mes de septiembre las fiestas del Nazareno que
incluyen la procesión de as mortaxas, en la que los que estuvieron en peligro
de muerte desfilan junto a sus propios ataúdes. De camino a Padrón está
Rianxo, una de las principales cunas de las letras gallegas (Castelao, Dieste,
Manuel Antonio...) y con el santuario de la Virxe da Guadalupe, A Rianxeira.
Cruzamos la desembocadura del Ulla para llegar a Catoira, donde se
encuentran los restos de las Torres do Oeste, baluartes defensivos para evitar
el desembarco de piratas y vikingos en sus intentos por asaltar Compostela.
Padrón recibe su nombre por el pedrón o piedra de amarre en la que los
discípulos del apóstol Santiago ataron la embarcación que trajo su cuerpo
desde Palestina; se conserva bajo el altar de la iglesia de Santiago de Padrón.
Muy cerca, cruzando el río Sar que cantaba Rosalía de Castro, está
Santiaguiño do Monte, un enclave rocoso relacionado con cultos ancestrales
posteriormente cristianizado bajo la advocación del Apóstol.
Vigo y el Bajo Miño
Vigo es la capital del sur y el punto de referencia turístico por su clima, su
oferta hostelera y por su situación geográfica, que la convierte en punto de
partida y retorno de diferentes salidas de ocio y cultura. Hacia el sur
siguiendo la costa se encuentra Nigrán con su privilegiada playa América y
con una serie de monumentos y restos arquitectónicos repartidos por diversas
parroquias que dan fe de su importancia histórica: el arco visigótico de san
Xoán de Panxón del siglo VII y el puente de San Telmo en A Ramallosa, del
siglo XII, son algunos ejemplos.
Baiona fue el primer lugar del Viejo Mundo en tener noticias del
descubrimiento de América, pues a su puerto arribó la Pinta el 1 de marzo de
1493. Uno de sus monumentos significativos y definitorios es el castillo
Monterreal, originario del siglo XI. Oia es un municipio en el que destaca el
monasterio de Santa María la Real, que, situado a pie de playa, fue fundado
en el siglo XII. También destacan los yacimientos arqueológicos en los que se
han encontrado utensilios, pinturas y grabados rupestres y un altar de
sacrificios conservado en el Museo de Pontevedra.


Dolmen de Axeitos, Oleiros, Ribeira, A Coruña.

Muy significativo es también el castro de Santa Tegra en A Guarda, por
ser una de las ciudadelas de época castreña mejor conservadas. Situada en las
cumbres del monte que le da nombre, no es sino una pequeña parte de lo que
los indicios y catas realizadas demuestran que existe en toda la montaña,
situada, por cierto, en un lugar tan privilegiado que domina la desembocadura
del río Miño, su costa sur, con las localidades portuguesas de Valença, Vila
Nova de Cerveira y Caminha, así como las tierras de los municipios de A
Guarda, Oia y O Rosal, importante zona vinícola de excelentes caldos
blancos encuadrados en la denominación de origen «Rías Baixas».
Tui es otro de los puntos de referencia de la comarca en el que destacan
su catedral-fortaleza y el cercano paraje natural del monte Aloia además, su
proximidad con la vecina Valença y Fortaleça invita a un paseo por tierras
portuguesas. Salvaterra de Miño es también exponente de la raia humeda o
localidad fronteriza con Portugal separada de sus vecinos por el Miño. En
esta localidad se encuentra la fortaleza en cuyo interior destacan las Covas de
dona Urraca, dos estancias comunicadas por una escalera de caracol de doble
rampa. En la vecina As Neves se exalta gastronómicamente la lamprea y se
celebra el 29 de julio en Ribarteme la romería de los muertos-vivos de Santa
Marta.
En tierras de O Condado, otra de las comarcas vinícolas encuadradas en
la denominación de origen «Rías Baixas», decir Ponteareas es referirse
obligadamente a la celebración de la festividad del Corpus. En esta localidad
pontevedresa es tradicional la configuración de alfombras florales por los
vecinos de cada calle del pueblo, entre la tarde y la noche de la víspera de la
celebración, antes en día jueves y ahora en domingo. A pocos kilómetros se
encuentra Mondaríz Balneario, un minúsculo municipio con unas aguas que
le dan fama.
De vuelta a Vigo, asentada sobre un antiguo castro, sus calles en cuesta
son un perpetuo balcón con vistas a la ría. Su evocador barrio marinero del
Berbés y su típico mercado de A Pedra son solo algunos de los atractivos que
están a nuestro alcance. O Castro y A Guía perfectas atalayas donde disfrutar
de la vista, y las islas Cíes, un paraíso al alcance de la mano

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