martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas:Secuestradas en el probador.

  Secuestradas en el probador En una fotografía de los años sesenta, once chicas mantienen la sonrisa a la espera del fogonazo de la cámara. Se trata de las dependientas de La Sirena, una tienda de fajas y sostenes muy popular en Barcelona. Ninguna de ellas sospecha que muy pronto serán acusadas de raptar a sus clientas y mandarlas a Oriente Próximo. La cabecilla es la dueña, en la foto con blusa blanca y un bolso colgado del brazo, una dama de mediana edad y mirada apacible que vive en el número 12 del Paseo de Gracia.
   La historia que las va a condenar es la siguiente y aparece recogida en la tesis doctoral que la antropóloga Silvia Ventosa Muñoz realizó para la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona con el título Trabajo y vida de las corseteras de Barcelona:

   Una chica iba con su novio y decidió pararse en la calle Pelayo a comprarse unos sostenes. El novio le dijo que la esperaba en la calle, porque no estaba bien visto que un hombre entrara en un negocio de estas características. El pobre chico esperó y esperó y la chica no salía. Finalmente entró y no estaba. Al parecer, la secuestraron en el probador —que comunicaba con el edificio de La Vanguardia— y se la llevaron para trata de blancas. No se la vio más.

   Este testimonio se remonta a 1969 cuando una extraña plaga sacude a la Ciudad Condal.

   Misteriosamente, se cuenta, algunas chicas son secuestradas en ropa interior en el probador de La Sirena y enviadas en paños menores a Siria y el Líbano. Barcelona, primero, y luego Catalunya claman contra el abuso. Tanto es así, que treinta años después los periodistas más veteranos de La Vanguardia, edificio colindante con La Sirena, alertan con el rictus complacido a cuantas mujeres eligen la puerta del diario para concertar sus citas sobre el incierto destino que las aguarda.

   En La Vanguardia trabaja Lluis Permanyer, gran cronista de la Ciudad Condal y reputado escritor.

   Juntos paseamos por la redacción en busca de periodistas con solera que nos precipiten en los intrincados pasadizos que albergaba La Sirena. Por lo que sus colegas recuerdan, las adolescentes eran introducidas en un montacargas oculto que comunicaba con el sótano o transportadas hasta una sala secreta donde se activaba un dispositivo que hacía que el espejo del probador girara sobre su eje.

   Sin embargo, Rosa Clavet, una corsetera que trabajó desde los 14 a los 23 años en La Sirena, descarta rotundamente esta hipótesis tras ser entrevistada por Silvia Ventosa. Al parecer, el probador de la tienda era muy grande, con una cortina en medio. Cuando llovía y no entraba público, el encargado —«que no sabía ni coser un botón»— enseñaba a las dependientas a cantar opéra y zarzuela.

   El único orificio que había en la tienda era una ventana que sólo se abría en verano. Desde allí se accedía a un lavadero. «Allí no había ningún agujero —señalaba Rosa Clavet—. Había ratas, pero ningún agujero.»

   A Herman Melville, autor de Moby Dick, se le atribuye la siguiente frase: «Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y lo sea el universo». Algo así sucedió con La Sirena. De repente, un locutor de radio, según recuerda otra corsetera, Asumpta Serra, comienza a contar lo que ya es vox populi: que en la tienda de fajas y sostenes de la calle Pelayo las doncellas son raptadas en un cuarto oscuro antes de ser encerradas en lóbregas bodegas de siniestros navíos mercantes.

   Si Chesterton, en alguno de sus cuentos, compara el universo de los ateos con un laberinto sin centro, justo lo contrario podría decirse de los crédulos. Los devotos siempre tienen algún clavo al que agarrarse. Para empezar, las corseteras eran vistas en 1969 como «chicas fáciles», de vida disoluta y poco licenciosa, tal y como explica Silvia Ventosa:

   La supuesta vida alegre de las corseteras —argumenta la antropóloga— tenía que ver con que eran mujeres independientes, con su propio sueldo. A su vez vestían con una elegancia inusual en la época.

   Vanessa Maher en Sewing the Seams of Society: Dressmakers and Seamstresses in Turin Between the Wars (1987), abunda en la misma idea: el hecho de vestir bien, de poder moverse por la ciudad entera, de conocer las reglas del juego social gracias a tratar con clientas de todas las clases, las diferenciaba de las amas de casa y de las obreras.

   Pero había un segundo aspecto también de interés. La propietaria de La Sirena no era corsetera, sino que regentaba varios negocios de los que nada se sabía —sólo logramos averiguar que el hermano de su marido tenía una fábrica en San Sebastián. Pero este dato quedaba empequeñecido por una evidencia: era francesa, de París o de Lyon, poco importa, pero del país del Marqués de Sade.

   La «pista gala» nos llevó hasta Orleans, más en concreto al 6 de mayo de 1969, aunque, a decir verdad, ya contábamos con que, tarde o temprano, ambas historias se fundirían. El semanario Noir et Blanc acaba de publicar un artículo titulado Las trampas de los traficantes. Según parece, algunas céntricas tiendas de ropa femenina sirven de tapadera a una poderosa red de trata de blancas. Los propietarios de los locales son judíos, de Tel Aviv o de Haifa, pero judíos. Por lo demás, el procedimiento es arcaico pero efectivo: a las adolescentes les inyectan un somnífero, las trasladan a un sótano y las abandonan a su suerte en un burdel exótico.

   Aparentemente, la policía encuentra en algunos de estos comercios a dos o tres chicas drogadas a punto de ser empaquetadas por la mafia. Una falacia, como luego se descubrirá, pero que instala el terror en la localidad. Casualmente y para su desdicha, el 10 de marzo de 1969 un magnate hebreo inaugura en la céntrica calle Royal de Orleans una tienda de confección para chicas llamada Aux Oubliettes («A las mazmorras»). Los probadores se hallan en el sótano, cuya decoración recrea el ambiente medieval.

   Las colegialas de instituto comienzan a atar cabos y la leyenda se expande a otras tiendas cercanas:

   Dorphé —también con el probador en el sótano—, La boutique de Sheila, Alexadrino, Felix, Le petit bénéfice y DD Suno. Todas ellas se dedican a la moda juvenil, salvo Felix, que es una zapatería —aquí la droga se inocula a través de una aguja situada en el talón del zapato—, y son propiedad de judíos.

   El 20 de mayo, diez días después de la publicación del artículo, las chicas desaparecidas ya son sesenta, la mayor parte en Dorphé y Cassegrain. En el colegio Saint Charles se exhorta a las adolescentes a no salir de su domicilio hasta que no se aclare el caso, con lo que, sin ningún indicio fehaciente, la leyenda se propaga como una mancha de aceite por los 88.000 habitantes de la ciudad.

   Entre el 29 y el 31 de marzo, según recogen en sendos trabajos Cesari Bermani y Véronique Campion-Vincent comienza a fabularse por la villa que los comercios de los judíos, tan sólo separados entre sí por varios centenares de metros, ocultan un sinfin de lúgubres pasadizos que confluyen en un canal que desagua en el río Loira y donde por la noche acude un barco a recoger la carga.

   La gente comenzaba a preguntarse —señala Bermani—: ¿Cómo es posible que la policía no practique detenciones y que los periódicos no informen de lo que está pasando? La respuesta era bien clara: habían sido comprados por los judíos.

   El 30 de mayo los tenderos sospechosos comienzan a recibir llamadas anónimas donde se les pregunta por «la carne fresca» o por «el camino que lleva a Tánger».

   Finalmente, en la primera semana de junio, los comerciantes difamados lanzan una contraofensiva y denuncian una campaña antisemita, llamamiento al que se adhieren autoridades y partidos políticos, con lo que la leyenda termina relegada a unos pocos periódicos sensacionalistas.

   Posteriormente, entre 1970 y 1974, la leyenda se muda a Amiens, Charlon-sur-Saône y Estrasburgo, antes de dar el salto a España e Italia.

   En nuestro país, disponemos de un sinfin de relatos que pueden considerarse variantes de Orleans.

   Natalia Aparisi, por ejemplo, nos envía la siguiente historia:

   En una tienda de ropa situada justo enfrente de El Corte Inglés de la calle Pintor Sorolla, de Valencia, dos chicas se metieron en el probador. Su madre, alarmada por la tardanza, entró a buscarlas y no las vio. Los responsables del establecimiento dijeron no saber nada. Pero la madre insistió y presentó una denuncia en la policía, que tropezó con ellas en un cuarto oscuro donde estaban maniatadas. Querían llevárselas a otro país. El alcance de esta leyenda fue tal que la tienda tuvo que hacer un desmentido oficial y posteriormente cambiar de nombre.

   Veamos ahora lo que dice la policía. Nos encontramos en el quinto piso de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, sita en la Vía Layetana. Nos atiende José Vázquez, portavoz del cuerpo, que no puede evitar una sonrisa cómplice al conocer el motivo de nuestra investigación.

   Desde hace años —recuerda Vázquez mientras hojea sus archivos— nos llegan noticias de que algunas chicas son raptadas y enviadas a otros países. Por norma general, se trata de llamadas telefónicas, que casi nunca terminan en denuncias. De repente, alguien se entera de segunda mano del presunto hecho y nos alienta a que investiguemos. Pero, como se suele decir, del dicho al hecho hay un buen trecho y normalmente la cosa queda en nada.

   En los años sesenta —continúa Vázquez— se comentaba que las chicas eran mandadas a Oriente Próximo. Luego, cuando muchos españoles eran emigrantes, el paradero pasó a ser América Latina.

   Últimamente y no me pregunte la razón, se dice que las mandan a Chequia.

   Por los relatos recibidos durante el tiempo que ha durado la investigación que ha dado lugar a este libro, parece existir una última moda: las chicas son secuestradas en países exóticos, normalmente en Marruecos y Turquía.

   Se diría que la desconfianza hacia otras culturas parece haber relegado a un segundo orden el propósito de dañar a la competencia por la vía del racismo. En el caso de La Sirena, por ejemplo, además de descubrir que la dueña era francesa, logramos averiguar, a través de la corsetera Rosa Calvet, un turbio interés comercial:

   Esta tienda estuvo en traspaso y se ve que el que se la iba a quedar en un principio la perdió, porque llegó otro que ofrecía más dinero y se la dieron bajo mano, con lo que al final se la traspasaron a la corsetería. Según dicen, el primer interesado llevó una nota a los diarios que ponía que secuestraban a las chicas.

   El tema del rapto de las doncellas para gozar de sus favores, su reclusión en almenas y torres, tenía numerosos precedentes en la Edad Media. Sin embargo, no es hasta 1880 cuando surge la expresión «trata de blancas». La acuña Victor Hugo en una carta a Joséphine Butler citada por Edward Bristow en Prostitution and Prejudice. The Jewish Fight Against White Slavery:

   La esclavitud de las mujeres negras en América ha sido abolida, pero la esclavitud de las blancas continúa en Europa.

   Por su alta carga emotiva, la locución se hace muy popular y confiere un sentido más restrictivo a la prostitución que si antes era voluntaria ahora pasa a ser forzada.

   Una circunstancia que aprovecharán comme il faut los periódicos sensacionalistas para atraer a nuevos lectores. Por citar sólo un caso, la Pall Mall Gazette publica en 1885 en Londres una historia en cuatro entregas, obra de WH. Stead, bautizada The Maiden Tribute of Modern Babylon («El tributo que pagan las vírgenes a la moderna Babilonia») donde documenta con todo lujo de detalles cómo las pobres «hijas del pueblo» son «engañadas, atrapadas y violadas, bien bajo la influencia de drogas, bien tras reducirlas por la fuerza en una habitación cerrada».

   La serie tiene un efecto magnético y la Ley de enmienda al Derecho Penal de 1885 no sólo eleva la edad núbil de las niñas de los trece a los dieciséis años, sino que otorga a la policía mayor potestad para perseguir a prostitutas y dueños de burdeles.

   Desde entonces, con un porcentaje infinitamente superior de ficción a realidad, las muchachas han continuado siendo raptadas aquí y allá, ya no por hombres flacos de rostro hundido y ataviados con abrigos viejos y colgantes, sino por sus descendientes naturales: judíos, franceses —en España— y árabes —«moros», a ser exactos.

   Tampoco los indefensos niños parecen tener mejor suerte. Desde hace varios años se cuenta una historia que, entre otros, han oído Domingo Marchena en Barcelona y Victoria Garrido en Málaga. La trama más o menos es la siguiente: en un gran almacén —entre los más nombrados figuran Pryca, Baricentro y Alcampo— una madre comienza a gritar que ha perdido a su hija o a su hijo de muy corta edad. La señora se ha despistado al torcer uno de los pasillos con el carrito y al volver la mirada ya no ha encontrado al pequeño. A pesar de que en Información la tranquilizan, la mujer obliga a cerrar el centro comercial e impide salir a la gente. Durante una hora se rastrea el hipermercado sin éxito, hasta que, finalmente, el niño es encontrado en uno de los lavabos sano y salvo. Pero con un pequeño detalle: la ropa que lleva es completamente distinta a la que vestía horas antes —en unas versiones— o bien lleva una peluca —en otras— o le han teñido el pelo —en las menos.

   El historiador José Maria Perceval fue el primero en hacernos llegar la leyenda, que decía haber escuchado al menos tres veces:

   En broma, y quizá dando un giro social al origen del ogro o el hombre del saco —nos sugería Perceval— en alguna versión que escuché se venía a decir que en un pequeño comercio no pierdes a los niños tan fácilmente como en los grandes almacenes. ¿Será —se interrogaba Perceval— que los pequeños comerciantes ven los hipermercados como unos dráculas que roban el futuro de sus hijos?

   No tenemos una respuesta convincente para él, simplemente que si la gente cuenta esta historia y la cree debe existir una buena razón.

   Lo que sí tenemos es una noticia publicada el domingo 15 de agosto de 1999 en la página 24 del diario El País. El primer párrafo dice así:

   Sensormatic, una compañía estadounidense de seguridad, cree haber hallado la forma de evitar que los niños se pierdan en las grandes superficies comerciales o bien sean raptados por extraños, mientras sus padres hacen la compra. Una chapa electrónica bautizada como SafeKids («niños seguros») sujeta a unos vistosos chalecos que los menores se ponen al acceder a la zona de juegos de los comercios, y que pone en marcha una alarma cuando la abandonan, ha sido presentada en el Reino Unido como «la panacea de la seguridad infantil».

   La noticia acababa con un dato elocuente. «En los años setenta —informaba Isabel Ferrer desde Londres— el 90 % de los niños británicos iba andando al colegio. Ahora sólo lo hace un 9 %».

   Como sucedió en La Sirena, antes en Orleans y ahora en Gran Bretaña las desgracias ajenas acostumbran a ser, por lo visto, lucrativas para algunos, llámese comerciantes o ministros de la moral.

   En años posteriores, vaticinamos, proseguirán los raptos de muchachas y niños. Sin embargo, la policía no apresará a los autores. A no ser, claro, que invente un artilugio que ya investiga y ponga a buen recaudo la imaginación

No hay comentarios:

Publicar un comentario