martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas:Maquinas infernales.

  Máquinas infernales A finales del siglo XIX, una serie de pensadores creyeron ver en las máquinas un remedio eficaz para erradicar la esclavitud o, mejor dicho, para canalizarla hacia artefactos sin alma. No en vano, el término «robot» fue tomado de la palabra checa «robota» que designaba y designa a aquel que está sometido a una servidumbre involuntaria. Pero resultó ser que las máquinas crecieron y se multiplicaron hasta tal extremo que fue imposible conocerlas a todas, cada cual con sus habilidades, con sus teclas, por no decir alegrías y enfados.
   En palabras de Isaac Asimov, «desde el inicio, la máquina ofreció dos caras a la humanidad: mientras estuvo completamente bajo el control del hombre, fue útil y buena al hacer posible una vida mejor. Pero conforme se fueron sofisticando y apartándose de nuestro control, se volvieron terribles y peligrosas».

   La palabra «terrible», derivada de terror y sinónima de sombrío, tétrico y torvo, nos viene como anillo al dedo para referirnos a una serie de accidentes domésticos, plausibles pero raros, que gentes de bien cuentan con fervor para alertamos de la esencia maligna que ocultan determinados aparatos.

   El relato más chocante de una larga serie de desgracias y malentendidos tiene por protagonista a una mujer a la que accidentalmente se le moja su gatito —a menudo se trata de un caniche y muy esporádicamente de un bebé— y tiene la luminosa idea de meterlo «cinco minutos» en el microondas para que se seque más rápido. Ni que decir tiene, que el minino ya no maullará más y que la mujer demandará al fabricante por no detallar en el manual de instrucciones la inconveniencia de semejante proceder.

   Curiosamente el enviado del diario «El País» en Washington, Javier del Pino, recogía, sin saberlo, esta leyenda urbana en un artículo publicado el 1 de marzo de 1999 que llevaba por título «Abogados de sí mismos en el paraíso de los litigios»: (...) Y es el mismo miedo el que ha provocado que la mayoría de los productos que se venden en EE.UU lleven incorporadas etiquetas en las que el fabricante se declara exento de responsabilidad por cualquier mal uso del producto. Tiene su explicación: una señora bañó a su gato y decidió secar al animal metiéndolo en el microondas, donde perdió inmediatamente sus siete vidas. La señora demandó al fabricante porque «en ningún sitio ponía que el microondas no sirve para secar animales».

   Y ganó. Por eso una compañía que vende disfraces de Batman ha cosido una etiqueta en la capa en la que se aclara: «Esta capa no sirve para volar».

   A falta de tiempo para emprender una investigación que dilucide si, realmente, un fabricante ha cosido semejante etiqueta en la capa de Batman, lo que podemos afirmar es que ninguna mujer ha ganado juicio alguno relacionado con un gato achicharrado.

   Si bien se trata de un suceso que entra dentro de lo posible, la infinidad de países que ha visitado esta leyenda desde que en 1970 se inventan los microondas —curiosamente, antes de estos, corría la historia de un niño que había querido lavar a su gato o perrito en la lavadora, con el resultado previsible— y la abundancia de variantes recogidas, nos invitan a pensar que no hay más verdad que la ciencia es un pozo sin fondo.

   Tal vez convenga recordar que, tras sustituir al tradicional horno, que es como decir a la forma de cocinar de toda la vida, los microondas han estado marcados por una serie de leyendas negras, la más conocida de todas que provocan cáncer, pero también que —tal y como recoge Jan Brunvand— algunos fabricantes han reducido la puerta de los aparatos tras constatar que ciertos particulares ensayaron secar el cabello en su interior o lo poco conveniente que es calentar allí la leche para los bebés.

   Como ocurre con la leyenda que cuenta que a algunas mujeres les explotan sus senos de silicona, que tratamos en otra parte del libro, también existen versiones, caso de la recogida por Paul Smith en «The Book of Nasty Legends», que retoman la hipotesis del zambombazo:

   Hace tiempo oí hablar de una anciana que criaba a gatos de raza para exposiciones. Se dedicaba sobre todo a los persas, y a causa de su largo pelo siempre le costaba mucho lavarlos y cepillarlos para que tuvieran el mejor aspecto posible. A fin de ahorrarse esfuerzos, aquella señora había adquirido la costumbre de lavar primero al gato, secarlo con una toalla y dejarlo calentar unos momentos en el horno eléctrico. Un día, en vísperas de Navidad, se le estropeó el horno, por lo que su hijo decidió regalarle un microondas. Cuando llegó su próxima exposición, la anciana, que no comprendía la diferencia básica entre un horno normal y un microondas, lavó aplicadamente su gato persa ganador de varios premios y lo metió en el microondas durante unos segundos. El pobre gato no tuvo tiempo ni de maullar, ya que explotó en el acto tan pronto su dueña encendió el aparato.

   A decir verdad, la leyenda negra de los microondas ha circulado generosamente por España, dando pábulo a un sinfín de variantes, como que sus radiaciones provocan cáncer o males todavía peores, como «cocernos el cerebro», en palabras de Lola Ortí, una informadora de Valencia.

   Por las investigaciones que se han llevado a cabo hasta la fecha, se conoce que los microondas pueden provocar ocasionalmente fatiga, vértigo y dolor de cabeza, pero, no en cambio cocernos la materia gris. En realidad, esta historia entronca con otras leyendas que afirman más de lo mismo: que las lineas de alta tensión emanan vibraciones negativas, que los rayos X provocan cáncer, que los rayos UVA fagocitan las entrañas y que los despertadores eléctricos producen insomnio.

   En el caso de los rayos UVA han circulado profusamente por España una serie de leyendas que, en ocasiones, detallan el nombre de la víctima y la casuística del suceso. Valga la versión recopilada por Jan Brunvand en 1989 y que utilizan como ejemplo Véronique Campion-Vincent y Jean-Bruno Renard para familiarizarnos con el relato más extendido:

   Una jovencita que deseaba un bronceado rápido decidió acudir a un salón de belleza para someterse a varias sesiones de rayos UVA. Muy pronto comenzó a sentirse mal. Decidió entonces poner su caso en manos de un médico que le anunció que sus entrañas estaban cocidas por una exposición demasiado prolongada a las lámparas de bronceado.

   Normalmente esta chica muere, pero aunque no sea así, queda marcada para siempre por su vanidad desmedida —como le ocurría a la mujer a la que le explotaban los pechos de silicona—, por pretender beneficiarse de un magnetismo —«electromagnetismo», sería más correcto— casi brujeril o por ir en contra de la madre naturaleza y ansiar estar morena cuando no luce el sol.

   Tal vez, como sugiere Jean Bruno-Renard, la idea de que los rayos UVA pueden producir una podredumbre interior, por más que en la fachada se observe a una mujer bonita y bronceada, remita en su árbol genealógico a la leyenda del microondas, que sí incorpora en su manual de instrucciones la función de cocer —no confundir con dorar—.

   Solamente así puede entenderse que la historia de que alguna vez una mujer fue literalmente cocinada con rayos UVA tenga tantos amigos en la geografia española. Curiosamente, en Estados Unidos y Francia la víctima es invariablemente una mujer, también en España, por más que hayamos recogido alguna versión que debería servir de advertencia a los hombres sobre los peligros de las falsas apariencias. Nos la manda desde Valencia Sonia Francés, poniendo el dedo en la llaga donde más duele, en la virilidad masculina:

   Parafraseando a Paul Newman —se refiere a la película El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas—, el efecto de los rayos UVA sobre el aparato reproductor masculino es devastador. Este problema, que hasta hace poco tiempo era inapreciable, pronto pasará a marcar el destino de la humanidad, por cuanto tiene de importancia la creciente impotencia del género masculino, provocada por las radiaciones de los rayos UVA sobre tan delicada zona. Antiguamente, poca gente realizaba esta práctica, pero en la actualidad se unen dos factores: los cada día más denostados rayos solares y que cada sesión de rayos UVA sólo cuesta 500 pesetas, cuando hace dos años valía 2.000.

   Los que desconfien del folklore, tal vez crean ver en nuestra informadora una persona que desvaría, juicio extensible a cuantas personas nos han confiado generosamente los relatos que recoge este libro y; por supuesto, a sus autores. No somos de la misma opinión. A nuestro entender, las nuevas tecnologías, cuando incorporan cambios sustanciales en el modus vivendi, crean recelos en amplias capas sociales y sirven de sustento narrativo, como sucedió en el pasado y ocurrirá en el futuro, a una serie de historias de corte tradicional.

   En la Ilíada se cuenta que Hefaistos, el dios griego de la forja, tenía unas mujeres mecánicas de oro que tenían tanta movilidad e inteligencia como las mujeres de carne y hueso, y que lo ayudaban en su palacio. Pero nunca las consideró igual de «buenas» que a las otras.

   También Talos, el guerrero de bronce concebido por el Steven Spielberg de los mitos griegos, Dédalo, vigilaba las costas de Creta y mantenía alejados a los intrusos. Cada día daba una vuelta a la isla para evitar que así fuera. Un tapón en su talón evitaba que saliera de su cuerpo el líquido que lo mantenía en vida. Cuando los argonautas desembarcaron en Creta, Medea usó su magia para arrancarle el tapón y Talos perdió toda su fuerza al desvanecerse el armazón.

   Algo parecido puede afirmarse de la leyenda de los rayos UVA y de los implantes de silicona en los pechos: cuando recurrimos al engaño contranatura, puede suceder que el «fraude» o artificio salte a la vista en cualquier momento, y eso en el mejor de los casos, pues existe la posibilidad de que seamos castigados con la ira de Zeus.

   En ocasiones, los propios gobiernos se ven desbordados por el galopar del progreso y solicitan a sus científicos que comprueben qué hay de cierto en historias muy parecidas a las recogidas en este capítulo. Sucedió, por ejemplo, en abril de 1999 —ver la contraportada del diario El País del día 25 de abril de 1999, «Los móviles al banquillo»— cuando Tessa Jowell, secretaria de Estado laborista de Sanidad, se autoproclamó «campeona de la salud nacional» y encargó que el Consejo Nacional de Protección Radiológica investigara qué había de cierto en la leyenda que sostenía que los teléfonos móviles provocaban pérdidas de memoria, aumento de la temperatura del cuerpo y fallos en la capacidad cognitiva.

   Esta investigación recibió un generoso tratamiento informativo en España, ya no sólo porque los teléfonos celulares habían pasado de ser un millón escasos en 1995 a más de doce millones en 1999, sino porque en nuestro país se sabía perfectamente de este posible riesgo. Sirva como botón de muestra la historia que nos hacía llegar Teresa Ruíz Mateos, natural de Valencia y de 28 años de edad:

   Dícese que se dice que ese aparatito, avance tecnológico de nuestros días está totalmente integrado en nuestra cultura y, para algunos, resulta imprescindible. Otras personas tienen un miedo terrible a poseerlo. ¿Por qué? Porque dícese que se dice que los teléfonos móviles emiten cierta radiación, ondas que afectan al cerebro. Según otras fuentes orales, se puede hacer un experimento que consiste en poner un huevo cerca de un teléfono móvil en funcionamiento y al cabo de un tiempo se obtiene un huevo duro. Las radiaciones del teléfono hacen que se cueza.

   Retomando la investigación que lleva a cabo el gobierno laborista británico, Michael Clark, portavoz científico del organismo antes citado, que en su día desconsejó retirar los bolígrafos láser del mercado, similares a los punteros utilizados en las conferencias para señalar imágenes proyectadas en una pantalla, al demostrarse que eran dañinos si se dirigían a los ojos, declaró lo que sigue:

   Las dudas son legítimas, pero la información que llega ahora al consumidor no está contrastada.

   Por ejemplo, es evidente que producen calor y estudiaremos sus consecuencias en el organismo. Sin embargo, sin saber aún a que atenernos, circulan ya teorías acerca de supuestos tumores cerebrales, pérdidas de memoria y alteraciones del pensamiento.

   Lo que el científico Michael Clark llama «teorías», en este libro lo denominamos leyendas contemporáneas. En Gran Bretaña, como en España, gozan de magnífica salud y, lo que más sorprende, han empezado a ser tomadas en consideración por el poder.

   Desde aquí nos congratulamos de que así sea. Sin embargo, en el ánimo de la gente siempre quedará la duda de si la «ciencia es neutra» o responde a oscuros galimatías.

   Por eso, aventuramos, aunque la investigación del gobierno británico concluya con que no hay peligro alguno, no les quepa la menor duda que seguiremos oyendo que los móviles aplatanan el cerebro y que «un amigo de un amigo» sabe del caso de una mujer cuyo ojo derecho resultó chamuscado tras manipular una cámara digital

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