martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: El código secreto de vagabundos y villanos

 El código secreto de vagabundos y villanos Morgiane salió de la casa de Alí Baba por algún motivo; sólo al volver reparó en la señal del ladrón. ¿Qué significa esta marca?, se preguntó para sus adentros. ¿Acaso alguien quiere mal a mi señor o lo han hecho por puro divertimento?
   Alí Baba y los cuarenta ladrones Las mil y una noches «La vida es un puente. Crúzalo pero no construyas una casa encima», dice un antiguo proverbio indio. Desde que la llamada «revolución del neolítico» dividiera a los hombres en dos bandos antagónicos, por un lado los agricultores sedentarios y por otro los nómadas, un sinfín de pueblos —zíngaros, beduinos, quashgais, arandas, tuareg, etc.— se han aplicado esta máxima en su inquieto trajinar por los tiempos.

   En Australia, los antiguos aborígenes, identificaban a la tierra con una partitura musical que había que interpretar para llegar a viejo. Sólo gracias a estas señales —la huella de un escarabajo estercolero, la ondulación de una duna—, los trashumantes sabían dónde se encontraban; dónde estaban los demás; dónde había llovido; de dónde provendría la siguiente ración de alimento; si la planta X estaba en flor, si la planta Y daría bayas, y así hasta un largo etcétera.

   En la Iglesia cristiana primitiva había dos categorías de peregrinaje. La primera era el ambulare pro Deo, «peregrinar por Dios», imitando a Cristo o al padre Abraham que abandonó la ciudad de Ur y emigró hasta tierras lejanas. La segunda era la «peregrinación penitencial», en la cual los culpables de la pecata enormia, «crímenes enormes», tenían la obligación de convertirse, de acuerdo con una tabla estipulada de tarifas, en mendigos ambulantes —con sombrero, morral, bastón e insignia— para ganarse la salvación en el camino.

   Sirva esta introducción para explicar una leyenda muy extendida en nuestros días. Se refiere a una tercera clase de trotamundos, más concretamente a ladrones, maleantes y amigos de lo ajeno. Cuando «peregrinan» solos, sus métodos remiten a utensilios expeditivos, como la palanca o la ganzúa. Pero cuando se sindican y además recurren a los anagramas de los nómadas, entonces se convierten en una amenaza para cualquier gozne, en un peligro para compañías aseguradoras como Mapfre obligadas a advertir de su perfidia con decididas exclamaciones. ¡Vigilad estas señales!, podía leerse en tinta roja en una postal informativa que Mapfre repartió hacia 1995 por varias ciudades españolas. Justo debajo se veía una casa con una serie de pictogramas traducidos al cristiano. Por citar sólo algunos, un rombo equivalía a «casa deshabitada»; tres barras verticales a «casa ya robada», un triángulo a «mujer sola», un inocente velero a «vacaciones» y así hasta veintiún signos.

   En el dorso de la postal se leía el siguiente texto —escrito en catalán en el ejemplar de que disponemos: ¡Defended vuestro hogar! — a modo de título y en letras rojas. Desde nuestra posición como uno de los primeros grupos aseguradores del país, nos permitimos llamar su atención sobre estas señales que seguramente ya habrá advertido en las proximidades de su vivienda, fachadas, buzones, aceras, etc. ¡Cuidado! Estos y otros signos corresponden a claves convenidas que se utilizan constantemente —palabra que figuraba en mayúsculas coloradas— para que el ladrón actúe sabiendo previamente las características de la vivienda que quiere robar.

   Borradlos y actuad con precaución... y previsión. Defended vuestro hogar con todas las medidas de seguridad a vuestro alcance. Una de ellas, la mejor, la que constantemente puede proteger su patrimonio es nuestra póliza de seguro combinado del hogar.

   En defensa de la compañía Mapfre y de su desmedido celo por sus clientes —antiguos o potenciales—, hay que decir que el ridículo al que se vio expuesta al retirar estas postales meses después coincidió con una plaga de anónimas pegatinas y de garabatos en los portales. Crípticos e indescifrables, estos adhesivos de forma rectangular y cuyo tamaño no excedía el centímetro, eran utilizados, que sepamos, por empresas que encargaban estudios de mercado o por el buzoneo comercial. Pero, de forma imprevista, alguien creyó ver en estas señales el hábil método del que se servían los rufianes para perpretar sus desmanes, dando lugar a un logia parecida a la descrita por G.

   K. Chesterton en El hombre que era jueves.

   En 1898 Rafael Salillas, autor de Hampa (Antología picaresca) se centraba en los misteriosos signos, grabados con tiza y carbón, y apuntaba con el dedo a los villanos:

   Por algunas investigaciones hechas, que encontramos confirmadas en algún escritor, hemos llegado a la convicción de que existe una topografía aparte y un itinerario especial para todo pueblo de la Corte Internacional de los Milagros. Ladrones, fugados, desertores, contrabandistas, zíngaros, conocen estos itinerarios a la perfección. Una palabra, un signo, una indicación les hacen comprender si tal vivienda es lugar de amigos o enemigos; si tal pueblo dará ayuda, si ofrece riesgo; si tal mesón aislado es un consolato ladronesco, o por el contrario, una trappola a servicio de la gendarmería.

   Estos signos —proseguía Salillas—, que se hacen a lo largo del camino maestro o se trazan con carbón sobre los muros de las casas o por medio de incisiones hechas con el cuchillo en la corteza de los árboles, resultan medios convencionales para decir a futuras comitivas: éste es el camino del zíngaro.

   Un año antes de la Guerra Civil española, Pedro Serrano García volvía a insistir en el tema en Delincuentes pro fesionales contra la propiedad, sólo que ahora el lenguaje secreto era conocido también por vagabundos y bohemios:

   Los vagabundos poseen, para comunicarse entre sí, mejor dicho para trasmitirse los datos útiles, una serie de signos grabados a la entrada de los pueblos, en los mojones o árboles del camino o en alguna tapia, que, interpretados, indican los lugares en que se prodiga o es escasa la limosna, ceden albergue, o por el contrario, no dan nada.

   En los libros, cuando los hombres despiertan de una visión, generalmente se encuentran en el mismo lugar en el que quizá se habían quedado dormidos; bostezan en una butaca o se levantan en el campo con los miembros entumecidos. Otro tanto parece haber sucedido con las extrañas marcas de tiza y pintura a lo largo de este siglo, sólo que en lugar de diseminarse por posadas y caminos, ahora su entorno —Frankfurt, Milán, Madrid— es bien distinto.

   En 1983, valga el caso, una octavilla fotocopiada comenzaba a circular por Francia. Un total de dieciseis símbolos advertían del «código gráfico compartido por nómadas y ladrones». Siete de ellos eran idénticos a los que años más tarde aparecerían por España, mientras que el resto difería ligeramente en el trazo pero no en el significado («nada interesante» «buena acogida si se habla de Dios», «gendarme», etc.).

   Tras rastrear su devenir histórico, Jean Bruno-Renard venía a concluir que en buena semiótica estructural, se trata de los signos inversos de protección que se dibujan desde tiempos inmemoriables para protegerse de amenazas externas.

   Los hebreos, por ejemplo —explicaba Renard—, recurrieron a la sangre de animales para salvarse del ángel exterminador en la décima plaga de Egipto —Exodo, 12,1-34.

   Otro tanto puede decirse de los símbolos mágicos de ciertas culturas e incluso de las severas advertencias de mansiones palaciegas: —«Atención: perro peligroso», «Jardín protegido electrónicamente», etcétera.

   En una apasionante investigación que no podermos omitir, Jean Bruno-Renard constató que gran parte de los signos que recogía la octavilla francesa y, por extensión, la postal española, existían desde 1921, sólo que por el camino algunos habían cambiado de significado —seguramente por fotocopias defectuosas. Así el criptograma empleado en Francia en 1921 para advertir de una barrera que franqueaba el paso, era en 1950 un «lugar peligroso» para acabar convirtiéndose en 1977 en «casa a evitar». En otro ejemplo, una cruz acotada por un círculo significaba en 1921 «aquí se da de comer pan», en 1934 «los propietarios no dan nada», en 1954 «casa hospitalaria» y en 1977 —tal vez por la cruz— «buena acogida si se habla de Dios».

   Al parecer, estos emblemas eran utilizados hasta 1950 en zonas rurales por vagabundos, antes de ser empleados por delincuentes urbanos en casos excepcionales y a titulo individual. El clima de inseguridad ciudadana que padeció Francia en la década de los setenta los rescató del olvido y otro tanto puede decirse de España diez años después.

   Curiosamente, tanto en aquel país como en éste, los modernos urbanitas han rescatado los usos y costumbres de las aldeas rurales de principios de siglo. Si nos unimos todos, no nos podrán hacer nada, parecen decirse unos a otros. La única diferencia es que donde antes había mendigos y vagabundos ahora hay ladrones. Todos ellos forman parte de un clan perfectamente organizado ante el que sólo cabe luchar estrechando lazos, descubriendo su lenguaje criminal e intercambiando fotocopias y postales. Y es que, dada la índole secreta del universo de los ladrones, es natural que nadie pueda acceder a ellos sin una serie de sutiles transformaciones. Bien diferente sería si todos los canallas del planeta llevaran un delantal blanco al perpetrar sus fechorías. Pero, a falta de esta prenda delatora, sólo podemos confiar en defendernos de esta lacra conociendo su lenguaje, anticipándonos a sus intenciones y siendo más sagaces que los linces

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