martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Los amantes inseparables,

 Los amantes inseparables Una pareja estaba haciendo el amor en casa de él y cuando llegó de repente el padre se quedaron del susto enganchados y tuvieron que ir hasta el hospital con una manta encima.



   ANÓNIMO



   Málaga Con esta transformación de dos amantes en hermanos siameses, inauguramos una serie de leyendas que ejemplifican, en la mejor tradición católica, las diversas calamidades que puede acarrear la lujuria.
   Apresurémonos a señalar, sin embargo, que la literatura médica (y no la eclesiástica) recoge la posibilidad técnica de que dos copulantes queden atenazados en pleno abrazo amoroso. Responde este peregrino fenómeno al término de «vaginismo», síndrome que sobreviene en situaciones de máxima tensión emotiva y que provoca, durante la cópula, la contracción espasmódica de todos los músculos de la cavidad vaginal y del ano. El efecto resultante se conoce con un púdico latinismo: penis captivus.

   La llegada imprevista del padre, como veíamos antes, puede ser una razón de peso para desencadenar el percance. En Rationale of the Dirty Joke, su exhaustivo análisis del «humor sexual», Gershon Legman propone otras causas:

   A una chica se le contrae la vagina espasmódicamente al oír el petardeo de un tubo de escape mientras está en el coche con su novio, o cuando el reflector del capitán la ilumina de pronto mientras hace el amor en la cubierta de un transatlántico [o sea, «Dios ve todos los pecados ocultos»], aprisionando al hombre en su interior hasta que avisan a un veterinario para que les separe, generalmente inyectando un sedante en la zona lumbar del hombre o de la chica.

   El malicioso erudito añade acto seguido:

   La presencia del veterinario en tales historias sugiere que en la transmisión de esta fantasía puede haber influido la observación de los perros «enganchados» durante el coito. De ahí que a veces se arroje un cubo de agua fría sobre la infortunada pareja (...).

   Mencionemos de paso que Véronique Campion-Vincent localiza varios ejemplos de dicho síndrome, al parecer verídicos, en algunas publicaciones médicas francesas. Ello no impide que tales episodios, por otra parte rarísimos, según nos confirma la doctora Lidia Ramos, se vean desbancados por sus innumerables equivalentes legendarios, cosa que nos permite suponer que los penes captivi (así se diría en plural), comparten territorio con los submarinistas caídos del cielo y otros especímenes folklóricos estudiados en esta obra.

   Despojadas de su neutro interés clínico, estas historias delatan claramente su carácter «ejemplar», como se infiere de un elemento común a todas ellas: el caso de penis captivus siempre ocurre a consecuencia de una relación sexual ilícita o clandestina. En Die Spinne in der Yucca-Palme, Rolf Brednich aporta una variante alemana donde una mujer infiel, atenazada por los remordimientos (nunca mejor dicho), sufre un calambre vaginal en pleno coito que la deja férreamente unida a su amante. Tras alcanzar el teléfono a trompicones y cubrirse con una manta, una ambulancia les traslada al hospital, siendo liberados por fin gracias a la proverbial «inyección».

   En una supuesta noticia sin fecha emitida por la agencia Reuters, que figura en el libro de John Train titulado True Remarkable Ocurrences, un incidente parecido tiene lugar en el interior de un «cochecito deportivo» aparcado en el londinense Regent's Park.

   Los retozos de la pareja se interrumpen aquí de golpe al quedar sepultada la mujer bajo su amante, un hombretón de unos cien kilos, cuando a éste se le disloca una vértebra. Un grupo de mirones se congrega alrededor del coche y algunas asistentas sociales sirven té para relajar el ambiente. Por último deben intervenir los bomberos y rescatarles cortando la carrocería. Tras quitarse aquel peso de encima, la mujer se descuelga con una frase digna del desenlace de un chiste pero que revela, una vez más, que mantenía una relación ilícita: «¿Cómo explico yo a mi marido lo que le ha ocurrido a su coche?».

   Según los cánones de la cultura cristiana, diríase que estos relatos ejemplares asocian estrechamente la sexualidad con la culpa, lo cual se traduce en un castigo que ya habría querido Dante para su círculo infernal de los «lujuriosos». Su mensaje encierra una advertencia para ambos sexos.

   Como nos sugiere el historiador Josep Mª Perceval, a los hombres les pone en guardia contra los peligros de la «vagina dentata», tema de numerosos mitos americanos analizados por Lévi-Strauss y elocuente metáfora del temor masculino hacia la «avidez devoradora y castrante» del sexo de la mujer.

   A ellas, por otro lado, las conmina a abstenerse de cualquier aventura extraconyugal (obsérvese que la infidelidad, en estas leyendas, siempre es iniciativa de las esposas); de lo contrario, se verán expuestas a una situación humillante que vendría a ser una parodia cruel del vínculo «indisoluble» que constituyen las relaciones sexuales de acuerdo con la mentalidad cristiana.

   A pesar de todo, y como sospechábamos, las leyendas de «parejas trabadas» no son meras viñetas grotescas, dignas del pincel de El Bosco, con que ilustrar las irreductibles aprensiones católicas a la sexualidad. Consultando el Motif-index de Stith Thompson descubrimos que el tema se insinúa ya en épocas paganas y cuenta con protagonistas de lujo: los dioses del Olimpo. Junto a la referencia Kl563 figura la siguente pista: Un marido (divino) aprisiona a su esposa y al amante de ésta con una red mágica. (Vulcano, Marte, Venus.) Entre otros autores clásicos, el poeta latino Ovidio refiere íntegramente el suceso en sus Metamorfosis.

   La historia arranca también con un adulterio, aunque esta vez divino (si ocultara más lo humano): el de Venus con Marte. Al sorprenderlos el Sol, «que todo lo ve», corre a delatarlos al marido, el herrero Vulcano, quien «inmediatamente apresta con la lima sutiles cadenas de bronce, redes y lazos que pudiesen engañar a los ojos (...) y los coloca convenientemente alrededor del lecho (...) Así que se unieron en el tálamo la esposa y el adúltero (...) quedaron ambos inmóviles, sorprendidos en medio de sus abrazos. Al instante Vulcano abrió de par en par las ebúrneas puertas e introdujo a los dioses.

   Yacían los culpables en vergonzosa postura; riéronse todos los demás y durante mucho tiempo fue este lance el cuento preferido en los espacios celestes».

   Y continúa siéndolo, añadimos nosotros, en los espacios terráqueos. En algunas variantes recogidas por Jan Brunvand en The Choking Doberman, se perciben ecos lejanos de la «red mágica», aunque reducida a un prosaico tubo de «super glue»: el que una esposa engañada utiliza para vengarse de su marido pegándole el pene al vientre.

   Las leyendas de «amantes inseparables» admiten innovaciones aún más efectistas, que refuerzan el motivo de la humillación pública combinándolo con ciertos vicios privados. Otra cita clásica, extraída esta vez de la Historia de los animales, del polígrafo romano Claudio Eliano (170-255), indicará por dónde van los tiros y justificará de nuevo la antigúedad del tema:

   Se cuenta que en Roma una mujer fue acusada por su marido de adulterio y se comprobó en el juicio que el adúltero era un perro.

   Redundando en el mismo asunto, el antropólogo Joan Prat nos trae a la memoria las cópulas fantásticas entre mujeres y monstruos, tan frecuentes en la mitología griega. Un ejemplo paradigmático serian los amores de Ariadna y el Minotauro, hijo a su vez de Pasífae y el Toro de Creta.

   Las versiones modernas de esta clase de historias llevan muchos años escandalizando a los más crédulos, aunque su lógica fisiológica, válgase la redundancia, sea igual a cero. Si alguien lo duda, sólo tiene que echar un vistazo a cualquier producción pornográfica incluida en la sección de «zoofilia» de los videoclub.

   De los numerosos relatos que nos han llegado, ofrecemos el más sangriento de todos, que nos cuenta una informadora de Madrid, María Elena Palos, quien se muestra lo bastante perspicaz para ponerlo en tela de juicio desde el principio:

   Me contaron esta historia pero no me la creí porque me pareció excesiva. (...) Una mujer, conocida de la madre de la vecina de una amiga, mantenía relaciones sexuales con su perro, un pastor alemán. (...) Una vez el marido llegó a casa antes de lo previsto y sin avisar porque estaba enfermo. Y los pilló in fraganti.

   La mujer, asustada, trató de separarse bruscamente del perro, pero debido a la especial configuración genital de los canes no lo consiguió. Al contrario, se quedó atrapada y ninguna fuerza lograba separarlos.

   Así se los llevaron juntos al hospital y cuando los médicos consiguieron que el perro se desatrancara, el efecto vacío, o cualquier otro, no sé yo, hizo que las trompas de Falopio de la mujer salieran disparadas de su vagina y se quedaran colgando. Y, claro, hubo que operar a la señora para extirpárselas o devolverlas a su sitio, tampoco lo sé con seguridad.

   Aparte de la zoofilia, el folklore moderno incorpora otros vicios privados a la tradición legendaria, que también culminan con la humillante visita de rigor a «urgencias». Rosa Mayans, de Barcelona, nos cuenta un caso particularmente anticlerical:

   Un cura ingresó en urgencias con dos bombillas en el ano; argumentó que se había sentado en una caja de bombillas.

   Lo que pueden argumentar nuestros lectores, y con razón, es que tales incidentes están sobradamente documentados, y se explican por la irresistible tendencia del canal rectal a aprisionar tenazmente cualquier objeto e irlo impulsando cada vez más arriba, fuera del alcance de los dedos.

   Algunos médicos entrevistados, como la doctora Lidia Ramos, nos lo confirman con sus experiencias personales (o sea, las de sus pacientes). Gracias a ellos podríamos elaborar una lista interminable de cuerpos extraños hallados en el recto de algunas víctimas, pero nos limitaremos a cinco objetos, que suelen ser los más comunes: un frasco de desodorante, una bombilla, un pepino, una botella y un tubo de ensayo.

   Casos verídicos aparte, la mayoría de relatos de esta índole delatan su origen legendario por su carácter absolutamente abstracto y su tono moralizador: protagonistas anónimos, falta de datos verificables, presencia de testimonios, humillación pública.

   Aun así, algunos de ellos resultan a veces sumamente perniciosos, puesto que llenan sus espacios en blanco con apellidos concretos y se convierten en armas arrojadizas con las que dañar la reputación de sus presuntos protagonistas. Lo vemos claramente en este brevísimo ejemplo que nos manda Borja Hortelano, de Sopelana (Bizkaia):

   A Alejandro Sanz le habían tenido que operar de urgencia porque se le había quedado un botellín atascado en las posaderas.

   Idénticos objetivos difamatarios parecía perseguir otra versión que circuló hace años en cierta ciudad de provincias, aunque su protagonista no tuviera nada que ver con el mundo del espectáculo.

   Nos la remite Anna Muñoz y la causa del percance es, una vez más, un inverosímil «efecto de vacío»:

   Me contaron que una chica que estaba pasando la tarde en el bar de costumbre, después de estar un buen rato en el cuarto de baño, salió con una botella de Coca-Cola «colgando» entre sus piernas pidiendo ayuda a su novio y amigos, al no haber sido capaz de desprenderse de ella debido al efecto vacío. Al no poder ayudarla, la llevaron al hospital donde la recogió su madre para llevarla a casa.

   Toda la ciudad se enteró del incidente y, por raro que parezca, a nadie le sorprendía al conocer el nombre de la protagonista.

   A una fecha tan lejana como 1930 se remonta un relato similar, ubicado en Siloam Spring (Arkansas), que figura en la antología de Vance Randolph Pissing in the Snow con el expresivo título de Cora y la botella. Según el autor, dicho relato siempre se contaba como verdadero «con el nombre de alguna chica del pueblo». Cuando sufre el consabido percance, en su caso con una botella de cerveza, la aterrada Cora se pone a lanzar alaridos de espanto hasta que todo el vecindario acude en su ayuda.

   Las mujeres tiran de la botella con todas sus fuerzas pero no consiguen desprenderla. El médico les aconseja que practiquen un agujero en el cristal para que entre el aire en ella, pero como la familia de la chica no dispone de taladro, lo intentan con limas, papel de esmeril, la fresadora del herrero, tijeras para cristal y hasta con cordeles empapados en queroseno. Finalmente, el cristal se quiebra por un lado y el médico consigue extraer la botella «como una seda».

   Una variante igualmente malévola surge a finales de los años sesenta en Estados Unidos, fundando de paso el inexistente «club Mickey Mouse». Los imaginarios socios de dicha entidad no son otros que los homosexuales «perversos» que se refocilan con una práctica que ya aconsejaba el Marqués de Sade en el apéndice de Las ciento veinte jornadas de Sodoma, aunque con finalidades menos placenteras.

   Dicha práctica consiste en hacer la manicura a un roedor bien peludo —normalmente un jerbo—, e introducirlo en el recto por medio de un tubo. Como ocurría con otros cuerpos extraños, el roedor suele atascarse y causar desgarros internos. De resultas de ello, la víctima debe efectuar el consabido peregrinaje a «urgencias» y ver su nombre publicado en los ecos de sociedad, ya que suele tratarse de alguien tan famoso como el actor Richard Gere.

   Si nos atenemos al análisis de Jan Brunvand en Too Good To Be True, esta leyenda llegó a su apogeo en 1987 y desde entonces ha circulado por todo el mundo, aunque no consta ni un caso verídico en los archivos médicos. Su objetivo primordial parece ser el mismo que sugeríamos antes: arrojar dardos envenenados a personas concretas y, por extensión, al mundillo gay en bloque.

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