martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Bienvenidos al mundo del sida.

 Bienvenidos al mundo del sida Tras declararse en 1981 los primeros casos de sida, y ante las devastadoras proporciones que iría tomando la enfermedad en años sucesivos, se fue extendiendo una epidemia paralela que un psiquiatra inglés calificó atinadamente de «síndrome de pánico al sida». La presunta ubicuidad de aquel virus desconocido, la rapidez con que actuaba y la falta de recursos para atajarlo, suscitaron un miedo irracional al contagio, fomentado de buena gana por los puritanos de turno. El mal llamado «azote de los ochenta» les vino de perlas para invocar la ira divina, predicar la castidad y poner en la picota a una nueva víctima propiciatoria, encarnada esta vez por los homosexuales, cuya circunstancial propensión a la enfermedad los convertía en candidatos idóneos al papel de «agentes transmisores».
   Nada nuevo, por otra parte. «Tucídides cuenta que en la gravísima peste por él descrita, más que los demás, caían muertos los melancólicos y los miedosos», escribía en 1721 el cronista italiano L.A.

   Muratori.

Proféticas palabras: dos siglos y medio más tarde una maestra romana de 39 años se arrojaba de un cuarto piso después de ver un reportaje sobre el sida, instigada por la certeza de haberlo contraído cinco años atrás al pincharse con la aguja de una jeringuilla. (La Stampa, 31 de enero de 1987.) Mientras tanto, en Francia, Suecia y la Unión Soviética se abogaba desde diversos frentes por la construcción de «sidatorios» u «hospitales prisiones», modernos lazaretos ubicados en islas donde confinar en masa a seropositivos y enfermos. Solución ésta que ya se barajaba a principios de siglo, aunque los estigmatizados eran entonces los tuberculosos. «Los defensores de la higiene social», cuenta Fernando Alvárez-Uría en su obra Miserables y locos, «llevarán tan lejos su celo que llegarán a proponer la creación de una gran ciudad de tuberculosos, alejada y aislada de la sociedad de los sanos (...)».

   Un 29 % de los estadounidenses, según una encuesta de Los Angeles Times (1987), era partidario de soluciones más moderadas: tatuar a los seropositivos para que pudieran ser identificados a simple vista. El enfermo de sida iba entrando poco a poco en la fase de homicida potencial, ya que sus gérmenes letales podían acechar en cualquier parte. «Corremos el peligro de aspirarlos o ingerirlos yendo en tranvía, coche de plaza, ferrocarril; en los restaurantes, cafés, teatros, dormitorios de las fondas, tiendas, etc.», escribía Alfredo Opisso, otro médico que floreció en los albores del siglo XX.

   Se refería éste a los bacilos de la tuberculosis, pero da lo mismo: la ignorancia y la aprensión suelen generar supersticiones similares.

   En pleno apogeo de las enfermedades venéreas, era creencia común que la sífilis o la gonorrea podían contraerse a través de los poros, sentándose en un váter «contaminado», tocando barandillas, utilizando toallas ajenas, besando a personas infectadas, en baños públicos y piscinas, teniendo relaciones sexuales con mujeres que menstruaban o acariciando a perros infectados. «Causas de contagio» que la vox populi recuperó del olvido y adaptó inmediatamente al sida, proveyendo a esta enfermedad de un cortejo de rumores que sembraban angustia y recelos a su paso.

   Al mismo tiempo, y a falta de teorías convincentes, el folklore tomó el relevo y se ocupó de improvisar unas cuantas para llenar este vacío. Fue así como empezaron a divulgarse explicaciones peregrinas que atribuían la aparición del sida a turbios experimentos llevados a cabo por organizaciones no menos turbias. Paul Smith enumera algunas de las «hipótesis» más cacareadas: se trataría de un virus creado como arma bacteriológica que terminó descontrolándose y escapando a la atmósfera. Lo mezclaron con el flúor del agua potable. Lo creó la CIA. Lo crearon los rusos. Lo crearon en los laboratorios de Hitler. Lo propagó la población de determinados países: Haití, África, etc.

   Este empeño por cargar las culpas de nuestros males a los vecinos tiene también antecedentes venerables. Como apunta Susan Sontag en El sida y sus metáforas (1988), la sífilis, en el último decenio del siglo XV, se convirtió en French pox para los ingleses y en «mal francés» para italianos y paisanos nuestros; los franceses, por su parte lo llamaban morbus germanicus, «mal napolitano» los florentinos y «mal chino» los japoneses.

   Entretanto, mientras la epidemia seguía su trágico curso, se iban dando aquí y allá casos de agresiones a homosexuales, expulsiones de alumnos seropositivos, injusticias laborales de todos los calibres, segregación de enfermos en los hospitales y un inexorable rechazo eclesiástico al uso del preservativo.

   Este clima de agresividad y prejuicio debía reflejarse necesariamente en el espejo del folklore, vehículo idóneo para poner en imágenes el malestar social. Se renovaban así antiguas leyendas urbanas, entre ellas las referentes a contaminaciones alimentarias, de las que nos ocupamos en los capítulos La cocina caníbal y Los peligros del yantar apresurado.

   El periódico Daily Star, en su edición del 3 de septiembre de 1986, recogía por ejemplo una noticia apócrifa según la cual un joven empleado de un Burger King, al enterarse de que tenía el sida, había eyaculado en la mayonesa para contagiar a los parroquianos. En una variante que recopiló en 1989 la folklorista norteamericana Janet Langlois, se empleaba la sangre como fluido infeccioso, pero en ambos relatos el motivo no era otro que la venganza. De este modo, el enfermo de sida pasaba de la fase de homicida en potencia a la de asesino que actuaba hostigado por el resentimiento, como parecía sospechar la facción «sana» de la sociedad que vivía obsesionada por el fantasma del contagio.

   Otras leyendas iban dando forma a ese temor hipocondríaco, que se nutría de la desinformación y la escasa confianza en el prójimo. A veces partían éstas de algún suceso verídico, como el del atracador heroinómano que reemplazaba la navaja por la jeringuilla, pero pronto lo incorporaban a una serie de relatos anteriores más bien abstractos, — las trampas en objetos cotidianos—, dotándolos de una aparente actualidad. Núria, una informadora de Barcelona, nos ofrece un ejemplo extraído de Internet:

   Me llegó vía e-mail. Era uno de esos mensajes que se mandan de 30 en 30, a todos los conocidos que tienes. (...) El texto decía que fuéramos con cuidado con los teléfonos públicos y los cines. Decía que había historias que contaban que en el cine un chico se sentó cuando todo ya estaba a oscuras y en la butaca había una aguja infectada de sida y se la clavó. Lo mismo con las cabinas telefónicas: al ir a recoger el cambio (al levantar la «solapa»), había una aguja también infectada y se la clavó en la mano. A mí me envió la historia un amigo mío y sé que a él se la envió otro amigo suyo.

   De agresiones más directas eran objeto los protagonistas de otros relatos que coexistían con el anterior en la fantasía colectiva. En algunos de ellos, la víctima recibía el mordisco de un borracho que luego declaraba tener el sida, o bien terminaba hecha un acerico a manos de una pandilla de desalmados provistos de jeringuillas repletas de sangre contaminada. La inseguridad ciudadana, pesadilla de todo buen contribuyente, se veía empeorada por el peligro de toparse con un nuevo tipo de vampiro, cuya «mordedura», como la del personaje tradicional, era capaz de transmitirle a uno su condición.

   A la circulación de estos rumores contribuían gustosos los periódicos sensacionalistas, y con ello, en palabras de Paul Smith «sembraban la semilla para nuevos relatos y creencias». Una de las leyendas contemporáneas más persistentes nacidas a la sombra del sida pudiera haberse formado en torno a una serie de noticias con un fondo de verdad. Periódicos de todo el mundo han informado repetidas veces de que ciertas personas portadoras del virus se habían acostado con incautos/as para contagiarles la enfermedad. En su ensayo Sex Death and Punishment (1990) el historiador inglés Richard Davenport-Hines menciona el caso de unos «chicos de alquiler» londinenses a quienes «alguien» habría inducido a contar a unos reporteros que intentaban transmitir el VIH a sus clientes como «venganza» por haber contraído la enfermedad. A su vez, un artículo del New York Times del 21 de febrero de 1987 daba cuenta de la detención en Nuremberg (Alemania Occidental) de un ex sargento bisexual del ejército norteamericano, sospechoso de haber contagiado deliberadamente a sus parejas. El mismo periódico, en su edición del 4 de marzo, se refería al inminente proceso de un individuo que asesinó a su amante cuando éste le reveló, después de tener relaciones sexuales, que padecía el sida. Rematadamente absurdo, en cambio, era el artículo de George Glidden publicado en The Examiner el 24 de marzo de 1987, donde se alertaba sobre una supuesta red de «terroristas del sida» formada por «gigolós» árabes que habrían penetrado clandestinamente en Estados Unidos con la consigna de transmitir la enfermedad a los clientes de «bares de solteros» y clubes gays, así como a toxicómanos y prostitutas.

   De esta clase de noticias parece derivar el melancólico ejemplo que nos remite Encarnación Rodríguez desde Málaga:

   Una joven había contraído la enfermedad por descuido e intentaba vengarse. Se trataba de una prostituta que propagaba el sida en una pequeña población para, por lo menos, hallar consuelo.

   Las primeras versiones de la leyenda que mencionábamos más arriba empiezan a circular en Estados Unidos a finales de 1986 y de ahí emigran velozmente a Europa. En su obra La casa encantada: estudio sobre cuentos, mitos y leyendas de España y Portugal, Eloy Martos y Víctor M. de Sousa resumen así el argumento, tras indicar que se trata de una leyenda urbana difundida en Madrid:

   La chica que hace el amor con un chico al que encuentra en una discoteca, van al hotel, y al día siguiente desaparece dejando este mensaje en el espejo: «Bienvenido al club del sida».

   El mensaje en cuestión suele estar escrito con lápiz de labios rojo en el espejo del lavabo, detalle que refuerza el efectismo del trágico desenlace y, al mismo tiempo, se halla revestido de un potente substrato simbólico. Lo señala elocuentemente Laura Bonato en Trapianti sesso angosce:

   En la simbología popular —escribe la antropóloga italiana— el rojo es el color del amor, pero también se considera como un color agresivo, cargado de energía y asociado estrechamente al principio de la vida, que el hombre de la historia, seducido y contagiado, está a punto de perder.

   Corresponde además, añadimos nosotros, al color del fluido vital que utiliza el virus para invadir el organismo: la sangre.

   Inaferrables como el mercurio, las leyendas modernas se modifican sin cesar. David Fernández, de Barcelona, da fe de ello explícitamente en una variante en la que la víctima es una prostituta y el mensaje cambia de ubicación, despojando así al clímax de su dramatismo. La presencia de una prostituta da pie a un curioso efecto de espejos enfrentados, pues implica que el cliente tal vez pretenda vengarse de otra prostituta que tal vez le contagió el sida también como venganza:

   Lo leí hace un par o tres de años en un diario, concretamente en El Periódico de Catalunya. Pero la historia no era exactamente así. Se trataba de un reportaje sobre turismo sexual en Cuba. Entre otras cosas, el artículo explicaba que una «jinetera», una de esas chicas que se ofrecen a los turistas, contactó con un canadiense. Fueron al hotel del turista y al día siguiente, cuando ella se despertó, él ya no estaba. En la mesita de noche, sin embargo, había un sobre en el que, al abrirlo, pudo leer «Bienvenida al club del sida».

   La modernidad de esta leyenda, como de muchas otras, es también aparente. Cualquier estudiante de inglés que haya consultado la British Encyclopaedia para averiguar el significado de la expresión «Typhoid Mary», conocerá la etimología de un nombre propio que pasó a utilizarse como adjetivo para describir a cualquier persona causante de la propagación de algo indeseable. La dama que se ganó el apodo de «tifoidea» era una tal Mary Mallon, cocinera norteamericana de origen irlandés, quien al parecer contagió el tifus intencionadamente a más de cincuenta personas mientras trabajaba en la ciudad de Nueva York, a principios de 1900. Fue detenida en 1915 tras burlar a la policía durante ocho años, y falleció en 1938. En homenaje a tan funesta cocinera, algunos folkloristas han dado el nombre de «AIDS Mary» y «AIDS Harry» a la mujer o al hombre anónimos que figuran en estos relatos como siniestros transmisores del sida.

   Otro antecedente lo encontramos en un cuento de Guy de Maupassant titulado La cama n



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   (1884). La acción se sitúa en la guerra franco-prusiana, y la protagonista, la bella dama, esposa de un militar francés, es una joven sifilítica que saca provecho de su enfermedad acostándose sistemáticamente con soldados enemigos para causar tantas bajas como pueda entre sus filas.
   Más antiguo todavía es un ejemplo que hemos localizado en el Barzaz Breiz, recopilación pionera de cuentos tradicionales de la cultura bretona y celta en general, que publicó en 1867 el Vizconde de Villemarqué. Se trata de una canción anterior al siglo XV, de los tiempos en que la lepra hacía estragos en Bretaña. Cuenta la balada la trágica historia de María, una joven leprosa que suspira por un apuesto campesino. Rendido ante sus encantos, éste no tarda en corresponderla. Pero cuando María se presenta en casa del padre de su enamorado para anunciarle que su hijo le ha prometido tomarla por esposa, el anciano le responde con tono burlón: «No tendrás a mi hijo, ¡ni tú ni ninguna hija de leproso como tú!» «María sale llorando y jura vengarse» —continúa la canción—. «En efecto, se hace un corte en el dedo, y con la sangre que emana de la herida contagia la lepra a catorce personas de la familia que la ha rechazado, y su propio enamorado muere de la enfermedad».

   El «corte» y la «sangre», dos símbolos de fuerte contenido sexual, parecen sugerir que la muchacha se sirvió de un método de contagio que, como hace la balada, dejaremos para la imaginación del lector. El tema no sólo recuerda la leyenda de «AIDS Mary» sino también la del camarero que infecta los alimentos para transmitir el sida a sus clientes.

   El último antecedente que damos fue publicado en la antología Anécdota Americana (1927), de J.

   Mortimer Hall. Con él recuperamos de nuevo el tema de las enfermedades venéreas.

   Un hombre entró corriendo en una casa de mala nota.

   —Tráiganme a una chica que tenga gonorrea —exigió.

   La patrona le miró indignada y le espetó que en su establecimiento no contrataban a esa clase de chicas.

   —Pues tendré que ir a otro sitio —repuso el hombre.

   Una de las muchachas, al oír la conversación, llamó aparte a la patrona.

   —Digale que tengo gonorrea —le pidió—. No seré yo la que deje escapar a un cliente—. Así pues, la patrona llamó al hombre, que ya se marchaba, le señaló a la chica, y los dos se fueron al piso de arriba. Cuando hubieron terminado, la chica le miró y le dijo con una sonrisita:

   —Le he tomado el pelo, señor. Resulta que no tengo gonorrea.

   —Ahora sí —repuso él.

   El motivo del hombre infectado por una prostituta que se venga contagiando a otra parece quedar implícito en este relato, como en el de la «jinetera» que comentábamos antes.

   En la versión más temprana de la leyenda siempre es una mujer la que seduce a un hombre y luego deja el funesto mensaje anunciándole que acaba de ingresar en el club del sida.

   Diríase que en esta constante del relato se perciben reminiscencias de un tema clásico de la literatura tradicional, registrado con la referencia T332 en el Índice de Stith Thompson: Un hombre es tentado por un demonio en forma de mujer.

   En la Edad Media, a estos seres diabólicos con apariencia de hermosas jóvenes se les denominaba «súcubos». Su misión consistía en tener relaciones sexuales con los hombres mientras dormían.

   Subrayamos estas dos palabras porque nos parece muy significativo que la víctima masculina siempre descubra el mensaje «al despertar». Ello parece sugerir que, hasta aquel preciso instante, el hombre vivía en un sueño tejido arteramente por su seductora, durante el cual «ignoraba» la verdadera personalidad de ésta. Si el súcubo encubría su monstruosidad bajo una belleza ilusoria, la enferma de la leyenda disimula su «corrupción interior» tras una capa de engañosa lozanía.

   En la jornada décima del Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, clásico indiscutible de la literatura fantástica, encontramos un ejemplo magistral de nuestra hipótesis. El joven Thibaud se prenda de una hermosa muchacha, Orlandina, quien finalmente le invita a pasar la noche con ella en una cabaña lujosamente amueblada. Cuando se dispone a llevarla al lecho, Thibaud «siente como si unas garras se hincaran fuertemente en su espalda». En aquel momento advierte que Orlandina ya no está en la cama. «En su lugar había un ser horrible de formas repugnantes y desconocidas.» Con una voz terrible, el monstruo dice: «Yo no soy Orlandina. Soy Belcebú, y ya verás mañana el cuerpo que he animado para seducirte». Thibaud, condenado para siempre, ni siquiera puede invocar el nombre de Jesús, puesto que Satán se lo impide cogiéndole la garganta con los dientes. Al día siguiente, unos campesinos oyen gemidos en una cabaña abandonada que había junto al camino (el súcubo había creado un decorado suntuoso para reforzar la ilusión). Al entrar, encuentran a Thibaud «tendido sobre una carroña medio podrida». El desgraciado joven consigue finalmente confesarse ante un ermitaño y muere «con un crucifijo entre las manos».

   Más adelante, un confesor vuelve a referirse a los súcubos con las siguientes palabras: «Cuando un hombre lleva mucho tiempo sin recibir los sacramentos, los demonios adquieren un cierto poder sobre él, tomando la apariencia de mujeres e induciéndole a tentación». Esta prédica, oportunamente adaptada a los tiempos del sida, podría ser un aviso contra los peligros a que se exponen quienes porfían en el libertinaje y se resisten a practicar la castidad y el «sexo seguro».

   De fecha más reciente y de origen europeo parece ser una variante de la leyenda en la que se invierten los papeles y la víctima es, invariablemente, una mujer. Rocío, una informadora de Málaga, nos envía una versión típica de la misma:

   Un amigo me contó que le habían contado amigos suyos una historía que había sucedido en Palma de Mallorca. Por lo visto, una chica de Málaga se había ido de vacaciones a Mallorca, donde conoció a un chico extranjero. Se enamoraron y pasaron todo el verano juntos. Cuando terminaron las vacaciones, la chica estaba muy apenada porque el chico se marchaba a su país. ÉI le dijo que no se preocupara, que la quería mucho, y le dio una caja y le pidió que no la abriera hasta que hubiera subido al avión. Ella se despidió de él muy triste, pero a la vez intrigada por ver qué contenía la caja.

   Esperando encontrarse un anillo de compromiso, abrió la caja y se encontró una rata muerta y una nota que decía que lo sentía mucho pero que tenía el sida y que se lo pegaba como venganza porque una novia a la que él había querido mucho se lo había contagiado a él.

   La venganza vuelve a ser el móvil de la tragedia, pero el relato se enriquece con dos innovaciones de honda raigambre tradicional: la caja cerrada y la rata muerta. Consultando de nuevo el Índice de Stith Thompson localizamos tres referencias que lo atestiguan: Al 337.0.1.1. El hombre recibe la peste en una caja traída por un mensajero del creador. C321. Tabú: mirar en el interior de una caja.

   C321.2. Abrir prematuramente una caja que contiene un regalo. Los tres temas aluden, en definitiva, al riesgo que se corre abriendo una caja cuyo contenido se ignora. Lo que encuentra la víctima en su interior no es exactamente la peste bubónica, pero sí un animal que, siguiendo a Cirlot, fue la deidad maléfica de esta plaga en Egipto y China. «La rata —sigue diciendo el autor del Diccionario de Símbolos— se «halla en estrecha relación con la enfermedad y la muerte». En efecto, fue este animal el propagador de la pestilencia en la Edad Media, triste papel que le valió para los siglos venideros el estigma de alimaña infecciosa. Una rata, pues, parece ser un emblema muy apto para una enfermedad que ha dado en llamarse popularmente, con fatalismo medieval, la «peste de los ochenta». Teniendo en cuenta que la rata siempre aparece muerta, el símbolo adquiere un significado aún más irrevocable, tanto para la víctima como para el vengador: la suerte de los dos está echada, del mismo modo en que la rata terminaba sucumbiendo a la epidemia que le había tocado transmitir.

   Cirlot percibe un significado aún más oscuro en la rata, cerrando con él su análisis: «se le superpone significado fálico, pero en su aspecto peligroso y repugnante». Muy apropiada parece esta interpretación, si recordamos que el contagio del sida se produjo a través del falo.

   En otras variantes de que disponemos, como la que nos remite María Pilar Arnás desde Monóvar (Alicante), la caja no contiene una rata, sino un pájaro muerto, una rosa negra y una nota que dice:

   «Bienvenida al club del sida». Carlos Cabrera, de Málaga, pone en el paquete una jaula con un canario muerto. En algunos casos se trata de un objeto, como un ataúd en miniatura, y en un ejemplo único procedente de Reus y firmado por Silvia Bartolomé, la rata muerta lleva nada menos que «el lazo del sida rojo». El sentido sigue siendo el mismo: la flor simboliza la fugacidad de la vida y el pájaro representa el alma en casi todas los tradiciones. La rosa negra y el ave muerta evocan la calavera y el reloj de arena de los pintores clásicos: ejemplos elocuentes de memento mori: «recuerda que has de morir».

   Si en las versiones más recientes de la leyenda predominan las víctimas del sexo femenino, debe de ser porque, como dice Gary Alan Fine «todos vivimos en el mundo del sida».

   Estadísticas aparte, lo que está claro es que las leyendas que envuelven el sida reflejan los mismos pánicos que las que circulaban en siglos pasados a propósito de otras epidemias, como la lepra o la peste.

   En las leyendas acerca del sida (son palabras de Paul Smith) predomina el miedo, la violencia, la venganza, el recelo y los prejuicios. Por el mundo que describen no sólo merodean súcubos, sino también íncubos, su equivalente masculino, demonio que reviste la forma de hermoso joven y hace creer durante el sueño a sus víctimas femeninas que han conocido al hombre de su vida..., hasta que al día siguiente, al «despertar», encuentran una rata muerta en una caja. El universo que pintan estos relatos es un lugar donde los sueños románticos han sido desterrados, porque apenas cerremos los ojos a la cruda realidad, vendrá el ángel de la muerte para seducirnos. Así pues, desconfiemos profundamente los unos de los otros, no sea que algún demonio disfrazado pretenda convertirnos en socios forzosos del siniestro club del sida. ]ÚSEP SAMPERE Aditivos que restan He adquirido en supermercados y tiendas de comestibles, leche, bebidas, zumos de fruta, margarinas, precocinados, etc. El envase de cada uno de ellos detalla sus ingredientes, además de una indicación en clave de sus conservantes o mejorantes. También he averiguado que las sustancias añadidas a estos productos se clasifican en inofensivas, a evitar, peligrosas y cancerígenas. Son cancerígenas, según investigaciones realizadas en el Hospital del Villejuif, el mayor centro para el estudio del cáncer en Francia, las que se citan a continuación: E-102, E-120, E-123, E-124, E-127, E-150, E-220, E-226, E-230, E-250, E-251, E-252, E-311, E-330, E-339, E-407 y E-450

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