martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas:muertos quitados de encima.

 Muertos quitados de encima Se ha producido en Madrid un suceso extraño y macabro que se ha comentado en tertulias y mentideros. Como podrá ver el lector, la historia es reciamente española, tanto, que podría muy bien servir de tema a una película de Berlanga. Resulta que un señor que, según se dice, trabaja como empleado en una empresa fosforera, salió de excursión con su familia aprovechando una doble fiesta en su trabajo. Le acompañaban en el seiscientos, la mujer, el niño y la suegra; llevaban consigo la tienda de campaña con la sana intención de dar un merecido asueto a sus pulmones, cansados de respirar el madrileño monóxido de carbono durante toda la semana.
   Una vez instalados, el señor de la fosforera se dio cuenta de que le faltaban algunas provisiones y bebidas y decidió ir con su esposa y su hijo al pueblo más cercano a comprarlas, mientras la suegra se quedaba en el monte vigilando las cosas. Minutos después de haberse marchado la familia, la señora se sintió enferma, falleciendo repetinamente de un ataque cardíaco. (...) Regresa la familia, se encuentra con el cuadro, grita la mujer, llora el niño, se desespera el esposo. ¿Qué hacer? El honrado empleado piensa a lo primero en avisar a quien proceda para que se haga cargo del levantamiento y traslado de la difunta, pero, hombre experimentado, se echa a temblar considerando el inmenso papeleo, el proceloso trámite que le espera. (...) Decide finalmente envolver a la difunta en la tienda de campaña (...) y la sujeta en la baca del coche. Emprende raudo viaje a la capital, aparca el coche delante de su casa y sube al piso con el niño y la atribulada esposa. (...) Baja el hombre luego las escaleras (...) corre hacia el automóvil (...) Se lo han robado. ¡Le han robado el seiscientos y con él la difunta suegra! «Anda, ¿no querías ahorrarte papeles y trámites?, pues toma...», musita el desventurado (...) El caso de la suegra desaparecida es el título que da Luis Carandell a este suceso «macabro y extraño». Lo encontramos en la página 93 de su exitoso libro Celtiberia Show, genial antología de disparates, anomalías y astracanadas de la España franquista y «subdesarrollada». Algunas de las anécdotas que recoge el autor bordean la leyenda urbana. Otras, como el episodio transcrito, son verdaderos clásicos del género. La siguiente nota a pie de página de Carandell insinúa el carácter apócrifo del relato y sintetiza muy bien la típica evolución de todas las leyendas modernas:

   La autenticidad de este suceso no se confirmó, aunque el rumor corrió por Madrid —en el mes de junio de 1969— y algunos periódicos publicaron la noticia. Al pasar el tiempo sin que volviera a hablarse del caso, algunos sospecharon que «se había echado tierra sobre el asunto». Posteriormente me dijeron que el macabro escamoteo de la suegra difunta había sucedido realmente en Barcelona años atrás. Ignoro cuál de las dos interpretaciones era la verdadera. Desde mi punto de vista, el interés radica en el contenido celtibérico de la historia.

   Subscribimos esta última frase del autor y estamos de acuerdo en que el episodio, de un humor negrísimo, podría servir de tema a una película de Berlanga. Aún así, contra todas las apariencias, debemos señalar que no se trata en absoluto de una historia «reciamente española».

   La fecha en que el «rumor» corrió por Madrid —junio de 1969—, y la posibilidad de que ya circulara por Barcelona años atrás nos aproxima significativamente a 1963. Decimos «significativamente» porque fue entonces cuando la leyenda apareció publicada por primera vez como ejemplo de «cuento moderno», nada menos que en una recopilación de relatos tradicionales ingleses: Folktales of England, de Katherine M. Briggs y Ruth L. Tongue.

   Las dos folkloristas británicas conocieron la leyenda de boca de una compatriota, a quien se la contó en Canadá un primo suyo, que a su vez la había oído en Leeds (Gran Bretaña). Entre esta versión temprana y la de Carandell existen importantes similitudes, que inducen a pensar que tal vez haya cierto parentesco entre ellas. La más llamativa de todas es que la acción también transcurre en España, aunque los protagonistas son un matrimonio británico que viaja con la madrastra del marido.

   Los tres vienen a pasar las vacaciones en un cámping de nuestro país.

   El día de su partida la anciana fallece de repente. Tras unos momentos de confusión y nerviosismo, la pareja opta por el mismo recurso que el señor de la fosforera: envolver a la difunta —que ya empieza a quedarse yerta— en la tienda de campaña y colocarla encima del coche.

   Camino del consulado se detienen a tomar un café para reconfortarse un poco. Será entonces cuando les roben vehículo y cadáver. El alicaído matrimonio deberá regresar a Inglaterra sin coche, sin madrastra y, por si fuera poco, desheredado, ya que la «fuga» de esta última les impedirá demostrar su muerte y verificar oficialmente el testamento.

   Véronique Campion-Vincent sostiene que la leyenda podría haber surgido en Francia durante la segunda guerra mundial. Respaldan su teoría dos versiones escritas de procedencia dispar, pero que sitúan la acción en tierras francesas y describen la huida de los protagonistas ante el avance de las fuerzas de ocupación. La primera se remonta a 1944 y figura en el periódico danés Politiken.

   El cronista recuerda que emprendió el éxodo en compañía de una pareja francosueca, y que la madre de «Madame» falleció por el camino. Un baúl de caoba que contenía la vajilla de plata sirvió de improvisado ataúd. Huelga decir que eran malos tiempos para dejar a la vista una carga tan tentadora, al menos en apariencia.

   La segunda la recoge Roger Peyrefitte en su obra Las embajadas. El héroe de la novela, entre otras vicisitudes menos legendarias, oyó contar a un parisino la misma historia en primera persona: su abuela murió cuando se disponían a partir y el hombre tuvo que envolver el cadáver en una alfombra y atarlo sobre el maletero. A la mañana siguiente, tras dormir en un corral, encontró el coche pero no la carga.

   Tenga o no raíces francesas, la leyenda de «la abuela robada» es con toda seguridad un relato de origen europeo que posteriormente emigró a Norteamérica. Prueba de ello son las más de cien versiones que recopiló en 1968 la folklorista Linda Dégh en países como Noruega, Suecia, Dinamarca, Alemania, Suiza, Italia, Polonia, Hungría, Yugoslavia. Con nuestra versión española cubrimos modestamente el pequeño hueco de la lista.

   Terminada la contienda el relato se viste de paisano. Los personajes, entonces, ya no son una familia que pretende cruzar la frontera con una difunta a cuestas, huyendo de la persecución nazi, sino unos turistas con prole incluida (o un matrimonio en viaje de bodas) que sufren el mismo contratiempo en un país extranjero. Aparece así en primer término el tema central —más bien inhumano— del relato: los inconvenientes de gestionar la repatriación de un cadáver convertido en un mero bulto engorroso, y que además roba espacio a los vivos que viajan con él.

   Una hilarante crónica de lo que implica tan incómoda situación la encontramos en la novela Los que tocan el piano, de Anthony Burgess. El polifacético escritor británico asegura que se inventó la historia allá por 1930, pero cualquier folklorista competente se resiste a creerlo. Burgess utiliza el planteamiento de la leyenda para describir un accidentado viaje por Italia, cuyos peores momentos se inician cuando la suegra del protagonista fallece de un infarto. Él y su esposa deberán cruzar medio país en busca del consulado, a bordo de un Fiat que se cae a pedazos, sin saber dónde meter el cadáver de la difunta.

   Aunque al final no les roben el coche, el episodio refleja muy bien el agobio de pasar por semejante trance y el alivio inconfesable que supone «quitarse el muerto de encima».

   Quien no conozca esta leyenda puede dejarse engañar por su irresistible verosimilitud, como le ocurrió al folklorista británico Stewart Sanderson al oírla contar a la esposa de un colega suyo. Es indudable que se han dado muchos casos de personas fallecidas lejos de su domicilio, que, por circunstancias diversas, no han podido disponer de un coche fúnebre y han debido efectuar su último viaje como silenciosos pasajeros de un vehículo privado. «Hasta aquí la cosa no tiene nada de especial —comenta Carandell—, es simplemente una historia triste que puede ocurrir, como de hecho ocurre, en los países más avanzados».

   En efecto, lo que pone en evidencia el carácter legendario del relato es su ingenioso desenlace, que se presta a dos interpretaciones distintas pero complementarias. El mismo Carandell, perspicaz, nos pone sobre la pista de la primera:

   Pero yo me pongo en el caso del ladrón que roba el coche y se va tan pancho a casa, feliz de haber conseguido además una tienda de campaña, y que llegado a su guarida descubre lo que descubre (...) Tendríamos aquí un ejemplo diáfano de justicia poética: el «amigo de lo ajeno» castigado indirectamente. Esta interpretación cobra aún más sentido aplicada a otra leyenda clásica que también gira en torno al robo de un cadáver —esta vez el de un gato— y sus consecuencias.

   En fecha tan temprana como 1959, Jan Brunvand descubrió una noticia en el Daily Herald-Telephone, un periódico local de Bloomington (Indiana), que recogía el relato con todos sus pormenores. El sagaz folklorista la llevó consigo durante años, esgrimiéndola ante alumnos y conocidos como muestra palpable de leyenda urbana publicada en la prensa.

   El argumento es el siguiente: a una mujer se le muere el gato. Como las ordenanzas municipales prohíben enterrar animales en el núcleo urbano, decide ponerlo en manos de una amiga suya que vive en el campo para que se encargue de sepultarlo. Así pues, lo mete en una bolsa de papel de estraza y se dirige al lugar donde ha quedado con ella. Por el camino se detiene a hacer unas compras y deja la bolsa descuidadamente en el mostrador. Cuando se dispone a recogerla ya no la encuentra. Al salir a la calle, pensando que el problema se ha resuelto de un modo inesperado, tropieza con una multitud apiñada delante de la tienda. El objeto de sus miradas es una mujer de unos cien kilos que yace inconsciente en el suelo, aferrando contra el pecho la bolsa de papel de estraza, de la que asoma la cabeza del gato muerto.

   Lo que se castiga aquí no es solamente el robo, sino también la bulimia de la ladrona, cuya obesidad parece sugerir que se apropió de la bolsa creyendo que contenía algún comestible. Ello no altera mucho las cosas, ya que la codicia sería otra forma de gula.

   La segunda interpretación de la leyenda nos la insinúa de nuevo Carandell con una frase muy elocuente:

   «Anda, ¿no querías ahorrarte papeles y trámites?, pues toma...», musita el desventurado (...) El deseo de «quitarse el muerto de encima» podría ser el significado implícito de la leyenda, tomando la palabra «muerto» en su doble acepción: la de «cuerpo sin vida» y la de «cosa pesada o molesta». Según la despiadada teoría que proponía Alan Dundes en un ensayo titulado On the Psychology of Legend, «la abuela, viva o muerta, constituye un engorro». Además de ocupar un espacio que los jóvenes (el futuro) merecen más que ella, su cadáver se transforma en un desagradable recordatorio de la mortalidad humana, que debe ocultarse a los niños.

   Su culpa, añadimos nosotros, no sería otra que la de haber alcanzado una edad en la que ya no puede producir beneficios. De ahí que en algunas versiones los protagonistas se lamenten de haber perdido el único fruto que podían esperar de la abuela: su herencia.

   Por tanto, siguiendo de nuevo a Alan Dundes y utilizando un siniestro eufemismo de la guerra civil, la familia de la leyenda la «lleva a dar el paseo», y el ladrón actúa como una especie de empresario de pompas fúnebres caído del cielo que se ocupa de eliminar para siempre el cadáver.

   Un cadáver que reaparece en escasas ocasiones, como en un episodio de la serie Hill Street Blues titulado Los ladrones de cadáveres mutantes del Tercer Mundo. Contenía este capítulo, que ya citamos en otra parte, una fiel escenificación de la leyenda, aunque el difunto no era ninguna abuela, sino el padre de uno de los polizontes de la célebre comisaría televisiva. Al final un agente de incógnito identificaba el cadáver, que aparecía en plena calle apoyado contra una valla, tras «conversar» con él un rato tomándolo por un vagabundo.

   No sucede así en la versión de Carandell, mucho más ajustada a la cruel moraleja del relato:

   La policía, alertada por el señor de la fosforera, ha recuperado el automóvil, pero la suegra, y de esto han pasado ya varios días, no aparece por ninguna parte.

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