martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Cocina caníbal,

La cocina caníbal Pregunte, pregunte por qué razón no se celebran entierros de chinos en Barcelona, pregunte qué es lo que hacen exactamente con los cadáveres...



   MANUEL DELGADO



   Y nosotros, curiosos por naturaleza, preguntamos. He aquí la suculenta respuesta que nos dio una informadora de Madrid, Ana María Fernández:
   Muchas veces he oído relatar historias que tienen que ver con restaurantes chinos y con los chinos que trabajan en ellos. Pero lo más alucinante es lo que corre por ahí sobre la desaparición de los cadáveres de los chinos (...) Según las estadísticas publicadas, en varios años sólo fallece uno o dos de la comunidad de chinos que residen en España (...) Nos cuentan que entre todos los que acudimos a los restaurantes chinos nos estamos comiendo a los orientales muertos y ayudando así a que otros ocupen su lugar y sus pasaportes o permisos de residencia. Los procedimientos son: 1º) Se trocea bien al muerto; 2º) se le corta en tiritas; 3º) los huesos y partes duras acaban en los hornos de las cocinas; 4º) se congelan las tiras de carne; 5º) se sirven en bandejas ovaladas de diferentes formas: chop-suey, ternera con setas, arroz tres delicias, rollitos primavera, cerdo agridulce, empanadillas chinas... y 6º) nos los comemos tan ricamente y además pagamos como cualquier hijo de vecino.

   «La cocina china tiene la ventaja de volver irreconocibles los alimentos», resume con docta imparcialidad el escritor Alain Robbe Grillet en su obra la La Maison de rendez-vous, rememorando cierto restaurante chino de Aberdeen (Escocia) donde al parecer servían carne humana.

   Otros observadores menos imparciales, como el escritor chino Zheng Yi —refugiado político en Occidente—, reiteran las tendencias necrófagas del pueblo chino, pero situándolas fuera del ámbito hostelero.

   Según dicho autor, durante la Revolución Cultural los guardias rojos se habrían comido a prisioneros, estudiantes y profesores. Numerosos actos de canibalismo habrían sido organizados con motivo de manifestaciones públicas en honor al dirigente del Partido Comunista. En uno de tales banquetes —para demostrar su fidelidad al partido—, la novia del hijo de una víctima habría sido la primera en desgarrar la carne. Según Zheng Yi, al menos 137 personas habrían sucumbido, devoradas, en Guangxi.

   A falta de pruebas sólidas que documenten semejantes banquetes de carne humana, debemos concluir que su espeluznante relato no es sino una leyenda terrorífica destinada a exagerar la crueldad de un régimen ya de por sí bastante sanguinario. En su absorbente libro de viajes, China para hipocondríacos, José Ovejero nos deleita con una versión más tremendista aún de la misma historia, sin poner en duda su veracidad ni aportar dato alguno que la respalde. Damos aquí un extracto, subrayando los elementos que, a pesar de la indudable buena fe del autor, huelen de lejos a leyenda contemporánea: El horror se paseó libremente no hace mucho tiempo por esta provincia (Guangxi), empieza Ovejero en tono acongojado —y acongojante. A continuación multiplica alegremente los horrores: Centenares, si no miles de personas, sirvieron de pasto a las fieras en que se convirtieron sus conciudadanos (¡Zheng Yi hablaba de 137 individuos!); poco después rinde homenaje a los ogros de los cuentos de hadas: la élite revolucionaria se reservaba el corazón y el hígado, mientras que el pueblo llano tenía que conformarse con brazos y piernas y por último nos regala con un detalle «testimonial» capaz de sacudir al lector más curtido: Durante aquel tiempo fue posible ver cómo un miembro destacado de la comunidad de Wuxan se iba a su casa llevando al hombro una pierna cortada de la que aún colgaban unos trozos de tela.

   Con este alarde desmitificador no pretendemos negar en absoluto la realidad histórica de la antropofagia. Heródoto, en el siglo V a.de C., menciona ya la existencia de «andrófagos», y el tema está presente en la América precolombina, en África y en casi todos los grupos humanos. Sin embargo, como señala el antropólogo William Arens, se trataría de una práctica excepcional que no ha constituido jamás un modo de alimentación, salvo en casos de necesidad o superviviencia.

   El consumo de carne humana sigue siendo el tabú más indomable, la transgresión más temida y el delito más «repugnante». Por ello no es de extrañar que numerosas leyendas contemporáneas se nutran del temor a consumir involuntariamente ese manjar prohibido, sobre todo cuando entra en juego la morbosa especulación acerca de los hábitos culinarios —y funerarios— de las «otras culturas».

   Tras incluir a los difuntos chinos en nuestra cadena alimentaria, convirtiéndonos así en tumbas ambulantes, el folklore contemporáneo ha urdido otras leyendas que expresan el disgusto de los occidentales hacia determinados ingredientes de la cocina oriental. Se dice (aunque las pruebas son más bien escasas) que la carne de perro forma parte integrante de las preferencias gastronómicas de los chinos y otros pueblos asiáticos. Teniendo en cuenta que este animal es el «mejor amigo del hombre», su empleo culinario equivaldría, en palabras de Christie Davies, a «una forma diluida de canibalismo». Elena Pradas, de Barcelona, nos describe un trágico lapsus culinario fruto de tan denostadas costumbres:

   Mi prima me explicó que a unos amigos les pasó lo siguiente: fueron a China con su perro.

   Entraron en un restaurante y querían darle de comer. Se lo indicaron con gestos al camarero: primero se señalaban la boca y luego al perro, dando a entender que le trajeran comida. El camarero llevó el perro a la cocina, y a la media hora se lo sirvieron cocido.

   En The Choking Doberman, Jan Brunvand recoge otra versión de esta leyenda, expedida como nota de prensa por la agencia Reuters en agosto de 1972: la acción se desarrolla en Hong Kong, los protagonistas son un matrimonio suizo y el cocinero les trae su perrito, llamado Rosa, en una bandeja con tapadera de plata. En otra variante el chef se esmera todavía más, ya que no se limita a guisar el perro, sino que se lo sirve con una manzana en la boca y unas ramitas de perejil en las orejas.

   Miguel Ángel Blanco, de Badajoz, nos ofrece las últimas exquisiteces folklóricas de la gastronomía china. Aunque en este caso no se perciben reminiscencias antropofágicas, el objetivo sigue siendo el mismo: poner en tela de juicio el paladar de los cocineros orientales y alimentar el rumor que afirma que por las inmediaciones de los restaurantes chinos nunca veremos perros, gatos ni ratas.

   Sobre los restaurantes chinos pesan toda clase de leyendas, desde gente que ha visto en la cocina gatos muertos hasta la que dice que alguien se encontró en el plato un hueso extraño, lo mandó analizar y resultó ser de una rata. Por supuesto, cerraron el restaurante.

   Sostiene Christie Davies que esta clase de relatos «repugnantes» podrían narrarse como chistes macabros o como leyendas, según la opinión que merezcan al narrador y la puesta en escena con que se adornen. El efecto vendría a ser el mismo: provocar hilaridad o repugnancia, dos reacciones que atestiguan la eficacia de un chiste o una leyenda bien contados.

   Dos buenos ejemplos de «canibalismo involuntario» que se adaptan bien a ambos géneros podrían titularse Los paquetes confundidos. El primero se trata de una historia difundida internacionalmente, que suele contarse como si fuera verídica. Resumimos aquí la versión que recoge el folklorista británico Paul Smith en The Book of Nasty Legends: una abuela viaja al Extremo Oriente para visitar a sus primos, quienes suelen enviarle todas las Navidades una jarra de especias, con las que su hija prepara un exquisito pastel. Unas semanas antes de Navidad llega un paquete que contiene lo que parece ser la jarra de especias en cuestión, aunque sin nota alguna. La hija, como siempre, confecciona su pastel. Al cabo de unos días recibe una carta de los primos, donde le comunican que la abuela ha fallecido, y que no podrán enviarle las especias porque están demasiado atareados con los trámites para su incineración. Lo que sí le han mandado por vía aérea, terminan diciendo, son sus cenizas, que llegarán de un momento a otro...

   El segundo ejemplo lo encontramos en El árbol de la ciencia, la novela clásica de Pío Baroja publicada en 1911:

   De otro caso sucedido por entonces, se habló mucho entre los alumnos, nos asegura el narrador, refiriéndose a las historias que se contaban en la escuela de medicina. «Uno de los médicos del hospital, especialista en enfermedades nerviosas, había dado orden de que a un enfermo suyo, muerto en su sala, se le hiciera la autopsia y se le extrajera el cerebro y se le llevara a su casa.

   El interno extrajo el cerebro y lo envió con un mozo al domicilio del médico. La criada de la casa, al ver el paquete, creyó que eran sesos de vaca, y los llevó a la cocina y los preparó y los sirvió a la familia.

   Se contaban muchas historias como ésta, fueran verdad o no, con verdadera fruición, concluye diciendo el gran escritor.

   Y nosotros damos fe de ellas para hacer las delicias de nuestros lectores.

   Con el título de El cadáver en el barril podríamos bautizar otra serie de leyendas universales que narran la ingestión accidental de alcoholes que contenían difuntos en remojo. Se inspiran éstas en un método muy en boga allá por los siglos XVIII y XIX para conservar los cadáveres ilustres durante las travesías marítimas: sumergirlos en toneles de aguardiente.

   Uno de los ejemplos más famosos lo recoge una canción marinera, que cuenta cómo la tripulación de un navío «se bebió» sin querer al mismísimo almirante Nelson, mientras el héroe de Trafalgar esperaba las exequias en un tonel de brandy.

   En una versión francesa más reciente, se descubre el cadáver anónimo de un argelino o un magrebí, estrangulado o apuñalado, en un barco cisterna que transportaba vino de Argelia (cruel destino para un musulmán fallecer anegado en alcohol, y merecido castigo para los franceses xenófobos que se lo bebieron).

   En otra versión alemana, un obrero de Frankfurt perece ahogado al caer en una cuba de la fábrica Coca-Cola donde, como mandan las propiedades folklóricas de este refresco, quedará disuelto hasta reducirse a un mero esqueleto. Lo malo del caso es que las bebidas ya habían sido embotelladas y distribuidas cuando los responsables se percataron de ambos incidentes, provocando así una ola de canibalismo involuntario en gran escala. ¿No será verdad que la carne humana mejora el sabor de los vinos, del mismo modo que los lagartos y salamandras confieren un regusto indefinible a ciertos aguardientes? Carlos Alonso del Real, en su inteligente ensayo Superstición y supersticiones nos brinda una posible respuesta a esta incógnita:

   En muchos lugares vinícolas acusan los de cada aldea a la de al lado de arrojar un cadáver humano en los lagares para dar más sabor al vino. Naturalmente, nadie ha hecho semejante enormidad, pero se acusan...

   En su novela El aire de un crimen, Juan Benet plantea una situación parecida con su inquietante sutileza de siempre. El pueblo de Bocentellas (Región), amanece con un cadáver anónimo en la plaza.

   Como el calor aprieta, se impone la necesidad de conservarlo de algún modo. Cuando ya empieza a descomponerse, alguien da con la solución al contemplar «una botella de castillaza (...) que contenía una salamandra inmersa en el licor» y propone que lo metan en una pipa de aguardiente de la bodega.

   El cosechero apenas pone reparos, es más, incluso afirma «con palabras un tanto enigmáticas» (...) «que ya se había hecho en otra ocasión, en otra bodega». El muerto permanece un tiempo sumergido en aquel «castillaza de agraz que sólo era utilizado (...) para fortalecer otros caldos pero que apenas tenía paladar», hasta que finalmente lo extraen y sumergen otro cadáver en su puesto. Los abúlicos lugareños, indiferentes a todo, seguirán trasegando un castillaza cuya composición, con toda probabilidad, ha variado sensiblemente.

   Preservar los cadáveres en miel, sistema antiquísimo consignado ya en las crónicas de Heródoto y Estrabón, ha dado lugar a parecidas anécdotas legendarias, aunque de mucho más cuerpo, si se nos permite la expresión.

   En fecha tan temprana como 1450, el autor italiano Giovanni Franceso Poggio-Bracciolini recoge una de ellas en su obra Facetie traducte de latino in vulgare ornatissimo del secolo XV, que conoció una gran difusión en toda Europa. El relato lleva un título de los que abren el apetito: «De un florentino que, sin saberlo, se comió a un judío muerto».

   Refiere el autor que dos judíos de Venecia se dirigían a Bolonia, cuando uno de ellos enfermó y murió en el camino. Como no podía repatriar el cadáver, pues era ilegal, su compañero resolvió cortarlo en pedacitos y meterlo en un barril, mezclándolo con miel y diversos aromatizantes, con lo cual aquella confitura humana desprendía una fragancia agradabilísima. Acto seguido encomendó el bulto a otro judío, que se encaminaba a Ferrara en una barcaza donde viajaban numerosas personas.

   Al caer la noche, los deliciosos efluvios alcanzaron a un florentino que se hallaba sentado junto al barril, quien no pudo resistir la tentación de irse comiendo sigilosamente el contenido, que le pareció de lo más sabroso, hasta apurarlo del todo. Al desembarcar en Ferrara y reparar en la ligereza del barril, el judío rompió a gritar que le habían robado el cadáver. En aquel momento el florentino se dio cuenta de que se había convertido «en el sepulcro de un judío».

   Por desgracia, las leyendas de canibalismo no siempre han servido para conjurar, mediante el humor negro y unas gotas de racismo más bien inocente, el terror a infringir ese tabú ancestral. En un momento u otro de la historia, casi todos los pueblos se han acusado mutuamente de practicar la antropofagia, con resultados invariablemente cruentos. Como los ejemplos podrían eternizarse, reproducimos esta cronología de Cesare Bermani, esquemática pero elocuente:

   Los europeos han tenido por feroces caníbales a los «primitivos» y a los africanos. En plena civilización europea, los romanos acusaron reiteradamente de canibalismo a los cristianos, y éstos, más tarde, a los judíos. Luego, en el siglo XVI, les tocó el turno a los brujas, y a los gitanos en el



   XVII.



   Y estos últimos, señalaba el malogrado antropólogo Alberto Cardín en su obra Lo próximo y lo ajeno, serán acusados hasta nuestros días de prácticas caníbales, generalmente ligadas con robos y secuestros, con los sacamantecas, los comprachicos y los hombres del saco cantados por los pliegos de cordel.
   Por si esto fuera poco, también se da el caso que los africanos han considerado sospechosos de antropofagia a los estadounidenses.

   Jean-Loïc Le Quellec lo ilustra con el siguiente ejemplo: en septiembre de 1959, el Congo encargó una partida de carne de buey a los Estados Unidos. La empresa importadora tuvo la ocurrencia de pegar una etiqueta con el dibujo de un negro en las cajas que contenían dicha carne. De inmediato empezó a correr la voz de que las cajas en cuestión contenían carne de negro. El responsable era un blanco que hipnotizaba a los negros con una lámpara y los llevaba al matadero. Este «rumor» dio lugar a manifestaciones de protesta contra los blancos.

   El cine y la literatura nunca han hechos ascos al canibalismo —voluntario o involuntario—, prueba palpable de que el asunto, como todo lo prohibido, censurable y rechazado de puertas afuera, provoca una ambigua fascinación de puertas adentro.

   Espigando las filmografías a ojo de buen cubero y sin orden ni concierto, podríamos mencionar los matarifes necrófagos de La matanza de Texas (1974) y sus continuaciones; los alienígenas que pretendían abrir una cadena galáctica de restaurantes especializados en carne humana de Mal gusto (1987), los tenores necrófagos de la ópera caníbal Los caníbales y el amante servido bien doradito en el marco suntuoso de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989).

   En cuanto a los ejemplos literarios, citaremos tres que sitúan abiertamente y sin remilgos la antropofagia en el ámbito culinario. El título del primero nos lo hemos apropiado para encabezar este florilegio de horrores que ahora termina: se trata de La cocina caníbal del genial y polifacético Roland Topor. Consiste la obrita en un hilarante recetario para la preparación de múltiples guisos de carne humana. Entre ellos serían particularmente recomendables el «Agente de seguros en su propia póliza» o la «Sopa de restos de enano».

   Los dos que siguen son más inquietantes, ya que parecen insinuar que quienes han probado la carne humana están destinados a repetir, aunque este placer vedado les lleve finalmente a ceder la suya a los demás gourmets que participan en el secreto.

   En La especialidad de la casa, un relato clásico de Stanley Ellin, sólo pueden acudir al restaurante Sbirro unos cuantos gastrónomos iniciados. Ningún manjar es comparable a los que preparan allí. No obstante, hay un plato que los supera a todos: el cordero de Amirstán. Aparte de aquella carne misteriosa y exquisita, servida muy de tarde en tarde, los iniciados en las delicias de Sbirro sólo desean otra cosa: que el dueño les permita visitar la cocina. Este privilegio, sin embargo, sólo se les concede cuando han sido lo bastante fieles a la casa para haber engordado hasta cierto punto...

   Más económicas, pero igualmente únicas, son las comidas que se sirven en cierta tasca de uno de Los últimos cuentos de Canterbury, de Jean Ray, el gran maestro del fantastique belga. He aquí el desenlace, que habla por sí mismo: —¡Un cliente para la horca! — gritó una voz en la oscuridad.

   —Daba carne humana a sus clientes —munnuraron otras voces.

   El ex oficial reconoció a su lado, con la cabeza tristemente inclinada sobre el pecho, a su vecino de mesa.

   —Jamás volveremos a comer tanta carne por diez peniques —murmuró con un tono de voz lleno de desesperanza.

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